Con la intensidad
de la crisis estructural y hegemónica aumentan las contradicciones entre las
proclamas oficiales por fortalecer el estado de derecho frente a la
criminalidad y los hechos derivados de la codicia empresarial, mientras
se recorta el gasto estatal con incontables pérdida de plazas y de partidas
para la educación, la obra pública, la salud, los servicios sociales,
etc. Donde los ideólogos de la globalización quieren diluir la naturaleza
política de la expansión capitalista (atribuyendo a fuerzas invisibles y
abstractas los procesos de concentración, desigualdad, etc.), John Saxe
Fernández subraya el papel del poder y de la fuerza (especialmente del gobierno
de los Estados Unidos) como palanca de un fenómeno ya añejo: el imperialismo.
Lo que se impone y expande no es la entelequia llamada
"globalización", sino el poder imperial, particularmente el
estadounidense. Allí donde los teóricos de la globalización insisten en
caracterizar los eventos como resultado de impulsos misteriosos del mercado, el
autor de "Banco Mundial y privatización de la educación
pública" pone al descubierto que la llamada globalización es en
realidad un proyecto político claramente diseñado desde el poder, que permite a
sus detentadores usar las posiciones preeminentes en los países centrales y en
los periféricos, así como en los organismos financieros internacionales, para
imponer políticas y apoderarse de la riqueza, incluyendo el uso de los
Estados-Nación. No es el libre desarrollo del mercado el que determina las
políticas, sino que son las políticas (utilizando la formidable arma del
Estado-Nación), las que definen el sentido y el comportamiento de los mercados.
No son fuerzas inevitables e impersonales, sino poderosos grupos de interés, con
sus fines humanos y contingentes, los que deciden, proyectan y aplican las
estrategias del capital. Estas procuran someter a los trabajadores, apoderarse
de la riqueza social (vía la privatización de las empresas públicas, entre
otras), imponer severos "ajustes estructurales" que favorecen a los
grandes consorcios (y en particular a las empresas multinacionales),
sobre-explotar los recursos naturales, beneficiarse de los "rescates"
de empresas privadas a costa de los recursos públicos y, en fin, mantener a
toda costa el modelo económico que está operando como una pavorosa maquinaria
productora de pobres y miserables. En ese sentido, no desentona que en los
últimos tiempos las universidades latinoamericanas, tanto las públicas
como las privadas, han sido sometidas a diferentes reformas académicas y
administrativas, sin que tales transformaciones hayan estado precedidas por un
amplio debate público sobre el sentido que las anima. El rumbo de la educación
superior en Hispanoamérica es incierto, pues depende de los proyectos
culturales de cada una de las naciones que la conforman y de la respuesta de
sus comunidades académicas a los desafíos que enfrentan a comienzos del
Siglo XXI. Sin embargo, los perfiles de las políticas públicas para el sector
ya tienen tendencias precisas y empiezan a señalar un derrotero claro, definido
por un nuevo discurso modernizador, que se presenta a sí mismo como el sentido
común y único para garantizar una adecuada inserción en la economía
global. A partir de los años '90 del siglo pasado, tres tendencias
generales han ido delineando las políticas públicas en educación superior: la
desnacionalización de su diseño institucional; la adaptación funcional al
proceso de globalización económica preponderante en el mundo; y la articulación
de sus principales ejes a la política fiscal, dentro de programas de ajuste
estructural acordados o negociados por los gobiernos de turno con la banca
transnacional, o impuestos por esta última.
IMPERIALISMO, GLOBALIZACION Y PODER
La instauración de un régimen dominado de manera abrumadora
por los acreedores internacionales, como resultado de la negociación de la
crisis deudora de 1982, se ha expresado, a lo largo de casi dos décadas primero
que todo en la reinstalación de un discurso centrado en un grupo de variaciones
hechas en torno a la vieja tonada de la "mano invisible" de Adam
Smith, y que ahora asume que -al menos en los países de la periferia capitalista-
el orden nacional e internacional debe fundarse, de nueva cuenta, en los
reguladores automáticos, los equilibrios fiscales, la libre empresa, la
desregulación a troche y moche y la reducción drástica del gasto público. En
segundo lugar, aunque no menos importante que lo anterior, se expresa también,
en un ataque frontal contra los pivotes, todavía frágiles del nacionalismo
económico latinoamericano y en particular en lo que sólo puede calificarse como
una verdadera campaña dirigida al apoderamiento de las empresas públicas, con
especial énfasis en el traspaso al sector privado de sectores estratégicos como
la educación pública (especialmente la media superior y superior), el sector
salud, los ferrocarriles, la industria del gas y del petróleo, la electricidad,
la petroquímica y en general la infraestructura de comunicaciones, puertos,
aeropuertos, carreteras, flota marítima y ferrocarriles. Estos procesos de
observan desde el Río Bravo hasta la Patagonia.
En América Latina, durante este período, se profundizó una observable
desnacionalización tanto de los principales ejes de acumulación como del
proceso mismo de toma de decisiones en asuntos cruciales para la definición de
lo que un país es y desea ser: el presupuesto nacional. En otras palabras, la
gravitación de las instituciones establecidas como resultado de Bretton Woods,
el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), -todos
instrumentos para la proyección de poder de la Casa Blanca incluyendo desde
luego al BID, la AID y los servicios de información-, aumentó de manera
cuantitativa y cualitativa. Cabe recordar que después de la Segunda Guerra
Mundial, Estados Unidos y sus principales aliados europeos consideraron
improcedente mantener el tipo de colonialismo político que había caracterizado
al sistema económico internacional, considerando necesario, sin embargo,
sustituir ese sistema por otro que permitiese continuar la expansión de los
mercados y sobre todo evitar el trauma depresivo de 1929. La
"reforma" del sistema financiero internacional fue la única medida
estructural que Estados Unidos fue capaz de poner en funcionamiento, siendo su
motivación central colocar al resto del mundo bajo el dominio de principios
institucionalizados alrededor de los intereses internacionales estadounidenses
ya que tanto el BM como el FMI fueron diseñados en forma tal que Washington
pudiera dominar su política por la vía de mecanismos de votación. Aunque
estos dos intrumentos -a los que posteriormente se agregaría un organismo para
manejar el comercio internacional, el GATT ahora conocido como Organización
Mundial de Comercio (OMC)- fueron diseñados para sustituir el sistema colonial
de preguerra, en ningún momento tal medida fue considerada como para inducir un
tipo de transformación colonial que le negara a la nueva potencia hegemónica y
sus aliados, el acceso a los recursos naturales y los mercados del Tercer Mundo
y la transferencia de excedentes, desde las áreas económicas tributarias,
especialmente, en el caso de Estados Unidos, de la América Latina y el Caribe.
En Bretton Woods se estableció un tipo de pacto social entre
Estados Unidos y el resto de las economías capitalistas centrales que giró
alrededor del concepto keynesiano de vincular el empleo pleno con el libre
comercio. La memoria de la depresión de 1929 fue determinante en todo el
concepto económico doméstico e internacional auspiciado por Estados Unidos. Un
tema de fondo fue, ciertamente, evitar los errores del orden internacional
económico instaurado en Versalles en 1919 sobre la base de un capitalismo
victoriano en el que se codificaron enormes asimetrías internas e
internacionales, especialmente porque el sistema de Versalles no pudo generar
estímulos para promover la activación económica entre otras razones porque
mantuvo la demanda deprimida, privilegiando el interés privado nacional de
corto plazo de las naciones vencedoras. La movilización bélico-industrial,
sin precedentes, observada durante la Segunda Guerra Mundial, fue capaz de
fungir como ariete que finalmente sacó a Estados Unidos y a la economía
internacional de la depresión, y la preocupación mayor giró en torno a lo que
ocurriría en el período de paz, de darse una desmovilización. En gran medida la
Guerra Fría mantuvo el ímpetu anti-recesivo que se buscaba mientras gracias a
la estructura económica establecida permanecieron abiertas las líneas de
explotación global y dominio, aunque se hicieran ensayos, remedos más que otra
cosa, para establecer algún tipo de "estado de bienestar" en la
periferia.
El discurso globalista, que repiten como loros incluso
filósofos de cierto renombre, invisibiliza otros hechos, como que el 57% de
todas las importaciones y exportaciones latinoamericanas son comercios
realizados por empresas multinacionales. Se habla y se escriben ríos de tinta
sobre el mercado global y sobre las exigencias del "mercado" porque
los mercados no exigen, sólo los seres humanos, organizados institucionalmente,
lo hacen, y en este caso estamos hablando de las exigencias de los ejecutivos
de las corporaciones multinacionales, o de la cúpula directora del BM y del
FMI, o directamente de la Casa Blanca, como ocurrió en torno al mercado
petrolero. Se opacan, por medio del biombo del "globalismo pop", los
hechos, como que al tiempo que promueven y, desde las cartas de intención del
FMI y las cartas de política del BM auspician y defienden la eliminación de
nuestras fronteras a la actividad económica, las cien compañías multinacionales
más importantes del planeta, y no la mano invisible de Adam Smith, marcan las
reglas de la llamada "liberación del comercio en el mundo". La
invitación de Washington a la adopción de "políticas de mercado", se
dá muy en el espíritu del convite del tiburón a las focas a lanzarse a competir
en las aguas del libre comercio y de la libre competencia. Como muy bien lo
percibió Bismark, el libre comercio, la libre empresa y la libre competencia es
la doctrina favorita de la potencia dominante, temerosa de que otros sigan su
ejemplo.
El biombo del discurso globalista oculta fenómenos como que
en el último año del siglo XX, las ventas totales realizadas por esas compañías
fueron equivalentes a tres cuartas partes del comercio mundial, según
estadísticas de la ONU y de la OMC. La información establece que las ventas
fuera de su país de origen de las cinco principales empresas, que operan
internacionalmente desde Estados Unidos, Europa y Japón, superan al valor total
de las exportaciones anuales del conjunto de los países latinoamericanos. Se
deja a un lado el mundo de los hechos, y el mundo de los hechos indica que el
75,5% de todo el comercio mundial está controlado por las principales cien
compañías multinacionales, que estamos frente a contextos oligopolizados o de
monopolio. Esta información es valiosa porque, al ponderar la relación
entre globalización, poder y educación superior, se deben registrar, tanto las
continuidades como las discontinuidades de cada proceso y se nos está indicando
que una de las continuidades importantes a tener presente desde este punto de
observación es que el comercio más importante tiene lugar por medio de las
grandes empresas de los tres polos capitalistas, algo que se ha venido
registrando prácticamente desde el siglo XVI. Esto quiere decir que, como ayer,
hoy también las clases dominantes utilizan a la inversión, el comercio, las
rentas y los pagos de intereses y permanecen así como los beneficiarios de la
mayor parte de las ganancias.
Otro aspecto fundamental, recientemente rescatado por James
Petras es la permanencia del Estado-Nación como instrumento político
fundamental para organizar la expansión global por medio de tratados
comerciales, subsidios, controles laborales, intervenciones militares,
promociones ideológicas del libre comercio. Uno de los aspectos de mayor
relevancia gira en torno al reconocimiento de que el fenómeno de la internacionalización
económica, es decir el de la globalización entendida como una categoría
científica en base al análisis histórico, plantea que el presente estadio del
capitalismo no muestra rupturas fundamentales con la experiencia del pasado por
lo que se refiere al asimétrico contexto de poder internacional y nacional en
el cual ocurren los flujos comerciales, de inversión, las transferencias de
tecnología y de esquemas productivos. Por ejemplo, en los programas y esquemas
aplicados en América Latina, queda claro que el proceso no puede explicarse
adecuadamente sin tener presente, de manera explícita, que ocurre en un largo
torrente histórico y en un caldo de poder de relaciones profundamente leonino
en el orden económico-estratégico, conocido en la literatura científica como
"imperialismo", signado por la inequidad, el conflicto, la
dominación, la apropiación del excedente y las contradicciones interestatales,
de clase y etnia, de género y de mercados. Históricamente la
internacionalización económica en América Latina se concreta en el comercio
exterior y en los flujos de inversiones extranjeras, y ha sido por la vía de
estos dos pivotes que se han incorporado a nuestra dinámica las imágenes,
valores, ideas, costumbres, instituciones, bienes, pautas y aspiraciones de
consumo que influyen en la economía, la organización social, la política y la
cultura, y refuerzan continuamente la estructura y la dinámica de la
subordinación a los ordenamientos internacionales de los países capitalistas
avanzados.
En el caso de los EEUU, la fusión de la
"geoeconomía" con la "geopolítica" del capital tiene una
clara estrategia para el actual período, profundamente enraizada en su
historia. Irónica, aunque explicablemente, ha sido la revista Fortune, un órgano
que refleja los intereses del empresariado estadounidense y de las
corporaciones multinacionales el que ha recuperado de nuevo los referentes
empíricos centrales a los que apunta el concepto de imperialismo. Ello se
detalla en un importante artículo dedicado a dilucidar la "estrategia"
corporativa estaounidense "para la posguerra fría": "La
estrategia se ejecuta por medio de la inversión y se aplica a todas las esferas
de la política exterior, es decir, desde la seguridad militar hasta el medio
ambiente, pero los asuntos económicos conducen el proceso. La estrategia se
fundamente primordialmente en el sector privado y de manera particular en las
corporaciones transnacionales". La simbiosis entre el Estado metropolitano
o imperial y sus instrumentos de proyección internacional de poder y la empresa
multinacional ocurre ahora en un contexto de aumento del tamaño y crecimiento
de las unidades de capital adoptando la ya secular modalidad corporativa con su
inclinación hacia el monopolio y el oligopolio y la profundización de los problemas
cíclicos de recesión y estancamiento crónicos y otros elementos que tienden a
multiplicar e intensificar los obstáculos para la continua expansión del
capital, entre los que resalta ahora la creciente competencia que enfrentan las
firmas estadounidenses de parte del empresariado europeo y asiático. Es en este
contexto en el que el papel del Estado adquiere nuevos órdenes de magnitud y
complejidad.
Nada de esto debe sorprendernos. Si revisamos la historia de
los Estados Unidos y, de manera particular, la evolución de su estructura de
poder, es fácil discernir la presencia de la continuidad, de tendencias de
largo plazo que se acentúan de manera extraordinaria a raíz de la masiva
movilización bélico-industrial de la Segunda Guerra Mundial y a partir de ahí,
de la consolidación de una economía permanente de guerra. Siguiendo una
línea del pensamiento pionero de Thorstein Veblen, C. Wright Mills, al discutir
estas tendencias estructurales, observa la persistencia y profundización de la
tendencia de largo plazo sobre los crecientes lazos entre el Estado y la clase
empresarial, misma que llega a lo que sólo puede calificarse como un nuevo
nivel en el sentido de que su imbricación como resultado de lo ocurrido a
partir de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, impide concebirlas
como dos mundos separados. Mills demuestra que el crecimiento de la rama
ejecutiva del gobierno, con todas las agencias por medio de las que supervisa
una economía compleja, no significa sólo una mera ampliación de la actividad
gubernamental o alguna suerte de autonomía burocrática, sino que ha reflejado
el ascenso político de los altos ejecutivos empresariales y su ingreso directo
a los directorios políticos. Durante y a partir de la Segunda Guerra Mundial,
el peso de los ejecutivos en esas esferas aumentó al punto del dominio. Con una
relación estrecha con el gobierno, que se fue acentuando durante la Guerra
Civil, luego con la Guerra Hispano-Americana y la Primera Guerra Mundial, ya
durante la Segunda Guerra Mundial esos altos ejecutivos dirigen desde los
directorios político-gubernamentales el esfuerzo bélico-industrial relegando a
muchos políticos profesionales en el Poder Legislativo a rangos medios.
Los acontecimientos y procesos que hemos presenciado a lo
largo de la Guerra Fría hasta el día de hoy han consolidado la idea de que la
clave estructural del poder se centra en la relación entre la corporación y el
Estado, pero esto último especialmente en el aparato militar cuyo ascenso
político también es impulsado como resultado de la Segunda Guerra Mundial y las
que le han seguido en Vietnam, el Golfo Pérsico, Kosovo, etc. Para América
Latina es sumamente importante reconocer que el ascenso político de la
estructura militar y, como parte de ello, del sistema de seguridad nacional, se
refleja en un hecho importante: virtualmente los organismos militares y de
inteligencia son las únicas agencias gubernamentales de Estados Unidos dotadas
de recursos para proyectar su accionar sobre América Latina y el Caribe. La
permanente movilización bélico-industrial incluso después de la desintegración
de la Unión Soviética sigue colocando al sector militar y de seguridad en una
situación ventajosa para mantener el control sobre amplios recursos humanos,
materiales, de capital fresco, de orientación a la investigación universitaria
y consecuentemente al mantenimiento de influencia y poder, y mucho de esto
-especialmente lo relativo a la investigación y desarrollo- se hace en función
de definiciones militares de la realidad. Pero esa definición militar está
íntimamente imbricada con poderosos intereses empresariales. Para Mills,
"en tanto la clave estructural de la estructura de poder en Estados Unidos
se fundamente en la esfera económica, ello significa que la economía es
simultáneamente una economía permanente de guerra y una economía dirigida por
la corporación privada. Esta coincidencia de intereses entre la cúpula militar
y los ejecutivos de las grandes corporaciones los fortalece mutuamente y tiende
a subordinar el papel de los políticos, porque no son los políticos, sino los
ejecutivos corporativos los que pactan con el sector militar la organización
del esfuerzo permanente de guerra".
En su libro "Poder, política y pueblo", Mills
sintetiza un cuadro general sobre la estructura de poder. Su descripción sobre
los parámetros centrales de lo que llama el "triángulo del poder", es
vigente -y más que eso, imprescindible- para comprender la situación que
enfrentamos a principios del Siglo XXI: "El poder para tomar
decisiones de consecuencias nacionales e internacionales está ahora tan
claramente asentado en instituciones políticas, militares y económicas que
otras áreas de la sociedad parecen al margen y, en ocasiones, subordinadas a
éstas. No existe ya, por una parte, una economía y, por la otra, un orden
político con una institución militar sin importancia para la política y los
negocios. Existe una economía política armónicamente ligada al orden y las
decisiones militares. Este triángulo del poder es ahora un hecho estructural y
es la clave de cualquier comprensión de los altos círculos de los Estados
Unidos".