N.J.: Hay otras cosas que siento que tengo que decir. Las primeras cosas tuyas que leí las leí en castellano, en traducción. Me habías anunciado que estabas escribiendo algo, un problema, "la ceguera", sin darme mayores precisiones. De pronto me mandaste el libro en portugués. Hacía años que no leía en portugués. Yo sentí que estaba empezando a leer de nuevo porque había pasado por un período de sequedad, de tedio de la lectura. Uno no lee todo el tiempo y siempre está receptivo. Hay períodos en que uno no puede leer. Empecé la lectura en portugués, con muchos huecos, con muchas fallas, sin querer consultar el diccionario porque no iba a aprovechar eso para aprender el idioma. Quería entrar en una determinada atmósfera. Esa atmósfera fue verdaderamente envolvente. Fue una cosa mágica, extraordinaria. Pensando en eso es que digo cuál es la diferencia. En esto que estás diciendo, improvisando, yo le encuentro el mismo ritmo, la misma tensión, algo poco frecuente que a uno lo toma. Hay experiencias de lectura que yo ahora recupero en la experiencia del relato oral. No sé si eso me lo daría, por más que defienda la pobreza, un economista progresista. No, él me va a informar de cosas. Me parece que hay algo diferente, algo particular. Quizás no sea el todo de la vida, pero es algo que no es para dejar de lado de ninguna manera. Esto nos lleva a otra cosa más comprometida todavía. Dijiste, también en televisión, algo en relación con el comunismo. Creo que sería la ocasión para que explicaras un poco qué es eso hoy para ti.
J.S.: Si no te importa, yo vuelvo un
poquito atrás, al 9 de octubre de 1998. O quizás al día mismo en que se
anunció el premio, el 8. Como siempre ocurre, los periodistas buscan
opinión. Una de las personas a quien han pedido opinión sobre el hecho de que
al señor Fulano le dieran el Premio Nobel ha sido el Presidente de la República de Portugal.
Es un socialista, un hombre inteligente, honesto, serio. Lo estimo y admiro
muchísimo desde hace muchísimos años. Cuando le preguntaron qué le parecía, el
Presidente contestó más o menos con estas palabras: "No obstante las
diferencias políticas e ideológicas entre nosotros, ninguna duda hay de que
José Saramago etcétera, etcétera, etcétera". Curiosamente, si alguien me
preguntara qué pienso del Presidente de la República de Portugal, yo no diría: "A pesar de
las diferencias políticas e ideológicas que nos separan, es un hombre serio y
lo admiro muchísimo". ¿Sólo para nosotros, los que siguen teniendo la valentía
o la estupidez de seguir diciendo lo que eran antes, se notan las diferencias?
¿Es necesario acautelarse un poco a la hora de alabar, poniendo un pero? Esto
parece no tener nada que ver con la pregunta, pero sí tiene. Así es la mirada
de la sociedad, y ahora muchísimo más con la desideologización sistemática, o
con la sustitución de una ideología por otra. Todo el mundo sabe que el mercado
es una ideología. Parece un poco extraño que alguien siga diciendo lo que es.
Pero ya se acepta perfectamente que alguien diga que es un católico sin que le
echen en cara los miles de torturados y muertos en la hoguera. Miles y miles y
millones de personas renunciaron a la vida para entrar en el monasterio y se
quedaron. Ahora el Papa viene a decir que no hay un lugar físico para el Cielo
ni para el Infierno. Entonces, ¿dónde están los santos ahora, por favor? ¿Dónde
está la Virgen ,
por favor? Claro que el Papa tiene razón, pero debería haberlo dicho antes.
Habría ahorrado millones de víctimas. En nombre de la religión, cuántas
conversiones. Todo eso no tiene nada que ver con ese señor crucificado. Los
judíos, los negros, los indios y otros tuvieron que adoptar una religión que no
era la suya para no perder la vida. La idea de Dios, todos lo sabemos, está en
nuestra cabeza, no afuera de ella. Por lo tanto, el Cielo, que es lo que el
Papa ahora dice, es estar bien con Dios y el Infierno es estar mal con Dios.
Sencillo: dos y dos son cuatro, ya lo eran antes y ahora lo son
definitivamente. ¿Qué tiene que ver con el comunismo? Pues todo. Yo quiero
poder seguir diciendo que soy comunista a pesar del Gulag, a pesar de las
depuraciones y a pesar de las colectivizaciones forzadas. Tengo el mismo
derecho que un católico, que a pesar de la Inquisición puede
seguir diciendo que es un católico. Y más. Este mundo sirve. Es cierto que el
socialismo real o el comunismo, en un momento terminal, asume un discurso
completamente imbécil para decir "hoy empezó la era del comunismo", cuando la Unión Soviética se
estaba derrumbando sola. Lo que yo tengo claro, comunista que soy, es que, en
primer lugar, no se puede hacer la felicidad de los otros sin la participación
de ellos. Yo puedo, si fuera un político, proponer ideas, soluciones,
hipótesis. Quiero hablar sobre eso, a ver si podemos llevarlo a alguna parte
que valga la pena. No decir: "yo soy el partido, tengo la razón, soy la
conciencia, usted no se preocupe, será feliz dentro de cincuenta años o diez días, de
eso yo me encargo". No, eso no. Yo no quiero hablar de felicidad porque es un
concepto muy difuso, pero al menos de algo que sea digno para vivir. Hay que
llegar a eso por la conciencia, por la razón, y no por decir: "aquí estoy yo,
mando y usted cumpla". No, eso no. Hay muchísimos motivos para explicar por qué
la Unión Soviética
se derrumbó. Yo puedo añadir algunos de mi propio análisis. No necesito la
lista de las causas hecha por los enemigos del socialismo. Yo hago mi propia
lista para decir dónde están los errores, dónde los crímenes, dónde las
equivocaciones. Se acabó, pero nada se acaba en el mundo. Yo tengo una
filosofía de vida que es absolutamente recomendable: hay algo en que las
victorias se parecen a las derrotas y es que ni unas ni otras son definitivas.
Que no crean los que están ganando que han ganado y que eso es para siempre. Al
contrario de lo que ha dicho el señor Fukuyama, la historia no se acabó. Las
derrotas no son definitivas. Ya volveremos. Pero, ojo, no vale la pena volver
si es para hacer lo mismo.
N.J.: Esta manera de pensar
tiene traducción en los propios libros. Me gustaría que hablaras de algo que
dijiste al pasar, "ese señor crucificado", o sea "El Evangelio según Jesucristo". Es un libro muy
particular que tiene que ver con todo esto.
J.S.: Me gustaría repetir aquí la
historia de "El Evangelio…". Teniendo en cuenta las circunstancias en que la idea
se me ocurrió, si yo fuera más inclinado a creer en manifestaciones de lo
sobrenatural, diría que Dios había querido este libro. Yo estaba en Sevilla.
Cruzaba la calle en dirección a un kiosco de periódicos, mirando a un lado y a
otro por los coches. En la cantidad enorme de periódicos y revistas que estaban
allí, en esa confusión de titulares, yo he leído en portugués: "O Evangelho segundo Jesus Cristo". No es una historia interesante, pero es la total verdad
de lo que ocurrió. Terminé de cruzar la calle, di unos cuantos pasos y volví
atrás para mirar. Por supuesto, ya no estaba ni "Evangelho" ni "Cristo" ni
nada. Normalmente, mis novelas nacen todas ellas en circunstancias un poco así:
en general es el título. Yo tengo pena de mis colegas que van escribiendo y, al
final, sufren mucho más para poner un título que para todo lo anterior. Lo
primero que yo pongo en el primer folio es el título. En el fondo, se me ocurre
sólo eso y después tengo que inventar la novela. No hay que dejarse engañar: "El
Evangelio según Jesucristo" no es según Jesucristo. Pero hay un antecedente ya
que los tres mosqueteros eran cuatro. Cuando comencé la novela tenía cierta
confusión. No sabía bien para qué me preocupaba en escribir un libro sobre
Jesucristo. Leyendo y volviendo a leer el "Evangelio según San Mateo", me
encuentro con algo que, pasado todo este tiempo, sigo sin entender. Ahora ya lo
entiendo un poquito mejor porque me parece mucho más absurdo que antes. Es "La
matanza de los inocentes". Aunque se trataba de un texto, sentí algo parecido a
lo que a veces ocurre con la pintura. La mirada superficializa la pintura y la
iluminación soluciona ese aplastamiento de la mirada. Hablo de pintura al óleo;
con los acrílicos ya no es así, es todo igual, todo liso. Pero la espesitud y
transparencia de la pintura al óleo provocan un relieve. En mi caso, ha sido
como si una luz rasante me iluminara la matanza de los inocentes ¿Por qué José
no avisa a los vecinos de lo que los soldados de Herodes iban a hacer? José
tiene un sueño con un ángel del Señor, que seguramente no ha venido del Cielo
porque el Cielo no existe. El ángel le dice: "Lleva al niño y a su madre porque
Herodes quiere matar al niño". José lleva a la Virgen y al niño para que
nada les ocurra. Él no pensó que, si los soldados no sabían quién era el Rey de
Israel, iban a matar a todos los niños. Podría haberlo pensado, pero no lo
hizo. Claro, es una leyenda. Lo más seguro es que nada de esto haya ocurrido.
Pero está escrito y ha sido leído y ha entrado en la concepción del mundo y de
las creencias. Por estadística, los expertos en estas cosas llegaron a la
conclusión de que, en la aldea, había unos veinticuatro niños de hasta dos años que han
sido asesinados, degollados. Mártires de una religión que todavía tenía que
esperar treinta años para empezar, pues la vida pública de Jesús comenzó al final de
su vida, cuando él anuncia por qué nació. Por esto nace "El Evangelio según
Jesucristo". Hay una culpa, nosotros que estábamos hablando de culpa. José es
culpable por omisión. No ha hecho nada. Al igual que nosotros, que no hacemos
nada y, por lo tanto, estamos inocentes. Pero no. Se puede decir de José, como
se dice en otra circunstancia, "criminal por omisión", "responsable por
omisión". Todo se vuelve mucho más absurdo cuando llegamos a la conclusión, en
una reflexión posterior, que Jesús no podía morir. No podía morir. No tiene
ningún sentido que Dios enviara a su propio hijo a la Tierra para redimir a la
humanidad y ese hijo fuera asesinado con la edad de dos años. Por lo tanto,
esto demuestra el absurdo en el que se cae al pretender adornar la idea de Dios
de algo que ella no necesita. Yo no creo en Dios, pero si la persona con que
hablo cree en Dios, Dios existe para mí en ella. El respeto lo llevo a este
punto. Yo no creo. Entonces, si se habla de Dios, dejemos a un lado la
parafernalia de las religiones que excede a la idea absolutamente humana, a la
creencia. Yo tengo una obra de teatro que se ha convertido en el libreto de una
ópera. Se llama "In nomine Dei" y describe un conflicto tremendo entre católicos
y anabaptistas en el siglo XVI, en Münster, una pequeña ciudad alemana de unos
14.000 habitantes. Los anabaptistas son protestantes. Entre otras diferencias con
los católicos, decían que el bautismo es una decisión consciente. No hay por
qué bautizar a los niños que no tienen ninguna culpa, ni siquiera la del pecado
original. Entonces, se plantea allí una lucha, que además tenía motivos
comerciales. Todo estaba más o menos contaminado. Las cosas no son nunca en el
plano del puro espíritu. Después de un asedio de catorce o dieciséis meses, todo acabó en
una carnicería, como siempre, una cosa horrorosa. Aquí la creencia era la
misma. No se trata de dos dioses enfrentados. Se trata de uno solamente. El
libro de unos era el libro de otros. Es hora de aceptar que las religiones,
todas ellas, no van a servir jamás para acercar a los hombres unos a los otros.
Al contrario. Hoy he leído en un periódico que dos facciones de un partido se
empezaron a disparar. No sé bien quiénes son porque no estoy enterado. El
partido allí era el mismo, como con el cristianismo. Esta obra le plantea a
Dios un problema muy serio. Si todavía hubiera Cielo e Infierno, en el día del
Juicio Final se presentarían los anabaptistas y los católicos. Dios los miraría
y preguntaría: "¿Ustedes qué han hecho?". Los católicos: "Nosotros somos
católicos y hemos matado a los anabaptistas". Los anabaptistas: "Nosotros somos
anabaptistas y hemos matado a los católicos". ¿Qué hace Dios? Si es un poquito
para los católicos, como yo sospecho, diría: "Vosotros, los católicos, al
Paraíso, y vosotros, los anabaptistas, al Infierno". Los anabaptistas dirían: "No puedes, nosotros hemos muerto por ti y creemos en ti. Tienes que aceptarnos".
Entonces, Dios pensaría: "Es cierto, tengo que recibirlos a todos y llevarlos a
todos al Paraíso". Sólo basta ponernos delante de lo que llamamos "guerra de
religión" para decir hasta qué punto se puede ser estúpido. Dios está sólo en nuestra cabeza. No es eso lo que creen los creyentes. Ellos creen que está
en otro lado. Para mí, si hay Dios, sólo hay un Dios. Si me gusta decir que mi
Dios es el sol, la luna, una montaña, un río o un animal, ¿qué importancia
tiene? Cuando los portugueses y los españoles llegaron a esta parte del mundo,
en las carabelas venían los soldados y el fraile. El fraile bajaba y la primera
cosa que decía era: "Vuestros dioses son falsos. Yo traigo conmigo al verdadero
Dios". Si hay algún pecado de orgullo que no tiene perdón es que alguien ose
decir tener consigo al verdadero Dios. Este es el proceso interno de la
sociedad humana, el proceso de exclusión. "Tú no eres de los míos. O te
conviertes o te elimino". Esto es lo que ha pasado siempre. Está pasando ahora
mismo. ¿Por esto se escribió "El Evangelio según Jesucristo"? No lo sé, pero por
allí anda. Me gustaría añadir algo. Cuando oigo hablar de "El Evangelio…",
normalmente lo que ha impresionado más del libro es el diálogo en la barca
entre Dios, el Diablo y Jesús. Para mí, el núcleo duro de la novela está cuando
Jesús, a los catorce años, va al templo de Jerusalén para hablar de la culpa y
de la responsabilidad. No encuentra a ningún doctor, sino a un escriba. Jesús,
en el libro, hereda la culpa de su padre, que no ha sabido salvar a los niños.
Cuando le pregunta al escriba cómo es eso de la culpa, el escriba le dice: "La
culpa es un lobo que devora al padre como devorará al hijo". Es decir, la
creencia implica que los hijos heredaron la culpa de sus padres. A partir de un
momento, ya no se sabía qué culpa concreta era. El sentimiento de culpa, que no
sabemos por qué y cómo nació, cómo se incrustó en nosotros, es muchísimo peor
que la culpa concreta. Entonces, Jesús le pregunta: "¿Tú también has sido
devorado?". Y el escriba le contesta: "No sólo devorado, sino vomitado". La
relación con Dios se da en términos de culpa, como en el fondo ocurre en todo
el cristianismo y el judaísmo. Es cosa de neuróticos. Pero gracias a Freud y al
psicoanálisis, todo esto se está resolviendo.