22 de abril de 2013

Conversaciones (LV). José Saramago - Noé Jitrik. Sobre semiología, lingüística e ideologías (2)

Como docente de la cátedra de Literatura Iberoamericana, Noé Jitrik ha realizado aportes decisivos al desarrollo del área de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Autor de una serie de estudios dedicados a Lugones, Sarmiento y Borges, ha publicado también notables ensayos como "Procedimiento y mensaje de la novela", "El fuego de la especie", "Producción literaria y producción social", "Historia e imaginación literaria", "La lectura como actividad", "El balcón barroco" y "El mundo del '80" entre otros. Desde 1999 dirige a un equipo de más de cincuenta investigadores para la realización de un proyecto monumental: la "Historia crítica de la literatura argentina", en el que recorre la literatura nacional desde sus orígenes hace doscientos años hasta la actualidad. José Saramago, por su parte, se inició en el periodismo, la labor editorial y la traducción en los años '50 del siglo pasado, pero recién cobró notoriedad literaria en 1980 cuando apareció su novela "Levantado do chao" (Levantado del suelo). "Desde mi punto de vista -ha dicho- la novela es un lugar a donde todo puede confluir: la filosofía, el drama, la poesía e incluso la ciencia. Es decir, la novela como suma. Eso me ha llevado a contar unas cuantas cosas fuera de tono, como es por ejemplo negar la existencia del narrador y decir que es un personaje más y mucho más… Para mí es mucho más importante reivindicar para el autor el derecho a participar en lo narrado, es decir que no sea sólo un narrador que de alguna forma está encargado en narrar y permitir al autor quedarse fuera. Me parece que es una acrobacia un poco complicada. Es posible que el autor esté al mismo tiempo dentro y fuera… La novela para mí, en el fondo, es como un ensayo. Yo a veces digo que a lo mejor ni siquiera soy novelista, yo soy un ensayista que no sabe escribir ensayos, escribo novelas…". Lo que sigue es la segunda parte de dos extensas conversaciones entre Jitrik y Saramago, en la que se habla de la interacción entre las palabras, "una especie de juego de luces y de sombras, una especie de ondulación de la escritura en la que los puntos claros alternan con los oscuros".



N.J.: Decías recién que la escritura es autoritaria. Todas las escrituras lo son, por definición…

J.S.: Pero a lo que me refiero es a que esta manera de decir construye un puente de comunicación directa, de otra naturaleza, con cada uno de los lectores.

N.J.: A mí me parece que en esta afirmación y en el sistema y calidad de las digresiones, su sustancia y su entramado, y en la posibilidad de que aparezca ese depósito que un autor trae y que al mismo tiempo implica una eliminación del engaño, en el sentido de un narrador que pretende no ser nadie, hay una reafirmación, paradójica por cierto, de cierta actitud racionalista que sería algo así como un resto del viejo humanismo. Lo digo porque estos términos corresponden a una forma de vida conocida que nos resulta muy segura en el sentido ético de la palabra humanismo y sobre la que se ha actuado durante siglos. En tus palabras no hay refutación sino una reformulación que alberga una esperanza de persuasividad; es casi un modo de hablarle a la gente para inducirla, benévolamente, a que considere de nuevo alguna de sus propias condiciones de existencia racional en este mundo tan caótico y tan terrible y, yo diría tan disuelto, no necesariamente disolvente. No sé qué te parezca; últimamente a poca gente le gusta ser calificada de racionalista.

J.S.: Eso me cae muy bien porque yo me veo a mí mismo como alguien que ha intentado, durante toda su vida, hacer las cosas de una manera racional o, mejor dicho, según la razón. La verdad es que soy racionalista y el hecho de que escriba historias que son, en apariencia, todo lo contrario de una razón mecánica o determinada por una ley, no quita que sean algo así como "cuentos filosóficos" en el sentido volteriano, iluminista. En el fondo, a través de refranes, yo siempre estoy introduciendo la sabiduría popular que, como se sabe, es innegablemente un producto racionalista. Tengo el sentimiento de que ese conocimiento empírico es, aunque la ciencia lo refute, un instrumento racional de interpretación de la naturaleza. La introducción de refranes, y a veces como "leit-motiv" (en "Historia del Cerco de Lisboa" siempre se está volviendo a un refrán cuyo equivalente sería "hasta en el mejor paño cae una mancha"), permite hacer nuevas lecturas de ellos; si hasta ese momento podrían tener una lectura única, o en el mejor de los casos una lectura directa y otra simbólica, al pasar por la trama de la novela y enfrentar una situación concreta, se abre una manera nueva o distinta de entenderlos.

N.J.: Tú hablaste de la memoria como una dimensión del universo de tu escritura. Por otra parte, me mencionaste, días atrás, tu origen campesino. Yo quisiera relacionar ambos planos con un libro que quizás tú conozcas, "Puerca tierra" de John Berger. Su literatura es, y sin aludir a un género, "campesina", producto de una decisión y un proyecto: él llega de Inglaterra y se instala en un pueblo de la alta Saboya, convive con los campesinos y a la manera de los experimentalistas pero con otro registro, describe -yo prefiero decir "escribe"- el universo campesino. El intento es notable porque Berger no hace naturalismo, dicho sea en su homenaje; observa con gran dramatismo y justifica su interés por ese mundo mediante una especie de teoría marxista del campesino, asumida y declarada. Si bien ese fundamento podría desviarlo a un doctrinarismo no ocurre así: hace pese a todo, literatura y, en mi opinión, de la buena. Esto me lleva no a hacer una comparación innecesaria sino a preguntarte por tu memoria campesina. ¿Cómo es para ti, cómo fue, cómo es lo que estás escribiendo?

J.S.: Yo no sabría ni podría hacer lo que está haciendo Berger porque la verdad es que irme a un pueblo y quedarme ahí para ver lo que hace la gente, cómo habla y todo eso, y luego escribirlo, me supera. Pero, en lo que se refiere a mi estructura mental, reitero que mi materia es siempre la memoria, más de las cosas que de lo que yo mismo he vivido. Y no es que haya una decisión de mi parte; es algo que sale de dentro ya lo que yo simplemente obedezco. En cuanto a mi memoria campesina, debo decirte que el tema es un poco complicado porque si bien yo me fui con mis padres a la ciudad cuando era muy chico hasta los veinticinco o treinta años volvía a mi pueblo con frecuencia. En suma, aunque haya vivido en la ciudad mis memorias son las del pueblo. En verdad, son pocas las cosas importantes que recuerdo de la ciudad; lo que me ha alimentado y formado es mi memoria del campo. Con la excepción de unas crónicas que escribí entre 1968 y 1978 -en el fondo lo que hacía con ellas era fijar o cuajar memorias antes de que se transformaran en otra cosa-, cuando escribí "Levantado del suelo", que es mi única novela campesina, los personajes no fueron la gente de mi pueblo; se trata de otra región, con características muy distintas: está al sur del Tajo, mientras que la mía está al norte. Hay cosas comunes, eso es claro, pero incluso la mentalidad de la gente es muy otra. No obstante, además de los datos objetivos que recogí, lo más auténtico y sustancial de lo que se está diciendo sobre el campo, sobre la relación del hombre con la naturaleza, del trabajo, la tierra, la semilla, los animales, viene más bien de lo que la memoria me ha devuelto en el acto de escribir una novela que no era de mis tierras ni de mi pueblo ni de mi gente; se ha alimentado mucho más de esa memoria que de los datos que habría debido recoger si hubiera olvidado mi infancia y hubiera tenido que aprender todo de nuevo. Incluso temas como el de "El año de la muerte de Ricardo Reis" salen también de mi memoria de ese tiempo. Y cuando se trata de "Memorial del convento", situado en el siglo XVIII, es la memoria que yo puedo tener de ese siglo, que no es de hechos sino de lecturas, de reflexiones, de cosas que aprendí cuando niño y me hablaban del siglo XVIII y no sabía muy bien qué era eso. Creo, incluso, que la memoria conserva hasta hoy mucho más de lo que uno cree: cada uno de nosotros no es más que la memoria que tiene y lleva adentro y nada más.

N.J.: Mientras hablabas yo estaba pensando en algo que puede parecerte delirante: si en tu sistema de escritura gravita la digresión, que es algo análogo, en el plano del discurso, a un ir a un lugar sin saber exactamente por dónde, me pregunto si ambos rasgos no responden a una experiencia fundamental que podríamos llamar "campesina", el campo como lugar en el que los caminos no preexisten sino que se van trazando a medida que se quiere llegar a alguna parte. O sea, si la digresión o el metafórico trazado de caminos no son también un efecto de memoria campesina. Te lo digo porque no me puedo desprender de una primera imagen personal: apenas aprendí a leer, empecé a leer libros y me recuerdo, de niño en el campo, leyendo contra el sol de occidente, sentado contra una pared y mirando el entorno. Era como si el campo me permitiera leer, como si estuviera asociado a un tipo de lectura. Creo que nunca he abandonado esa posición: durante toda mi vida he estado leyendo contra el sol, en algún lugar de una soledad particular que sólo la idea de campo podría interpretar. Esto que pienso para mí, como un núcleo inmodificable, podría ser, en tu caso, la condición del zigzagueo, del detalle, la morosidad, la ausencia de temor a terminar. Hoy dijiste, al mostrar un libro: "es muy largo"; ese "tengan cuidado, sepan con quién se meten" es una expresión de delicadeza pero también de cautela, aunque no hubiera cautela en tu propia aventura de escribirlo. ¿No será todo eso, una u otra cosa, también memoria del campo?

J.S.: Puede que sí. La verdad es que yo no sería el escritor y el hombre que soy sin el campo. No puedo imaginarme fuera de una relación muy íntima y profunda con el campo, ya sea a través de la memoria, ya directamente con el paisaje. Aun cuando escriba novelas urbanas, sé dentro de mí que he sido hecho por el campo. Es muy interesante algo que me ha ocurrido ahora, que no tiene tanto que ver con la memoria sino con la sensación de continuidad. Muchas veces, al mirar una montaña por ejemplo, pienso que ella estaba allí con esa forma hace mil años, y otros ojos la miraban. Eso me da una sensación de continuidad que no proviene del hecho de que yo pueda leer que hace mil años un señor que estaba aquí, en Cuba, miró esa montaña, sino que viene directamente de lo que estoy viendo porque lo ha mirado otro antes que yo. Esto tiene que ver con la memoria pero constituye algo más complejo. Me produce casi un vértigo mirar una sierra, una montaña, el mar, que es siempre igual, las olas que vienen a morir a la playa, ese rumor que se ha estado escuchando desde hace millones de años.

N.J.: Estamos hablando de lo mismo. Creo, además, que es del -o que hay que- hablar, porque hablar de otra cosa en relación con una obra sería pura cortesía. Hay que hablar de eso porque una escritura va recorriendo y ligando diferentes planos y así tiene que ser leída. En mi opinión, al hacerlo la escritura impide que desaparezcan; pero una escritura plena, no aquella que obedece a un programa o a una cierta recepción. Llegando a este punto, o a esta palabra, me animo a conjeturar que la idea de la recepción te tiene ligeramente sin cuidado.

J.S.: Completamente sin cuidado.

N.J.: Dadas las condiciones de riesgo en que se ejecuta tu propuesta no podría ser de otro modo; si se asumen sinceramente tales riesgos lo que ocurra con el libro que empieza a circular es asunto de otros, no del que lo produce. Y me parece bien.

J.S.: Lo más extraordinario es que la escritura que conlleva estos riesgos -por ejemplo la invención y el experimento que pueden llevar a la incomprensión de un texto- podría ser la consecuencia de un hecho que está muy claro en mis novelas: es que la comprensión no existe y, como no existe, el lector tiene que construirla y ése es su problema. Que no exista no depende de que yo me haya dicho en un momento determinado de mi labor: "bueno, ahora tengo que buscar algo que sea moderno, de vanguardia o algo así". Yo he querido, tan sólo, abandonar la preocupación y entregar esta tarea al lector. Eso ocurrió cuando estaba escribiendo "Levantado del suelo". Antes había escrito "Manual de pintura y caligrafía", que va por donde van todos, con todo y puntuación y, en un momento determinado, alrededor de la página 30, empecé a escribir como si estuviera hablando, o sea mezclando el discurso directo con el indirecto, eliminando toda la puntuación y funcionando como si estuviera componiendo música. Lo digo en este sentido: la música y la palabra es casi lo mismo en cuanto a que para hablar y hacer música usamos sonidos. Entonces, si eso es así, cuando yo estoy con un interlocutor y le hablo y me habla, no sentimos la necesidad de puntualizar las cosas hasta el punto de decir: "vea, ahora le voy a preguntar, ah, y usted tiene que darse cuenta de que yo le voy a poner un punto de interrogación". No, ni modo; muy sencillamente estamos hablando, hacemos el juego de la música, de la entonación, de la suspensión, y el interlocutor me entiende. Esto tiene que ver con el ejercicio muscular del lector. Frente a un libro mío el lector sabe lo que le espera, no tiene auxilio ni guía, tiene que poner todo lo que le falta y lo que le falta es todo, porque le falta la entonación, la música de la palabra dicha. Y tiene que ponerlo según su lectura, que no puede ser más la autoritaria, la que incluye la comprensión. De alguna manera tiene que dar la forma final al texto. Pero hay algo más. A la hora de escribir todos tenemos problemas: las palabras adecuadas no vienen, no nos está gustando lo que sale. Pero yo tengo un problema más: si no me veo a mí mismo escribiendo como si estuviera hablando, no me sale nada y si llego a escribir en el sentido exacto, justo, preciso de la palabra "escribir", es porque me siento suelto, como me gusta y como pienso que mi interlocutor, el lector, me entenderá.

N.J.: Al comienzo señalaste que una palabra se apoya en otra, hacen un grupo y este grupo busca el apoyo de otros en una múltiple confluencia de la que tú tienes que ser el primer lector. Y cuando la recepción te satisface, cuando encuentras que todo está sonando bien, piensas que el otro lo puede entender y admitir.

J.S.: Esa idea del autor como primer receptor me parece muy bella, y te confieso que jamás se me había planteado y es la evidencia misma, sobre todo en libros como éstos. O sea, que si yo no estoy "recibiendo", y ésa era la dificultad de la que te hablaba antes, no puedo seguir.

N.J.: Esto se relaciona con algo que te dije cuando, al encontrarnos aquí en La Habana, empezamos a conversar; fue sobre la idea de "corrección". Yo situaría la corrección, luchando contra las ideas tradicionales acerca de ella, como una posibilidad de perfeccionar la primera recepción; o sea, que si tú corriges tu propia escritura es porque se ha dado una primera y básica recepción que, a partir de ahí, puede potenciarse hacia un tercero. Lo interesante es que en "Historia del Cerco de Lisboa" tú la conviertes en el tema, aunque a mi juicio aparente. En realidad es, me parece, esa dimensión de la escritura como lo que tiene que cumplirse en ese primer receptor que es el escritor mismo. No sé si es claro.

J.S.: Sí, lo es, pero en esa novela debe entenderse, quizás, de otra manera. El autor engaña un poco porque sabe que tiene que corregir, sabe que podría corregir inmediatamente y no lo hace y mantiene, por un tiempo -a veces por dos o tres páginas, a veces mucho más- al lector en un error introducido deliberadamente, y el lector se quedará con esa idea hasta que, por fin, se haga la corrección. Yo diría que lo que está ocurriendo en mis novelas, no en todas y no siempre, es una corrección continua en la que el narrador -ahora lo admito, lo acepto- está volviendo atrás para reponer, para aclarar o mirar de otra manera, y no siempre para corregir. Aquí volvemos a la ondulación, pero no solamente como continua sino como recursiva, volver atrás para seguir adelante. A veces me dicen: "usted tiene muchísima imaginación", y yo digo: "no, no es verdad"; "usted inventa mucho", no, yo no invento, yo no tengo imaginación, yo lo que hago es poner a la vista de la gente lo que está ahí; y eso es el alimento de lo que hago.