Entre 1939
y 1944 Julio Cortázar (1914-1984) vivió en Chivilcoy. Allí, en la Escuela
Normal, dio clases como profesor de Literatura. Luego se mudó a la ciudad
de Mendoza, en cuya Universidad Nacional de Cuyo impartió cursos
de literatura francesa. En 1946, cuando Perón ganó las elecciones
presidenciales, presentó su renuncia. De regreso en Buenos Aires, comenzó a
trabajar en la Cámara Argentina del Libro y a colaborar en diversas revistas,
entre ellas "Los Anales de Buenos Aires", "Huella", "Canto", "Correo Literario"
y "Realidad". Esta última había sido fundada por el escritor Francisco Ayala (1906-2009)
y el pedagogo Lorenzo Luzuriaga (1889-1959), dos españoles que se exiliaron
en Argentina tras la Guerra Civil Española, y era dirigida por el filósofo
hispano-argentino Francisco Romero (1891-1962). De la revista "Realidad",
subtitulada "Revista de ideas", se publicaron dieciocho números entre 1947 y 1949
con una periodicidad bimestral, y en ella escribieron, entre otros prestigiosos
escritores, Juan Ramón Jiménez (1881-1958), Eduardo Mallea (1903-1982) y Enrique
Anderson Imbert (1910-2000). En su nº 14, correspondiente a Marzo-Abril de
1949, apareció "Un Adán en Buenos Aires", la reseña que Cortázar
realizara sobre la novela "Adán Buenosayres" de Leopoldo Marechal. La obra, por
su planteo innovador e irreverente sobre la manera de ser de los argentinos,
había desacomodado a la crítica y sólo recibió el reconocimiento del joven
Cortázar y algunos pocos más.
Cuando, en
1965, Marechal publicó "El banquete de Severo Arcángelo" con un considerable
éxito que lo trajo nuevamente a la consideración pública, la casa editorial que
diecisiete años antes había publicado "Adán Buenosayres" (una edición de 3.000
ejemplares de los cuales quedaban aún 600 sin vender) decidió hacer una segunda
edición aprovechando el suceso de "El banquete…". Marechal la había comenzado a
escribir en 1963, el mismo año en que Cortázar publicaba "Rayuela". De inmediato
la crítica especializada encontró una relación entre ambas novelas. Las dos mostraban a su protagonista deambulando por las calles de Buenos Aires y París,
respectivamente, buscando una salida para su desconcierto interno. Inmerso en
su crisis existencial, Adán llega al límite de plantearse el valor real de su
labor como artista y como intelectual. Oliveira, por su parte, se reprocha
continuamente la desconexión existente entre su mundo hecho de abstracciones y
la visión certera de la realidad que halla en la Maga. También el desenfado
intelectual de muchas conversaciones de "Adán Buenosayres" es un notable
antecedente de otras muchas de "Rayuela". La delirante tertulia en casa de los
Amundsen constituye una constante fuerte de comicidad y, a la vez, desvela las
posturas metafísicas de Marechal. En "Rayuela" la reunión de amigos del Club de
la Serpiente o las numerosas conversaciones y reflexiones salpicadas a lo largo
del texto también reproducen ese entrecruzamiento entre el humor y la seriedad
tan frecuentes en Cortázar.
Fue por
entonces que comenzó el intercambio epistolar entre ambos escritores. Marechal
le escribió a Cortázar agradeciéndole aquel gesto de antaño. Desde París, éste
le reiteró su admiración: "Gracias por su mensaje tan cordial. Creo que
tiene usted razón, porque lamenta haber tardado tantos años en enviarme unas
líneas; yo lo lamenté profundamente en la época en que usted publicó 'Adán
Buenosayres', pero también pensé que usted tendría sus razones para no decirme
lo que me dice ahora. Por otra parte, ¿qué importa el tiempo? Lo único bueno es
recibir en cualquier momento de la vida una carta como la suya, y pensar que
valía la pena haber roto una lanza en su día por una obra admirable e
incomprendida". "A mi entender -le escribió Marechal en otra carta-, 'La
Rayuela' (sic) y 'Sobre héroes y tumbas' de Sabato, son los dos
monumentos de nuestra narrativa que se yerguen, insólitos y ariscos entre las
pequeñeces que dejó ese género literario en nuestra última década". "Me
alegra de verdad que 'Rayuela' signifique algo para usted, porque para
mí, es la prueba de que esa tentativa ha cuajado, por lo menos parcialmente.
Poco o nada me importa el juicio 'crítico' a dos o tres columnas, sea favorable
o negativo; algunas cartas de gente joven, algunos testimonios inesperados y
conmovedores, y ahora esta carta suya, me pagan con creces un trabajo de años.
Pienso que usted lo comprenderá muy bien, porque nos marcó un gran rumbo con
su Adán... y porque sin duda pasó por experiencias análogas", le
respondió Cortázar.
UN ADÁN EN BUENOS AIRES
La
aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las
letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y
expectativa. Las notas que siguen -atentas sobre todo al libro como tal, y no a
sus concomitancias históricas que tanto han irritado o divertido a las "coteries" locales- buscan ordenar la múltiple materia que este libro precipita en un
desencadenado aluvión, verificar sus capas geológicas a veces artificiosas y
proponer las que parecen verdaderas y sostenibles. Por cierto que algo de
cataclismo signa el entero decurso de "Adán Buenosayres"; pocas veces se ha visto
un libro menos coherente, y la cura en salud que adelanta sagaz el prólogo no
basta para anular su contradicción más honda: la existente entre las normas
espirituales que rigen el universo poético de Marechal y los caóticos productos
visibles que constituyen la obra. Se tiene constantemente la impresión de que
el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera
tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico,
una guarda griega, un arco de fiesta florentina del "cinquecento", o un ocho de
tango "canyengue". Y que Marechal se ha quedado mirando eso que también era suyo
-tan suyo como el compás, la rosa en la balanza y la regla áurea- y que
contempla su obra con una satisfecha tristeza algo malvada (muy preferible a
una triste satisfacción algo mediocre). Abajo el imperio de estos contrarios se
imbrican y alternan las instancias, los planos, las intenciones, las
perversiones y los sueños de esta novela; materias tan próximas al hombre
-Marechal o cualquiera- que su lluvia de setecientos espejos ha aterrado a
muchos de los que sólo aceptan espejo cuando tienen compuesto el rostro y
atildada la ropa, o se escandalizan ante una buena puteada cuando es otro el
que la suelta, o hay señoras, o está escrita en vez de dicha -como si los ojos
tuvieran más pudor que los oídos.
Veamos de poner un poco de orden en tanta confusión primera. "Adán Buenosayres" consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las
corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones
envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de
personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista.
Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales
los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación,
apéndice, notas y glosario. En el prólogo se dice exactamente lo contrario, o
sea que los primeros libros valen ante todo como introducción a los dos finales
-"El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la oscura ciudad de
Cacodelphia"-. Pero una vez más cabe comprobar cómo las obras evaden la
intención de sus autores y se dan sus propias leyes finales. Los libros VI y
VII podrían desglosarse de "Adán Buenosayres" con sensible beneficio para la
arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos si no es en
función de "addenda" y documentación; carecen del color y del calor de la novela propiamente
dicha, y se ofrecen un poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo
incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero.
Tras el esquema del libro, su armazón interna. Una gran
angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es
proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los
destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de
infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de
la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad
dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se
resiste a los órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su
angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los
planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al
porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista
traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra; más que combatirlos,
los asume y los completa. ¿Por qué combatirlos si de ellos nacen la fuerza y el
impulso para un Borges, un Güiraldes, un Mallea? El ajuste final sólo puede
sobrevenir cuando lo válido nuestro -imprevisible salvo para los eufóricos
folkloristas, que no han hecho nada importante aquí- se imponga desde adentro,
como en lo mejor de "Don Segundo...", la poesía de Ricardo Molinari, el cateo de "Historia de una pasión argentina". Por eso el desajuste que angustia a Adán
Buenosayres da el tono del libro, y vale biográficamente más que la galería
parcial, arbitraria o "genre nature" que puebla el infierno concebido por el
astrólogo Schultze.
De muy honda raíz es ese desasosiego; más hondo en verdad que
el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal; no hay duda que el ápice
del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San
Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por
ahí (no en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por
donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea. Mal que le
pese, su horrible náusea ante el Cristo de la Mano Rota se toca y concilia con
la náusea de Roquentin en el jardín botánico y la de Mathieu en los muelles del
Sena.
Por debajo de esta estructura se ordenan los planos sociales del libro. Ya que
el número 2 existe ("con el número 2 nace la pena"), ya que hay un
tú, la ansiedad del autor se vuelca a lo plural y busca explorarlo, fijarlo,
comprenderlo. Entonces nace la novela, y "Adán Buenosayres" entra en su dimensión
que me parece más importante. Muy pocas veces entre nosotros se había sido tan
valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están ahí mientras escribo
estas palabras, a los hechos que mi propia vida me da y me corrobora diariamente,
a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle,
en los círculos, en el tranvía y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez,
Marechal entra resuelto por un camino ya ineludible si se quiere escribir
novelas argentinas; vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y
sus contrarios en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que
aquí se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las
maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión que
se adecua a su contenido. Siguen las pruebas: si el "Cuaderno de Tapas
Azules" dice con lenguaje petrarquista y giros del Siglo de Oro un
laberinto de amor en el que sólo faltan unicornios para completar la alegoría y
la simbólica, el velorio del pisador de barro de Saavedra está contado con un
idioma de velorio nuestro, de velorio en Saavedra allá por el veintitantos. Si
el deseo de jugar con la amplificación literaria de una pelea de barrio
determina la zumbona reiteración de los tropos homéricos, la llegada de la Beba
para ver al padre muerto y la traducción de este suceso barato y conmovedor
halla un lenguaje que nace preciso de las letras de "Flor de fango" y
"Mano a mano". En ningún momento -aparte de las caídas inevitables en
quien no profesa de continuo la prosa, y de toda obra extensa- cabe advertir la
inadecuación fondo-forma que, tan señaladamente, malogra casi toda la
novelística nacional. Marechal ha comprendido que la plural dispersión en que
lucharon él y sus amigos de Martín Fierro no podía subsumirse a un denominador
común, a un estilo. Las materias se dan en este libro con la fresca afirmación
de sus polaridades. Y el único gran fracaso de la obra es la ambición no
cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles sustancias allí
yuxtapuestas. No fue conseguido, y en verdad no importa demasiado. Ya es mucho
que Marechal no se haya traicionado con una mediocre nivelación de desajustes.
El buscaba más que eso, y tal vez le toque encontrarlo.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza "Adán Buenosayres" su más alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en Letras que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor con ella pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de "Adán Buenosayres" vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza "Adán Buenosayres" su más alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en Letras que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor con ella pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de "Adán Buenosayres" vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Ignoro si se ha señalado cómo tropiezan nuestros novelistas
cuando, a mitad de un relato, plantean discusiones de carácter filosófico o
literario entre sus personajes. Lo que un Huxley o un Gide resuelven sin
esfuerzo, suena duro e ingrato en nuestras novelas; por eso cabe llamar la
atención sobre el "ars poetica" que, disperso y revuelto, dialogan
aquí y allá los protagonistas de "Adán Buenosayres", y la limpieza con que los
debates se insertan en la acción misma. La progresiva pérdida de unidad que resiente la novela a medida que avanza, ha
permitido brillantes relatos independientes que alzan el nivel sensiblemente
inferior del viaje al infierno porteño; la historia del Personaje -con
agradecida deuda a Payró- toca a fondo la picaresca burocrática que
desoladamente padecemos.
Quiero cerrar este pasaje de "Adán Buenosayres" con dos
observaciones. Por un mecanismo frecuente en la literatura, nace ésta de un
rechazo o una nostalgia. A la hora de la crisis -en la extrema tensión de su
alma y de su libro Marechal dice ante el Cristo de la Mano Rota: "Sólo me fue
dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura; y extravié los
caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un
viajero, y tú el fin de mi viaje". Muchas otras veces, este alfarero de objetos
bellos se reprochará su vocación demorada en lo estético. Qué entrañable ha de
ser esta demora, esta búsqueda por las "huellas peligrosas", cuando
su producto es una de las obras poéticas más claras de nuestra tierra.
Este mismo desconcierto interno de Marechal se traduce
en otro resultado insólito. Creo sensato sospechar que su esquema novelesco
reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora de los episodios
preliminares y concretándose al fin en el cuaderno del libro VI. La concepción
dantesca de ese amor, exigiendo una expresión laberíntica y preciosista, lo
escamotea a nuestra sensibilidad y nos deja una teoría de intuiciones poéticas
en alto grado de enrarecimiento intelectual. Si nada de esto es reprensible en
sí, lo es dentro de una novela cuyos restantes planos son de tan directo
contacto con el tú, con nosotros como argentinos siglo XX. Y entonces,
inevitablemente, la balanza se inclina del lado nuestro, y la náusea de Adán al
oler la curtiembre nos alcanza más a fondo que Aquella en su spenseriano jardín
de Saavedra. Ojalá la obra novelística futura de Marechal reconozca el balance
de este libro; si la novela moderna es cada vez más una forma poética, la
poesía a darse en ella sólo puede ser inmediata y de raíz surrealista; la
elaborada continúa y prefiere el poema, donde debió quedar Aquélla con su
simbología taraceada, porque ése era su reino.
La segunda observación toca al humor. Marechal vuelve
con "Adán Buenosayres" a la línea caudalosa de Mansilla y Payró, al relato
incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona de lo literario puro, que
es juego y ajuste e ironía. No hay humor sin inteligencia, y el predominio de
la sentimentalidad sobre aquélla se advierte en los novelistas en proporción
inversa de humor en sus libros; esta feliz herencia de los ensayistas siglo
XVIII, que salta a la novela por vía de Inglaterra, da un tono narrativo que
Marechal ha escogido y aplicado con pleno acierto en los momentos en que hacía
falta. Sobre todo en las descripciones y las réplicas, y cuando no lo enfatiza;
así el episodio de los homoplumas comienza del mejor modo -el retrato en diez
líneas del malevo es un hallazgo-, pero termina alicaído con los discursos del
speaker. El humor en "Adán Buenosayres" se alía con un frecuente afán objetivo,
casi de historiador, y acaba de dar a esta novela su tono documental que, si la
aleja de nosotros en cuanto a adhesión entrañable, nos la ofrece
panorámicamente y con amplia perspectiva intelectual. No sé, por razones de
edad, si "Adán Buenosayres" testimonia con validez sobre la etapa
martinfierrista, y ya se habrá notado que mi intento era más filológico que
histórico. Su resonancia sobre el futuro argentino me interesa mucho más que su
documentación del pasado. Tal como lo veo, "Adán Buenosayres" constituye un
momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea
un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva,
como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto
último, y se obligan a no desconocerlo.