Hasta el momento de su muerte en Francia por una
tuberculosis, D.H. Lawrence escribió alrededor de cinco mil cartas. En 1915,
época de su tormentosa amistad con Bertrand Russell, mantuvo una copiosa
actividad epistolar con el autor de “Why I am not a christian" (Por
qué no soy cristiano). Esas misivas fueron publicadas en forma de libro en 1948
bajo el título "D. H. Lawrence's letters to Bertrand Russell"
(Las cartas de D.H. Lawrence a Bertrand Russell). Lawrence fue un escritor
cuyos libros provocaron enorme polémica por su manera de tratar la
sexualidad de forma abierta y explícita. Pero, además, tenía una
personalidad peculiar. Según Russell, el autor de "The
lost girl" (La mujer perdida) despertaba su interés debido a su
disposición a analizarlo todo y su libertad para discrepar con las convenciones
establecidas. Sin embargo, con el correr del tiempo, fue descubriendo en
él una personalidad diferente. Russell, que inicialmente expresó sentir
mucha simpatía con los objetivos del "experimento comunista",
descubrió en Lawrence ciertas opiniones muy "próximas al
fascismo" y una "velada defensa de las tesis racistas". De
hecho, si bien tanto Lawrence como Russell se opusieron a la intervención
británica en la Primera Guerra Mundial, lo hicieron por razones
diferentes. Mientras que Russell detestaba la guerra porque, desde su
punto de vista lógico racional, la consideraba un conflicto innecesario,
Lawrence la veía como un ejemplo de la mecanización de la sociedad, algo
que odiaba con profundo fervor.
Cuando se conocieron en la casa de Ottoline Morrell,
Russell quedó admirado por la "percepción intuitiva" de
Lawrence, pero le llamó la atención su "considerable
egocentrismo". Este, por su parte, vio en Russell a un ser "vital
y emocional", aunque "demasiado inexperto
en la conflictividad de las relaciones humanas". En suma,
una diferente concepción de cómo los seres humanos se perciben y se
comunican entre sí. Russell, el lógico; Lawrence, el místico. En
1956, Russell publicó "Portraits from memory and other essays" (Retratos de memoria y
otros ensayos), libro que contiene agudas descripciones de
escritores y filósofos a los que trató, con mayor o menor
intimidad, en distintas etapas de su
vida: Conrad, Shaw, Wells, Moore, Whitehead, Wittgenstein
y, por supuesto, Lawrence.
Mis relaciones con Lawrence fueron breves y febriles, y
duraron, en total, aproximadamente un año. Nos conocimos gracias a lady
Ottoline Morrel que, como nos admiraba a los dos, nos hizo creer que debíamos
admirarnos él y yo también mutuamente. El pacifismo había suscitado en mí un
estado de ánimo de rebelde amargura y encontré a Lawrence con tanta rebeldía
como yo. Esto hizo que, al principio, los dos pensáramos que existía una gran
coincidencia entre nosotros, y sólo de un modo gradual fuimos descubriendo que
nuestra discrepancia mutua era mayor que la discrepancia existente entre cada
uno de nosotros y el kaiser. En aquella época, Lawrence tenía dos actitudes ante la
guerra: por un lado, no podía adoptar la postura de un patriota de todo
corazón, pues su mujer era alemana; pero, por otro lado, tenía tal odio a la
humanidad, que propendía a creer que ambos bandos debían tener algo de razón,
puesto que se odiaban entre sí. Cuando llegué a conocer esas actitudes, me di
cuenta de que no podía simpatizar con ninguna de las dos. La conciencia de lo
que nos separaba, sin embargo, apareció en nosotros sólo poco a poco, y, al
principio, todo fue alegre como un festín de bodas. Le invité a que me fuera a
visitar a Cambridge y le presenté a Keynes y a varias personas más. A todos los
odiaba apasionadamente y decía que eran "muertos, muertos, muertos".
Durante algún tiempo, creí que podría tener razón.
Me agradaba el fuego de Lawrence, me gustaban la energía y
la pasión de sus sentimientos; me complacía su creencia de que era necesario
algo muy fundamental para enderezar el mundo. Estaba de acuerdo con él en la
idea de que la política no se podía separar de la psicología individual.
Percibía que Lawrence era un hombre de cierto genio imaginativo y, cuando por
primera vez se hicieron evidentes mis diferencias con él, empecé por creer que,
quizá, su comprensión de la naturaleza humana fuera más profunda que la mía.
Sólo, poco a poco, llegué a convencerme de que representaba una fuerza positiva
para el mal, convencimiento al que, también poco a poco, llegó asimismo él con
referencia a mí.
Por entonces, estaba preparando yo un curso de conferencias,
que después fue publicado con el título de "Principios de reconstrucción social".
El también estaba interesado en las conferencias y, durante algún tiempo,
pareció posible que se estableciese una especie de colaboración irregular entre
nosotros. Cambiamos, con ese motivo, cierto número de cartas; las mías se han
perdido, pero las suyas han sido publicadas. En ellas puede descubrirse la
conciencia gradual de nuestros desacuerdos fundamentales. Yo creía firmemente
en la democracia, mientras que él había desarrollado la filosofía completa del
fascismo, antes de que los políticos hubieran pensado en ello. "No creo
-escribía- en el sistema democrático. Estimo que el trabajador es apto para
elegir gobernantes o administradores para sus problemas inmediatos, pero nada
más. Usted debe modificar totalmente el cuerpo electoral. El trabajador elegirá
a sus superiores para las cosas que le interesan de modo inmediato, no para
nada más. Los dirigentes superiores serán elegidos por otras clases, cuando
surjan. Todo ello debe culminar en una cabeza real, como ocurre en toda
realidad orgánica; no repúblicas necias con presidentes necios, sino un rey
electo, algo así como Julio César". Como es natural, en su imaginación suponía que, cuando se
estableciese la dictadura, él se convertiría en Julio César. Esto formaba parte
de esa calidad soñadora que impregnaba todo su pensamiento. Nunca se dejó caer
en la realidad. Se extendía en largas parrafadas acerca de cómo se debía
proclamar la "verdad" a las multitudes y parecía no tener la menor
duda de que las multitudes la escucharían. Le pregunté qué método se proponía
adoptar. ¿Expondría esta filosofía política en un libro? No, en nuestra sociedad
corrompida la palabra escrita es siempre una mentira. ¿Iría a Hyde Park y
proclamaría la "verdad" subido en una caja de jabón? No, eso sería
excesivamente peligroso (en él aparecían, de vez en cuando, extrañas ráfagas de
prudencia). "Está bien -decía yo-; ¿que va a usted a hacer?". Al
llegar aquí cambiaba de conversación. Insensiblemente descubrí que no deseaba realmente hacer al
mundo mejor, sino, solamente, abandonarse a elocuentes soliloquios que trataban
de lo malo que era este mundo. Si alguien oía, por casualidad, los soliloquios,
tanto mejor; pero estaban destinados, cuando más, a formar una pequeña banda de
fieles discípulos que pudiesen sentarse en los desiertos de Nuevo México y
sentirse santos. Todo ello se me transmitía con el lenguaje de un dictador
fascista, porque era lo que yo debía predicar; el "debía" trece veces
subrayado.
Sus cartas se fueron haciendo cada vez más hostiles.
Escribía: "¿Es que merece la pena vivir como usted lo hace? Creo que sus
conferencias no son buenas. ¿No resultan muy atrasadas? ¿De qué sirve el
hundirse con el navío condenado y arengar a los mercaderes peregrinos en su
propio lenguaje? ¿Por qué no se lanza al mar? ¿Por qué no abandona usted el
espectáculo por completo? En estos días, uno debe ser un proscrito, no un
maestro o un predicador". Esto me parecía mera retórica. Me estaba
convirtiendo en mucho más proscrito de lo que lo había sido él en cualquier
ocasión, y no era capaz de ver por ningún lado la razón de sus quejas contra
mí. El profería sus quejas de manera diferente, en épocas diferentes. En otra ocasión me escribió: "Deje de trabajar y de
escribir totalmente y sea una criatura en lugar de un instrumento mecánico.
Abandone todo el navío social. Por amor a su misma dignidad, conviértase en una
criatura que sienta su destino y no piense. Por amor del cielo, sea un niño y
deje de ser un sabio. No haga nada más, sino que, por amor del cielo, empiece a
ser. Parta del mismo principio y sea un perfecto niño en nombre del
valor. Oh, y quiero pedirle que, cuando haga su testamento, me deje lo
suficiente para vivir. Quiero que usted viva eternamente. Pero quiero ser, de
algún modo, su heredero". La única dificultad de este programa consistía
en que, si yo lo adoptaba, no tendría ninguna herencia que dejar. Tenía una filosofía mística de la "sangre" que me
disgustaba. "Existe -decía- otra base de la conciencia, además del cerebro
y los nervios. Hay una conciencia de la sangre que está en nosotros y es
independiente de la conciencia mental ordinaria. Uno vive, conoce y posee su
propia existencia en la sangre, sin ninguna relación con los nervios y el
cerebro. Esta es la mitad de la vida que pertenece a la oscuridad. Cuando poseo
a una mujer, la percepción de la sangre es suprema. El conocimiento de mi
sangre es abrumador. Debemos darnos cuenta de que tenemos un ser de sangre, una
conciencia de sangre, un alma de sangre completa y aparte de la conciencia
mental y nerviosa".Esto me pareció franca basura y lo rechacé con
vehemencia, aunque no sabía entonces que conducía directamente a Auschwitz. Se ponía furioso siempre que cualquiera sugería la
posibilidad de que alguien tuviese sentimientos bondadosos para sus semejantes,
y, cuando yo rechazaba la guerra por los sufrimientos que ocasionaba, me
acusaba de hipocresía. "No hay la menor verdad en que usted, su básico yo,
desee, en último término, la paz. Lo que usted hace es satisfacer, de una
manera indirecta y falsa, su deseo animal de golpear y herir. Una de dos: o lo
satisface usted de un modo directo y honorable, diciendo "los odio a
todos, embusteros y puercos, y estoy dispuesto a lanzarme sobre ustedes",
o se limita a las matemáticas, en las que puede ser sincero. Pero presentarse
como el ángel de la paz...; no, en este papel, prefiero a Tirpitz mil veces".
Ahora me resulta difícil comprender el efecto devastador que esas cartas
producían en mí. Me inclinaba a creer que él poseía alguna capacidad de
comprensión especial de la que yo carecía, y cuando me decía que mi pacifismo
estaba enraizado en los oscuros deseos de la sangre, suponía que tenía razón.
Durante 24 horas, pensé que era un inadaptado para la vida y llegué a pensar en
el suicidio. Pero, después de ese tiempo, se produjo una reacción más saludable
y decidí terminar con semejante morbosidad. Cuando me dijo que debía predicar
sus ideas y no las mías, me rebelé y le dije que recordara que él ya no era un
maestro de escuela ni yo un discípulo. El había escrito: "Usted es el
enemigo de toda la humanidad, lleno del deseo animal de la destrucción. Lo que
le inspira no es el odio a la falsedad; es el odio a la gente de carne y de
sangre, es un deseo de la sangre mentalmente pervertido. ¿Por qué no lo
reconoce? Volvamos a ser extraños el uno para el otro. Creo que es lo
mejor". Yo también lo creía así. Pero él sentía placer denunciándome
y, durante algunos meses, continuó escribiendo cartas que contenían la
suficiente amistad para que la correspondencia se mantuviera viva. Al final, se
desvaneció, sin necesidad de ninguna terminación dramática.
Lo que me atrajo de Lawrence, al principio, fue cierto dinamismo y la
costumbre de discutir supuestos que suelen admitirse sin más.
Yo ya estaba acostumbrado a ser acusado de estar demasiado
esclavizado por la razón y pensé que, quizá, él pudiera darme una dosis vivificadora
de irracionalidad. De hecho, adquirí realmente de él algún estímulo, y creo que
el libro, que escribí a pesar de sus ataques, fue mejor de lo que hubiera sido
si no le hubiese conocido.
Pero esto no quiere decir que hubiera nada bueno en sus
ideas. Mirando hacia atrás, no creo que tuviesen el menor valor. Eran las ideas
de un hombre impresionable que se creía un déspota y que se encolerizaba con el
mundo porque éste no le obedecía instantáneamente. Cuando se daba cuenta de que
existían otras personas, las odiaba. Pero la mayor parte del tiempo vivió en el
mundo solitario de sus propias imaginaciones, habitado por fantasmas todo lo
orgullosos que él deseaba que fuesen. Su énfasis excesivo sobre el sexo se
debía al hecho de que sólo en las cuestiones sexuales se veía obligado a
admitir que no era el único ser humano del universo. Pero, como esa admisión le
era tan dolorosa, concibió las relaciones sexuales como una lucha perpetua en
la que cada uno intenta destruir al otro. El mundo de la entreguerra fue atraído por la locura. Esta
atracción tuvo su expresión más acentuada en el nazismo. Lawrence fue un
exponente adecuado de este culto a la demencia. No estoy muy seguro de que la
fría cordura inhumana de Stalin haya significado alguna mejora.
Bertrand Russell fue, desde 1897
hasta 1913, un notable matemático y lógico. Como filósofo, su obra canónica se centra en el período
1905-1921, pero su fama la obtuvo por sus
escritos sobre el matrimonio, la libertad sexual, los derechos
de las mujeres, la religión, etc., todos ellos abordados desde un punto de vista fuertemente
humanista. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1950 y, de allí en más, fue reconocido fundamentalmente por su defensa de la paz mundial. Junto a Albert Einstein (1879-1955) y otros destacados científicos creó la Conferencia Pugwash alertando sobre los peligros de la escalada nuclear. Durante la crisis de los misiles de Cuba en 1962 ofreció su
mediación y, en 1966, junto a Jean Paul Sartre (1905-1980) organizó un Tribunal
Internacional de Crímenes de Guerra para investigar las consecuencias de la acción militar de Estados Unidos en
Vietnam. Ya sobre el final de su larga vida escribió: "Tres pasiones, simples pero
abrumadoramente fuertes, han gobernado mi vida: el anhelo de amor, la búsqueda
del conocimiento y la compasión por el sufrimiento insoportable de la
humanidad. Estas pasiones, como grandes vientos, me han llevado de aquí para
allá en un curso caprichoso. Esta ha sido mi vida. Me ha parecido digna
de ser vivida y la viviría nuevamente si se me ofreciera la oportunidad".