"Si 'el estilo es el hombre' -afirma Jitrik-, lo que
determina el estilo de un escritor es lo que determina una subjetividad; en
otras palabras, una confluencia compleja de factores a partir de una
personalidad en la que ha incidido la pertenencia a determinado medio cultural,
familia o clase, una lengua con sus particularidades, una decisión de escribir
que no es fácil de explicar. Eso que los críticos llaman 'el estilo Saramago' y de cuya intensidad es difícil desprenderse, es descriptivo, considerado y
razonable. En
medio de esta general injusticia, de este desequilibrio en que vive el mundo y
que se manifiesta por la cada vez mayor existencia de miserables y de seres sin
destino ninguno, sus novelas son no sólo bellísimas sino que
tocan alguna forma de verdad sobre este mundo mal concebido
y realizado". Saramago
se consolidó sobre todo como narrador de gran rigor estilístico con la novela "Manual de pintura e caligrafía" (Manual
de pintura y caligrafía), con los cuentos del volumen "Objeto quase" (Casi un
objeto) y con las novelas "O ano da morte de Ricardo Reis" (El
año de la muerte de Ricardo Reis), "A jangada de pedra" (La balsa de piedra) y "Ensaio sobre a cegueira" (Ensayo
sobre la ceguera). "A la hora de escribir todos tenemos problemas -dice Saramago-:
las palabras adecuadas no vienen, no nos está gustando lo que sale. Pero yo
tengo un problema más: si no me veo a mí mismo escribiendo como si estuviera
hablando, no me sale nada y si llego a escribir en el sentido exacto, justo,
preciso de la palabra 'escribir', es porque me siento suelto, como me
gusta y como pienso que mi interlocutor, el lector, me entenderá". En la tercera parte de la conversación entre el autor de los ensayos "Historia de una mirada" y "El balcón barroco" y Saramago, ambos escritores continúan desgranando recuerdos y hablan sobre la fórmula del "encanto de lo existente" como materia prima de la literatura.
J.S.: Y a propósito, una vez más la memoria: te voy a
contar una anécdota que tiene una importancia fundamental en lo que hago, no en
la escritura misma sino en la persona que soy que después pasa a mi escritura.
Hace muchísimos años, cuando era adolescente, empecé a ir a la ópera en Lisboa.
Mi padre conocía a un señor de allí, que cuidaba la puerta. Le dijo:
"Mira, a este hijo mío le gusta la música" y entonces me permitía
entrar y yo subía, cuando todo el mundo estaba ya en sus lugares, hasta…
N.J.: …el paraíso…
J.S.: …el paraíso. Y ahí, ya sabes cómo es, se ve la
mitad del escenario, los cantantes están aquí y los vemos, se van a otro lado y
no los vemos más. Pero el paraíso está por encima de la Tribuna Real que tiene,
como todas las tribunas reales, una corona…
N.J.: Nosotros lo llamamos palco…
J.S.: Nosotros llamamos "palco" al
escenario. Pues sí, el Palco real. La corona, no sé por qué motivo, no estaba
completa, sólo tenía tres cuartas partes; el que faltaba, o la falta del último
cuarto, se veía desde el paraíso. La gente de abajo, en cambio, veía la corona
en todo su esplendor. Para mí, en el paraíso, la corona no era una corona, sino
un hueco lleno de telarañas. Esto me produjo una impresión tan fuerte que
siempre vuelvo a este recuerdo. Esto quiere decir que hay que ver todas las
cosas en su círculo completo, que nadie ni nada puede ser entendido en una
mirada única: hay que dar la vuelta y ver si falta un cuarto y si no falta
ninguno hay que intentar ver lo que hay dentro. Pienso que esto tuvo una
importancia decisiva en mí; por eso, digo que no invento, que pongo a la vista
lo que está ahí, pero como la mirada normal de la gente no ve, apenas reconoce,
cuando se trata de hacer algo que implica decirle "atención",
"mira", si se resiste y se pone una mirada oblicua sobre las cosas,
las cosas parecen inventadas aunque sean las mismas. Por eso digo que no
invento nada, los actos están a la vista.
N.J.: ¡Es increíble esto que está sucediendo! Lo que
has dicho me hace pensar que hay una reflexión compartida por gente que ni
siquiera se conoce, como tú y yo. Yo intuía que eso pasaba y ahora se confirma.
El punto de partida de mi libro "El balcón barroco", es el palco real del
Teatro de Munich; verlo me permitió pensar que un acto teatral podía estar
interferido por otro espectáculo, el de los reyes y el del palco mismo, al
atraer la mirada del público y, en cierto modo, carcomerla. Es curioso que
palcos reales…
J.S.: Hay muchas coincidencias.
N.J.: Eso me da un gran placer. Otra cosa es la imagen
de gente que "no ve", tal vez ni siquiera mira; ahora bien, para
poder mirar y ver hay que poder hacerlo y quererlo. En mi libro "Historia
de una mirada", que discurre sobre los escritos de Colón, trato de mostrar
cómo en lo que ve y descubre está contenido todo lo que vendrá después; en
suma, si realmente se ve no hay necesidad de inventar nada, en el sentido
trivial de una literatura como pura invención de lo que no existe. En este modo
de acercarse al hecho literario al mismo tiempo que se asume su índole
compleja, se pueden ver relaciones muy simples con las cosas.
J.S.: Sí, mis libros descansan sobre cosas muy simples
y debo decir que no necesito más.
N.J.: Y que son del común, sólo que el común no lo
sabe. Habría por lo tanto una posibilidad de hacer literatura con cierta
libertad y sin romperse demasiado la cabeza sobre finalidades o teleologías,
haciendo lo que está en un orden circular de las cosas, en la mirada que
simplemente presta atención a lo que se pone frente a ella y lo reorganiza en la
palabra, poniéndose entero en ella.
J.S.: Yo no sé si en español existe el
verbo reparar.
N.J.: Sí, por supuesto, "reparar en".
J.S.: Esto me parece muy importante porque en
portugués tenemos "ver", "olhar" y "reparar". "Olhar" es una
relación; "ver" es algo que estás recibiendo más lo que has mirado
antes; "reparar" es volver a mirar para descubrir en lo mirado lo que
verdaderamente es o lo que podríamos entender que es.
N.J.: Tú dijiste el otro día que para ti el asunto, si
hay asunto, consistía en "mirar las cosas que están ahí". Con eso
terminamos. Yo desearía ahora traducir esa idea por medio de una fórmula que me
está dando vueltas en la cabeza: "el encanto de lo existente".
J.S.: ¡Sí que es una fórmula! Yo no lo llamaría
"encanto" porque no lo tiene siempre. Tal vez mejor se podría decir
que es "el cultivo de lo obvio", o sea lo que está ahí y que los
ojos, porque están acostumbrados, ya no ven, sobre lo que no se dan la
oportunidad de reflexionar; lo que ocurre, entonces, es que por una especie de
iluminación oblicua las cosas se hacen otras, siguen siendo lo que son pero con
una distinta luz.
N.J.: Por supuesto que no pretendo que tú aceptes esta
fórmula del "encanto" y, a mi vez, acepto el matiz que introduces,
pero voy en este sentido: mirar las cosas que están ahí sería obra de alguien
que, como tú, filosófica y políticamente, se adhiere a una idea de cambio.
Habría entonces un choque de dos conceptos: el reconocimiento de lo que está y
una idea de cambio. El tema es entonces, ¿cuál es la salida que tú le das a
este encuentro? Tal vez ni siquiera sea un conflicto, pero hay que admitir que
en ciertos momentos de la literatura apareció y aparece como tal.
J.S.: Puede que sea un conflicto que quizá yo no tengo
resuelto; además, yo pienso que los verdaderos conflictos no se resuelven, y es
cierto que reconozco en mí una especie no de conservadurismo sino, diría, de "conservatismo"; es decir que si bien el mundo cambia en un proceso continuo, yo
quisiera retener algo bueno, que no se dónde está. No es una idea de la Edad
de Oro, del pasado como momento privilegiado, cosa en la que no creo. Yo
supongo que esto tiene que ver con una conciencia muy fuerte del paso del tiempo;
el tiempo nos interrumpe, no puede retenerse, no puede fijarse. Hay algo,
entonces, que me lleva atrás, no a una época determinada en la que yo podría
decir que me gustaría vivir; en verdad no me gustaría vivir en ningún otro
siglo. Y, por otra parte, esa idea de cambio, aún si es un poco escéptica,
porque si es verdad que política y filosóficamente estoy por el cambio, por un
cambio, algo dentro de mí me está siempre diciendo que el hombre no mejora, que
no hay ninguna posibilidad de que lleguemos a algo que nos permita decir que
por fin nos hemos vuelto humanos. Por lo tanto hay una especie de
desgarramiento que no es ni doloroso ni conflictivo entre algo que pudiera
estar en el pasado -y tampoco es la idea del buen salvaje o de la inocencia
primordial- y algo que me empuja. Y esto es un poco desesperado porque intuyo
que en el futuro no se encontrará nada bueno o suficientemente bueno, y tampoco
en el pasado puedo encontrar o reconocer un tiempo respecto del cual yo podría
decir: "ahí está una hipótesis de una felicidad del hombre", Lo más
interesante quizás es que este desgarramiento -que yo llamaría
"lento", no inmediato-, se expresa en mis libros como una referencia
a un pasado que, a lo mejor, finalmente, tiene que ver con la infancia. Aunque
sé muy bien que millones y millones han tenido una infancia terrible, recuerdo
haber escrito ya no sé dónde, si en una crónica o en otra parte, que el único
paraíso está en la infancia. Esa crónica era sobre el tiempo de mi infancia, el
pueblo y todo eso. Yo había ido, con un tío mío, a una feria cerca de mi pueblo
a vender unos cerditos que mi abuelo criaba; recuerdo algo, que no ocurrió pero
que describo en esa crónica, como una memoria aumentada: de regreso, con los
cerditos que quedaban, empezó a llover y todo era un poco raro por el fin del
día, y entonces yo, que tenía catorce años, me juré a mí mismo no morir nunca.
La idea es que hay algo dorado, no una Edad de Oro, ahora mismo es como si yo
estuviera siempre queriendo volver a ese momento.
N.J.: Es un instante privilegiado que podría darte la
garantía de una perduración.
J.S.: Es como si al mirar las cosas ese instante se
prolongara y yo intentara encontrarlo en todo lo que estoy mirando aunque
sabiendo que no lo voy a lograr.
N.J.: Tu evocación me hace pensar en cómo vivo yo
mismo algo semejante. En cuanto a lo "existente", cuando se trata del
comportamiento del otro, lo vivo como extrañeza, casi con admiración, me da la
impresión de que el otro tiene en su comportamiento una relación muy profunda y
estable con eso que sería lo existente y cuyo encanto ha percibido. Eso me
provoca una sensación rara, me desdoblo al mirarlo y me veo hasta cierto punto
en un conflicto porque el sentido que tiene lo existente en los otros me
problematiza en tanto no lo comparto o lo critico o mi proyecto es diferente
del de esos otros. Me gustaría poder expresar las dos cosas, a lo mejor es una
sola extrañeza, que se vincula, me parece, con la idea de mirar un poco más
profundamente aquello que está invitando a que se lo mire. Pero, en tu caso,
por lo poco que he leído, si no es un conflicto, se manifiesta como un hurgar
en el desenvolvimiento verbal; es decir que toda tu estrategia de ir haciendo
digresiones, de ir aproximándote, me parece que va en ese sentido y es lo que
me ha permitido pensar en la mirada, en lo que está ahí y en el deseo de
escribir esa mirada. Tu estrategia se resumiría en un "deslizarse a través de las cosas".
J.S.: Eso es verdad, pero hay un punto que me gustaría
ajustar: yo diría que he renunciado a comprender a los otros. Hace muchísimo
tiempo es para mí muy claro que el otro es inaccesible. Yo puedo entrar en la
capa superficial, y un poco más allá, pero lo demás es realmente inabordable,
incomprensible y, además, intransmisible. Entonces, esa idea, que está muy bien
expresada, de alguien que "quiere
deslizarse", debe tener, si la desarrollamos, una consecuencia en mis novelas,
que, es verdad, tienen personajes pero que están ahí porque tienen el encargo
de decir algo. Yo no intento, como se decía de Falubert -supongo-, competir con
el Registro Civil, o sea que no intento fabricar personas como para incrementar
la población de mi país o del mundo; lo que quiero es que esos personajes
vengan a decir algo que me interesa y que es mío; por lo tanto,
ese "hilvanado" de la narración no reproduce la vida; esa
búsqueda verbal, formal, que pasa por los derroteros íntimos, se disfraza de
una objetividad externa pero lo que en verdad busca es lo mío. Para hacerlo, dispongo
del narrador pero sobre todo de los personajes, que no son heterónimos míos,
que no es gente mía…
N.J.: No es un problema de caracteres…
J.S.: Así es; lo que estoy intentando expresar, sea
positivo o negativo, es lo que tengo que decir. Yo no puedo ponerme en una
postura de búsqueda de objetividad narrativa porque estoy mirando adentro, no
en un ensimismamiento, no en una introspección psicológica. Lo que yo estoy
buscando es, a lo mejor, sólo mi relación interna con el mundo.
N.J.: Se diría, por lo tanto, que tu modo es más
proustiano que flaubertiano.
J.S.: Sí, sí, es seguramente más proustiano que
flaubertiano.
N.J.: Incluso más proustiano que joyceano porque en
Joyce hay todavía un compromiso con el exterior, aunque el exterior se llame
lenguaje. Eso está muy claro. En el relato de Joyce alguien, desde afuera,
desde el sistema, trata de amasar algo, mientras que en el tuyo el registro es
interno.
J.S.: Yo diría, usando tu expresión, que es un
registro interno del mundo, es decir cómo es que el mundo está en mí y no cómo
el mundo está fuera. Por eso, si hay una filiación, mi escritura es más
proustiana que flaubertiana o joyceana.
N.J.: Estamos viviendo en otro momento de la
literatura; un proyecto como el del duplicado del Registro Civil ya no es,
probablemente, el nuestro; no corresponde a un tiempo más interesado en el
genocidio que en la demografía. En cuanto al proyecto actual, se presenta un
problema ético, sobre todo cuando se sabe qué alcance tienen esas tendencias;
tal vez siempre ha sido así y la literatura ha sabido transformar lo que el
tiempo intenta imponerle creando otra dimensión: tal vez la caída del
feudalismo fue una desgracia para algunos pero la idea del "héroe
problemático", que se apoya en ella, es una riqueza. Sobre se telón de
fondo me he quedado pensando en un punto: tu idea de convertir en personaje al
doble de Pessoa, a Ricardo Reis. Esto implicaría que parte del mundo que está
en ti es también la literatura; eso, como se sabe, estaba prohibido en la
novela de hace treinta o cuarenta años; parecería que el narrador podía
permitirse todo lo que se entendía como imaginación pero se vedaba lo que
implicara su propio saber de las cosas, entre las cuales están la literatura o
la filosofía.
J.S.: Yo digo a veces que nosotros somos seres de
papel; la verdad es que yo no puedo imaginarme ni imaginar a nadie fuera de lo
que ha leído y de lo que ha quedado de lo que ha leído; sin mencionar la
memoria que en muchos casos es memoria de lo leído. Cuando, a partir de 1977,
escribí esa novela que se llama "Manual de pintura y caligrafía", que
es casi una especie de programa -aunque yo no estuviera consciente de eso
porque es el pintor quien escribe, mira lo que está haciendo y lo que hicieron
otros y después reflexiona sobre lo que pinta y sobre lo que escribe-, yo no me
dije: "voy a ir en contra de lo que se hace o lo haré de esta manera";
sólo me encontré con la necesidad de expresar lo que sabía, que no es mucho.
Esa mezcla, suma del ser pensante, pasó sin que yo me diera cuenta, no hubo
premeditación. Una novela mía es el lugar y el momento -nunca es una confesión-
de una explicación de mí mismo.