N.J.: Yo creo que todo eso supone ciertas actitudes
que no eran muy admisibles en otro momento; por ejemplo, cuál era la función o
la posición del narrador, la idea de la verosimilitud, la idea de la carga
libidinal o memorística y la distinción entre confesión, autobiografía y punto
de partida para poder escribir. Yo creo que todo eso está sobre la mesa, como
elementos no de una discusión que se haga conscientemente pero que sí se hace
en la práctica de la escritura, en la novela. Me parece que la novela de
nuestro tiempo, que tiene más niveles o relieves, implica un tipo de problemas
que para otros serán técnicos, pero no para mí: para mí forman parte de la
escritura y si hay textos que carecen de esa dimensión no me interesan mucho,
aunque pueda apreciarlos y aún gustarme; no me parece que vayan a lo esencial
si no implican esas cuestiones que llevan al punto de una ruptura que se hace
sin ruido.
J.S.: Yo pienso que lo que me ha ayudado muchísimo a encontrar mi camino ha sido, y aunque parezca una contradicción, el hecho de que no estoy ni he estado nunca en ninguna escuela ni tendencia literaria ni grupo; la verdad es que los caminos que he seguido no diré que son míos y de nadie más, son lo que yo mismo encontré; por otra parte, yo soy un práctico y quizás un intuitivo, el conocimiento teórico no es tal vez nulo pero seguramente no es suficiente como para construir sobre él. Mis reflexiones son normalmente a posteriori, sobre lo hecho intento encontrar el sentido que todo eso tiene, si lo tiene. Yo soy el tipo de escritor que siempre está esperando la reflexión ajena para entender lo que ha hecho.
N.J.: Hay una palabra sobre la que se podría introducir un matiz. Dices el "sentido"; estoy de acuerdo si lo entiendes además como dirección, como saber o intuición de adónde quieres ir.
J.S.: Sí, sí, pero son dos cosas distintas. Porque yo se adónde quiero ir si estoy narrando algo en una novela. Pero en esa dirección llego a dos cosas distintas, una es la objetiva y consciente, la historia que estoy narrando; pero llego a otra cosa que no sé si está por debajo, por encima o al lado y es el cómo lo he hecho, lo cual no ha sido premeditado. El lector común tal vez no me pueda decir adónde ha llegado pero hay lectores privilegiados que llegaron a alguna parte, identificaron mi camino y pueden seguir mis huellas más fácilmente que yo mismo, que me confundo con ellas. Respecto de "Historia del Cerco de Lisboa", una crítica portuguesa hizo un estudio interesante; habló de la importancia de la ventana que se abre y se cierra; al lado hay una mesita que se quita o se coloca y esa crítica me ha explicado su importancia: yo narrador, autor, no sabía qué significaba hasta que esta persona me lo dijo.
N.J.: Esa sería una lectura privilegiada, hasta cierto punto semiológica, la ventana como un signo al que el lector-crítico le otorga un sentido o le advierte la función porque le atribuye un valor simbólico, el útero materno o algo semejante.
J.S.: No, no; es más que eso la función…
N.J.: Has tenido suerte. Los lectores privilegiados se pueden clasificar…
J.S.: …están los que te explican y están los que te confunden.
N.J.: Los que te confunden quieren ver en todo lo que leen lo que tienen en sus cabezas.
J.S.: Y lo encuentran.
N.J.: Lógicamente uno siempre encuentra lo que tiene en la cabeza. Por mi parte, yo no rechazo la dimensión teórica y hasta cierto punto la narro; pero escribo otras cosas y deseo, como tú, que alguien de fuera me diga qué hice, que vea aquello que yo no he visto en lo que hice, más allá de la "intención". Yo quiero que el otro me diga algo que a mí se me escapó; no me ofende que lo haga.
J.S.: Afortunadamente tenemos una idea acerca de que el texto o eso a que llegamos, aunque se quede en la superficie que nosotros, autores, no podemos trascender, es inagotable.
N.J.: Esta idea estaría en consonancia con esa expresión un tanto ambigua del "encanto de lo existente"; lo existente, como el texto, sería inagotable.
J.S.: Claro. No hay nada fuera de lo existente y, por lo tanto, se podría decir que no hay nada más inagotable.
N.J.: A propósito, me viene a la memoria un comentario de Jean Wahl sobre un escritor norteamericano del siglo XIX, John Cowper Powys, que decía que el individuo es un conjunto de cavernas, de grutas, llenas de resonancias, por las cuales él mismo transita.
J.S.: Esa metáfora, o lo que sea, me agrada porque yo persigo las resonancias del sistema de cavernas. ¿Y de qué está hablando siempre Fernando Pessoa sino de las resonancias de sus cavernas?
N.J.: Me han llegado noticias de que dijiste que había tres escritores para ti del siglo XX que eran fundamentales. Retengo el nombre de dos: Kafka y Borges. El tercero se me perdió en el camino. Es probable que sea también uno de mis ídolos. ¿Quién era el tercero?
J.S.: Pessoa.
N.J.: Pessoa, claro. Me olvidé porque me siento culpable con Pessoa. No lo he frecuentado todo lo que debería. Entiendo la presencia de Kafka en tu obra: lo irreductible, aquello que no se puede resolver y que se convierte en una cosa fugitiva, desde el punto de vista de la situación y del sentido. Me gustaría que me dijeras en qué sentido para ti en tu propia obra Borges está presente.
J.S.: Bueno, esto de las presencias y las influencias que siempre estamos buscando en la obra de unos por la culpa de otros es una especie de entretenimiento. A partir de un momento determinado, cuando empezamos a tener una cierta familiaridad con la lectura, con la literatura en general, siempre estamos buscando quién ha influenciado a este, y dónde es que sacó este esta idea. Yo tengo una convicción muy clara, muy definida, y es que no vale la pena hablar de influencias porque es estar comentando lo obvio. No podemos no influenciar. No podemos no ser influenciados. Es lo que hacemos. Todos son cambios en nuestra vida, influencias, encuentros, emociones, y todo eso que va llegando y va haciendo de nosotros lo que en cada momento podemos ser. Lo que pasa es que en la literatura siempre se ve aquí una escuela, ahí una tendencia, allí un estilo. Siempre se están procurando filiaciones y paternidad. Yo hablaba de tres escritores que, desde mi punto de vista, definen el espíritu del siglo, si se puede decir esto. No significa que sean los mejores; ahí podríamos discurrir interminablemente sobre qué es ser mejor. No nos detengamos en eso porque tampoco vale la pena. Si yo miro el siglo que está terminando, encuentro grandes escritores, grandes músicos, bueno, músicos no tanto, pero grandes pintores, grandes escritores. Si me piden esto: "¿Quién para usted anuncia el siglo y quién, cuando se acerca el final de siglo, se presenta para, entre comillas, profetizar?". De un lado tengo Kafka, que quizá sufre del kafkianismo. Tanto hablamos de Kafka, de ambiente kafkiano, personaje kafkiano, situación kafkiana, de todo eso que parece que nació en Kafka y con Kafka. Pero el mundo no empezó a ser kafkiano con Kafka, ya era kafkiano, al igual que era dostoyevskiano antes que apareciera Dostoyevski. El mundo siempre tuvo lo que tiene ahora, de una forma u otra. De todas maneras, y aunque lo que más me interese en el fondo en Kafka no es exactamente lo que voy a decir ahora, lo que está allí es el anuncio de la burocracia total. Cuando Kafka vivió, cuando estaba escribiendo, la burocracia todavía era una cosa de niños casi, con la figura clásica del burócrata: un señor antipático que creía tener todo el poder, que decía: "No, no lo tengo todavía, usted pase por aquí mañana y ya-veremos-si-lo-puedo-hacer-porque-tengo-mucho-trabajo-aquí". Con eso se han hecho incluso comedias, farsas, cosas divertidas. El burócrata era el blanco de toda la sátira. El problema es que la era de la burocracia está empezando ahora. Ahora sí que entramos en la era de la burocracia total, donde las gafas ya no se usan. Se usan lentillas. Y nada de esas tonterías para ahorrar las mangas de los sacos. No, todas esas cosas cambiaron, menos la burocracia en el sentido más oscurecido, atrapador, en el sentido más paralizador de la conciencia y de la voluntad, todo eso que podríamos alguna vez haber imaginado. Estamos en eso. En el otro extremo está Borges. Creo haber inventado este concepto nuevo. Si lo inventé, es porque es nuevo; si es nuevo, es porque lo inventé, claro. Esas son las redundancias que me salen incontrolables. Creo que Borges ha inventado la literatura virtual. Pero Borges se quedó en la literatura virtual: Pierre Menard, Herbert Quain, toda esa fantasía, todo ese inventar un mundo que no existe en ninguna parte sino en su mente, en su imaginación. Como si para Borges la realidad estuviera incompleta, como si todavía faltara algo a la realidad para ser totalmente. Él presenta algo más, que es virtualidad, no es realidad. Nosotros, al igual que él estamos entrando en la era de la burocracia total, estamos entrando en la era de lo virtual. Y se puede, si lo quieren, y probablemente eso ocurrirá, no diré mañana pero algún día, ocurrirá que un niño nace, y para ahorrar la cosa penosa y desagradable de enfrentar a ese pobre niño con la realidad, le ponen unas gafas de esas y se va a vivir con ellas toda la vida. Le ponen el plato para que coma, le dan una inyección si tiene un poco de fiebre, pero estará fuera de la realidad. Parece esto algo que tiene que ver con una ficción científica, pero ya estamos viviendo alguna; de alguna manera, ya estamos llevando gafas para la contemplación de lo que es virtual. Entonces esto es como yo veo a los dos, uno que abre el siglo y otro que de alguna forma lo cierra. En medio se encuentra un señor que se llama Fernando Pessoa. Tienes razón, Noé, cuando dices que tienes que apuntarte. Yo te propongo una solución: rompes una pierna, te quedas en casa cuarenta días y pides la obra completa de Fernando Pessoa. Te quedas allí leyendo y leyendo y leyendo y leyendo.
N.J.: Compromiso público.
J.S.: Compromiso público. La pierna, tienes que decidir si es la izquierda o la derecha. Bueno, entonces, ¿por qué Fernando Pessoa es el tercero de esto? Yo digo esto por su "drama en gente", como se le llamó a esa especie de otra creación, a esa especie de insatisfacción de uno mismo: poblarse por dentro de otra cantidad de personas que, en el fondo, todos las llevamos dentro. Y Argentina lo sabe porque aquí se hace mucho análisis, hay muchos psicoanalistas, hay mucha gente que va al analista. Y en el fondo es sólo para eso. El analista intenta decir: "Pero usted tranquilícese, eso es normal". Fernando Pessoa es habitado por esa banda de gente, como Alberto Caeiro, un Álvaro Campos, un Ricardo Reis, un Bernardo Soares. Esos son los que se conocen, pero llegan a veintidós o veintitrés. Algunos son mujeres. Mira hasta qué punto Fernando Pessoa ha llevado esto. Aquí ya me di cuenta de que algunos saben mucho sobre el tema. Fernando Pessoa tuvo un caso amoroso con una mujer llamada Ofelia. Tiene un poema en particular, en el momento terminal: "Todas las cartas de amor son ridículas". Las más ridículas cartas de amor que alguna vez se escribieron, las escribió Fernando Pessoa. Son ridículas hasta un punto que uno no acaba de entender por qué firmó eso, por qué lo escribió. Y hay una carta escrita por Álvaro Campos (un heterónimo) como si fuera para Ofelia, en que recomienda que Fernando Pessoa no es conveniente para ella. El juego es de tal forma que Fernando Pessoa, escribiendo como Álvaro Campos, está diciendo a Ofelia que en el fondo es un amor inventado porque él no la quiere. No es porque no la quisiera, sino porque él no sabe, no puede querer. Fernando Pessoa no tiene sentimientos, o por lo menos no tiene esos sentimientos. Entonces inventa eso: un heterónimo le dice a la mujer a quien supuestamente ama que él no le conviene a ella. Por tanto, lo mejor es que se separe y rompa todo. Pero yo quería volver a Kafka. Hay algo que, en mi opinión, va más allá de "El proceso", de "El castillo", que es lo que todo el mundo ha leído. Pero hay una otra obra de Kafka que todo el mundo ha leído: "La metamorfosis". Yo creo que ahí se anuncia algo más. Ya no tiene nada que ver con la burocracia, sino con la familia. Gregorio Samsa se despierta por la mañana transformado en insecto. No es un insecto simpático. Hay algunos insectos que a uno le gustaría tener. Pero este no, uno siente desde el primer momento que es un insecto repugnante. Pasados los primeros momentos, donde la familia no entiende y después busca entender, todo acaba como tenía que acabar: se muere. Se reduce a una simple cáscara inútil, vacía. Las últimas palabras de la novelita, de la novelona porque es un gran libro, son que la hermana está con sus padres en una pequeña fiesta familiar, una reunión, y ellos notan que ella se ha desarrollado muchísimo y es hora de encontrarle un novio. Todos los que han leído a Kafka saben que el problema fatal de la vida de Kafka ha sido el padre. La sombra del padre es algo absolutamente terrorífico, a un punto tal que al final de la celebérrima "Carta al padre", luego de acusar al padre de todo lo que un hijo puede decir de malo de su propio padre, Kafka toma la voz de su padre para acusarse a sí mismo. Es una situación terrible. A mí lo que me parece es que "La metamorfosis" anuncia la muerte de la familia. Son dos temas tremendos en sus consecuencias: por un lado, el anuncio de la burocracia total y, por otro lado, la muerte de una institución que ha tenido su función, su lógica y que, como todos sabemos, la está perdiendo. Claro, hay otras interpretaciones. Pero, ¿cómo es que debo entender entonces La metamorfosis sino en esta dirección? Porque no puede ser un capricho de un autor un poco raro. Una familia que parecía unida se rompe cuando la anormalidad, sea cual sea, entra en ella. La familia rechaza lo que va a poner en cuestión su estabilidad. Bueno, ¿qué tiene que ver esto con mis libros? A lo mejor, nada. Pero me dicen que el "Ensayo sobre la ceguera" es kafkiano. Yo ya comenté qué es lo que pienso de eso. No me importaría nada reconocer que "Ensayo sobre la ceguera" o "Todos los nombres" son kafkianos. Pero a mí me gustaría que mañana de algún otro escritor o de otro libro se pudiera decir que es saramagueano. Así las cosas se equilibrarían un poco más. En "El año de la muerte de Ricardo Reis" hay mucho de Borges. El ser, el no ser, el estar, el no estar, el espejo, lo que muestra y oculta. No es en primer grado. Tampoco me gustaría que se reconociera allí a Borges en primer grado. Pero es la presencia de todo en todo. Yo lo digo: Borges está ahí. Incluso la ficción que inventé para Ricardo Reis: él se autoexilió en Brasil y va a volver a Portugal después de la muerte de Fernando Pessoa. Él encuentra en la biblioteca del barco, del Highland Brigade, un libro de Herbert Quain, "The God of the Labyrinth". Como yo no he dicho que esto era una referencia a Borges, tengo que declarar aquí que sospecho que en Portugal habrá unos cuantos críticos literarios que estarán buscando desesperados dónde estará la obra de Herbert Quain y dónde estará ese libro. Eso demuestra el mal conocimiento de la obra de Borges. Entonces, hay algo de Pessoa en mi trabajo. Hay algo de Voltaire en mi trabajo. Entonces, Pessoa, Borges, Kafka, Voltaire, todos los que yo he leído se encuentran en cada página que yo he escrito. Más claramente, para contestarte a lo que me has preguntado, es esto: Borges está. Tan directamente se encuentra que Herbert Quain se pasea a lo largo de las cuatrocientas y no sé cuántas páginas de "El año de la muerte de Ricardo Reis". No se habla de Borges, pero está.
J.S.: Yo pienso que lo que me ha ayudado muchísimo a encontrar mi camino ha sido, y aunque parezca una contradicción, el hecho de que no estoy ni he estado nunca en ninguna escuela ni tendencia literaria ni grupo; la verdad es que los caminos que he seguido no diré que son míos y de nadie más, son lo que yo mismo encontré; por otra parte, yo soy un práctico y quizás un intuitivo, el conocimiento teórico no es tal vez nulo pero seguramente no es suficiente como para construir sobre él. Mis reflexiones son normalmente a posteriori, sobre lo hecho intento encontrar el sentido que todo eso tiene, si lo tiene. Yo soy el tipo de escritor que siempre está esperando la reflexión ajena para entender lo que ha hecho.
N.J.: Hay una palabra sobre la que se podría introducir un matiz. Dices el "sentido"; estoy de acuerdo si lo entiendes además como dirección, como saber o intuición de adónde quieres ir.
J.S.: Sí, sí, pero son dos cosas distintas. Porque yo se adónde quiero ir si estoy narrando algo en una novela. Pero en esa dirección llego a dos cosas distintas, una es la objetiva y consciente, la historia que estoy narrando; pero llego a otra cosa que no sé si está por debajo, por encima o al lado y es el cómo lo he hecho, lo cual no ha sido premeditado. El lector común tal vez no me pueda decir adónde ha llegado pero hay lectores privilegiados que llegaron a alguna parte, identificaron mi camino y pueden seguir mis huellas más fácilmente que yo mismo, que me confundo con ellas. Respecto de "Historia del Cerco de Lisboa", una crítica portuguesa hizo un estudio interesante; habló de la importancia de la ventana que se abre y se cierra; al lado hay una mesita que se quita o se coloca y esa crítica me ha explicado su importancia: yo narrador, autor, no sabía qué significaba hasta que esta persona me lo dijo.
N.J.: Esa sería una lectura privilegiada, hasta cierto punto semiológica, la ventana como un signo al que el lector-crítico le otorga un sentido o le advierte la función porque le atribuye un valor simbólico, el útero materno o algo semejante.
J.S.: No, no; es más que eso la función…
N.J.: Has tenido suerte. Los lectores privilegiados se pueden clasificar…
J.S.: …están los que te explican y están los que te confunden.
N.J.: Los que te confunden quieren ver en todo lo que leen lo que tienen en sus cabezas.
J.S.: Y lo encuentran.
N.J.: Lógicamente uno siempre encuentra lo que tiene en la cabeza. Por mi parte, yo no rechazo la dimensión teórica y hasta cierto punto la narro; pero escribo otras cosas y deseo, como tú, que alguien de fuera me diga qué hice, que vea aquello que yo no he visto en lo que hice, más allá de la "intención". Yo quiero que el otro me diga algo que a mí se me escapó; no me ofende que lo haga.
J.S.: Afortunadamente tenemos una idea acerca de que el texto o eso a que llegamos, aunque se quede en la superficie que nosotros, autores, no podemos trascender, es inagotable.
N.J.: Esta idea estaría en consonancia con esa expresión un tanto ambigua del "encanto de lo existente"; lo existente, como el texto, sería inagotable.
J.S.: Claro. No hay nada fuera de lo existente y, por lo tanto, se podría decir que no hay nada más inagotable.
N.J.: A propósito, me viene a la memoria un comentario de Jean Wahl sobre un escritor norteamericano del siglo XIX, John Cowper Powys, que decía que el individuo es un conjunto de cavernas, de grutas, llenas de resonancias, por las cuales él mismo transita.
J.S.: Esa metáfora, o lo que sea, me agrada porque yo persigo las resonancias del sistema de cavernas. ¿Y de qué está hablando siempre Fernando Pessoa sino de las resonancias de sus cavernas?
N.J.: Me han llegado noticias de que dijiste que había tres escritores para ti del siglo XX que eran fundamentales. Retengo el nombre de dos: Kafka y Borges. El tercero se me perdió en el camino. Es probable que sea también uno de mis ídolos. ¿Quién era el tercero?
J.S.: Pessoa.
N.J.: Pessoa, claro. Me olvidé porque me siento culpable con Pessoa. No lo he frecuentado todo lo que debería. Entiendo la presencia de Kafka en tu obra: lo irreductible, aquello que no se puede resolver y que se convierte en una cosa fugitiva, desde el punto de vista de la situación y del sentido. Me gustaría que me dijeras en qué sentido para ti en tu propia obra Borges está presente.
J.S.: Bueno, esto de las presencias y las influencias que siempre estamos buscando en la obra de unos por la culpa de otros es una especie de entretenimiento. A partir de un momento determinado, cuando empezamos a tener una cierta familiaridad con la lectura, con la literatura en general, siempre estamos buscando quién ha influenciado a este, y dónde es que sacó este esta idea. Yo tengo una convicción muy clara, muy definida, y es que no vale la pena hablar de influencias porque es estar comentando lo obvio. No podemos no influenciar. No podemos no ser influenciados. Es lo que hacemos. Todos son cambios en nuestra vida, influencias, encuentros, emociones, y todo eso que va llegando y va haciendo de nosotros lo que en cada momento podemos ser. Lo que pasa es que en la literatura siempre se ve aquí una escuela, ahí una tendencia, allí un estilo. Siempre se están procurando filiaciones y paternidad. Yo hablaba de tres escritores que, desde mi punto de vista, definen el espíritu del siglo, si se puede decir esto. No significa que sean los mejores; ahí podríamos discurrir interminablemente sobre qué es ser mejor. No nos detengamos en eso porque tampoco vale la pena. Si yo miro el siglo que está terminando, encuentro grandes escritores, grandes músicos, bueno, músicos no tanto, pero grandes pintores, grandes escritores. Si me piden esto: "¿Quién para usted anuncia el siglo y quién, cuando se acerca el final de siglo, se presenta para, entre comillas, profetizar?". De un lado tengo Kafka, que quizá sufre del kafkianismo. Tanto hablamos de Kafka, de ambiente kafkiano, personaje kafkiano, situación kafkiana, de todo eso que parece que nació en Kafka y con Kafka. Pero el mundo no empezó a ser kafkiano con Kafka, ya era kafkiano, al igual que era dostoyevskiano antes que apareciera Dostoyevski. El mundo siempre tuvo lo que tiene ahora, de una forma u otra. De todas maneras, y aunque lo que más me interese en el fondo en Kafka no es exactamente lo que voy a decir ahora, lo que está allí es el anuncio de la burocracia total. Cuando Kafka vivió, cuando estaba escribiendo, la burocracia todavía era una cosa de niños casi, con la figura clásica del burócrata: un señor antipático que creía tener todo el poder, que decía: "No, no lo tengo todavía, usted pase por aquí mañana y ya-veremos-si-lo-puedo-hacer-porque-tengo-mucho-trabajo-aquí". Con eso se han hecho incluso comedias, farsas, cosas divertidas. El burócrata era el blanco de toda la sátira. El problema es que la era de la burocracia está empezando ahora. Ahora sí que entramos en la era de la burocracia total, donde las gafas ya no se usan. Se usan lentillas. Y nada de esas tonterías para ahorrar las mangas de los sacos. No, todas esas cosas cambiaron, menos la burocracia en el sentido más oscurecido, atrapador, en el sentido más paralizador de la conciencia y de la voluntad, todo eso que podríamos alguna vez haber imaginado. Estamos en eso. En el otro extremo está Borges. Creo haber inventado este concepto nuevo. Si lo inventé, es porque es nuevo; si es nuevo, es porque lo inventé, claro. Esas son las redundancias que me salen incontrolables. Creo que Borges ha inventado la literatura virtual. Pero Borges se quedó en la literatura virtual: Pierre Menard, Herbert Quain, toda esa fantasía, todo ese inventar un mundo que no existe en ninguna parte sino en su mente, en su imaginación. Como si para Borges la realidad estuviera incompleta, como si todavía faltara algo a la realidad para ser totalmente. Él presenta algo más, que es virtualidad, no es realidad. Nosotros, al igual que él estamos entrando en la era de la burocracia total, estamos entrando en la era de lo virtual. Y se puede, si lo quieren, y probablemente eso ocurrirá, no diré mañana pero algún día, ocurrirá que un niño nace, y para ahorrar la cosa penosa y desagradable de enfrentar a ese pobre niño con la realidad, le ponen unas gafas de esas y se va a vivir con ellas toda la vida. Le ponen el plato para que coma, le dan una inyección si tiene un poco de fiebre, pero estará fuera de la realidad. Parece esto algo que tiene que ver con una ficción científica, pero ya estamos viviendo alguna; de alguna manera, ya estamos llevando gafas para la contemplación de lo que es virtual. Entonces esto es como yo veo a los dos, uno que abre el siglo y otro que de alguna forma lo cierra. En medio se encuentra un señor que se llama Fernando Pessoa. Tienes razón, Noé, cuando dices que tienes que apuntarte. Yo te propongo una solución: rompes una pierna, te quedas en casa cuarenta días y pides la obra completa de Fernando Pessoa. Te quedas allí leyendo y leyendo y leyendo y leyendo.
N.J.: Compromiso público.
J.S.: Compromiso público. La pierna, tienes que decidir si es la izquierda o la derecha. Bueno, entonces, ¿por qué Fernando Pessoa es el tercero de esto? Yo digo esto por su "drama en gente", como se le llamó a esa especie de otra creación, a esa especie de insatisfacción de uno mismo: poblarse por dentro de otra cantidad de personas que, en el fondo, todos las llevamos dentro. Y Argentina lo sabe porque aquí se hace mucho análisis, hay muchos psicoanalistas, hay mucha gente que va al analista. Y en el fondo es sólo para eso. El analista intenta decir: "Pero usted tranquilícese, eso es normal". Fernando Pessoa es habitado por esa banda de gente, como Alberto Caeiro, un Álvaro Campos, un Ricardo Reis, un Bernardo Soares. Esos son los que se conocen, pero llegan a veintidós o veintitrés. Algunos son mujeres. Mira hasta qué punto Fernando Pessoa ha llevado esto. Aquí ya me di cuenta de que algunos saben mucho sobre el tema. Fernando Pessoa tuvo un caso amoroso con una mujer llamada Ofelia. Tiene un poema en particular, en el momento terminal: "Todas las cartas de amor son ridículas". Las más ridículas cartas de amor que alguna vez se escribieron, las escribió Fernando Pessoa. Son ridículas hasta un punto que uno no acaba de entender por qué firmó eso, por qué lo escribió. Y hay una carta escrita por Álvaro Campos (un heterónimo) como si fuera para Ofelia, en que recomienda que Fernando Pessoa no es conveniente para ella. El juego es de tal forma que Fernando Pessoa, escribiendo como Álvaro Campos, está diciendo a Ofelia que en el fondo es un amor inventado porque él no la quiere. No es porque no la quisiera, sino porque él no sabe, no puede querer. Fernando Pessoa no tiene sentimientos, o por lo menos no tiene esos sentimientos. Entonces inventa eso: un heterónimo le dice a la mujer a quien supuestamente ama que él no le conviene a ella. Por tanto, lo mejor es que se separe y rompa todo. Pero yo quería volver a Kafka. Hay algo que, en mi opinión, va más allá de "El proceso", de "El castillo", que es lo que todo el mundo ha leído. Pero hay una otra obra de Kafka que todo el mundo ha leído: "La metamorfosis". Yo creo que ahí se anuncia algo más. Ya no tiene nada que ver con la burocracia, sino con la familia. Gregorio Samsa se despierta por la mañana transformado en insecto. No es un insecto simpático. Hay algunos insectos que a uno le gustaría tener. Pero este no, uno siente desde el primer momento que es un insecto repugnante. Pasados los primeros momentos, donde la familia no entiende y después busca entender, todo acaba como tenía que acabar: se muere. Se reduce a una simple cáscara inútil, vacía. Las últimas palabras de la novelita, de la novelona porque es un gran libro, son que la hermana está con sus padres en una pequeña fiesta familiar, una reunión, y ellos notan que ella se ha desarrollado muchísimo y es hora de encontrarle un novio. Todos los que han leído a Kafka saben que el problema fatal de la vida de Kafka ha sido el padre. La sombra del padre es algo absolutamente terrorífico, a un punto tal que al final de la celebérrima "Carta al padre", luego de acusar al padre de todo lo que un hijo puede decir de malo de su propio padre, Kafka toma la voz de su padre para acusarse a sí mismo. Es una situación terrible. A mí lo que me parece es que "La metamorfosis" anuncia la muerte de la familia. Son dos temas tremendos en sus consecuencias: por un lado, el anuncio de la burocracia total y, por otro lado, la muerte de una institución que ha tenido su función, su lógica y que, como todos sabemos, la está perdiendo. Claro, hay otras interpretaciones. Pero, ¿cómo es que debo entender entonces La metamorfosis sino en esta dirección? Porque no puede ser un capricho de un autor un poco raro. Una familia que parecía unida se rompe cuando la anormalidad, sea cual sea, entra en ella. La familia rechaza lo que va a poner en cuestión su estabilidad. Bueno, ¿qué tiene que ver esto con mis libros? A lo mejor, nada. Pero me dicen que el "Ensayo sobre la ceguera" es kafkiano. Yo ya comenté qué es lo que pienso de eso. No me importaría nada reconocer que "Ensayo sobre la ceguera" o "Todos los nombres" son kafkianos. Pero a mí me gustaría que mañana de algún otro escritor o de otro libro se pudiera decir que es saramagueano. Así las cosas se equilibrarían un poco más. En "El año de la muerte de Ricardo Reis" hay mucho de Borges. El ser, el no ser, el estar, el no estar, el espejo, lo que muestra y oculta. No es en primer grado. Tampoco me gustaría que se reconociera allí a Borges en primer grado. Pero es la presencia de todo en todo. Yo lo digo: Borges está ahí. Incluso la ficción que inventé para Ricardo Reis: él se autoexilió en Brasil y va a volver a Portugal después de la muerte de Fernando Pessoa. Él encuentra en la biblioteca del barco, del Highland Brigade, un libro de Herbert Quain, "The God of the Labyrinth". Como yo no he dicho que esto era una referencia a Borges, tengo que declarar aquí que sospecho que en Portugal habrá unos cuantos críticos literarios que estarán buscando desesperados dónde estará la obra de Herbert Quain y dónde estará ese libro. Eso demuestra el mal conocimiento de la obra de Borges. Entonces, hay algo de Pessoa en mi trabajo. Hay algo de Voltaire en mi trabajo. Entonces, Pessoa, Borges, Kafka, Voltaire, todos los que yo he leído se encuentran en cada página que yo he escrito. Más claramente, para contestarte a lo que me has preguntado, es esto: Borges está. Tan directamente se encuentra que Herbert Quain se pasea a lo largo de las cuatrocientas y no sé cuántas páginas de "El año de la muerte de Ricardo Reis". No se habla de Borges, pero está.