En el n°
155 de la revista "Primera Plana", aparecida en Buenos Aires el 26 de octubre
de 1965, su por entonces Jefe de Redacción Tomás Eloy
Martínez (1934-2010) publicó un artículo titulado "El estado de la
literatura en la Argentina". En él, el escritor argentino definía a
1965 como el "año más fecundo de la literatura argentina, el que más
acercamiento registra entre autores y público". Ese singular fenómeno lo
analizaba teniendo en cuenta que "las grandes editoriales lanzaron en 1965 un
20% más de libros de ficción y ensayos nacionales que en 1964; han vendido
también un 40% más. Sudamericana no difundió, durante octubre de este año, ni
un sólo libro traducido: le ocurrió ese prodigio por primera vez en sus veintiséis
años de historia. Otras dos editoriales jóvenes, Jorge Álvarez y Falbo, han
desterrado casi por completo de sus catálogos a los autores no
argentinos". José Bianco (1908-1986),
Ernesto Sabato (1911-2011), Marta Lynch (1925-1985), Alberto
Vanasco (1925-1993), Rodolfo Walsh (1927-1977), Juan José
Sebreli (1930) y Abelardo Castillo (1935) figuraban entre los
animadores del auge de autores argentinos. Dicho éxito era explicado en función
de las nuevas características del lector, fenómeno al que relacionó con la
percepción y la función con que el mismo investía a los escritores nacionales, atribuyéndoles
una potestad explicativa de los problemas cotidianos de los argentinos.
Debe destacarse que, de la mano de periodistas
de la talla de Osiris Troiani (1920-1994) y Ramiro de Casabellas (1934-1999), el
semanario "Primera Plana" fue en la década del '60 el portador de la
modernización cultural y el medio que reflejaba las tendencias en el mundo del
arte, las letras, la moda y la política de aquellos años. Su aparición se
produjo en el complejo y contradictorio clima social de la época, signado
contradictoriamente por fuertes giros regresivos y ascendentes movimientos revolucionarios.
Incluso fue acusada de mantener una polémica posición favorable al golpe
militar de 1966, la misma en todo caso que también mantuvo Perón desde su
exilio en España, quien lo aprobó calurosamente.
La revista fundamentalmente significó un
punto de inflexión en el proceso de modernización del periodismo argentino, de
manera significativa en el universo de la gráfica y específicamente en el de
los semanarios, pero su influencia afectó al conjunto de los medios masivos
nacionales. Mientras los diarios "Crítica" y "La Nación", cada uno en su
momento, usaron las virtudes literarias de escritores y poetas modernistas para
dar más color a su discurso aunque sin intentar que éste dejara de ser
periodístico, "Primera Plana", en cambio, se propuso borrar los límites entre periodismo
y literatura pero conservando de cada uno sus rasgos esenciales. Ese maridaje entre
ambas prácticas se debió a en buena medida a Tomás Eloy Martínez.
Fue él quien situó por primera vez en Argentina
a un escritor en la portada de una revista. Lo hizo en el nº 94 con Borges, lo
haría con Cortázar en el nº 103 y de nuevo con Marechal en el nº 155. Esto
último ocurrió cuando se publicó "El banquete de Severo Arcángelo",
acontecimiento que fue celebrado ocupando un lugar de privilegio en la revista.
En la sección "Carta al lector" (que funcionaba como un mapa de lectura),
su presencia en la tapa era considerada como "la revelación de un
novelista de 65 años cuya primera obra narrativa afrontó un silencio de casi
dos décadas. Su segunda novela, 'El banquete de Severo Arcángelo', se
cuenta entre las mayores y más prodigiosamente experimentales que haya conocido
la Argentina". Marechal, años después, recordaría en una entrevista el artículo
que lo devolvió a la vida pública y al mundo literario, luego de años de olvido
y persecuciones políticas debido a su militancia peronista: "Tomás Eloy
Martínez, a quien aún no conocía, escribió la primera nota crítica de 'El
banquete de Severo Arcángelo' en 'Primera Plana', que también publicó mi
retrato en su tapa. Un martes por la tarde, y en la calle Florida, tuve la
emoción de ver como mi vera efigie andaba en las axilas de mis conciudadanos".
Quince
años antes, cuando se publicó "Adán Buenosayres", el escritor argentino de
origen español Eduardo González Lanuza (1900-1984) trazaba en las páginas
de la revista "Sur" un severo diagnóstico descalificador: de la
novela (ilegible por su estilo) y de su autor (intelectual orgánico del
peronismo, funcionario del régimen, exégeta del golpe de 4 de junio de 1943). Otro
tanto hacía el escritor y crítico literario Enrique Anderson Imbert (1910-2000) en su "Historia de la literatura hispanoamericana" editada en 1954, obra en la
cual la calificaba de "bodrio con fealdades y aún obscenidades que no se
justificarían de ninguna manera aunque el autor se parapetase detrás del nombre
de Joyce". Con la publicación en 1965 de "El banquete de Severo
Arcángelo" y la reválida otorgada por Tomás Eloy Martínez desde "Primera
Plana", Marechal se encontró por primera vez con un público masivo.
EL
BANQUETE DE SEVERO ARCÁNGELO Y ADÁN BUENOSAYRES
La primera, la irresistible, la necesaria
tentación, es comparar "El banquete de Severo Arcángelo" con el "Adán Buenosayres" que Leopoldo Marechal publicó en 1948 y que de tan poco leído acabó por
volverse famoso. Las dos son grandes novelas, pero tan escasamente parecidas entre
sí como una fogata y su humo: eso quiere decir que, sin embargo, se
complementan. "Adán Buenosayres" se identificaba con el Caos; "El banquete..." es,
deliberadamente, una gigantesca metáfora del Orden. No es casual que la
escritura y la respiración interna de cada libro correspondan con prolijidad a
esas actitudes contrarias. El poeta Adán y sus literatos acólitos se
dispersaban por Buenos Aires como quien reconoce un territorio anterior al
paraíso y al infierno y, por supuesto, anterior también a toda Creación,
incluyendo la celeste. A la larga, sus historias independientes acababan por
dominar al fingido núcleo de la novela (que quizá era, nunca se supo bien, el
amor sin consuelo de Adán por una de las hermanas Amundsen), y dentro de ese
maremágnum, de esas idas y vueltas hacia ninguna parte, el libro iba
encontrando su unidad.
"El banquete...", en cambio, da el paso siguiente: es
ya el Acto de Creación, la conquista de la Unidad, la distinción entre el Bien
y el Mal. Algunas pistas tan claras como las alusiones a un Arca Salvadora, o
como las oraciones que entona Pedro Inaudi -el Salmodiante de la Ventana-,
inducen a suponer que Marechal intentó aquí una traslación del "Génesis" al
lenguaje argentino. Esa interpretación limita las cosas, sin embargo: además de
plegarse al linaje bíblico el novelista se reconoce también heredero del Dante,
y sólo así se puede entender que si en "Adán Buenosayres" los itinerarios del
protagonista lo detenían a las puertas del Purgatorio, previo paseo por el
Infierno, en "El banquete de Severo Arcángelo" el periodista Lisandro Farías
consiga finalmente irrumpir en el Paraíso. Ese paraíso es el propio Banquete o,
más obviamente, un sitio llamado Cuesta del Agua, que "existe, no lo dudo,
en alguna provincia del norte argentino". No por azar la novela va
progresando morosamente hacia el Banquete, lo discute, describe cada pormenor
de su preparación, lo envuelve entre atentados y Concilios, hasta que al final,
cuando uno espera que tanto misterio quede esclarecido, se informa simplemente,
que "el Banquete fue". El libro se revela entonces como una vasta
elipsis, de sentido casi teológico: el Verbo existe, pero no puede ser
nombrado.
No sólo esa aspiración teológica de la novela explica que el autor abunde en
mayúsculas y en apodos esotéricos: por un lado, Marechal pretende fijar así la
condición universal de sus metáforas; por otro, se pliega a la inclinación
porteña por el tremendismo, por los agrandamientos rabelaisianos de la
realidad, por ese modo tan exaltado (también evidente en Roberto Arlt) con que
se cuentan las historias en Buenos Aires. El metalúrgico Severo Arcángelo, que
inventa el Banquete para purificar a la humanidad, y purificarse de paso a sí
mismo, es definido por media docena de motes: Viejo Fundidor, Viejo Pelasgo,
Viejo Explotador de Hombres, Viejo Truchimán Libidinoso. La repetición de la
palabra Viejo tal vez esté aludiendo a Dios, pero este Dios de Marechal tiene
la ventaja de ser ambiguo, probablemente asesino, seguramente un falsario. A
menos que el novelista quiera ser más respetuoso con quien él llamó Divino
Arquitecto en una casi desconocida Arte Poética, y que la imagen de Severo,
entonces, deba más bien verse como una figuración del Hombre, del Recreador. En
tal caso, el Banquete sería Dios.
El libro no sólo tolera todas esas especulaciones: va exigiéndolas a cada
página, como las moralidades medievales. Decir por eso que su estructura está
vinculada a la del "Génesis" (o aun a los más lineales esquemas narrativos de la "Divina Comedia") es limitarla gravemente: la intención principal de Marechal
parece ser la de componer un fresco que incluya todas las aventuras metafísicas
de la criatura humana. Son muy nítidas las distinciones entre Bien y Mal que se
establecen a cada paso, y hasta la perfección del Banquete depende de la
presencia de los conspiradores Gog y Magog, un dúo de payasos que apelan al
disfraz, al espionaje y al insulto para desenmascarar la supuesta hipocresía de
Severo Arcángelo. Las andanzas cataclísmicas de esos dos convidados (cuyos
nombres están identificados con el de Satanás en el "Apocalipsis" y en el "Libro
de Ezequiel") permiten adivinar que el Banquete es también el Fin del Mundo, el
paso obligado hacia la Cuesta del Agua o Paraíso. Desde esa perspectiva, la
encarnación del hombre no es Severo Arcángelo sino Lisandro Farías, el
periodista que descree de la realidad, que corre de un bando al otro sin saber
a cuál plegarse.
Todas esas conjeturas parecen ociosas si se atiende a la Dedicatoria Prólogo a
Elbiamor, donde Marechal asegura que la segunda novela "es una novela de
aventuras, o de suspenso como se dice hoy". Pero "El banquete..." se rebela
desde el principio contra esa ley, organiza otras leyes más complejas. El relato va progresando hacia el Banquete como si fuera una ascensión, a
través de tres momentos de crisis: el Primer Concilio, donde un navegante
solitario, el griego Papagiorgiou, explica aterradoramente la insignificante
situación del hombre en el Espacio; el Segundo Concilio, que permite al
profesor Bermúdez, excluido de la Universidad por su locura, enseñar la
degradación del hombre en el Tiempo; y el ensayo general para el convite, en
una masa metálica que gira como loca ante sillones también giratorios,
parodiando los movimientos de rotación y traslación terrestres. Así como en "Adán Buenosayres" la acción se iba interrumpiendo para dejar sitio a discusiones
filosóficas, para permitir al narrador el respiro de una tirada ensayística, en "El banquete de Severo Arcángelo" cada uno de estos cónclaves sirve para defender
los esfuerzos de la criatura humana por ser Alguien en medio de la Nada, o para
denostar a los tibios, "como predicó El Que Le Dije".
La literatura argentina, y sobre todo la generación martinfierrista a la que
pertenece Marechal, está acostumbrada a esos bandeos discursivos dentro de la
novela, pero está menos acostumbrada a verlos resolverse sin dureza, a
aceptarlos como un elemento que forma parte de la narración y que es capaz de
modificar su curso. Después de "Adán...", sólo "Rayuela" de Julio Cortázar alcanzó a
transformar esos supuestos injertos en material dramático valioso. Uno de los
momentos más espléndidos de "El banquete..." -la Operación Cybeles- dice que la
novela argentina está ya madura para esas empresas donde la metafísica es una
forma de la acción, donde las discusiones sobre filosofía pueden asumir las
tensiones de una tragedia. Como en "Adán...", ese hallazgo es, en el fondo, una
cuestión de lenguaje. Cybeles (o Thelma Fossat, una viuda inconsolable),
exhibida en la mesa del banquete en estado de "indeterminación
total", como "una envoltura vacía", va exasperando a cada
convidado hasta obligarlo a revelarse tal como es, a afrontar una catarsis en
público.
El episodio tiene por lo menos tres significaciones válidas: la de una
cachada al psicoanálisis de grupo, la de una ceremonia de purificación, la de
una confesión imprescindible antes de arribar a ese gran comulgatorio que es el
Banquete. Pero la clave está en el lenguaje, como se ha dicho, y es allí, en
ese territorio hasta hace poco tan arisco para los argentinos, donde Marechal
se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina
de Buenos Aires: está teñido de giros zumbones, de invenciones lunfardas, del
barullo, la torpeza y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas.
Pero ese idioma está elaborado también a partir de un hecho que no puede
perderse de vista: quien lo recrea es un poeta, uno de los líricos más
formidables que haya tenido la Argentina, y, además, un humorista con la suficiente
humildad como para farsarse de sí mismo. Esas dos napas estilísticas resaltan
muy claramente cuando Marechal quiebra un discurso solemne y almidonado con un
chiste, con un giro grotesco: "El Monstruo Humano -ensaya Papagiorgiou en
el Primer Concilio- es un animal omnívoro que traga y asimila todo su mundo con
el aparato digestivo de su cuerpo mortal y el aparato digestivo de su alma
inmortal. Cierto mediodía se lo dije a Quinquela, y lloró de ternura; se lo
dije a Filiberto, y me llamó colifato".
La gracia está en que las cadencias de la escritura corresponden siempre a las
cadencias del relato. Si se leen dos páginas sueltas, el estilo deja una misma
impresión de sincera insinceridad: los insultos suenan a juego retórico, los
discursos a desplantes estadísticos. Es en el contexto donde cada frase
encuentra su justificación: las palabras puestas en boca de Gog y Magog son
invariablemente exasperadas, casi irreales, pero a la vez apegadísimas al
lenguaje lumpen de Buenos Aires; las de Severo, detrás de su hipócrita
mansedumbre, retumban con la histeria que se atribuye a las burguesías
industriales en ascenso. Es la particular aptitud de Marechal para conseguir
que la forma sea a la vez un contenido, lo que confiere su valor más intenso a
esta novela. No se había ensayado lo suficiente hasta ahora, en el tumultuoso
mundo de las letras argentinas, la transformación de una historia esotérica
(como la de Lisandro Farías y el Metalúrgico de Avellaneda) es una minuciosa
rendición de cuentas de la realidad nacional. En "Adán Buenosayres", Marechal
observaba una puntual lealtad por los hechos, las voces y las cosas de su
ciudad; pero allí tenía la ventaja de estar mencionando concretamente a Villa
Luro, a Saavedra y al Centro. En "El banquete..." sólo le queda el recurso de la
alusión. Y si le salen bien las cosas, no es sólo porque hay una constante
identidad entre el lenguaje con que se narra y el hecho narrado, y porque
lenguaje y hechos se condicionan mutuamente, sino también porque todos los
episodios de la novela toleran varios significados a la vez, y siempre está
Buenos Aires en medio de ellos.
No es fácil escribir novelas que exijan la
complicidad del lector, que apelen a su inteligencia recreadora. Que quien se
entregue a semejante tarea de experimentación sea un poeta de 65 años es algo a
lo que las cómodas letras argentinas están poco acostumbradas. "El banquete..." es,
así, una lección de coraje para los intelectuales del país, un reto novelístico
que no teme a los errores menudos y que hasta se solaza cometiéndolos. También,
y quizá por eso mismo, es una lección de humildad.