3 de mayo de 2015

Entremeses literarios (CLXXXIII)

UNA MUCHACHA QUE CAE
Dino Buzzati
Italia (1906-1972)

Con despecho se dio cuenta que una treintena de metros más abajo otra muchacha estaba cayendo. Era decididamente más bella que ella y portaba un vestido de media tarde con mucha clase. Quién sabe por qué, la otra descendía a una velocidad muy superior a la suya, hasta el punto que en pocos instantes la distanció y desapareció allá abajo, a pesar de los llamados de Marta. Sin duda iba a llegar a la fiesta antes que ella; tal vez era un plan calculado de antemano para suplantarla. Luego Marta se dio cuenta que ellas dos no eran las únicas que caían. A todo el largo de los flancos del rascacielos, otras mujeres jóvenes se deslizaban en el vacío, las caras tensas por la excitación del vuelo, agitando festivamente las manos como para decir: aquí estamos, aquí venimos, es nuestra hora, festéjennos, ¿no es verdad que el mundo es nuestro?


LAURA CERRÓ LOS OJOS
Luz María Gainza
Argentina (1971)

Laura quedó inmóvil en medio de la feria. La mirada se fijó en sus ojotas contra los adoquines transpirados. Fascinada por los ruidos que le llega­ban desde lejos como a través de un tubo. Fascina­da por el olor, mezcla de especias y de frutas, y las luces de las bombitas que comenzaban a reempla­zar al sol. Laura se hundía junto a sus ojos fijos en el empedrado en una fijeza que la separaba de la confusión a su alrededor. No soltaba la mano de su madre que la sostenía en lo conocido. Recorrieron los puestos. La libertad podía resultar un exceso, la soledad repentina entre tanto extraño. Habitualmente aquello era una explanada al costado de la vía próxima a la estación Colegiales. Los sábados se transformaba en el intercambio enloquecido del mercado. Laura acompañaba mansamente, espera­ba ansiosa la recompensa. Del otro lado de la vía, la calesita al final del recorrido. La madre no advirtió el brillo salado en el án­gulo del ojo, ese desprendimiento de angustia que Laura hubiese preferido evitar. Una angustia sin motivo que impregnaba todo lo que la rodeaba, una angustia que la invadía desde los ojos, desde los oídos, desde la nariz con ese olor mezcla de fru­tas y de especias. Juntas, Laura y su madre, cami­naron de la mano hasta dejar las bolsas en el auto y después volvieron para cruzar la vía hacia la calesi­ta. La barrera estaba baja, se escuchó la bocina y la alarma avisando la llegada del tren. Laura sacudió la pollera de su madre y señaló con su dedo índice un auto que avanzaba veloz­mente en sentido contrario por la avenida. Era ne­gro. Parecía no detenerse ante ninguna de las seña­les. Ni siquiera la barrera. Se escuchó un estruendo que sobrecogió la tarde. Laura cerró los ojos.
Laura ahora tiene treinta y nueve años y está cansada. Llega tarde a la cita con Raúl para decir­le, justamente, que está cansada. Que todo lo que sucede es lo mismo pero con otro nombre. Raúl es su psicoanalista. Los sueños son siempre pesadillas, ficciones pequeñas e irónicas. Ni siquiera le quedan ganas de soñar. Mejor cerrar los ojos y dejarse ir a ese hueco del pensamiento donde impera la nada, donde no hay cansancio, ni deseos, ni realidades. El tráfico la obliga a seguir un recorrido ines­perado que la retrasa más todavía. Un juego que la lleva al centro de un laberinto de calles desco­nocidas transitadas de silencios y bocinas. Puede perderse para siempre en el medio de la ciudad y transformarse en vereda, en semáforo, en un cartel con un nombre que ya no será el suyo. Conduce el Citroën por Honduras hasta Juan B. Justo. Imagina a Raúl contando uno a uno los quince minutos de tolerancia. Las 18:57; aún no empieza. Fatigan los ojos la suciedad de la avenida vieja, fatigan los autos suspendidos en el momento de quedarse quietos. Lentamente llega a Aguirre. Ahora Raúl estará mirando su antiguo reloj, espe­rando el instante exacto en que la pequeña aguja de oro alcance el número siete. Después esperará quince veces el momento en que la aguja grande cruce el número doce. Aguirre, Darwin, Velazco. 19:07 y faltan ocho vueltas. Por Bonpland dere­cho puede acelerar y de esta manera acercarse al consultorio de Raúl. Seguir por El Salvador, luego Conesa. Las 19:10: ya no cree llegar. Cómo expli­carle a Raúl. A lo mejor mandar un mensaje de texto y pedir que la espere unos minutos más. Lacroze. Los autos detenidos esperan. La barrera está baja en la estación Colegiales. Laura decide algo. Decidir es una acción difícil para ella. Raúl se lo dice siempre. Acelera y avanza por la mano contraria a través de la avenida. Durante unos instantes cree poder cruzar la vía con la barrera baja sin problema. Todo parece despejado. Entonces es sentir esa angustia salada que se desliza por la cara bajando desde el ángulo del ojo. Los sonidos se oyen lejanos como oídos dentro de un tubo. Irrumpe en su nariz ese olor mezcla de especias y de frutas traído desde la infancia. Laura conduce un auto negro. Y el es­truendo sobrecoge la tarde. Y el tren. Laura cierra los ojos.


CITA A CIEGAS
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Nada más ver que usaba peluquín sintió un rechazo inmediato.
- ¡Mentiroso! -le echó en cara-. ¡Ni rubio, ni alto, ni ojos azules!
- ¿Y tú qué? -le espetó él-. ¿Dónde está la mujer con clase?
¡Pero qué sabrá un tipo vulgar como tú! -con­testó ella.
- Pues que no eres más que una desesperada que necesita recurrir a los anuncios por palabras -dijo él.
El estrépito de una moto que pasó junto a ellos inte­rrumpió la discusión. Se miraron. Indeciso, el hombre murmuró: "Mal empezamos". "Pues sí", respondió ella casi en un susurro. El semáfo­ro se puso en verde. En la otra acera había un puesto de helados.
- ¿Cruzamos?
Hacía calor aquella tarde de verano.


CÍRCULO
Juan D'Alessandro
Argentina (1986)

Almendras, el primer sabor que recuerdo. El patio de una casa en un barrio pobre. El sol. Mi mamá, muy joven, sentada sobre una pirca de cemento, casi a la altura del suelo, rompiendo la cascara de las al­mendras contra la pirca, con un cucharón. Con sus dedos finos separaba los pedazos de esa cascara po­rosa, como de madera, y nos daba la semilla alargada a mi hermana y a mí. Primero a ella, para evitar su llanto. Yo esperaba. Teníamos dos años, quizá tres, y hacía calor. Mi recuerdo se queda ahí. No sé de qué hablamos, pero mi mamá reía. Siempre le gustaron las almendras, a mí me gustan desde aquel día, y cada vez que aplasto esa pulpa blanca -suave, cru­jiente, aceitosa- me acuerdo del sol en su pelo cas­taño, ondulado, y de su sonrisa. Ahora que lo pienso, es el primer recuerdo de mi vida. Y es un recuerdo feliz. Dicen que el cianuro tiene el olor de las al­mendras amargas. Si algún día lo preciso, el primer recuerdo también podría ser el último.


LA TEJEDORA
Jacques Sternberg
Bélgica (1923-2006)

Nunca la había visto yo sin sus agujas de tejer. Tejer era su pasión, su única inquietud. Incluso si un rayo caía al pie de su ventana, ella no apartaba los ojos del tejido. Pero yo conocía sus ojos. Eran verdes, admirables. Porque Ylge era hermosa, extrañamente hermosa. Y aún más extraño era el contraste entre la belleza de Ylge y la banalidad de esa labor que ella cumplía con tanta perseverancia. Me hicieron falta seis meses para convencer a Ylge de que abandonara por un rato el tejido y las agujas. La conduje a la cama y la desvestí. En su cabeza, entre dos mechones de pelo, vi un pequeño hilo de lana. Tiré de él. Durante una hora tiré de él. Finalmente comprendí que había destejido a Ylge y que ahora tenía entre manos una enorme bola de lana. La dejé sobre una mesa. ¿Qué otra cosa podría haber hecho?


EL FIN DE LA LECTURA
Andrés Neuman
Argentina (1977)

Lo saben, sentenció Vílchez. Tenenbaum se volvió hacia él. Lo vio de espaldas, contemplando algo a través del cristal de la sala. O quizá contemplando el cristal mismo, sus manchas, los múl­tiples y microscópicos arañazos que, observados desde muy cerca, podían parecer tan monstruosos como un vehículo accidentado. Este símil complació a Tenenbaum, que experimentó un moderado acceso de vanidad literaria. Rinaldi guardaba silencio, absorto en ese teléfono móvil que invariablemente lo reclamaba cada vez que le tocaba compartir un mismo espacio con sus otros dos colegas. Lo saben, lo saben, lo saben, suspiró Vilchez con resignación. Repuesto de su acceso de vanidad, Tenenbaum se puso en pie. Uno de sus brazos se extendió en busca de uno de los hombros de Vilchez, que no pareció asimilar este gesto de afecto o bien lo in­terpretó como algo muy distinto del afecto. Ambas cosas eran ciertas. Tenenbaum no apreciaba a Vilchez, como no apreciaba en verdad a ningún escritor que no fuera él mismo. Y sin embargo empezaba a respetarlo, o a compadecerlo, lo cual en alguien secre­tamente inseguro como Tenenbaum venia a ser casi idéntico. Aho­ra, por ejemplo, siendo testigo del inesperado ataque de pánico de su compañero, minutos antes de que diese comienzo la mesa redonda sobre la importancia de 
la lectura en nuestros días, Tenenbaum pensó que la proverbial altivez de Vilchez, que jamás se había permitido una duda ni el menor elogio frente a él, tenía probablemente la misma causa que sus propias mezquindades. Cuando Vílchez repitió como volviendo en sí, como sobreviviendo al accidente del cristal que contemplaba: ellos ya lo saben, ya lo saben, entonces por fin Rinaldi levantó la vista de su teléfono mó­vil. ¿Pero a qué te refieres?, le preguntó. Vilchez declinó responder con una sonrisa irónica. Rinaldi y Vilchez nunca se habían llevado bien, o mejor dicho siempre habían fingido eficazmente que no se llevaban mal. Tenenbaum comparó sus expresiones, yendo rápido de una a otra, intentando trazar una diagonal entre ellas. En opinión de Tenenbaum, que era quien mejor se llevaba con ambos dentro de su generación, quizá porque era también quien más los envidiaba, la animadversión entre Rinaldi y Vilchez se basaba en un trágico mal­entendido: el de que ambos luchaban por lo mismo. Nada más lejos de la realidad. Vilchez siempre había aspirado a un prestigio excluyente, a una especie de liderazgo moral a largo plazo. Rinaldi en cambio deseaba con furor (pero también con humor) una acepta­ción rápida. Uno ansiaba, por así decirlo, ganar la lotería en el próximo sorteo. El otro esperaba a que todos sus colegas la perdie­sen, para ser recordado como el único que no se había rebajado a apostar. Rinaldi no sabía, o no quería saber, a qué se refería Vílchez. Tenenbaum tampoco quería saberlo, pero sí lo sabía. Retiró poco a poco su brazo, que hasta entonces había permanecido sobre el hombro quieto de Vílchez, y después lo miró a los ojos. Lo miró con una atención física que nunca antes le había prestado, deteniéndose en su frente rayada, en la pigmentación de sus mejillas, en sus incipientes patas de gallo, en los pelos vibrátiles de sus fosas nasales, que se agitaban como si ocultasen un ventilador interno. Este caprichoso símil complació sobremanera a Tenenbaum, que estuvo a punto de olvidar lo que iba a decir. Tras unos instantes de distracción poética, recuperó el hilo y la mirada de Vílchez para preguntarle sin más rodeos: ¿Pero tú hace cuánto que no lees? Vílchez sólo pudo resoplar, negar con la cabeza y encogerse de hombros. A Tenenbaum le pareció que, desde su asiento al otro extremo de la sala, Rinaldi sonreía con alivio, como el ladrón que descubre que la policía también roba. Este símil no le produjo la menor satisfacción. Sonaron tres breves golpes en la puerta de la sala donde espera­ban los escritores. De inmediato asomó la cabeza redonda y excesi­vamente amable del poeta Piotr Czerny, quien, como organizador del ciclo de fomento de la lectura, sería el encargado de moderar la mesa redonda entre ellos. ¿Preparados, caballeros?, preguntó en un tono que a Rinaldi, que tendía a desconfiar de la cortesía ajena, le pareció burlón. Todavía en estado de contracción muscular, Vílchez le susurró al oído a Tenenbaum: Tenemos que salir y reconocerlo delante de todos. Caballeros, canturreó el moderador, cuando uste­des quieran, el público está deseando escucharlos, ha venido bas­tante gente. Mejor empiezo yo, ¿no, Vílchez?, dijo Rinaldi ponién­dose en pie.


UN TIMO
Anton Chéjov
Rusia (1860-1904)

En la vieja Inglaterra, los delincuentes condenados a muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma lo legaban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, preso por un crimen horrible, llamó a la cárcel a un médico y, tras regatear hasta el hartazgo, le vendió su propio cuerpo por dos guineas. Pero al recibir el dinero, de pronto, empezó a reírse a carcajadas.
- ¿De qué se ríe? -se asombró el médico.
- ¡Usted me compró el cuerpo creyendo que yo iba a ser colgado -dijo el delincuente sin parar de reír-, pero yo lo timé! ¡Voy a ser quemado!


ENEMIGOS
Patricia Nasello
Argentina (1959)

Atraviesan una espada en su vientre, el herido se arrastra, lo miran reptar. Uno de ellos se impacienta, alza el arma.
- Todavía no -protestan los otros-. Que sufra un rato más, nos debe demasiadas.
El tiro es certero y la  muerte instantánea. Quien disparó hace bromas procaces y ríe histéricamente. Sus carcajadas se pierden bajo el ruido escandaloso que provocan los otros victimarios que ahora luchan entre sí, todos creen tener preeminencia para hurgar dentro del cadáver.
Muerto el hombre lobo, no es de extrañar que se maten entre ellos por una bala de plata.


EL ESPERADOR DE MUCHACHAS
Diego Muñoz Valenzuela
Chile (1956)

El esperador se instala en las esquinas tumultuosas del centro comer­cial de la ciudad. Los años cargan sus espaldas de achaques, arrugas, canas y falta de garbo. Sin embargo, aún se viste con toques juveniles: un pañuelo de colores arrollado al cuello, una chaqueta de cotelé, zapatos terminados en punta. Se ubica frente al paso de cebra a esperar las muchachas que co­rren cuando el semáforo está a punto de cambiar. Así por un instante imagina que corren a sus brazos, arrobadas de amor, totalmente rendidas. Sonríe, cierra los ojos, encantado, y las muchachas pasan a su lado, sin verlo.


LETRAS
Fernanda Sánchez
Argentina (1981)

No era siempre, pero a veces sucumbo a la ten­tación de retocar el recuerdo y digo que sí, que era siempre. Pero no; era si -y sólo si- habíamos comi­do tortilla de papas, una cosa maravillosa de color amarillo que mamá sabía hacer perfecta y con los moretones justos. Esos días, y nada más que esos días, teníamos lo único realmente indispensable para el ritual: una sartén sucia. Mamá se ponía entonces a lavar los vasos, los cubiertos, los platos (en ese orden) y ya sobre el final nos llamaba para el postre: "¡Viene la sartén! ¡La sartén!", gritaba. La sartén venía y nosotros íbamos atropelladamente a la cocina, a mirar la magia. Ahora pienso que en puntas de pie era que mirábamos, pero no es verdad. Son de nuevo las ganas de retocar recuer­dos. Ya estábamos los tres crecidos, o al menos lo suficientemente altos como para llegar al mármol y mirar sin puntas lo que pasaba adentro de la pileta. Mamá -de guantes Mapa naranjas- agarraba la sartén con una mano mientras que con la otra dibujaba líneas de espuma. "¿Y ésta? ¿Qué letra es?", preguntaba. Comenzaba siempre con las vocales, con una e que no es esta que ves acá, sino una cur­siva que parecía una ola de hilo y que a mí me en­cantaba por lo tramposa. Podía ser e o podía ser ele, todo dependía del alto, de la espuma, de las ganas que tuviera mamá de que yo les ganara a los chicos en la adivinanza. La sartén, la espuma, las letras, y vuelta a comenzar. El recuerdo retocado dice que pasábamos horas así, mirando una sartén fluctuante, la procesión de letras. Tampoco es verdad. Dice incluso que esos guantes fueron los únicos Mapa naranjas de mi vida. Falso otra vez. El tipo de la morguera tenía unos igualitos, y esos también es­cribían cosas que todavía no entiendo.