31 de mayo de 2015

Marechal en tiempo y forma (6). Abelardo Castillo: "Fiesta para Marechal"

"Adán Buenosayres" fue una novela maldita, pero no fue sólo la ignorancia la que condenó al libro y al autor a un largo ostracismo. Despreciado por cierta intelectualidad que nunca le perdonó su adhesión al peronismo, Marechal también fue marginado por la burocracia de su partido, que no toleró que un hombre de la cultura nacional y popular escribiera un libro metafísico. "Se produjo un hecho muy curioso: la intelectualidad argentina, antiperonista en su mayoría, y que me conocía bien, personalmente, me excluyó de su seno. Por el otro lado, los peronistas prácticamente ignoraron mi existencia: ponían el acento sobre aspectos populistas de la cultura", le contó Marechal al prestigioso poeta argentino Juan Gelman (1930-2014) en julio de 1967, época en la que "El banquete de Severo Arcángelo", su segunda novela, era un éxito de ventas. "Vino lo del '55. Entré en una década de soledad terrible. Hasta que apareció 'El banquete...', muchos, aquí y en el extranjero, me creían muerto".
A comienzos de 1961 el escritor argentino Abelardo Castillo (1935) estaba embarcado en el proyecto de concretar una revista cultural diferente: "El escarabajo de oro". Venía de fundar, dos años antes, "El Grillo de Papel", revista de la que sólo aparecieron seis números. El por entonces joven periodista cultural llegó a la casa en Santos Lugares de Ernesto Sabato (1911-2011), escritor al que consideraba un maestro, en busca de su opinión sobre a quién se podía entrevistar para la revista en preparación. Sabato le contestó: "Sí, a Leopoldo Marechal". Castillo se quedó perplejo. "Marechal está muerto", pensó. Como el autor de "Sobre héroes y tumbas" lo miraba, desconcertado, Castillo le balbuceó su idea. A Sabato le brillaron los ojos: "Leopoldo Marechal no sólo no está muerto -lo reprendió- sino que vive a una cuadra de su casa, Castillo". Esta anécdota grafica el aislamiento al que la cultura argentina había sometido después de 1955 a Marechal. El veto específico a Marechal de la autodenominada Revolución Libertadora había cesado en lo formal, pero, de algún modo, había pasado a la condición simbólica de muerto en vida.
Castillo, que recuerda en una entrevista ese diálogo con Sabato con un sentimiento de culpa, reconoce que ese momento le permitió descubrir a tiempo "a uno de los mayores novelistas latinoamericanos, a un escritor sin el cual no se podría pensar la literatura de nuestro continente". Para el autor de "Crónica de un iniciado" y "Cuentos crueles", entre otras obras, Marechal es un grande sin discusiones porque "hay en su obra rasgos de una sensibilidad típicamente argentina, que alcanza en 'Adán Buenosayres' sus momentos verbales más altos. Por ejemplo, la constante alternancia entre lo patético y lo cómico, el viraje de uno a otro tono, y su destreza para colar en la cotidianidad pedestre los grandes mitos". Ante la pregunta realizada por la recordada periodista uruguaya María Esther Gilio (1928-2011) "¿Qué es la poesía para usted?", Castillo contestó categórico: "No es un género, no es escribir versos, es una actitud frente al mundo. El 'Adan Buenosayres', de Marechal, está atravesado en todo sentido por la poesía. Los cuadernos azules, de Adán, son la obra de un poeta que escribe en prosa".
"En su novela -reflexionó Castillo-, Leopoldo Marechal demostró que el habla coloquial porteña y la lengua española, la tradición literaria grecolatina y el Buenos Aires cocoliche del sainete, la ciudad, los arrabales y la pampa, podían ser la materia múltiple y caótica de una poética nacional. No es nada raro que críticos como Rodríguez Monegal y Anderson Imbert no hayan comprendido una palabra de esta novela. Tampoco es nada raro que escritores como Cortázar, Lezama Lima y Carpentier, la hayan puesto a la cabeza de las letras hispánicas en Latinoamérica". Marechal, tras la presentación en 1964 del drama "Israfel", de Castillo, devolvería atenciones: "La poesía es una manera de vivir, no una mera función de lanzar al mundo criaturas poéticas. Y a mi entender, el secreto de Abelardo Castillo estaría en esa difícil y abnegada vocación existencial... esa 'razón de poesía' lo está lanzando a una ineludible 'razón de arte', rigurosamente complementaria, vale decir al imperativo de restituirle al drama o a la novela su antigua condición de ser una 'obra de arte', una criatura signada por la belleza o el 'splendor veri' de los platónicos".
Abelardo Castillo le rindió va­rios homenajes a quien fuera, según él mismo lo ha dicho, uno de sus maestros en el oficio. De alguna manera, saldó así una vieja deuda con uno de sus evidentes padres literarios. En los años '60, en la época de la revista "El Escarabajo de Oro", el grupo liderado por Castillo tuvo en Marechal, además de un maestro, un amigo jovial que doblegaba en edad y en espíritu festivo a los jóvenes escritores. En su novela "El que tiene sed", el personaje Jacobo Fiksler está inspirado en el escritor moldavo Jacobo Fijman (1898-1970), el mismo que Marechal utilizara para su Samuel Tesler, uno de los personajes clave de "Adan Buenosayres". En "Ser escritor", su libro de ensayos de 1997, incluyó "Leopoldo Marechal o escribir en un sillón incómodo", texto en el que dice: "Marechal nunca daba consejos ni adoptaba posturas magistrales: él hablaba y uno tenía que darse cuenta de que eran palabras de un hombre que había meditado mucho acerca de muchas cosas. Decía que tuviéramos cuidado con cierto tipo de crítica. Cuando la crítica es demasiado profunda, cuando realmente es muy buena, puede desarticular ciertos mecanismos inconscientes del autor y traer a la superficie aquello que para un escritor, no es malo ignorar. Tan cierto, que, muchos años después, García Márquez declaró que no podía terminar 'El otoño del patriarca'; había leído tantas interpretaciones acerca de 'Cien años de soledad' que apenas se sentía capaz de inventar algo nuevo. Le parecía estar plagiándose a sí mismo. Cada vez que se le ocurría una idea disparatada, desconfiaba. La otra lección, derivada de lo anterior, pero dicha con una sonrisa de complicidad, fue que tuviéramos cuidado con cualquier crítica. Si la crítica es buena, es decir, elogiosa, nos hace sentir bien, y ello es como sentarse en un sillón demasiado confortable, que impide escribir. Y si la crítica es adversa, de mala fe, o inclusive de buena fe, pero negativa, ninguno de nosotros -dijo, incluyéndose en el plural- es tan perfecto como para no sentirse molesto con el crítico y detestarlo, lo que también impide escribir, y lo único que debe hacer el escritor es escribir".
Por estos días Castillo acaba de publicar la primera parte de sus "Diarios. 1954-1991". El año 1970, precisamente, se abre con la siguiente anotación: "Ha muerto el único escritor argentino que (ahora lo sé) yo humanamente respetaba". La referencia es para Leopoldo Marechal. "Adán Buenosayres -ha dicho Castillo en una entrevista- sigue siendo una de las grandes obras en lengua castellana. Y este 'lo es' nos remite a la cuestión del tiempo. 'Ficciones', ¿es algo que ocurrió hace mucho o el libro que está ahí? 'Adán Buenosayres', ¿es algo escrito a mitad del siglo XX o es este libro presente? Hay obras de Borges o Marechal que es posible que sí, se hayan quedado en el tiempo y sean olvidadas. Para mí 'Adán Buenosayres' sigue teniendo plena vigencia y es una de las más grandes obras escritas en nuestra lengua. No rescataría otras obras de Marechal, sobre todo su poesía y su teatro en relación a su narrativa, pero esto es una opinión absolutamente personal y de carácter estético. Sigo creyendo que tanto Marechal como Borges y Arlt son los tres grandes escritores argentinos del siglo XX". Unos días después de la muerte su viejo maestro, Castillo escribió "Fiesta para Marechal", artículo que apareció años después en el nº 178 de la revista "La Maga".

FIESTA PARA MARECHAL

Esto sería mucho más fácil para todos si las publicaciones más o menos oficiales ya hubieran dicho lo que hacía falta decir a la muerte de Leopoldo Marechal: que fue uno de los mayores novelistas latinoa­mericanos, que sin él, en el porve­nir, no se podrá pensar la literatura de nuestro continente. Entonces habríamos empezado hablando con toda libertad del Marechal que no­sotros conocimos. Lo difícil, como siempre, es hacer coincidir el hom­bre que se le murió a la literatura o al país (que en algún sentido es el que no murió), con el que se nos murió a nosotros: el ya irrecupera­ble. Porque a Marechal no sólo lo respetábamos, sino que lo quería­mos. Y algo más que no vamos a tener pudor de escribir: él nos que­ría.
Cuarenta años de diferencia nos impidieron, claro, ser "ami­gos". Pero esa misma distancia fa­cilitó otro vínculo. Lo sabemos: la palabra filial, dicha por nosotros, tiene connotaciones de velorio, la anulan el mal gusto y la sensiblería. Dicha por él, que la pronunció más de una vez, recobraría acaso el tono que queremos darle. Porque de al­guna manera hay que explicar que no es lo mismo la muerte de un escritor por grande y ejemplar que sea, que la muerte de un hombre que lo telefonea a uno para preguntar qué quieren comer esta noche o para contarle un chiste o para anun­ciar triunfalmente que ha compra­do una máquina de hacer soda.
Ese Marechal se nos murió a nosotros. El otro, el escritor grande y el hom­bre que a fuerza de fidelidad a sus ideas se convirtió en un ejemplo aun para quien no las comparta; el otro Leopoldo Marechal, el anticipador de Cortázar, el que fue llamado maestro por Lezama Lima, el par de Borges y de Carpentier, ése se nos murió a muchos. Lo que es un modo de la inmortalidad, se sabe. Y si todas estas cosas ya estu­vieran bien establecidas en nuestro país, podríamos haber empezado contando sin preámbulos, y hasta con alegría ("cuando me muera no me chanten un editorial de ésos ni se me pongan solemnes", nos dijo una vez), el épico combate que sostuvo contra "El Escarabajo de Oro", hace cinco años, por la supremacía en la preparación de unos fideos. Torneo en el que no intervi­nieron los dioses, como diría él, por una cuestión de barrio, pues se libró en una cocina del Once donde la influencia del paganismo viene muy atenuada por la Ley Mosaica y por la tradición korámica de los bolicheros sirio-libaneses.
Así es la imagen que queríamos y que vamos a fijar, para que el tiempo la co­rrompa menos. Pero antes necesi­tábamos escribir algo que Mare­chal seguramente no nos perdona­ría: hay veces en que ser argentino da un poco de vergüenza. Hasta el momento de anotar estas palabras, una sola publicación no literaria le hizo justicia: el responsable de la nota casi pierde el puesto. Ya se sabe, Marechal era peronista y ja­más lo negó (por qué, diría él); Marechal fue a Cuba y volvió de allá convencido de que el destino de los pueblos es el socialismo. La primera convicción le valió ser si­lenciado durante veinte años; la segunda, le pudo costar que se lo silenciara quizá durante otros vein­te. Y, en este sentido, lo favoreció la muerte.
De los muertos no hay más remedio que hablar. "La Prensa", por ejemplo, le dedicó quince renglo­nes; "La Nación" no pudo menos que notar su ausencia. Fue (leímos en alguno de esos dos diarios) "una de las pocas personalidades con que contó la dictadura". En su velorio (verificado en la SADE, de la que en vida se lo expulsó), había diez o veinte personas; en su entierro, otro tanto: quizá las mismas. Matera estuvo, algún adolescente peronis­ta estuvo. También David Viñas. Y Bernardo Verbitsky, uno de los pocos que pudo llamarse su amigo. Berni estaba: aludiendo al infame laconismo de los diarios y a la ausencia de los muchos que debe­rían haber estado, nos dijo que esto daba lástima y tristeza. Se refería al país. Había otros, eran jóvenes: no hace falta nombrarlos porque pare­cería que haberle hecho esa última justicia (tan inútil, al fin de cuentas) es una honra o un mérito. En un solo caso lo es: en la SADE estuvo Borges. A Marechal le gustaría sa­ber que alguien lo ha escrito.
Y por toda esta sordidez no re­sultaba fácil justificar la palabra fiesta, que manda en el título: había que restituir el otro Marechal, el gran escritor. Pero el caso es que la imagen que a nosotros nos queda de este hombre no sólo la dibujó su literatura. Estaba ahí. Lo podíamos ver los miércoles, sabíamos que una de sus pipas se llamaba Eleonore, en homenaje a Poe. Su mujer contaba que en Cuba bailó con una mulata y él cerraba los ojos como diciendo: no tiene importancia. Su mujer contaba que en Cuba le can­taron la "Marcha peronista" y él se reía, como quien evoca una trave­sura secreta. Una noche estábamos en su casa, faltaban cigarrillos; se discutió largamente quién bajaría a buscarlos. Cuando casi nos había­mos puesto de acuerdo, Marechal volvió: él había ido. También hay que decir que esa noche el ascensor no funcionaba, que Marechal vivía en un séptimo piso, que entonces ya tenía casi setenta años.
Otra vez se entabló la siguiente polémica: la esencialidad metafísica de los macarrones a la Principe di Napoli contra la intrascendencia de otra vulgar pastasciuta. El único modo de dirimir la cuestión era el que se verificó el domingo siguiente en su casa: cocinarlos y ver el resultado. Hay que repetir que estas cosas ocurrían con gente que tenía cua­renta años menos que Marechal. Una vez, hablando del alma eslava, dijo, al pasar, que cualquiera que hubiese tenido una amante rusa podía adivinar a qué se refería: echó una rápida mirada de reojo a Elbia y siguió, arcangélicamente, fuman­do su pipa. Nos contó una conver­sación telefónica con Eva Perón. Nos contó cómo era mano a mano Fidel Castro. Tenía una carta de Roberto Arlt. Su mujer la guarda. La carta dice algo así como: "He leído tu novela, estoy deslumbrado". De Arlt contaba que una tarde iban por la calle y Arlt se agachó a recoger una piedrita. Marechal decía: "Era como un chico, le fascinaba el color de una piedrita".
Por un rito que sólo él conocía, casó a varios escri­tores, el catastrófico fracaso de es­tos enlaces le hizo declarar solem­nemente: "Lo que voy a hacer es no casar más a nadie". La imitaba a Luisa Mercedes Levinson. De las teorías literarias nos decía: "Senta­do en el umbral de su casa, el poeta verá pasar el cadáver de la última estética". Del espiritismo, que es un buen sistema para correr muebles sin changador. De Dios, que para estar en comunicación con él no hace falta ir a la iglesia. Y de la Iglesia, que le revolvía el estómago. Sobre esto último habría quizá mucho que aclarar, pues lo velaron de cuerpo presente en Santo Do­mingo; pero sólo de cuerpo pre­sente, él no estuvo. No es el pri­mer gran escritor al que se quiere sacralizar después de muerto: que los que siguen vivos carguen con la responsabilidad. Era cristiano, sí. Y deísta. Creía en Dios de una manera tan natural que ser ateo, ante él, era casi una falta de respeto. Cuando volvió de Cuba nos trajo un rosario toba: ahí está, colgado en la pared.
Era zafado. Como a Severo Arcángelo, le gustaban las fiestas, sus preparativos. Fumaba sin pa­rar. Verlo parsimoniosamente be­ber vino daba alegría. Rechazó, en nuestra presencia, la posibilidad de un premio de un millón de pesetas (más de siete millones de pesos de antes), porque ya le habían dicho que ganaba el concurso y porque, como él decía, "qué se puede hacer con siete millones de pesos, ¿ver­dad?".
Nunca le tradujeron un libro. Su mayor alegría antes de morir hu­biera sido ver la edición cubana del "Adán Buenosayres". Y porque en la biografía de ciertos hombres todo se ordena como regido por otras leyes, no vio su libro. Parece inventado, pero un día antes de su muerte llegó de Cuba el paquete con las últimas ediciones de Casa de las Américas: en la Aduana o en el Correo, alguien lo había abierto. Cuando Marechal lo recibió, fal­taba el "Adán…". Elbia, su mujer, nos contó que él dijo: "¿Cómo puede ser que mis compatriotas me hagan esto?". Elbia le pidió que ahora no pensara en esas cosas, que segu­ramente el que se lo sacó quería leerlo. Todos sabemos, Marechal también, que en este país eso es mentira. Qué importancia tiene si da ale­gría, diría él, y hace pensar en ese, nuestro país, como una fiesta, donde mentiras como éstas empiecen a ser posibles.