UNA MUCHACHA QUE CAE
Dino Buzzati
Italia
(1906-1972)
Con
despecho se dio cuenta que una treintena de metros más abajo otra muchacha
estaba cayendo. Era decididamente más bella que ella y portaba un vestido de
media tarde con mucha clase. Quién sabe por qué, la otra descendía a una
velocidad muy superior a la suya, hasta el punto que en pocos instantes la
distanció y desapareció allá abajo, a pesar de los llamados de Marta. Sin duda
iba a llegar a la fiesta antes que ella; tal vez era un plan calculado de
antemano para suplantarla. Luego Marta se dio cuenta que ellas dos no eran las
únicas que caían. A todo el largo de los flancos del rascacielos, otras mujeres
jóvenes se deslizaban en el vacío, las caras tensas por la excitación del
vuelo, agitando festivamente las manos como para decir: aquí estamos, aquí
venimos, es nuestra hora, festéjennos, ¿no es verdad que el mundo es nuestro?
LAURA CERRÓ LOS OJOS
Luz María Gainza
Argentina
(1971)
Laura
quedó inmóvil en medio de la feria. La mirada se fijó en sus ojotas contra los
adoquines transpirados. Fascinada por los ruidos que le llegaban desde lejos
como a través de un tubo. Fascinada por el olor, mezcla de especias y de
frutas, y las luces de las bombitas que comenzaban a reemplazar al sol. Laura
se hundía junto a sus ojos fijos en el empedrado en una fijeza que la separaba
de la confusión a su alrededor. No soltaba la mano de su madre que la sostenía
en lo conocido. Recorrieron los puestos. La libertad podía resultar un exceso,
la soledad repentina entre tanto extraño. Habitualmente aquello era una
explanada al costado de la vía próxima a la estación Colegiales. Los sábados se
transformaba en el intercambio enloquecido del mercado. Laura acompañaba
mansamente, esperaba ansiosa la recompensa. Del otro lado de la vía, la
calesita al final del recorrido. La madre no advirtió el brillo salado en el ángulo
del ojo, ese desprendimiento de angustia que Laura hubiese preferido evitar.
Una angustia sin motivo que impregnaba todo lo que la rodeaba, una angustia que
la invadía desde los ojos, desde los oídos, desde la nariz con ese olor mezcla
de frutas y de especias. Juntas, Laura y su madre, caminaron de la mano hasta
dejar las bolsas en el auto y después volvieron para cruzar la vía hacia la
calesita. La barrera estaba baja, se escuchó la bocina y la alarma avisando la
llegada del tren. Laura sacudió la pollera de su madre y señaló con su dedo
índice un auto que avanzaba velozmente en sentido contrario por la avenida.
Era negro. Parecía no detenerse ante ninguna de las señales. Ni siquiera la
barrera. Se escuchó un estruendo que sobrecogió la tarde. Laura cerró los ojos.
Laura
ahora tiene treinta y nueve años y está cansada. Llega tarde a la cita con
Raúl para decirle, justamente, que está cansada. Que todo lo que sucede es lo
mismo pero con otro nombre. Raúl es su psicoanalista. Los sueños son siempre
pesadillas, ficciones pequeñas e irónicas. Ni siquiera le quedan ganas de
soñar. Mejor cerrar los ojos y dejarse ir a ese hueco del pensamiento donde
impera la nada, donde no hay cansancio, ni deseos, ni realidades. El tráfico la
obliga a seguir un recorrido inesperado que la retrasa más todavía. Un juego
que la lleva al centro de un laberinto de calles desconocidas transitadas de
silencios y bocinas. Puede perderse para siempre en el medio de la ciudad y
transformarse en vereda, en semáforo, en un cartel con un nombre que ya no será
el suyo. Conduce el Citroën por Honduras hasta Juan B. Justo. Imagina a Raúl
contando uno a uno los quince minutos de tolerancia. Las 18:57; aún no empieza.
Fatigan los ojos la suciedad de la avenida vieja, fatigan los autos suspendidos
en el momento de quedarse quietos. Lentamente llega a Aguirre. Ahora Raúl
estará mirando su antiguo reloj, esperando el instante exacto en que la
pequeña aguja de oro alcance el número siete. Después esperará quince veces el
momento en que la aguja grande cruce el número doce. Aguirre, Darwin, Velazco.
19:07 y faltan ocho vueltas. Por Bonpland derecho puede acelerar y de esta
manera acercarse al consultorio de Raúl. Seguir por El Salvador, luego Conesa.
Las 19:10: ya no cree llegar. Cómo explicarle a Raúl. A lo mejor mandar un
mensaje de texto y pedir que la espere unos minutos más. Lacroze. Los autos
detenidos esperan. La barrera está baja en la estación Colegiales. Laura decide
algo. Decidir es una acción difícil para ella. Raúl se lo dice siempre. Acelera
y avanza por la mano contraria a través de la avenida. Durante unos instantes
cree poder cruzar la vía con la barrera baja sin problema. Todo parece
despejado. Entonces es sentir esa angustia salada que se desliza por la cara
bajando desde el ángulo del ojo. Los sonidos se oyen lejanos como oídos dentro
de un tubo. Irrumpe en su nariz ese olor mezcla de especias y de frutas traído
desde la infancia. Laura conduce un auto negro. Y el estruendo sobrecoge la
tarde. Y el tren. Laura cierra los ojos.
CITA A CIEGAS
Beatriz Alonso Aranzábal
España
(1963)
Nada
más ver que usaba peluquín sintió un rechazo inmediato.
- ¡Mentiroso! -le echó en cara-. ¡Ni
rubio, ni alto, ni ojos azules!
- ¿Y
tú qué? -le espetó él-. ¿Dónde está la mujer con clase?
- ¡Pero qué sabrá un tipo vulgar como tú!
-contestó ella.
- Pues
que no eres más que una desesperada que necesita recurrir a los anuncios por
palabras -dijo él.
El
estrépito de una moto que pasó junto a ellos interrumpió la discusión. Se
miraron. Indeciso,
el hombre murmuró: "Mal empezamos". "Pues sí", respondió
ella casi en un susurro. El semáforo se puso en verde. En la otra acera había
un puesto de helados.
- ¿Cruzamos?
Hacía
calor aquella tarde de verano.
CÍRCULO
Juan D'Alessandro
Argentina
(1986)
Almendras,
el primer sabor que recuerdo. El patio de una casa en un barrio pobre. El sol.
Mi mamá, muy joven, sentada sobre una pirca de cemento, casi a la altura del
suelo, rompiendo la cascara de las almendras contra la pirca, con un cucharón.
Con sus dedos finos separaba los pedazos de esa cascara porosa, como de
madera, y nos daba la semilla alargada a mi hermana y a mí. Primero a ella,
para evitar su llanto. Yo esperaba. Teníamos dos años, quizá tres, y hacía
calor. Mi recuerdo se queda ahí. No sé de qué hablamos, pero mi mamá reía. Siempre le gustaron las almendras, a mí me gustan desde aquel día, y cada vez que
aplasto esa pulpa blanca -suave, crujiente, aceitosa- me acuerdo del sol en su
pelo castaño, ondulado, y de su sonrisa. Ahora que lo pienso, es el primer
recuerdo de mi vida. Y es un recuerdo feliz. Dicen que el cianuro tiene el olor
de las almendras amargas. Si algún día lo preciso, el primer recuerdo también
podría ser el último.
LA TEJEDORA
Jacques Sternberg
Bélgica
(1923-2006)
Nunca
la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única
inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los
ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge
era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la
belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta
perseverancia. Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que
abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la
desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana.
Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había
destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana. La dejé
sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
EL FIN DE LA LECTURA
Andrés Neuman
Argentina
(1977)
Lo
saben, sentenció Vílchez. Tenenbaum se volvió hacia él. Lo vio de espaldas,
contemplando algo a través del cristal de la sala. O quizá contemplando el
cristal mismo, sus manchas, los múltiples y microscópicos arañazos que,
observados desde muy cerca, podían parecer tan monstruosos como un vehículo
accidentado. Este
símil complació a Tenenbaum, que experimentó un moderado acceso de vanidad
literaria. Rinaldi guardaba silencio, absorto en ese teléfono móvil que
invariablemente lo reclamaba cada vez que le tocaba compartir un mismo espacio
con sus otros dos colegas. Lo saben, lo saben, lo saben, suspiró Vilchez con
resignación. Repuesto de su acceso de vanidad, Tenenbaum se puso en pie. Uno de
sus brazos se extendió en busca de uno de los hombros de Vilchez, que no
pareció asimilar este gesto de afecto o bien lo interpretó como algo muy
distinto del afecto. Ambas cosas eran ciertas. Tenenbaum no apreciaba a
Vilchez, como no apreciaba en verdad a ningún escritor que no fuera él mismo. Y
sin embargo empezaba a respetarlo, o a compadecerlo, lo cual en alguien secretamente
inseguro como Tenenbaum venia a ser casi idéntico. Ahora, por ejemplo, siendo
testigo del inesperado ataque de pánico de su compañero, minutos antes de que
diese comienzo la mesa redonda sobre la importancia de
la lectura en nuestros días, Tenenbaum pensó que la proverbial
altivez de Vilchez, que jamás se había permitido una duda ni el menor elogio
frente a él, tenía probablemente la misma causa que sus propias mezquindades.
Cuando Vílchez repitió como volviendo en sí, como sobreviviendo al accidente
del cristal que contemplaba: ellos ya lo saben, ya lo saben, entonces por fin
Rinaldi levantó la vista de su teléfono móvil. ¿Pero a qué te refieres?, le
preguntó. Vilchez declinó responder con una sonrisa irónica. Rinaldi
y Vilchez nunca se habían llevado bien, o mejor dicho siempre habían fingido
eficazmente que no se llevaban mal. Tenenbaum comparó sus expresiones, yendo
rápido de una a otra, intentando trazar una diagonal entre ellas. En opinión de
Tenenbaum, que era quien mejor se llevaba con ambos dentro de su generación,
quizá porque era también quien más los envidiaba, la animadversión entre
Rinaldi y Vilchez se basaba en un trágico malentendido: el de que ambos
luchaban por lo mismo. Nada más lejos de la realidad. Vilchez siempre había
aspirado a un prestigio excluyente, a una especie de liderazgo moral a largo plazo.
Rinaldi en cambio deseaba con furor (pero también con humor) una aceptación
rápida. Uno ansiaba, por así decirlo, ganar la lotería en el próximo sorteo. El
otro esperaba a que todos sus colegas la perdiesen, para ser recordado como el
único que no se había rebajado a apostar. Rinaldi no sabía, o no quería saber,
a qué se refería Vílchez. Tenenbaum tampoco quería saberlo, pero sí lo sabía.
Retiró poco a poco su brazo, que hasta entonces había permanecido sobre el
hombro quieto de Vílchez, y después lo miró a los ojos. Lo miró con una
atención física que nunca antes le había prestado, deteniéndose en su frente
rayada, en la pigmentación de sus mejillas, en sus incipientes patas de gallo,
en los pelos vibrátiles de sus fosas nasales, que se agitaban como si ocultasen
un ventilador interno. Este caprichoso símil complació sobremanera a Tenenbaum,
que estuvo a punto de olvidar lo que iba a decir. Tras unos instantes de
distracción poética, recuperó el hilo y la mirada de Vílchez para preguntarle
sin más rodeos: ¿Pero tú hace cuánto que no lees? Vílchez sólo pudo resoplar,
negar con la cabeza y encogerse de hombros. A Tenenbaum le pareció que, desde
su asiento al otro extremo de la sala, Rinaldi sonreía con alivio, como el
ladrón que descubre que la policía también roba. Este símil no le produjo la
menor satisfacción. Sonaron tres breves golpes en la puerta de la sala donde
esperaban los escritores. De inmediato asomó la cabeza redonda y excesivamente
amable del poeta Piotr Czerny, quien, como organizador del ciclo de fomento de
la lectura, sería el encargado de moderar la mesa redonda entre ellos.
¿Preparados, caballeros?, preguntó en un tono que a Rinaldi, que tendía a
desconfiar de la cortesía ajena, le pareció burlón. Todavía en estado de
contracción muscular, Vílchez le susurró al oído a Tenenbaum: Tenemos que salir
y reconocerlo delante de todos. Caballeros, canturreó el moderador, cuando ustedes
quieran, el público está deseando escucharlos, ha venido bastante gente. Mejor
empiezo yo, ¿no, Vílchez?, dijo Rinaldi poniéndose en pie.
UN TIMO
Anton Chéjov
Rusia
(1860-1904)
En
la vieja Inglaterra, los delincuentes condenados a muerte gozaban del derecho a
vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y fisiólogos. El dinero obtenido
de esta forma lo legaban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, preso por
un crimen horrible, llamó a la cárcel a un médico y, tras regatear hasta el
hartazgo, le vendió su propio cuerpo por dos guineas. Pero al recibir el
dinero, de pronto, empezó a reírse a carcajadas.
- ¿De
qué se ríe? -se asombró el médico.
- ¡Usted
me compró el cuerpo creyendo que yo iba a ser colgado -dijo el delincuente sin
parar de reír-, pero yo lo timé! ¡Voy a ser quemado!
ENEMIGOS
Patricia Nasello
Argentina
(1959)
Atraviesan
una espada en su vientre, el herido se arrastra, lo miran reptar. Uno
de ellos se impacienta, alza el arma.
- Todavía
no -protestan los otros-. Que sufra un rato más, nos debe demasiadas.
El
tiro es certero y la muerte instantánea. Quien
disparó hace bromas procaces y ríe
histéricamente. Sus carcajadas se pierden bajo el ruido escandaloso que provocan los otros victimarios que ahora
luchan entre sí, todos creen tener preeminencia para hurgar dentro del cadáver.
Muerto
el hombre lobo, no es de extrañar que se maten entre ellos por una bala de
plata.
EL ESPERADOR DE
MUCHACHAS
Diego Muñoz Valenzuela
Chile
(1956)
El
esperador se instala en las esquinas tumultuosas del centro comercial de la
ciudad. Los años cargan sus espaldas de achaques, arrugas, canas y falta de
garbo. Sin embargo, aún se viste con toques juveniles: un pañuelo de colores
arrollado al cuello, una chaqueta de cotelé, zapatos terminados en punta. Se
ubica frente al paso de cebra a esperar las muchachas que corren cuando el
semáforo está a punto de cambiar. Así por un instante imagina que corren a sus
brazos, arrobadas de amor, totalmente rendidas. Sonríe, cierra los ojos,
encantado, y las muchachas pasan a su lado, sin verlo.
LETRAS
Fernanda Sánchez
Argentina
(1981)
No
era siempre, pero a veces sucumbo a la tentación de retocar el recuerdo y digo
que sí, que era siempre. Pero no; era si -y sólo si- habíamos comido tortilla
de papas, una cosa maravillosa de color amarillo que mamá sabía hacer perfecta
y con los moretones justos. Esos días, y nada más que esos días, teníamos lo
único realmente indispensable para el ritual: una sartén sucia. Mamá se ponía
entonces a lavar los vasos, los cubiertos, los platos (en ese orden) y ya sobre
el final nos llamaba para el postre: "¡Viene la sartén! ¡La sartén!",
gritaba. La sartén venía y nosotros íbamos atropelladamente a la cocina, a
mirar la magia. Ahora pienso que en puntas de pie era que mirábamos, pero no es
verdad. Son de nuevo las ganas de retocar recuerdos. Ya estábamos los tres
crecidos, o al menos lo suficientemente altos como para llegar al mármol y
mirar sin puntas lo que pasaba adentro de la pileta. Mamá -de guantes Mapa
naranjas- agarraba la sartén con una mano mientras que con la otra dibujaba
líneas de espuma. "¿Y ésta? ¿Qué letra es?", preguntaba. Comenzaba
siempre con las vocales, con una e que no es esta que ves acá, sino una cursiva
que parecía una ola de hilo y que a mí me encantaba por lo tramposa. Podía ser
e o podía ser ele, todo dependía del alto, de la espuma, de las ganas que
tuviera mamá de que yo les ganara a los chicos en la adivinanza. La sartén, la
espuma, las letras, y vuelta a comenzar. El recuerdo retocado dice que
pasábamos horas así, mirando una sartén fluctuante, la procesión de letras.
Tampoco es verdad. Dice incluso que esos guantes fueron los únicos Mapa
naranjas de mi vida. Falso otra vez. El tipo de la morguera tenía unos
igualitos, y esos también escribían cosas que todavía no entiendo.