29 de julio de 2012

Bertrand Russell / D.H. Lawrence. Una relación conflictiva (2)


Hasta el momento de su muerte en Francia por una tuberculosis, D.H. Lawrence escribió alrededor de cinco mil cartas. En 1915, época de su tormentosa amistad con Bertrand Russell, mantuvo una copiosa actividad epistolar con el autor de “Why I am not a christian" (Por qué no soy cristiano). Esas misivas fueron publicadas en forma de libro en 1948 bajo el título "D. H. Lawrence's letters to Bertrand Russell" (Las cartas de D.H. Lawrence a Bertrand Russell). Lawrence fue un escritor cuyos libros provocaron enorme polémica por su manera de tratar la sexualidad de forma abierta y explícita. Pero, además, tenía una personalidad peculiar. Según Russell, el autor de "The lost girl" (La mujer perdida) despertaba su interés debido a su disposición a analizarlo todo y su libertad para discrepar con las convenciones establecidas. Sin embargo, con el correr del tiempo, fue descubriendo en él una personalidad diferente. Russell, que inicialmente expresó sentir mucha simpatía con los objetivos del "experimento comunista", descubrió en Lawrence ciertas opiniones muy "próximas al fascismo" y una "velada defensa de las tesis racistas". De hecho, si bien tanto Lawrence como Russell se opusieron a la intervención británica en la Primera Guerra Mundial, lo hicieron por razones diferentes. Mientras que Russell detestaba la guerra porque, desde su punto de vista lógico racional, la consideraba un conflicto innecesario, Lawrence la veía como un ejemplo de la mecanización de la sociedad, algo que odiaba con profundo fervor.
Cuando se conocieron en la casa de Ottoline Morrell, Russell quedó admirado por  la "percepción intuitiva" de Lawrence, pero le llamó la atención su "considerable egocentrismo". Este, por su parte, vio en Russell a un ser "vital y emocional", aunque "demasiado inexperto en la conflictividad de las relaciones humanas". En suma, una diferente concepción de cómo los seres humanos se perciben y se comunican entre sí. Russell, el lógico; Lawrence, el místico. En 1956, Russell publicó "Portraits from memory and other essays" (Retratos de memoria y otros ensayos), libro que contiene agudas descripciones de escritores y filósofos a los que trató, con mayor o menor intimidad, en distintas etapas de su vida: Conrad, Shaw, Wells, Moore, Whitehead, Wittgenstein y, por supuesto, Lawrence.

Mis relaciones con Lawrence fueron breves y febriles, y duraron, en total, aproximadamente un año. Nos conocimos gracias a lady Ottoline Morrel que, como nos admiraba a los dos, nos hizo creer que debíamos admirarnos él y yo también mutuamente. El pacifismo había suscitado en mí un estado de ánimo de rebelde amargura y encontré a Lawrence con tanta rebeldía como yo. Esto hizo que, al principio, los dos pensáramos que existía una gran coincidencia entre nosotros, y sólo de un modo gradual fuimos descubriendo que nuestra discrepancia mutua era mayor que la discrepancia existente entre cada uno de nosotros y el kaiser. En aquella época, Lawrence tenía dos actitudes ante la guerra: por un lado, no podía adoptar la postura de un patriota de todo corazón, pues su mujer era alemana; pero, por otro lado, tenía tal odio a la humanidad, que propendía a creer que ambos bandos debían tener algo de razón, puesto que se odiaban entre sí. Cuando llegué a conocer esas actitudes, me di cuenta de que no podía simpatizar con ninguna de las dos. La conciencia de lo que nos separaba, sin embargo, apareció en nosotros sólo poco a poco, y, al principio, todo fue alegre como un festín de bodas. Le invité a que me fuera a visitar a Cambridge y le presenté a Keynes y a varias personas más. A todos los odiaba apasionadamente y decía que eran "muertos, muertos, muertos". Durante algún tiempo, creí que podría tener razón.
Me agradaba el fuego de Lawrence, me gustaban la energía y la pasión de sus sentimientos; me complacía su creencia de que era necesario algo muy fundamental para enderezar el mundo. Estaba de acuerdo con él en la idea de que la política no se podía separar de la psicología individual. Percibía que Lawrence era un hombre de cierto genio imaginativo y, cuando por primera vez se hicieron evidentes mis diferencias con él, empecé por creer que, quizá, su comprensión de la naturaleza humana fuera más profunda que la mía. Sólo, poco a poco, llegué a convencerme de que representaba una fuerza positiva para el mal, convencimiento al que, también poco a poco, llegó asimismo él con referencia a mí.
Por entonces, estaba preparando yo un curso de conferencias, que después fue publicado con el título de "Principios de reconstrucción social". El también estaba interesado en las conferencias y, durante algún tiempo, pareció posible que se estableciese una especie de colaboración irregular entre nosotros. Cambiamos, con ese motivo, cierto número de cartas; las mías se han perdido, pero las suyas han sido publicadas. En ellas puede descubrirse la conciencia gradual de nuestros desacuerdos fundamentales. Yo creía firmemente en la democracia, mientras que él había desarrollado la filosofía completa del fascismo, antes de que los políticos hubieran pensado en ello. "No creo -escribía- en el sistema democrático. Estimo que el trabajador es apto para elegir gobernantes o administradores para sus problemas inmediatos, pero nada más. Usted debe modificar totalmente el cuerpo electoral. El trabajador elegirá a sus superiores para las cosas que le interesan de modo inmediato, no para nada más. Los dirigentes superiores serán elegidos por otras clases, cuando surjan. Todo ello debe culminar en una cabeza real, como ocurre en toda realidad orgánica; no repúblicas necias con presidentes necios, sino un rey electo, algo así como Julio César". Como es natural, en su imaginación suponía que, cuando se estableciese la dictadura, él se convertiría en Julio César. Esto formaba parte de esa calidad soñadora que impregnaba todo su pensamiento. Nunca se dejó caer en la realidad. Se extendía en largas parrafadas acerca de cómo se debía proclamar la "verdad" a las multitudes y parecía no tener la menor duda de que las multitudes la escucharían. Le pregunté qué método se proponía adoptar. ¿Expondría esta filosofía política en un libro? No, en nuestra sociedad corrompida la palabra escrita es siempre una mentira. ¿Iría a Hyde Park y proclamaría la "verdad" subido en una caja de jabón? No, eso sería excesivamente peligroso (en él aparecían, de vez en cuando, extrañas ráfagas de prudencia). "Está bien -decía yo-; ¿que va a usted a hacer?". Al llegar aquí cambiaba de conversación. Insensiblemente descubrí que no deseaba realmente hacer al mundo mejor, sino, solamente, abandonarse a elocuentes soliloquios que trataban de lo malo que era este mundo. Si alguien oía, por casualidad, los soliloquios, tanto mejor; pero estaban destinados, cuando más, a formar una pequeña banda de fieles discípulos que pudiesen sentarse en los desiertos de Nuevo México y sentirse santos. Todo ello se me transmitía con el lenguaje de un dictador fascista, porque era lo que yo debía predicar; el "debía" trece veces subrayado.
Sus cartas se fueron haciendo cada vez más hostiles. Escribía: "¿Es que merece la pena vivir como usted lo hace? Creo que sus conferencias no son buenas. ¿No resultan muy atrasadas? ¿De qué sirve el hundirse con el navío condenado y arengar a los mercaderes peregrinos en su propio lenguaje? ¿Por qué no se lanza al mar? ¿Por qué no abandona usted el espectáculo por completo? En estos días, uno debe ser un proscrito, no un maestro o un predicador". Esto me parecía mera retórica. Me estaba convirtiendo en mucho más proscrito de lo que lo había sido él en cualquier ocasión, y no era capaz de ver por ningún lado la razón de sus quejas contra mí. El profería sus quejas de manera diferente, en épocas diferentes. En otra ocasión me escribió: "Deje de trabajar y de escribir totalmente y sea una criatura en lugar de un instrumento mecánico. Abandone todo el navío social. Por amor a su misma dignidad, conviértase en una criatura que sienta su destino y no piense. Por amor del cielo, sea un niño y deje de ser un sabio. No haga nada más, sino que, por amor del cielo, empiece a ser. Parta del mismo principio y sea un perfecto niño en nombre del valor. Oh, y quiero pedirle que, cuando haga su testamento, me deje lo suficiente para vivir. Quiero que usted viva eternamente. Pero quiero ser, de algún modo, su heredero". La única dificultad de este programa consistía en que, si yo lo adoptaba, no tendría ninguna herencia que dejar. Tenía una filosofía mística de la "sangre" que me disgustaba. "Existe -decía- otra base de la conciencia, además del cerebro y los nervios. Hay una conciencia de la sangre que está en nosotros y es independiente de la conciencia mental ordinaria. Uno vive, conoce y posee su propia existencia en la sangre, sin ninguna relación con los nervios y el cerebro. Esta es la mitad de la vida que pertenece a la oscuridad. Cuando poseo a una mujer, la percepción de la sangre es suprema. El conocimiento de mi sangre es abrumador. Debemos darnos cuenta de que tenemos un ser de sangre, una conciencia de sangre, un alma de sangre completa y aparte de la conciencia mental y nerviosa".Esto me pareció franca basura y lo rechacé con vehemencia, aunque no sabía entonces que conducía directamente a Auschwitz. Se ponía furioso siempre que cualquiera sugería la posibilidad de que alguien tuviese sentimientos bondadosos para sus semejantes, y, cuando yo rechazaba la guerra por los sufrimientos que ocasionaba, me acusaba de hipocresía. "No hay la menor verdad en que usted, su básico yo, desee, en último término, la paz. Lo que usted hace es satisfacer, de una manera indirecta y falsa, su deseo animal de golpear y herir. Una de dos: o lo satisface usted de un modo directo y honorable, diciendo "los odio a todos, embusteros y puercos, y estoy dispuesto a lanzarme sobre ustedes", o se limita a las matemáticas, en las que puede ser sincero. Pero presentarse como el ángel de la paz...; no, en este papel, prefiero a Tirpitz mil veces".
Ahora me resulta difícil comprender el efecto devastador que esas cartas producían en mí. Me inclinaba a creer que él poseía alguna capacidad de comprensión especial de la que yo carecía, y cuando me decía que mi pacifismo estaba enraizado en los oscuros deseos de la sangre, suponía que tenía razón. Durante 24 horas, pensé que era un inadaptado para la vida y llegué a pensar en el suicidio. Pero, después de ese tiempo, se produjo una reacción más saludable y decidí terminar con semejante morbosidad. Cuando me dijo que debía predicar sus ideas y no las mías, me rebelé y le dije que recordara que él ya no era un maestro de escuela ni yo un discípulo. El había escrito: "Usted es el enemigo de toda la humanidad, lleno del deseo animal de la destrucción. Lo que le inspira no es el odio a la falsedad; es el odio a la gente de carne y de sangre, es un deseo de la sangre mentalmente pervertido. ¿Por qué no lo reconoce? Volvamos a ser extraños el uno para el otro. Creo que es lo mejor". Yo también lo creía así. Pero él sentía placer denunciándome y, durante algunos meses, continuó escribiendo cartas que contenían la suficiente amistad para que la correspondencia se mantuviera viva. Al final, se desvaneció, sin necesidad de ninguna terminación dramática.
Lo que me atrajo de Lawrence, al principio, fue cierto dinamismo y la costumbre de discutir supuestos que suelen admitirse sin más. Yo ya estaba acostumbrado a ser acusado de estar demasiado esclavizado por la razón y pensé que, quizá, él pudiera darme una dosis vivificadora de irracionalidad. De hecho, adquirí realmente de él algún estímulo, y creo que el libro, que escribí a pesar de sus ataques, fue mejor de lo que hubiera sido si no le hubiese conocido.
Pero esto no quiere decir que hubiera nada bueno en sus ideas. Mirando hacia atrás, no creo que tuviesen el menor valor. Eran las ideas de un hombre impresionable que se creía un déspota y que se encolerizaba con el mundo porque éste no le obedecía instantáneamente. Cuando se daba cuenta de que existían otras personas, las odiaba. Pero la mayor parte del tiempo vivió en el mundo solitario de sus propias imaginaciones, habitado por fantasmas todo lo orgullosos que él deseaba que fuesen. Su énfasis excesivo sobre el sexo se debía al hecho de que sólo en las cuestiones sexuales se veía obligado a admitir que no era el único ser humano del universo. Pero, como esa admisión le era tan dolorosa, concibió las relaciones sexuales como una lucha perpetua en la que cada uno intenta destruir al otro. El mundo de la entreguerra fue atraído por la locura. Esta atracción tuvo su expresión más acentuada en el nazismo. Lawrence fue un exponente adecuado de este culto a la demencia. No estoy muy seguro de que la fría cordura inhumana de Stalin haya significado alguna mejora.

Bertrand Russell fue, desde 1897 hasta 1913, un notable matemático y lógico. Como filósofo, su obra canónica se centra en el período 1905-1921, pero su fama la obtuvo por sus escritos sobre el matrimonio, la libertad sexual, los derechos de las mujeres, la religión, etc., todos ellos abordados desde un punto de vista fuertemente humanista. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1950 y, de allí en más, fue reconocido fundamentalmente por su defensa de la paz mundial. Junto a Albert Einstein (1879-1955) y otros destacados científicos creó la Conferencia Pugwash alertando sobre los peligros de la escalada nuclear. Durante la crisis de los misiles de Cuba en 1962 ofreció su mediación y, en 1966, junto a Jean Paul Sartre (1905-1980) organizó un Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra para investigar las consecuencias de la acción militar de Estados Unidos en Vietnam. Ya sobre el final de su larga vida escribió: "Tres pasiones, simples pero abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida: el anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y la compasión por el sufrimiento insoportable de la humanidad. Estas pasiones, como grandes vientos, me han llevado de aquí para allá en un curso caprichoso. Esta ha sido mi vida. Me ha parecido digna de ser vivida y la viviría nuevamente si se me ofreciera la oportunidad". 

28 de julio de 2012

Bertrand Russell / D.H. Lawrence. Una relación conflictiva (1)


Proveniente de una familia aristocrática, Bertrand Russell (1872-1970) nació en Trellech, un pequeño  villorrio al sudeste de Gales, Gran Bretaña. Al quedar huérfano de padre y madre a temprana edad, él y su hermano mayor Frank fueron criados por tutores en la residencia Pembroke Lodge de Londres, donde vivían sus abuelos. Tuvo una infancia solitaria y, durante su adolescencia, la biblioteca de la mansión fue uno de sus lugares predilectos: allí leyó tanto las obras del economista Mill como las del poeta Shelley, y comenzó a estudiar la geometría de Euclides. En 1890 ingresó al Trinity College de Cambridge donde, simultáneamente a sus estudios, se abocó a la lectura de Platón,  Spinoza, Hume y Kant. Tras graduarse en Matemáticas pasó unos meses en Francia y, a su regreso a Inglaterra, publicó en 1897 -junto a Alfred Whitehead (1861-1947)- su primer libro de matemáticas: "Principia Mathematica", una obra que aún hoy en día es considerada el trabajo en lógica más importante que se haya escrito desde los tiempos de Aristóteles.
En ella, ambos autores reflotaron y refinaron la revolucionaria obra del matemático y lógico alemán Gottlob Frege (1848-1925) quien, en 1879, con su tratado "Begriffsschrift (Conceptografía) había sentado las bases de la lógica matemática moderna. Escribió: "Las matemáticas me gustan porque no son humanas". En su ensayo "The principles of mathematics" (El estudio de las matemáticas) de 1903, enfatizó: "Las matemáticas poseen no sólo la verdad, sino una belleza suprema, una belleza fría y austera, como la de una escultura, que no atrae a ninguna parte de nuestra naturaleza más débil, sublimemente pura y susceptible de una perfección tal como sólo el gran arte puede mostrar".
Russell desarrolló su trabajo profesional en matemáticas de una manera altamente técnica, sin hacer la menor concesión al lego. La especulación filosófica, argumentaba, requiere un lenguaje especial, y luchó no sólo por mantener sino por fortalecer este código hierático. No obstante, su predilección por la filosofía ya la había puesto de manifiesto en una de las primeras obras suyas: "A critical exposition of the philosophy of Leibniz" (Exposición crítica de la filosofía de Leibniz), ensayo en el que elucidó la obra del filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), a quien siempre reverenció. De allí en adelante, las matemáticas y la filosofía fueron utilizadas por Russell con asiduidad. Si bien nunca fue un filósofo puramente técnico (más bien alternó entre la filosofía profesional y la ética popular), su obra ejerció una notable influencia en casi todos los filósofos posteriores, sobre todo en el oscilante Ludwig Wittgenstein (1889-1951) y en los positivistas lógicos del famoso "Círculo de Viena" que incluía, entre otros, a Rudolf Carnap (1891-1970), Karl Popper (1902-1994) y Kurt Gödel (1906-1978).
Si bien Bertrand Russell cambió sus posiciones filosóficas numerosas veces a lo largo de su vida, el abordaje de los temas, tanto científicos como filosóficos, permaneció constante y de alguna manera unificó sus puntos de vista con respecto a la metafísica y a la epistemología. Aunque partidario del método científico, creía que la ciencia sólo obtiene respuestas provisorias: "La ciencia -dijo- en ningún momento está totalmente en lo cierto, pero rara vez está completamente equivocada y tiene en general mayores posibilidades de estar en lo cierto que las teorías no científicas".
Mientras tanto, al norte de Londres, en el pequeño pueblo de Eastwood, Nottinghamshire, David Herbert Lawrence (1885-1930) publicaba sus primeros poemas en la revista "The English Review" y algunos relatos breves en el “Nottingham Guardian”. Hijo de un minero casi analfabeto y aficionado a la bebida y de una maestra amante de la cultura, Lawrence concurrió al Nottingham High School y luego a la Universidad de la misma ciudad, pero abandonó los estudios y comenzó a dar clases desde 1908 en la Davidson Road School de Croydon. Quien sería una de las figuras literarias más influyentes y controvertidas del siglo XX, tenía una visión del ser humano como alguien completo y natural, en abierta oposición a la artificialidad de la moderna sociedad industrial por su deshumanización de la vida.
En 1911 publicó su primera novela, "The white peacock" (El pavo real blanco), a la que seguirían "The trespasser" (El merodeador), "Sons and lovers" (Hijos y amantes) y "The rainbow" (El arco iris), publicada esta última en plena guerra mundial. Salvo la primera de ellas, las restantes causaron un gran escándalo por la minuciosa descripción de las escenas de sexo y tuvieron serios problemas con la censura dada la rígida moral victoriana que imperaba por entonces. Algo similar ocurriría en 1920 con "Women in love" (Mujeres enamoradas) y con "Lady Chatterley's lover" (El amante de Lady Chatterley) en 1928. A raíz de aquella censura por obscenidad, varios personalidades del mundo de la cultura mostraron su apoyo a Lawrence, entre ellas el escritor anarquista británico Aldous Huxley (1894-1963), el crítico literario Frank R. Leavis (1895-1978), la aristocrática mecenas y protectora de intelectuales y artistas Ottoline Morrell (1873-1938) y nuestro Bertrand Russell.
El autor de The problems of Philosophy” (Los problemas de la Filosofía), muy amigo de escritores como Wells, Conrad, Forster y Shaw, concurría habitualmente a la casa de Ottoline Morrell en el nº 44 de Bedford Square, en el barrio de Bloomsbury, Londres. Allí, desde 1909 y hasta mediados de la Primera Guerra Mundial, todos los jueves se reunían pintores, escritores e intelectuales cuyos principales objetivos en la vida eran “el amor, la creación y el disfrute de la experiencia estética y la búsqueda del conocimiento”. En 1915, la Morrell se trasladó a Garsington Manor, una casa de campo en el condado de Oxfordshire, mansión que sirvió de refugio para los pacifistas y objetores de conciencia que protestaban contra la guerra y que era frecuentada por los miembros del grupo de Bloomsbury y otros intelectuales de la clase media acomodada educada en Cambridge.


Lawrence, amigo de Katherine Mansfield (1888-1923) desde 1913, era un invitado habitual en Garsington y pronto congenió con Virginia Woolf (1882-1941), quien en un principio consideró que su obra contribuía en gran manera a la evolución de la novela moderna. En ese lugar, también, Russell entabló una breve pero intensa amistad con él durante la primavera y el verano de 1915. Russell, inicialmente, se inclinó por tratar el pensamiento filosófico de Lawrence con respeto, y le fascinaba su filosofía mística, aquello de volver a un estado esencial, originario y natural, que purificara al hombre de la degradación en que el progreso lo había sumido: "Mi gran religión -decía Lawrence- estriba en la creencia en la sangre y la carne, por contener más sabiduría que el intelecto. Podemos equivocarnos con nuestra mente. Pero lo que nuestra sangre siente y cree es siempre verdadero. El intelecto es sólo el bocado y la brida".
El estallido de la Primera Guerra Mundial iba a modificar muchas cosas. Russell, muchos años después, recordaría que lo obligó a revisar sus opiniones sobre la naturaleza humana. “Hasta entonces había supuesto que era muy común que los padres amaran a sus hijos, pero la guerra me convenció de que eso es una excepción muy rara. Había supuesto que a la mayoría de las personas el dinero les gustaba más que ninguna otra cosa, pero descubrí que la destrucción les gustaba más. Había supuesto que era frecuente que los intelectuales amaran la verdad, pero aquí también descubrí que ni el diez por ciento de ellos prefiere la verdad a la popularidad". En su autobiografía escribió: “Yo deseaba vivamente que Inglaterra permaneciera neutral, para lo que recogí firmas de un amplio número de profesores y compañeros para una declaración que, a tal efecto, apareció en el ‘Manchester Guardian’. El día que la guerra fue declarada, casi todos ellos cambiaron de pensar. Pasé la tarde paseando por las calles, especialmente en las cercanías de Trafalgar Square, observando a un entusiasmado gentío que me hacía a mí mismo sensible a tales emociones. Yo había supuesto ingenuamente lo que la mayoría de los pacifistas afirmaban: que las guerras eran una imposición de gobiernos despóticos y maquiavélicos sobre una población que las rechazaba”.
Se dedicó entonces a la redacción de artículos sobre la ética de la guerra y la idea de la resistencia pasiva, textos que aparecieron en diversos medios periodísticos como “The Economist”, “The Nation”,  The Westminster Gazette”, “The Cambridge Magazine” y “The Manchester Guardian”.  También escribió un panfleto anónimo para la Asociación contra el Reclutamiento en protesta porque un objetor de conciencia había sido detenido a pesar de la "cláusula de conciencia" en la ley de reclutamiento. Tras el arresto de los distribuidores del libelo, Russell escribió una carta a “The Times” declarando que él había sido el autor, por lo que fue juzgado, condenado y obligado a pagar una multa de 100 libras. Esto le valió la pérdida de su membresía en el Trinity College y pasar a ser considerado por el sistema como "uno de los maniáticos más dañinos del país".


Por entonces, Lawrence vivía agobiado en Inglaterra a causa del origen alemán de su mujer. Durante el transcurso de la guerra, adoptó una actitud política ambigua y sus opiniones se tornaron, a los ojos de Russell, en irritantes y peligrosamente antidemocráticas: "Sus ideas extravagantes lo han condenado a la soledad. Lawrence no desea un mundo mejor; sólo está interesado en monologar sobre lo malo que es éste". El autor de "Study of Thomas Hardy" no tardó en contestarle mediante una serie de cartas cada vez más hostiles: "¿De qué sirve vivir como vive usted? No considero buenas sus clases. ¿Lo son? ¿Es bueno quedarse en la maldita nave arengando a los peregrinos? ¿Por qué no se tira por la borda? Uno debe ser un proscrito hoy día, no un profesor o un predicador". Y en otra: ''Su voluntad es falsa y cruel. Usted está demasiado lleno de represiones diabólicas y tiene la sangre cobarde y muerta". Russell acusó el golpe. Ottoline Morrell recordaría en sus memorias que, tras la lectura de la carta, Russell "quedó totalmente sorprendido por un día entero, se horrorizó profundamente. Su creencia en la ideas de Lawrence era tal que llegó a pensar que quizás tuviese razón".
El disgusto se extendió a la propia Morrell y a su amiga Virginia Woolf, quienes se sintieron frustradas y decepcionadas: "Se cree un Dios". Lawrence no tardó en partir de Inglaterra. Viajó primero a Italia, donde escribiría "Aaron's rod" (La vara de Aarón); luego a Australia, experiencia que volcaría en "Kangaroo" (Canguro); después a Estados Unidos, donde publicaría su "Studies in classic american literature" (Estudios sobre literatura clásica estadounidense) y más tarde se trasladó a México, viaje que le inspiró "The plumed serpent" (La serpiente emplumada). Sólo regresaría a su país natal en dos ocasiones por un breve período, pero jamás volvió a encontrarse con sus viejas amistades.

20 de julio de 2012

Umberto Eco: "Se escribe para la eternidad, no para pasado mañana"


El piamontés Umberto Eco (1932) es un personaje fecundo y múltiple: ensayista, crítico literario, medievalista, profesor, bibliófilo, novelista, semiólogo, experto en medios masivos de comunicación... Después de obras como "Il nome della rosa" (El nombre de la rosa) e "Il pendolo di Foucault" (El péndulo de Foucault), que le granjearon gran notoriedad, su narrativa derivó hacia caminos más personales que parecieron satisfacer más los deseos del autor que los del lector. En ese sentido, su novela "Il cimitero di Praga" (El cementerio de Praga) -aparecida en 2010- es claramente representativa. Con formas narrativas más sencillas que en sus anteriores novelas, Eco recorre la última mitad del siglo XIX, un período repleto de intrigas, conspiraciones, escándalos y revueltas políticas: la revolución de Garibaldi, la Comuna de París, el caso Dreyfus, la guerra franco-prusiana, el ascenso de la burguesía, la aparición del proletariado, la influencia de las logias masónicas, las peripecias de la comunidad judía, los pogromos y la gestación de Los protocolos de los sabios de Sión, el panfleto que se publicó por primera vez en la Rusia zarista en 1903. Inmediatamente el libro levantó polvareda. En sus páginas puede leerse que los alemanes tienen "el más bajo nivel de humanidad concebible. Viven en un estado de perpetuo embarazo intestinal debido al exceso de cerveza y a esas salchichas de cerdo con las que se atiborran"; los franceses son "perezosos, estafadores, rencorosos, celosos, orgullosos más allá de todo límite, malos, matan por aburrimiento"; los italianos son "arteros y taimados"; los españoles "vanidosos"; los croatas "ignorantes"; los ingleses "sucios"; los curas "repiten que su reino no es de este mundo, pero ponen las manos encima de todo lo que pueden manipular"; los jesuitas son "masones vestidos de mujer"; y las mujeres son "meretrices que propagan la sífilis". Pero la peor parte la llevan los judíos, un pueblo deicida que "desprende un olor nauseabundo". Es la misma fetidez -dice el capitán Simonini, falsificador profesional de documentos, protagonista principal de la novela- que se aprecia en los pederastas y en pueblos salvajes que practican el canibalismo. Los judíos no enferman porque son los portadores de "una peste permanente que los defiende de la peste ordinaria". Jesús no era judío, "Jesús era de raza céltica, rubio y de ojos azules". Los judíos son cada vez más peligrosos, pues se han convertido en "los agentes de la subversión anarquista y comunista. Están a nuestro alrededor, a nuestras espaldas, controlan nuestros ahorros, dirigen nuestros ejércitos, influyen en la Iglesia y en los gobiernos". Naturalmente, llovieron las críticas. Eco se defendió: "Sentí que no sabía cómo el lector iba a acoger a este personaje y si podría confundir entre verdad y ficción. Así es que creé una historia folletinesca y decidí escribir una novela basada en una serie de documentos, tal vez los más odiados de la historia reciente, basados en los protocolos de los Sabios Ancianos de Sión, para reconstruir la historia del antisemitismo del siglo XIX hasta llegar a Hitler". Dos años después de tanto revuelo, cuando Eco se convirtió en octogenario, recordó estos episodios e hizo un breve balance de su carrera como novelista en dos entrevistas que concedió a Antonio Gnoli del diario italiano "La Repubblica" y a Stephen Moss del diario inglés "The Guardian".


Usted ha desarrollado una distinguida carrera de treinta años en el mundo académico, con actividades suplementarias haciendo programas culturales de televisión y trabajando como editor en Milán antes de "El nombre de la rosa". ¿Por qué sintió la necesidad de agregar ficción a un currículum de por sí sobrecargado?

En parte fue accidental. Una amiga me pidió que escribiera una novela de detectives corta para una nueva colección que estaba preparando. Le dije que si lo hacía, estaría ambientada en la Edad Media y que tendría quinientas páginas. Era demasiado grande para la colección propuesta, pero la idea se instaló en mi mente (o en mi estómago) y nació un fenómeno editorial. De todos modos, aun sin la intervención de mi amiga, habría terminado escribiendo novelas. La noción de envenenar a un monje me atraía y tenía ya una lista de nombres monjiles en mi cajón para usarlos en alguna eventualidad. Siempre tuve un impulso narrativo. Escribía cuentos e inicios de novelas a la edad de diez o doce años. Después satisfice mi gusto por la narrativa escribiendo ensayos. Todas mis investigaciones tienen la estructura de un policial. Uno de mis profesores señaló que hasta mi tesis doctoral sobre Tomás de Aquino tenía esa estructura dado que la conclusión llegaba provocativamente después de un largo proceso de adivinación. Reconocí que tenía razón, y que yo tenía razón, y que la investigación debe hacerse de esa manera. Cuando mis hijos eran chicos alimenté mi impulso narrativo contándoles historias, y después, cuando crecieron, sentí la necesidad de escribir ficción. Me pasó lo que le pasa a la gente cuando se enamora. ¿Por qué te enamoraste ese día, ese mes, de esa persona? ¿Estás loco? ¿Por qué? Uno no lo sabe. Sucede.

"El nombre de la rosa" lo hizo famoso como novelista, pero también resultó difícil superarla.

A veces digo que odio "El nombre de la rosa" porque los libros siguientes probablemente fueron mejores. Pero les pasa a muchos escritores. Gabriel García Márquez podrá escribir cincuenta libros, pero siempre será recordado por "Cien años de soledad". Cada vez que publico una nueva novela, crecen las ventas de "El nombre de la rosa". ¿Cuál es la reacción? Ah, un nuevo libro de Eco. Pero nunca leí "El nombre de la rosa", que, por otra parte, es más barato porque está en rústica. ¡Ja, ja!

Dicen que en una ocasión calificó a la película "El nombre de la rosa" de travesti.

Lo que sucede es que un film no puede hacer todo lo que hace un libro. Un libro como éste es un sándwich con pavo, salame, tomate, queso, lechuga. Y la película está obligada a elegir solamente la lechuga o el queso, eliminando todo lo demás, el lado teológico, el lado político. Es una linda película. Me dijeron que una chica entró en una librería y al verlo dijo: "Ay, ya hicieron el libro". ¡Ja, ja!

¿Sus novelas están en deuda en alguna medida con el cine?

Mis novelas le deben mucho más al cine que a la literatura. Su gramática, el montaje, el juego de los primeros planos y los contracampos son indisociables de mi modo de construir la novela.

La risa es otro componente fundamental de su trabajo.

Le confieso que durante años soñé con escribir la gran obra filosófica sobre la risa. Porque todos los que lo intentaron -de Aristóteles a Freud y Bergson- explicaron una parte, nunca la totalidad. Después me di cuenta de que no era capaz de escribirla. Pero difundí el rumor de que estaba trabajando en el tema, para que al morir salieran muchas tesis de doctorado sobre mi obra incompleta dedicada a la risa. O sea que no resolví el problema, pero a los ojos del público ya no estoy obligado a escribir la obra fundamental.

Dijo que desearía recibir la muerte haciendo bromas sobre ella.

La risa es un modo de exorcizar la muerte. Mi modelo es Alfred Jarry, que en el momento de morirse pide un escarbadientes.

Siempre estuvo muy atento a la comunicación masiva, a los géneros llamados populares.

Fui el primero que escribió sobre la historieta seriamente. Pero nunca me había pasado por la mente que mis novelas tuvieran que convertirse en productos accesibles a las masas. A tal punto que cuando terminé "El nombre de la rosa" pensé en entregarlo a la Biblioteca Azul, una colección que imprimía tres mil ejemplares.

Y en cambio llegó a millones de ejemplares.

Para mí sigue siendo un misterio. Al que se sumó un enigma posterior. Todos dicen que mis novelas están llenas de erudición, que desbordan de referencias literarias. Hay una sola ambientada en la época contemporánea, escrita de un modo plano, sin referencias culturales que no sean las historietas: "La misteriosa llama de la reina Loana".

En realidad, es un escritor que supo satisfacer las expectativas.

También yo estoy convencido de eso. Como estoy convencido de que si hubiera escrito "El nombre de la rosa" diez años antes o diez años después nadie se habría percatado.

¿Le molesta que la media docena de novelas que produjo desde "El nombre de la rosa", que lo propulsó a la fama en la ficción a comienzos de los años ’80, hayan tenido una recepción ambigua?

Siempre es una sorpresa lo diferentes que son las opiniones de los críticos. Pienso que un libro debe ser juzgado diez años más tarde, después de leerlo y releerlo. Siempre me han definido como demasiado erudito y filosófico, demasiado difícil. Entonces escribí una novela que no es para nada erudita, que está escrita en lenguaje común, "La misteriosa llama de la reina Loana", y de todas mis novelas es la que menos se vendió. O sea que probablemente esté escribiendo para masoquistas. Sólo los editores y algunos periodistas creen que la gente quiere cosas simples. La gente está cansada de cosas simples. Quiere recibir desafíos.

Siempre me asombró su defensa de la vida académica. ¿No se ha sentido un pez fuera del agua?

Exactamente lo contrario. La buena universidad supo introducir los grandes temas -los estudios sobre la televisión, sobre la radio, sobre las historietas y sus efectos- que recién mucho más tarde fueron asumidos por la cultura militante, siempre atrasada por vocación, por elección, por oportunismo.

Usted tiene relaciones conflictivas con los medios. Colabora en ellos, pero lo hace con desconfianza, a veces con intolerancia.

Desarrollo mi crítica de los medios a través de los medios. Gracias al cielo, se puede hacer.

¿Cómo reacciona a la crítica demoledora de un libro suyo?

Le busco una razón, entre otras cosas, porque es lógico que cada uno vea las cosas a su modo. A veces me enojo por reseñas positivas, porque lo son por motivos equivocados. La crítica demoledora, es evidente que puede disgustarme. Pero la pongo entre las cosas posibles. Es como cuando se juega al tenis, algún golpe va a parar a la red o fuera de línea. Además, se escribe para la eternidad, no para pasado mañana.

Su libro "El cementerio de Praga" fue atacado por algunos por regurgitar un texto antisemita…

Los Protocolos se encuentran fácilmente en Internet y los "lectores débiles" que no entienden mi propósito lo enfocarán hacia otra parte. Nadie es responsable de las lecturas perversas que se hagan de su libro. Los sacerdotes católicos dijeron que no había que darle "Madame Bovary" a una jovencita para leer porque podía verse seducida por el adulterio.

Para el "L'Osservatore Romano" y para el Vaticano, "El cementerio de Praga" es toda "una sinfonía maligna".

Esta critica solo ha conseguido que se vendan 100.000 copias más del libro. En Italia se han vendido en un solo mes 600.000 ejemplares. No lo entiendo, la verdad, como de una obra como esta, con este protagonista, se hayan vendido tantos ejemplares. Tal vez se hayan vuelto todos locos, y se entiende, claro, votan a Berlusconi.

¿Cómo es posible que una cultura tan intelectual y artística como la de Italia haya elegido en su momento a un bufón como Berlusconi?

Berlusconi era fuertemente anti-intelectual. Y se jactaba de no haber leído una novela en veinte años. Existía un miedo a lo intelectual como poder crítico, y en ese sentido hubo un choque entre Berlusconi y el mundo intelectual. Pero Italia no es un país intelectual. En el subte de Tokio todos leen. En Italia, no. No evalúe a Italia por el hecho de que dio a Rafael y a Miguel Angel.

¿Se siente atraído por las conspiraciones? Las conspiraciones en general, y los Protocolos en particular, han sido temas recurrentes en su obra, sobre todo en su segunda novela, "El péndulo de Foucault", donde como una broma, tres editores de libros mediocres pergeñan una conspiración grandiosa que llega para apoderarse de sus vidas.

Lo atractivo para mí no son las conspiraciones en sí, sino la paranoia que les permite florecer. Hay muchas conspiraciones pequeñas y en su mayoría son expuestas. Pero la paranoia de la conspiración universal es más poderosa porque es eterna. Nunca se puede descubrir porque no se sabe quién participa. Es una tentación psicológica de nuestra especie. Karl Popper escribió un excelente ensayo sobre eso, donde dijo que empezó con Homero. Todo lo que pasa en Troya fue planeado la víspera en la cima del Olimpo por los dioses. Es una forma de no sentirse responsable de algo. Por eso las dictaduras usan la noción de conspiración universal como arma. Durante los primeros diez años de mi vida fui educado por fascistas en la escuela, y usaban la conspiración universal -que los ingleses, los judíos y los capitalistas estaban complotando contra el pobre pueblo italiano, se decía entonces-. Con Hitler fue igual.

¿Por qué le preocupan los Protocolos?

Como estudioso, me interesa la filosofía del lenguaje, la semiótica, como quieran llamarla, y uno de los rasgos principales del lenguaje humano es la posibilidad de mentir. Un perro no miente. Cuando ladra, significa que hay alguien. Los animales no mienten, los seres humanos sí. De las mentiras a las falsificaciones hay poco trecho y he escrito ensayos técnicos acerca de la lógica de las falsificaciones y acerca de las influencias de las falsificaciones sobre la historia. La más terrible y famosa de estas falsificaciones son los Protocolos.

Usted ha reivindicado la idea de que se escribe sobre todo para los lectores y no para sí mismo.

Sí, pero para los lectores de los próximos dos mil años. Yo escribo para la época en que mi crítico demoledor ya es difunto.

¿Cómo vive el éxito?

Teniendo el celular siempre apagado y siendo independiente en la medida de lo posible.

¿Cómo cree que será recordado: como novelista, crítico o erudito?

Se lo dejo a usted. En general, un novelista tiene una vida más duradera que un académico, salvo que uno sea Immanuel Kant o John Locke. Pensadores ilustres de hace cincuenta años ya fueron olvidados.

¿Está resignado entonces a que lo recuerden por "El nombre de la rosa" antes que por su contribución a la semiótica?

Al principio, tenía la impresión de que mis novelas no tenían nada que ver con mis inquietudes académicas. Después descubrí que los críticos encontraban muchas conexiones y los editores de la Biblioteca de Filósofos Vivos decidieron que mis novelas debían ser tenidas en cuenta como un aporte filosófico. Entonces me rindo. Acepto la idea de que coinciden. No soy esquizofrénico.

18 de julio de 2012

Conversaciones (XLIX). Roberto Bolaño - Ricardo Piglia. Sobre literatura latinoamericana

El 22 de enero de 2011 apareció el nº 1000 de la revista "Babelia", el suplemento cultural especializado en literatura que el diario español "El País" publica los días sábado. Para celebrarlo, los críticos literarios de la publicación elaboraron un canon eligiendo diez obras fundamentales editadas en España a partir de 1991, cuando "Babelia" apareció por primera vez. En el apartado de la narrativa en español, la selección estuvo a cargo de tres críticos: Jordi Gracia, J. Ernesto Ayala-Dip y Rosa Mora. Entre las obras elegidas figuran "La escritura o la vida", libro en el que Jorge Semprún (1923-2011) narró las memorias de su paso por el campo de concentración de Buchenwald; "Paraíso inhabitado", la última novela de la destacada escritora Ana María Matute (1926); las formidables "El embrujo de Shanghai" y "Rabos de lagartija" del genial Juan Marsé (1933); "Plata quemada" del argentino Ricardo Piglia (1941), y "Estrella distante" y "2666" del chileno Roberto Bolaño (1953-2003). Precisamente estos dos últimos fueron los protagonistas de un encuentro vía correo electrónico que publicó "Babelia" diez años antes en su ejemplar del 3 de marzo de 2001. La conversación propiciada por la revista se produjo estando Bolaño en Cataluña y Piglia en California, dos autores que, según reza la presentación, "parece que formaran parte de una galaxia totalmente ajena a aquella vinculada al célebre boom latinoamericano" y que "han llegado en los últimos tiempos a España desde aquellas zonas con registros literarios radicalmente distintos". Ricardo Piglia, uno de los más prestigiosos narradores argentinos, es autor -entre otras- de las novelas "Respiración artificial", "La ciudad ausente" y "Blanco nocturno". Profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Princeton, ha incursionado también en el cine, la ópera y el cómic. Roberto Bolaño, considerado por la crítica como una de las voces más originales de la narrativa hispanoamericana de los últimos tiempos, es autor de "Detectives salvajes", "Putas asesinas" y "Nocturno de Chile", entre otras obras. Falleció en 2003 mientras esperaba un trasplante de hígado en un hospital de Barcelona y sus cenizas fueron esparcidas en la localidad catalana de Blanes, donde pasó los últimos veinte años de su vida.


R.B.: Querido Piglia, ¿te parece bien si empezamos hablando de algo que dices en "La novela polaca"?: "¿Cómo hacer callar a los epígonos? (para escapar a veces es preciso cambiar de lengua)". Tengo la impresión de que en los últimos veinte años, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa y por supuesto durante la nefasta década de los ochenta, este deseo es algo presente en algunos escritores latinoamericanos y que expresa básicamente no una ambición literaria sino un estado espiritual de camino clausurado. Hemos llegado al final del camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en calidad de escritores) se abre un abismo.

R.P.: Cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta y, a veces, no es preciso moverse del propio idioma. Intentamos escribir en una lengua privada y tal vez ése es el abismo al que aludes: el borde, el filo, después del cual está el vacío. Me parece que tenemos presente este desafío como un modo de zafarse de la repetición y del estereotipo. Por otro lado, no sé si la situación que describes pertenece exclusivamente a los escritores llamados latinoamericanos. Tal vez en eso estamos más cerca de otras tentativas y de otros estilos no necesariamente latinoamericanos, moviéndonos por otros territorios. Porque lo que suele llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He visto esa resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de otros como DeLillo o Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se están formando nuevas constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos desde nuestro laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche estrellada. Entonces, ¿seguimos siendo latinoamericanos? ¿Cómo ves ese asunto?

R.B.: Sí, para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente económica.

R.P.: Estoy de acuerdo en que definirse como latinoamericano (y lo hacemos pocas veces, ¿no es verdad?; más bien estamos ahí) supone antes que nada una decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este plural es bien singular) tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en ningún lugar. En estos días, estoy viviendo en California, en Davis, cerca de San Francisco, donde todo se entrevera, como sabes bien: los recuerdos del viaje al Oeste de la "beat generation" con las novelas de Hammett, y los barrios paranoicos que describió Philip Dick conviven con la intriga de la cultura latina (en cada rincón de La Misión en San Francisco, en el Barrio invadido hoy por los jóvenes millonarios del Sillicon Valley, hay una figura o una imagen, un mural, una taquería, una bodeguita que tiene más color local que todo el color local que pudo imaginar Lowry, borracho, al pasear por Cuernavaca). De modo que aquí, por contraste, me siento un escritor digamos italo-argentino (un falso europeo, otro europeo exiliado). No creo que existan esas categorías en las historias de la literatura (están los italo-americanos, claro, pero se dedican al cine). Para mejor, estoy leyendo a W.H. Hudson ("Días de ocio en la Patagonia"), otro falso argentino, un europeo que nació en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, y se crió entre gauchos hablando de lo que fue seguramente una versión prehistórica del "spanglish". Y que a la vez escribía, ya lo sabemos, una de las mejores prosas inglesas que se puedan encontrar. Mejor que Conrad, a veces, menos barroco, más nítido, una extraña versión de Conrad, no sólo por la calidad de su prosa, y porque eran amigos, sino porque Hudson estuvo siempre desajustado y solo y fuera de lugar, como el polaco. Pero me estoy extendiendo. Me gustaría saber qué estás leyendo en estos días.

R.B.: La última novela de Mendoza, "La aventura del tocador de señoras", que me parece una novela muy buena. Pero permíteme que añada algo en relación a Hudson, un autor que leí muy joven. Yo creía entonces que Guillermo Hudson escribía en español y después de leer tres libros suyos me di cuenta de que escribía en inglés porque vi el nombre del traductor. No conozco bien la literatura argentina de finales del siglo XIX, pero tengo la impresión de que Hudson es uno de sus grandes prosistas. Algo similar ocurre poco después en Chile con los primeros libros de Huidobro, que están escritos en francés. O con Rodolfo Wilcock, que acaba escribiendo en italiano. Hay como una especie de reflujo o de huida en algunos escritores, que los lleva a buscar, a instalarse o a indagar en una lengua menos adversa. Claro, éste no es el caso de Hudson. ¿Tú has leído a Mendoza? 

R.P.: Me gustan mucho los libros de Mendoza, aunque no he leído la novela que estás leyendo. Es intrigante, es cierto, ese juego con las lenguas extranjeras y con las traducciones. Para mí, Hudson y Gombrowicz producen efectos raros en la literatura argentina porque hacen entrar una voz próxima, un fantasma familiar, que se mueve invisible en un terreno conocido. Hay una tensión entre lo que se lee en la lengua propia y lo que se lee fuera de la lengua materna. Y los traductores están en esa frontera. Me interesa mucho la vida de los traductores, son un molde extraño de escritor. Ligado a Hudson, estoy leyendo ahora una biografía de Constance Garnett, una mujer fantástica que se pasó la vida traduciendo a los rusos al inglés. Imagínate que tradujo todo Tolstoi y todo Dostoyevski y terminó, por supuesto, medio ciega, una viejita feminista, muy simpática. Casi todos los norteamericanos y los ingleses, de Hemingway a Forster, admiraban a Tolstoi por medio de ella, aunque Nabokov la destestaba, claro que Nabokov detestaba a todo el mundo.

R.B.: Estoy completamente de acuerdo contigo en la importancia de los traductores. Lo que dices de Constance Garnett me recuerda de alguna manera a Consuelo Berges, que tradujo todo Stendhal al español y que se convirtió seguramente en la principal autoridad sobre Stendhal que existe en nuestra lengua. Sus traducciones son extraordinarias. También pienso en Javier Marías, que no es una viejita devota de un autor concreto, pero que tiene una traducción de "Tristram Shandy", de Sterne, ejemplar. Pienso que tal vez personas tan disímiles como Garnett, Berges o Marías deshacen en el aire el problema que planteaba Pound, que sólo un gran autor puede traducir a otro. En este caso, sólo Marías es un gran autor; Berges y Garnett, desde la óptica tradicional, no lo son, aunque también puede ser posible, y yo me inclino por esta solución imaginaria, que tanto la viejita inglesa como la viejita española sean, y no en el fondo sino delante de nuestras narices, grandes autoras invisibles. 

R.P.: Tendríamos que hacer alguna vez una Enciclopedia Biográfica de Traductores Inmortales (e invisibles), ¿no sería sensacional? La inversa de la Enciclopedia de Tlön, algo más bien cercano a Manganelli o a las biografías imaginarias de Marcel Schwob, pero detalladas y reales, una lista de oscuros personajes extraordinarios, escritores asalariados que escriben a tantos centavos por palabra, los únicos verdaderos profesionales de la literatura, los nuevos folletinistas, que viven dedicados a la literatura, pero como escritores clandestinos, mal vistos y mal pagados, los verdaderos malditos, siempre postergados, siempre ausentes, y que por eso mismo serán quizá los grandes creadores del futuro. Serían pequeñas historias extraordinarias. Cortázar, que traduce todo Poe en una pequeña pieza de un pequeño hotel en Roma; el gran Sergio Pitol, al que durante años admirábamos sólo porque había traducido a Gombrowicz; el extraordinario trabajo de Nicanor Parra, con el "Lear" de Shakespeare; Aurora Bernárdez, traduciendo "Palido fuego". Tendríamos que conseguir un mecenas y dedicarnos a preparar esa enciclopedia infinita. Estoy seguro de que nos haría inmortales, y sería no sólo un acto de justicia sino una revelación y una versión cómica de la por sí cómica historia de la literatura. Hay mil ejemplos. Pienso por ejemplo en el general Bartolomé Mitre, que libró batallas múltiples y fue luego presidente de la República a mediados del siglo XIX y que se dedico a traducir la "Divina Comedia". 

R.B.: La "Divina Comedia", ni más ni menos. Bueno, no se puede decir que no fuera pertinente. Y sobre lo que dices de Sergio Pitol, estoy totalmente de acuerdo. El primer libro de Pitol que cayó en mis manos fue una traducción suya de un escritor polaco hoy bastante olvidado, Jerzy Andrzejewski. El libro se llamaba "Las puertas del paraíso" y su argumento era el mismo que ya había tratado Marcel Schwob en "La cruzada de los niños". Otro dato curioso: en mi ejemplar de "La cruzada de los niños", el traductor dedica su versión de la obra a Julio Torri, que es un escritor mexicano rarísimo (o normalísimo, depende desde dónde se le mire) y que fue un hombre de una modestia yo diría que patológica y un gran escritor de textos breves. De alguna manera, Torri fue como el reverso de Alfonso Reyes, la brevedad ante la multiplicidad. Pero dejemos la literatura mexicana. A mí me interesa muchísimo la visión que tienes de la literatura contemporánea argentina, con esos cuatro puntos de referencia que son Macedonio Fernández, Borges, Arlt y Gombrowicz.

R.P.: Macedonio es un escritor excepcional, una especie de Marcel Duchamp de la literatura. Practica un arte puramente conceptual, interesado más en el proyecto que en la obra misma. En realidad, la obra no es otra cosa que el proyecto. Trabajó toda la vida en una novela que sólo era la idea de una novela que nunca se empezaba a contar y que estaba hecha básicamente de prólogos y de anuncios. Borges aprendió todo de él, sobre todo, la inutilidad de desarrollar un argumento que se puede resumir y contar como si ya estuviera escrito. Pensaba en Macedonio el otro día cuando leí que Eric Satie no abría nunca las cartas que recibía, pero las contestaba todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta. Encontraron las cartas cerradas en un altillo y las publicaron junto con las respuestas de Satie. La correspondencia es fantástica porque todos hablan de cosas distintas y ésa, por supuesto, es la esencia del diálogo. 

R.B.: Yo creo que las cartas de Satie muestran una cierta deferencia para con el interlocutor, es decir, no deja cartas sin contestar, pero el conjunto de la correspondencia más bien es una aceptación, razonable, eso sí, de la imposibilidad del diálogo, aunque también caben otras explicaciones, la más obvia sería la desconfianza de Satie en la palabra escrita, que me parece improbable pues Satie es uno de los músicos que más ha escrito. También existe la posibilidad de que Satie, conociendo a sus amigos, no considerara necesario abrir sus cartas, o lo considerara redundante. Es curioso, pero podemos encontrar más de una semejanza entre Macedonio y Satie, pero ninguna entre Borges y Satie. Y yo creo que esto se debe a que Borges no lo aprende todo de Macedonio, sino también, una parte importante, de Alfonso Reyes, quien lo cura para siempre de cualquier veleidad vanguardista. Macedonio es el riesgo, la audacia, el vanguardismo y el criollismo juntos, pero Alfonso Reyes es el escritor, la biblioteca, y el peso que tiene sobre Borges es importantísimo, tanto en el desarrollo de su poesía como en su prosa. Digamos que Reyes proporciona el elemento clásico a Borges, la mesura apolínea, y eso de alguna manera lo salva, lo hace más Borges.

R.P.: Algunos de nosotros pensamos que quizá el siglo próximo será macedoniano, y que Borges estará ahí con el bello texto necrológico que leyó en la Recoleta, en medio de la tristeza general (lloviznaba en Buenos Aires), cuando hizo reír a los deudos con un chiste de Macedocio dicho en el entierro ("los gauchos fueron inventados para entretener a los caballos en las estancias"). Reyes era un caballero, leo siempre que puedo "El deslinde". En cuanto al efecto Satie-Duchamp, creo que Borges es vanguardista como lector mientras que como escritor quiere ser clásico. En cuanto a la cortesía de Satie con sus amigos, es verdad que a los amigos se les contesta siempre y nunca importa lo que uno les diga en las cartas.

R.B.: Sí, a un amigo se le contesta siempre, algo que a veces puede resultar terrible. Michel Tournier, en "El espejo de las ideas", opone a la amistad el concepto del amor, y viene a decir algo como que todo lo que no toleraríamos jamás a un amigo, un acto de vileza, por ejemplo, lo toleramos y lo aceptamos en el amor, pues el amor, en ocasiones, y al contrario que la amistad, también se alimenta de la vileza, de la cobardía, de la bajeza. El amor, y la historia está llena de ejemplos que lo certifican, puede ser coprófago, algo que jamás es la amistad. Bueno, todo esto es relativo, por supuesto. William Burroughs zanja la cuestión a su manera, cuando afirma que el amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo. Recuerdo que cuando leí esta declaración de Burroughs, a los veintipocos años, me sentí muy apesadumbrado. 

R.P.: Los amigos son lo mejor de la poesía, decía siempre un poeta argentino, Francisco Urondo, que murió asesinado por la dictadura militar. Las amistades literarias tienen siempre un aire extraño. La amistad entre Alfonso Reyes y Borges, por ejemplo, o la amistad silenciosa y brevísima entre Beckett y Burroughs, que se encontraron en Suiza y estuvieron una tarde juntos casi sin decir nada, conversando sobre ciertos matices del inglés en Irlanda que intrigaban a Burroughs (Beckett casi no habló, sólo dijo una frase que Burroughs consideró siempre el mayor elogio que había recibido: "Usted es un escritor"). O la amistad de Hannah Arendt y Mary McCarthy, fantástica, de la que nos ha quedado la correspondencia. O la amistad de Gombrowicz con el poeta Carlos Mastronardi, que discurría siempre del mismo modo. Mastronardi, que era un hombre muy fino y muy discreto, un gran noctámbulo y un extraordinario poeta que en toda su vida escribió un solo libro, lo esperaba en el Querandi, un café de Buenos Aires, tomando un té, y Gombrowicz llegaba siempre un poco apurado. Mastronardi lo recibía con gentileza y preguntaba: "¿Cómo está, Gombrowicz?". Y Gombrowicz le decía siempre: "Cálmese, por favor, Mastronardi". Como si Mastronardi se hubiera dejado llevar por una emoción excesiva por el solo hecho de saludarlo gentilmente. "Cálmese, Mastronardi", fue durante años una de las consignas de mi juventud. Por eso, en fin, quiero decirte que esta conversación va a ser el comienzo de una amistad, o la continuación de la amistad que hemos establecido ya con nuestros libros. Pienso ir a Barcelona en las próximas semanas y ojalá podamos vernos y por supuesto siempre puedes venir a visitarme a California. 

R.B.: Yo también espero que nos podamos ver pronto, aquí o en cualquier parte.

Roberto Fernández Retamar: "En el arte no puede hablarse de derecha e izquierda. La poesía ya tiene una gran exigencia: ser buena poesía, atenerse a sus propias aventuras"



Autor de veintinueve libros de ensayo y veintisiete de poesía, el escritor cubano Roberto Fernández Retamar (1930) es considerado como uno de los mejores exponentes del coloquialismo hispanoamericano. Nacido en La Habana, se graduó de Bachiller en 1947 en el Instituto Edison, y ese mismo año comenzó a colaborar con poemas en revistas juveniles. Empezó a estudiar Pintura y Arquitectura pero luego pasó a Humanidades en la Universidad de La Habana, donde recibió el doctorado en Filosofía y Letras en 1954. Por su poemario "Patrias" obtuvo el Premio Nacional de Poesía, al tiempo que comenzó a ejercer la cátedra de Lingüística en la Universidad de la Habana. Luego cursó estudios en La Sorbona y en la Universidad de Londres y, entre 1957 y 1958, fue profesor de Literatura Hispanoamericana en las universidades de Yale y Columbia. Director de la revista "Casa de las Américas" desde 1965 y de la mítica y prestigiosa casa que lleva el mismo nombre desde 1986, Fernández Retamar ha colaborado en numerosas publicaciones literarias, entre ellas "Les Lettres Nouvelles", "Esprit", "Europe", "Les Lettres Francaises", "Orígenes", "El Nacional", "Triad", "Nuestro Tiempo", "Lunes de Revolución", "Bohemia", "Cuba Socialista", "Poesía de América", "Unión" y "Nueva Revista Cubana". Su papel protagónico dentro de la política cultural cubana suele dejar en segundo plano su obra, la que se inició en 1948 con "Elegía como un himno" y continuó luego con, por citar sólo algunas, "Alabanzas, conversaciones", "Vuelta a la antigua esperanza", "Con las mismas manos", "Buena suerte viviendo" y "A quien pueda interesar". Fernández Retamar es conocido también como un prolífico ensayista. En ese aspecto sobresalen sus libros "Idea de la estilística", "Para una teoría de la literatura hispanoamericana", "La poesía, reino autónomo", "Algunos problemas teóricos de la literatura hispanoamericana" y el polémico "Calibán", ensayo de múltiples reediciones en el que traza las líneas que debe asumir el intelectual latinoamericano, celebrando la América mestiza que pregonaba José Martí (1853-1895) frente al concepto de "civilización" propugnado por el controvertido Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Memoria viva de la segunda mitad del siglo XX cubano, Roberto Fernández Retamar conversó con Horacio Bilbao para el nº 458 de la revista "Ñ" del 7 de julio de 2012.




¿Cómo fueron sus comienzos en la poesía?

La poesía se me reveló desde muy chico a través de unos versos nihilistas de Julián del Casal. Con los años, me di cuenta por qué se me habían revelado esos versos: del dolor, se puede construir belleza. Publiqué mis primeros poemas en la mítica revista de poesía cubana "Orígenes". Quien me abrió las puertas fue José Lezama Lima. El era la figura más destacada, pero era un grupo muy diverso, que convertía las contradicciones internas en riqueza. En aquella bohemia habanera de mi juventud, los pintores pagaban la cerveza con sus cuadros y no había editoriales. Para publicar en el país, Alejo Carpentier o Nicolás Guillén debían pagar sus ediciones. Eran verdaderos héroes. Después triunfó la revolución. Formé parte de la resistencia civil, ese fue mi modesto aporte. Por entonces escribía en la prensa clandestina con el seudónimo David y albergaba en mi casa a barbudos perseguidos.

Usted, Carpentier, Guillén, resignaron destinos y carreras...

Yo, que venía de París y de dar clases en los Estados Unidos, tenía un compromiso para volver allí, pero triunfó la revolución y decidí quedarme. En el caso de Alejo, había pasado catorce años en Venezuela, y Guillén, que vivió mucho tiempo en París, en el momento de caer Batista estaba en Buenos Aires, ciudad que amaba. También volvieron muchos escritores jóvenes, los griegos lo llaman Nostoi, regresos. No cuento a Lezama porque casi ni salió de Cuba. Dice María Zambrano que él era de La Habana, como Santo Tomás era de Aquino.

¿Cómo vive ahora aquella polémica entre Arguedas y Cortázar que lo tuvo en el medio?

Fue muy triste. Yo tenía enorme admiración y cariño por ambos, aunque estaba muy vinculado a Cortázar, con quien compartí prácticamente los últimos veinte años de su vida. Hubiera preferido que esa polémica no ocurriera nunca. Es en una carta abierta que Julio me manda a mí, donde se menciona este hecho. Y Arguedas le respondió en "El Zorro de arriba y el zorro de abajo", un libro angustioso, porque Arguedas era un suicida y el suicidio se filtra en ese libro. Se mató sin terminarlo.

Luego Viñas discutió con Cortázar por lo mismo…

La última vez que vi a David en Cuba, a quien lamento mucho no encontrar ahora, seguía siendo un anciano peleador. Recuerdo que en el comité de colaboración de la revista "Casa de las Américas", del que formaban parte Viñas, Cortázar, Benedetti… David instó a Julio a regresar a la Argentina. Pero a Julio París se le había vuelto consustancial. Allí descubrió su latinoamericanismo. "Rayuela" es una novela portentosa, que sólo hubiera podido escribir con su experiencia parisina, pero está escrita en argentino.

Viajó por primera vez a la Argentina en 1961...

Si. Recuerdo mi encuentro con Victoria Ocampo. Ella admiraba mucho a Lawrence (tradujo "El troquel") y yo le pregunté por qué no le ocurría lo mismo con un personaje parecido, el Che Guevara. La historia cambió de rumbo cuando el Che se enteró de esa conversación. Supongo que el camarero era agente cubano, ¡ja, ja! Parece que al Che no le gustó la comparación y me mandó un aviso a través del canciller: "Dile al flaco Retamar que si sigue hablando basura no lo voy a dejar salir más del país" amenazó. Luego nos vimos varias veces y ni me lo mencionó. Lo echo de menos todos los días: un amante de la poesía, aunque sus poemas no fueran muy felices, pero escribió una prosa excelente.

En uno de esos encuentros, él le anunció el fin de la Unión Soviética…

En 1965 coincidimos en Praga, en uno de esos aviones cubanos, los Britannia, que estaban siempre rotos. Y efectivamente el avión se rompió al llegar a Shannon, Irlanda. Allí estuvimos un par de días esperando que nos llegara una pieza para repararlo, y pude conversar varias horas con él. En un momento, el Che me pregunta: "Retamar, ¿a qué atribuyes tú que la Unión Soviética se haya ido a la mierda?". Me dejó estupefacto, el tiempo le dio la razón.

Usted no ha esquivado las críticas a la revolución cubana. 

No, claro. La revolución nos dio permiso para hacer muchas cosas buenas pero también para cometer errores.

¿Qué opina de los grupos disidentes que hay en la isla?

Son minúsculos. Se definen por estar en contra, pero no sabemos a favor de qué están. Posiblemente muchos de ellos están a favor de los Estados Unidos, no me atrevo a decirlo de todos. Nos hace mucha gracia oír que les digan disidentes. ¿Disidentes? Disidente es Fidel Castro, que es hijo de un latifundista y decidió echar su suerte con los pobres de la tierra.

Cuénteme de su visita a Borges, a quien tanto buscó...

Fue un encuentro muy feliz. Pese a que en "Calibán" yo le dedico unas líneas duras a Borges. El era un escritor genial sin conciencia política.

Siempre buscó publicarle una antología…

Era el gran escritor que nos faltaba en nuestra colección de clásicos latinoamericanos. Y yo estaba en Buenos Aires, reunido con un editor que trabajaba con Borges. En eso llamaron por teléfono. Era Kodama. El le dijo que estaba con el poeta cubano, que quería ver a Borges. Pedí el teléfono y como buen admirador de Borges desde que tengo quince años, le recité unos versos a Kodama de la "Elegía a Alfonso Reyes". Y me recibió. Con esa especie de contraseña fui a su casa y pasé la tarde con él. Le conté lo de la antología y lo invité a Cuba, diciéndole que era para acercarlo a sus lectores. "Estoy contra los comunistas imparcialmente", me respondió. Así fueran chinos, coreanos, cubanos. Y le dije luego que no le podíamos mandar dólares por su antología. Me contestó que no le interesaba el dinero. Era un hombre admirable. Sus errores políticos le serán completamente olvidados. Puedo decir que he discutido con algunos autores, pero sólo con autores que admiro. Discutir es una forma de rendir homenaje, y en el caso de Borges eso es notable.

La poesía, ¿ha dejado de ser realista, ha dejado de contar los conflictos sociales?

Creo que la poesía tiene un reino autónomo. En el arte, no puede hablarse de derecha e izquierda. La poesía ya tiene una gran exigencia, ser buena poesía, atenerse a sus propias aventuras. Ahora bien, esa poesía se puede poner al servicio de una u otra causa, como ocurre con la palabra de los intelectuales. Hoy hay intelectuales que continúan la línea de la servidumbre, y pongo el ejemplo de Vargas Llosa. El perdurará como el gran novelista y espero que se olviden sus opiniones políticas.

¿Le siguen llegando los poemas, como le gusta decir?

Me llegan mucho menos, y eso me preocupa. Escribo prosa, pero echo de menos la llegada frecuente de aquellos poemas, ya no me ocurre. Tendría que sentarme a escribir voluntariamente y para mí la poesía nunca ha sido algo voluntario, siempre he escrito atendiendo la exigencia de los poemas que me llegaban.


14 de julio de 2012

Alberto Pecznik: "La muerte nos iguala. La condición mortal desmantela las alucinaciones de la inmortalidad y la omnipotencia"


Alberto Pecznik (1957) es médico psicoanalista y psicooncólogo. Nacido en Buenos Aires, egresó de la Facultad de Medicina de la UBA especializándose primero en Clínica Médica. Luego realizó estudios de Homeopatía obteniendo el título de Médico Homeópata en el Instituto Boiron de Lyon, Francia. Más tarde realizó cursos de perfeccionamiento en Dolor y Medicina Paliativa dictados por la Facultad de Medicina de la Universidad del Salvador y los postgrados en Psicooncología en la Asociación Médica Argentina y en Psicoanálisis con Orientación Adultos en la Universidad de la Matanza. Ejerce la docencia y colabora en la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados en el área de Formación Permanente y del Taller de Supervisión en Psicooncología y Cuidados Paliativos. Su inquietud lo llevó, simultáneamente a sus estudios académicos, a buscar por el camino del arte una comprensión mayor de la existencia, el dolor y el sufrimiento humanos. Para ello desarrolló un pequeño taller de arteterapia en su consultorio dirigido a los diferentes requerimientos de los pacientes. Es autor de numerosos trabajos científicos y autor de los libros "La homeopatía y algunas de la patologías más frecuentes de la practica diaria" y "El sujeto ante su muerte. Violencia y terminalidad terapéutica". En este último, de reciente aparición, Pecznik examina los modos en que los individuos reaccionan frente a una dolencia incurable y las dificultades inherentes a enfrentar esa última experiencia traumática e intransferible. A partir de su larga experiencia como médico del dolor y cuidados paliativos analiza la situación singular del sujeto que tiene conciencia de su propia muerte y la de su familia desde un abordaje psicoanalítico. En la entrevista que le concedió a Carlos Maslatón para el nº 458 de la revista "Ñ" del 7 de julio de 2012, el doctor Pecznik habla sobre la importancia crucial de los recursos terapéuticos que los especialistas en cuidados paliativos deben tener en cuenta para atenuar el dolor y la ira del muriente y su entorno familiar.


Las sociedades occidentales están atravesadas por la negación de la muerte. ¿De qué manera es posible prepararse a lo largo del ciclo biológico para enfrentar la muerte propia y ajena?

Este punto puede tener varias explicaciones. Desde la perspectiva psicológica, la muerte carece de representación en la conciencia. Las sociedades occidentales no sólo están atravesadas por la negación a la muerte, sino también por la negación a los derechos en vida, por el derecho a la vida, siendo la muerte el último tramo de este ciclo. La cultura en la que estamos inmersos nos conduce, indefectiblemente, a un espacio delirante, donde el sujeto se cree omnipotente e inmortal; un espacio atemporal donde se confunden deseos por imposiciones culturales. Desear está prohibido y predomina la lógica del castigo por desear, y la culpa. De esta manera, no hay lugar para ningún tipo de finitud; no está prevista en los planes, como tampoco hay lugar para realizar procesos, ni para cultivar la subjetividad. Bajo estas condiciones, resulta dudoso que existan formas de preparase para la muerte y, menos aún, para la propia muerte. En realidad, deberíamos prepararnos para la vida, con un sujeto en una posición más realista.

¿Qué herramientas metodológicas se utilizan para reencauzar la agresividad y la violencia con que muchos pacientes afrontan el proceso de una dolencia terminal? ¿Por qué la violencia tiene preeminencia como eje argumentativo de su texto, por sobre otras posibles reacciones emocionales de los enfermos?

Tomo a la violencia como eje de mi trabajo porque es el decantado principal de la antinomia vida/muerte. Porque es la respuesta predecible y previsible frente a la mayor herida narcisista. En la toma de conciencia de este saber negado, se produce una ruptura de la lógica del pensamiento, un "crash". La paradoja antes negada se hace consciente. Se está vivo muriendo. Esto pasaría a ser experimentado como el fracaso de los fracasos, en especial el de los provenientes de los mandatos culturales. Omnipotencia e infinitud son conceptos que desaparecen. La muerte, la condición mortal nos iguala. Entonces, inevitablemente, sobrevienen los malos tratos. El primero de ellos, por supuesto, es impuesto por el sistema de salud al individuo sufriente que pasa a constituirse en una molestia, en la prueba del fracaso de una serie de alucinaciones, entre ellas la de que la Medicina todo lo puede. También, desmantela las alucinaciones de la inmortalidad y la omnipotencia. De esta manera, el sujeto deviene en objeto y es utilizado, en nombre de un falso paternalismo, como conejillo de Indias de tratamientos interminables y queda cautivo del ensañamiento terapéutico. No existe una fórmula única para reencauzar la agresividad y la violencia del muriente. Cada momento demandará una concordancia especial con el terapeuta, dependiendo de cada sujeto, y del momento vital en que éste se encuentre en relación a sus proyectos y a su enfermedad, gravitando también aspectos como la fortaleza de su yo, su universo afectivo y vincular. A partir de estos registros se construirá un espacio para realizar el trabajo terapéutico que opere como catalizador de la violencia.

¿Es viable pensar que la psicooncología y las terapéuticas paliativas sólo pueden concebirse como una modalidad para instaurar en el paciente la idea de aceptación?

De por sí, lograr la aceptación no es poco. Pero alcanzar esa instancia dista mucho de ser un adiestramiento. La aceptación no es una respuesta pasiva ni el sometimiento a un destino ineludible. La aceptación implica una renuncia, un trabajo activo de un proceso de duelo. Este trabajo de duelo propone afrontar la realidad y reconfigurarla, convertirla en una nueva realidad, donde el aquí y ahora sean lo importante. En este libro afirmo que "hace falta Eros aún para morir". Este concepto significa seguir siendo vital aún con conciencia de muerte. Ser vital es mantener una actitud activa, creativa, editando desde el deseo cada tramo de la vida, aún en los momentos de mayor dolor.

¿Cómo se trabaja terapéuticamente para que las transformaciones malignas que se producen en el paciente y en su entorno familiar tras la confirmación del carácter irreversible de la enfermedad puedan devenir en transformaciones benignas?

La situación de terminalidad es, sin duda, la situación más traumática de la vida. El psicoanálisis procura articular los recursos psíquicos de cada sujeto, permitiéndole vivir la realidad de una manera más activa y creativa, conciliando sus experiencias penosas y dándoles un nuevo sentido. Transitar esto es lo que describo como proceso de transformación benigna, una situación de buen vivir, donde la muerte esté incluida. De esta manera, el sujeto revaloriza su autonomía, sus capacidades funcionales y su interacción con sus afectos, incluyendo a la pérdida, al dolor y a la enfermedad como partes de la vida. Las psicoterapias, en general, y la terapia psicoanalítica tienen como objetivo que el sujeto pueda hacer consciente la mayor cantidad de obstáculos que se interponen en el logro de su estado de bienestar y satisfacción vital.

¿Cuáles son las exigencias éticas que se le plantean como terapeuta frente a pacientes en fase terminal?

Al incluir la finitud como parte de la vida no tendríamos por qué diferenciar este tratamiento del de cualquier persona que consultara, en cualquier momento de su vida, por algún motivo relacionado con alguna problemática vinculada a su salud emocional. No deberíamos etiquetar al sujeto ni discriminar su salud mental en función de una condición vital de terminalidad terapéutica o no. Por supuesto, es cierto que estamos frente a un sujeto que se encuentra ante la situación más dramática de su existencia pero las exigencias éticas de estos pacientes tiene la misma magnitud que en el resto.

¿Qué es el arteterapia?

El arte es un medio expresivo y comunicativo del ser humano a través del cual se pueden expresar ideas, emociones, valores y la visión individual del mundo. El arteterapia es una disciplina del campo de la psicoterapia en el que se emplean recursos de las artes con objetivos terapéuticos. El arte ocuparía el lugar de la herramienta con la cual el individuo pone de manifiesto sus afectos, sentimientos, emociones y conflictos para luego elaborarlos y procesarlos.

¿Por qué arteterapia?

Porque mientras que el lenguaje verbal tiene una significación predeterminada, el lenguaje artístico puede carecer de significado previo. Las imágenes siempre tienen un sentido se sepa éste o no. Mientras lo expresivo se manifiesta en la producción artística, luego se elabora en el proceso terapéutico. El objetivo final no es el producto artístico sino la búsqueda de sentido en el proceso psicoterapéutico a través de la elaboración del contenido inconsciente y consciente. El modelo puesto en juego le da al paciente una participación activa.

¿Cuándo es indicada?

En enfermedades prolongadas o terminales como el Alhzeimer o el cáncer, pero también para casos de capacidades diferentes como síndrome de Down o autismo, para pacientes con problemas sensoriales, físicos, motores o de adaptación social, para pacientes con estados de ansiedad, depresivos o con inestabilidad emocional, y también para aquellos que son víctimas de violencia doméstica, refugiados, reclusos y otros problemas de carácter social.

¿Cómo evalúa la sanción de la Ley de Muerte Digna?

No está en mí evaluar la Ley de Muerte Digna. Es un derecho inalienable elegir cómo queremos vivir y cómo quisiéramos morir. Creo que la ley tiene un aspecto restitutivo de un derecho que la cultura deniega: el de la libre elección en general, y de la autonomía en lo referido al encarnizamiento terapéutico. En definitiva, recupera la libre elección para rechazar tratamientos que prolonguen artificialmente la vida, respetando la voluntad del paciente en decisiones que afecten a su calidad de vida.