8 de julio de 2012

John Saxe Fernández. La globalización, el poder y la educación superior (2)


Con la intensidad de la crisis estructural y hegemónica aumentan las contradicciones entre las proclamas oficiales por fortalecer el estado de derecho frente a la criminalidad y los hechos derivados de la codicia empresarial, mientras se recorta el gasto estatal con incontables pérdida de plazas y de partidas para la educación, la obra pública, la salud, los servicios sociales, etc. Donde los ideólogos de la globalización quie­ren diluir la naturaleza política de la expansión capi­ta­lista (atribuyendo a fuerzas invisibles y abstractas los procesos de concentración, desigualdad, etc.), John Saxe Fernández subraya el papel del poder y de la fuerza (especialmente del gobierno de los Estados Unidos) como palanca de un fenómeno ya añejo: el imperialismo. Lo que se impone y expande no es la entelequia llamada "globalización", sino el poder imperial, particularmente el estadounidense. Allí donde los teóricos de la globalización insisten en caracterizar los eventos como resultado de impulsos misteriosos del mercado, el autor de "Banco Mundial y privatización de la educación pública" pone al descubierto que la llamada globalización es en realidad un proyecto político claramente diseñado desde el poder, que permite a sus detentadores usar las posiciones preeminentes en los países centrales y en los periféricos, así como en los organismos financieros internacionales, para imponer políticas y apoderarse de la riqueza, incluyendo el uso de los Estados-Nación. No es el libre desarrollo del mercado el que determina las políticas, sino que son las políticas (utilizando la formidable arma del Estado-Nación), las que definen el sentido y el comportamiento de los mercados. No son fuerzas inevitables e impersonales, sino poderosos grupos de interés, con sus fines humanos y contingentes, los que deciden, proyectan y aplican las estrategias del capital. Estas procuran someter a los trabajadores, apoderarse de la riqueza social (vía la privatización de las empresas públicas, entre otras), imponer severos "ajustes estructurales" que favorecen a los grandes consorcios (y en particular a las empresas multinacionales), sobre-explotar los recursos naturales, beneficiarse de los "rescates" de empresas privadas a costa de los recursos públicos y, en fin, mantener a toda costa el modelo económico que está operando como una pavorosa maquinaria productora de pobres y miserables. En ese sentido, no desentona que en los últimos tiempos las universidades latinoamericanas, tanto las públicas como las privadas, han sido sometidas a diferentes reformas académicas y administrativas, sin que tales transformaciones hayan estado precedidas por un amplio debate público sobre el sentido que las anima. El rumbo de la educación superior en Hispanoamérica es incierto, pues depende de los proyectos culturales de cada una de las naciones que la conforman y de la respuesta de sus comunidades académicas a los desafíos que enfrentan a comienzos del Siglo XXI. Sin embargo, los perfiles de las políticas públicas para el sector ya tienen tendencias precisas y empiezan a señalar un derrotero claro, definido por un nuevo discurso modernizador, que se presenta a sí mismo como el sentido común y único para garantizar una adecuada inserción en la economía global. A partir de los años '90 del siglo pasado, tres tendencias generales han ido delineando las políticas públicas en educación superior: la desnacionalización de su diseño institucional; la adaptación funcional al proceso de globalización económica preponderante en el mundo; y la articulación de sus principales ejes a la política fiscal, dentro de programas de ajuste estructural acordados o negociados por los gobiernos de turno con la banca transnacional, o impuestos por esta última.

IMPERIALISMO, GLOBALIZACION Y PODER

La instauración de un régimen dominado de manera abrumadora por los acreedores internacionales, como resultado de la negociación de la crisis deudora de 1982, se ha expresado, a lo largo de casi dos décadas primero que todo en la reinstalación de un discurso centrado en un grupo de variaciones hechas en torno a la vieja tonada de la "mano invisible" de Adam Smith, y que ahora asume que -al menos en los países de la periferia capitalista- el orden nacional e internacional debe fundarse, de nueva cuenta, en los reguladores automáticos, los equilibrios fiscales, la libre empresa, la desregulación a troche y moche y la reducción drástica del gasto público. En segundo lugar, aunque no menos importante que lo anterior, se expresa también, en un ataque frontal contra los pivotes, todavía frágiles del nacionalismo económico latinoamericano y en particular en lo que sólo puede calificarse como una verdadera campaña dirigida al apoderamiento de las empresas públicas, con especial énfasis en el traspaso al sector privado de sectores estratégicos como la educación pública (especialmente la media superior y superior), el sector salud, los ferrocarriles, la industria del gas y del petróleo, la electricidad, la petroquímica y en general la infraestructura de comunicaciones, puertos, aeropuertos, carreteras, flota marítima y ferrocarriles. Estos procesos de observan desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
En América Latina, durante este período, se profundizó una observable desnacionalización tanto de los principales ejes de acumulación como del proceso mismo de toma de decisiones en asuntos cruciales para la definición de lo que un país es y desea ser: el presupuesto nacional. En otras palabras, la gravitación de las instituciones establecidas como resultado de Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), -todos instrumentos para la proyección de poder de la Casa Blanca incluyendo desde luego al BID, la AID y los servicios de información-, aumentó de manera cuantitativa y cualitativa. Cabe recordar que después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y sus principales aliados europeos consideraron improcedente mantener el tipo de colonialismo político que había caracterizado al sistema económico internacional, considerando necesario, sin embargo, sustituir ese sistema por otro que permitiese continuar la expansión de los mercados y sobre todo evitar el trauma depresivo de 1929. La "reforma" del sistema financiero internacional fue la única medida estructural que Estados Unidos fue capaz de poner en funcionamiento, siendo su motivación central colocar al resto del mundo bajo el dominio de principios institucionalizados alrededor de los intereses internacionales estadounidenses ya que tanto el BM como el FMI fueron diseñados en forma tal que Washington pudiera dominar su política por la vía de mecanismos de votación. Aunque estos dos intrumentos -a los que posteriormente se agregaría un organismo para manejar el comercio internacional, el GATT ahora conocido como Organización Mundial de Comercio (OMC)- fueron diseñados para sustituir el sistema colonial de preguerra, en ningún momento tal medida fue considerada como para inducir un tipo de transformación colonial que le negara a la nueva potencia hegemónica y sus aliados, el acceso a los recursos naturales y los mercados del Tercer Mundo y la transferencia de excedentes, desde las áreas económicas tributarias, especialmente, en el caso de Estados Unidos, de la América Latina y el Caribe.
En Bretton Woods se estableció un tipo de pacto social entre Estados Unidos y el resto de las economías capitalistas centrales que giró alrededor del concepto keynesiano de vincular el empleo pleno con el libre comercio. La memoria de la depresión de 1929 fue determinante en todo el concepto económico doméstico e internacional auspiciado por Estados Unidos. Un tema de fondo fue, ciertamente, evitar los errores del orden internacional económico instaurado en Versalles en 1919 sobre la base de un capitalismo victoriano en el que se codificaron enormes asimetrías internas e internacionales, especialmente porque el sistema de Versalles no pudo generar estímulos para promover la activación económica entre otras razones porque mantuvo la demanda deprimida, privilegiando el interés privado nacional de corto plazo de las naciones vencedoras. La movilización bélico-industrial, sin precedentes, observada durante la Segunda Guerra Mundial, fue capaz de fungir como ariete que finalmente sacó a Estados Unidos y a la economía internacional de la depresión, y la preocupación mayor giró en torno a lo que ocurriría en el período de paz, de darse una desmovilización. En gran medida la Guerra Fría mantuvo el ímpetu anti-recesivo que se buscaba mientras gracias a la estructura económica establecida permanecieron abiertas las líneas de explotación global y dominio, aunque se hicieran ensayos, remedos más que otra cosa, para establecer algún tipo de "estado de bienestar" en la periferia.
El discurso globalista, que repiten como loros incluso filósofos de cierto renombre, invisibiliza otros hechos, como que el 57% de todas las importaciones y exportaciones latinoamericanas son comercios realizados por empresas multinacionales. Se habla y se escriben ríos de tinta sobre el mercado global y sobre las exigencias del "mercado" porque los mercados no exigen, sólo los seres humanos, organizados institucionalmente, lo hacen, y en este caso estamos hablando de las exigencias de los ejecutivos de las corporaciones multinacionales, o de la cúpula directora del BM y del FMI, o directamente de la Casa Blanca, como ocurrió en torno al mercado petrolero. Se opacan, por medio del biombo del "globalismo pop", los hechos, como que al tiempo que promueven y, desde las cartas de intención del FMI y las cartas de política del BM auspician y defienden la eliminación de nuestras fronteras a la actividad económica, las cien compañías multinacionales más importantes del planeta, y no la mano invisible de Adam Smith, marcan las reglas de la llamada "liberación del comercio en el mundo". La invitación de Washington a la adopción de "políticas de mercado", se dá muy en el espíritu del convite del tiburón a las focas a lanzarse a competir en las aguas del libre comercio y de la libre competencia. Como muy bien lo percibió Bismark, el libre comercio, la libre empresa y la libre competencia es la doctrina favorita de la potencia dominante, temerosa de que otros sigan su ejemplo.
El biombo del discurso globalista oculta fenómenos como que en el último año del siglo XX, las ventas totales realizadas por esas compañías fueron equivalentes a tres cuartas partes del comercio mundial, según estadísticas de la ONU y de la OMC. La información establece que las ventas fuera de su país de origen de las cinco principales empresas, que operan internacionalmente desde Estados Unidos, Europa y Japón, superan al valor total de las exportaciones anuales del conjunto de los países latinoamericanos. Se deja a un lado el mundo de los hechos, y el mundo de los hechos indica que el 75,5% de todo el comercio mundial está controlado por las principales cien compañías multinacionales, que estamos frente a contextos oligopolizados o de monopolio. Esta información es valiosa porque, al ponderar la relación entre globalización, poder y educación superior, se deben registrar, tanto las continuidades como las discontinuidades de cada proceso y se nos está indicando que una de las continuidades importantes a tener presente desde este punto de observación es que el comercio más importante tiene lugar por medio de las grandes empresas de los tres polos capitalistas, algo que se ha venido registrando prácticamente desde el siglo XVI. Esto quiere decir que, como ayer, hoy también las clases dominantes utilizan a la inversión, el comercio, las rentas y los pagos de intereses y permanecen así como los beneficiarios de la mayor parte de las ganancias.
Otro aspecto fundamental, recientemente rescatado por James Petras es la permanencia del Estado-Nación como instrumento político fundamental para organizar la expansión global por medio de tratados comerciales, subsidios, controles laborales, intervenciones militares, promociones ideológicas del libre comercio. Uno de los aspectos de mayor relevancia gira en torno al reconocimiento de que el fenómeno de la internacionalización económica, es decir el de la globalización entendida como una categoría científica en base al análisis histórico, plantea que el presente estadio del capitalismo no muestra rupturas fundamentales con la experiencia del pasado por lo que se refiere al asimétrico contexto de poder internacional y nacional en el cual ocurren los flujos comerciales, de inversión, las transferencias de tecnología y de esquemas productivos. Por ejemplo, en los programas y esquemas aplicados en América Latina, queda claro que el proceso no puede explicarse adecuadamente sin tener presente, de manera explícita, que ocurre en un largo torrente histórico y en un caldo de poder de relaciones profundamente leonino en el orden económico-estratégico, conocido en la literatura científica como "imperialismo", signado por la inequidad, el conflicto, la dominación, la apropiación del excedente y las contradicciones interestatales, de clase y etnia, de género y de mercados. Históricamente la internacionalización económica en América Latina se concreta en el comercio exterior y en los flujos de inversiones extranjeras, y ha sido por la vía de estos dos pivotes que se han incorporado a nuestra dinámica las imágenes, valores, ideas, costumbres, instituciones, bienes, pautas y aspiraciones de consumo que influyen en la economía, la organización social, la política y la cultura, y refuerzan continuamente la estructura y la dinámica de la subordinación a los ordenamientos internacionales de los países capitalistas avanzados.
En el caso de los EEUU, la fusión de la "geoeconomía" con la "geopolítica" del capital tiene una clara estrategia para el actual período, profundamente enraizada en su historia. Irónica, aunque explicablemente, ha sido la revista Fortune, un órgano que refleja los intereses del empresariado estadounidense y de las corporaciones multinacionales el que ha recuperado de nuevo los referentes empíricos centrales a los que apunta el concepto de imperialismo. Ello se detalla en un importante artículo dedicado a dilucidar la "estrategia" corporativa estaounidense "para la posguerra fría": "La estrategia se ejecuta por medio de la inversión y se aplica a todas las esferas de la política exterior, es decir, desde la seguridad militar hasta el medio ambiente, pero los asuntos económicos conducen el proceso. La estrategia se fundamente primordialmente en el sector privado y de manera particular en las corporaciones transnacionales". La simbiosis entre el Estado metropolitano o imperial y sus instrumentos de proyección internacional de poder y la empresa multinacional ocurre ahora en un contexto de aumento del tamaño y crecimiento de las unidades de capital adoptando la ya secular modalidad corporativa con su inclinación hacia el monopolio y el oligopolio y la profundización de los problemas cíclicos de recesión y estancamiento crónicos y otros elementos que tienden a multiplicar e intensificar los obstáculos para la continua expansión del capital, entre los que resalta ahora la creciente competencia que enfrentan las firmas estadounidenses de parte del empresariado europeo y asiático. Es en este contexto en el que el papel del Estado adquiere nuevos órdenes de magnitud y complejidad.
Nada de esto debe sorprendernos. Si revisamos la historia de los Estados Unidos y, de manera particular, la evolución de su estructura de poder, es fácil discernir la presencia de la continuidad, de tendencias de largo plazo que se acentúan de manera extraordinaria a raíz de la masiva movilización bélico-industrial de la Segunda Guerra Mundial y a partir de ahí, de la consolidación de una economía permanente de guerra. Siguiendo una línea del pensamiento pionero de Thorstein Veblen, C. Wright Mills, al discutir estas tendencias estructurales, observa la persistencia y profundización de la tendencia de largo plazo sobre los crecientes lazos entre el Estado y la clase empresarial, misma que llega a lo que sólo puede calificarse como un nuevo nivel en el sentido de que su imbricación como resultado de lo ocurrido a partir de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, impide concebirlas como dos mundos separados. Mills demuestra que el crecimiento de la rama ejecutiva del gobierno, con todas las agencias por medio de las que supervisa una economía compleja, no significa sólo una mera ampliación de la actividad gubernamental o alguna suerte de autonomía burocrática, sino que ha reflejado el ascenso político de los altos ejecutivos empresariales y su ingreso directo a los directorios políticos. Durante y a partir de la Segunda Guerra Mundial, el peso de los ejecutivos en esas esferas aumentó al punto del dominio. Con una relación estrecha con el gobierno, que se fue acentuando durante la Guerra Civil, luego con la Guerra Hispano-Americana y la Primera Guerra Mundial, ya durante la Segunda Guerra Mundial esos altos ejecutivos dirigen desde los directorios político-gubernamentales el esfuerzo bélico-industrial relegando a muchos políticos profesionales en el Poder Legislativo a rangos medios.
Los acontecimientos y procesos que hemos presenciado a lo largo de la Guerra Fría hasta el día de hoy han consolidado la idea de que la clave estructural del poder se centra en la relación entre la corporación y el Estado, pero esto último especialmente en el aparato militar cuyo ascenso político también es impulsado como resultado de la Segunda Guerra Mundial y las que le han seguido en Vietnam, el Golfo Pérsico, Kosovo, etc. Para América Latina es sumamente importante reconocer que el ascenso político de la estructura militar y, como parte de ello, del sistema de seguridad nacional, se refleja en un hecho importante: virtualmente los organismos militares y de inteligencia son las únicas agencias gubernamentales de Estados Unidos dotadas de recursos para proyectar su accionar sobre América Latina y el Caribe. La permanente movilización bélico-industrial incluso después de la desintegración de la Unión Soviética sigue colocando al sector militar y de seguridad en una situación ventajosa para mantener el control sobre amplios recursos humanos, materiales, de capital fresco, de orientación a la investigación universitaria y consecuentemente al mantenimiento de influencia y poder, y mucho de esto -especialmente lo relativo a la investigación y desarrollo- se hace en función de definiciones militares de la realidad. Pero esa definición militar está íntimamente imbricada con poderosos intereses empresariales. Para Mills, "en tanto la clave estructural de la estructura de poder en Estados Unidos se fundamente en la esfera económica, ello significa que la economía es simultáneamente una economía permanente de guerra y una economía dirigida por la corporación privada. Esta coincidencia de intereses entre la cúpula militar y los ejecutivos de las grandes corporaciones los fortalece mutuamente y tiende a subordinar el papel de los políticos, porque no son los políticos, sino los ejecutivos corporativos los que pactan con el sector militar la organización del esfuerzo permanente de guerra".
En su libro "Poder, política y pueblo", Mills sintetiza un cuadro general sobre la estructura de poder. Su descripción sobre los parámetros centrales de lo que llama el "triángulo del poder", es vigente -y más que eso, imprescindible- para comprender la situación que enfrentamos a principios del Siglo XXI: "El poder para tomar decisiones de consecuencias nacionales e internacionales está ahora tan claramente asentado en instituciones políticas, militares y económicas que otras áreas de la sociedad parecen al margen y, en ocasiones, subordinadas a éstas. No existe ya, por una parte, una economía y, por la otra, un orden político con una institución militar sin importancia para la política y los negocios. Existe una economía política armónicamente ligada al orden y las decisiones militares. Este triángulo del poder es ahora un hecho estructural y es la clave de cualquier comprensión de los altos círculos de los Estados Unidos".