Roberto Arlt (1900-1942) perteneció a una
generación de escritores argentinos que, nacidos hacia las postrimerías del
siglo XIX, empezaron a realizar en los años '30 del siglo pasado una literatura
atenta a la realidad social del país. Así como Ricardo Güiraldes (1886-1927), por
ejemplo, relató las vicisitudes existenciales de un gaucho de la pampa en su "Don
Segundo Sombra", o Eduardo Mallea (1903-1982) hizo lo propio con los
pobladores de una ciudad de provincia en "Todo verdor perecerá", fue Arlt
quien se encargó de radiografiar el drama urbano de los habitantes de Buenos
Aires, la ciudad que por sus características culturales y económicas constituye
desde hace muchos años un orbe aislado y autónomo de características sumamente
particulares. La capital argentina era por entonces una ciudad que tenía su
propia música (el tango), un dialecto particular (el lunfardo) y hasta un medio
público de transporte original (el colectivo), pero también era la ciudad en la
que se concentraban los principales conflictos sociales, culturales y
económicos de la época. El acelerado movimiento de clases que venía experimentando
la sociedad argentina desde principios de siglo se vio afectado por el colapso
financiero que convulsionó la economía mundial. La Argentina, tras un golpe de
Estado de características fascistoides, entró en un oscuro túnel que duraría
diez años y que sería conocido como la "Década infame". Fue en la etapa previa
a esta eclosión en la que, mientras el país entraba en una paulatina desintegración,
Arlt alternaba ávidas y caóticas lecturas con momentáneos trabajos en los
menesteres más diversos, actividades ambas que sentarían las bases de su
destino de escritor. Tras publicar un cuento en la "Revista Popular" y de colaborar
en un periódico nacionalista de derechas como "Patria" u otros de signo opuesto
como "Extrema Izquierda" y "Última Hora", Arlt consiguió publicar en la revista "Proa"
los primeros capítulos de su novela "El juguete rabioso". Por entonces
también comenzó a trabajar como cronista policial en el diario "Crítica", el
vespertino más popular de Buenos Aires, y esa práctica periodística le depararía,
al decir del escritor argentino Alberto Vanasco (1925-1993) en "Roberto Arlt y
su época", "tanto el arsenal fabuloso de caracteres y peripecias de la fauna
urbana que volcará en sus novelas, como el vocabulario heterogéneo y pintoresco
de su lenguaje narrativo". Sin embargo sería en el matutino "El Mundo"
donde Arlt obtendría un notable reconocimiento con una notoriedad que en vida
nunca le dieron sus novelas y cuentos. Su director, el escritor y periodista
argentino Carlos Muzio (1885-1954) le encargó una serie de notas firmadas, sus
famosas "Aguafuertes", que pronto le darían reputación de columnista original y
espontáneo. Recogidas en 1933 en el libro "Aguafuertes porteñas", conocerían a
lo largo de los años numerosas ediciones póstumas. Una de esas "Aguafuertes", la
titulada "¿Quiere ser usted diputado?", tiene hoy una vigencia excepcional.
Dada la época electoralista que vive la Argentina, época en la que decenas de
políticos (además de insultarse y agraviarse para luego congraciarse y tejer
alianzas de lo más inverosímiles) basan sus respectivas campañas electorales en
todo tipo de promesas sustentadas en frases hechas, remanidas, huecas, las
sugerencias del autor de "Los siete locos" y "Los lanzallamas", suenan -además
de irónicas y divertidas- como un consejo digno de tener en cuenta por la
caterva de dirigentes que aspiran a obtener algún cargo público. Algunos de los
párrafos más sobresalientes de dicha "Aguafuerte" dicen así:
Si usted
quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del
trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al
país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted
quiere ser diputado, exclame por todas partes: "Soy un ladrón, he robado... he
robado todo lo que he podido y siempre". La gente se enternece frente a tanta
sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a
chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas extranjeras, todos los
sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro, tuvieron la mala costumbre
de hablar a la gente de su honestidad. Ellos "eran honestos". Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta. Hablaron
tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se
quisiera escupir que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y
empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en
la boca de cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama
que "el país necesita gente honesta". No hay prontuariado con
antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de
"honradez". En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata
de honestidad, que ya no se encuentra un sólo pillo auténtico. No hay
malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su
profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de
conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que
aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo
que sería de un éxito definitivo.
He aquí el
texto del discurso: "Señores: aspiro a ser diputado porque aspiro a robar
en grande y a 'acomodarme' mejor. Mi finalidad no es salvar al país de la ruina
en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches
sinvergüenzas; no, señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima
y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las
arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más
intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a
candidato a diputado. Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan
determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita
ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término,
se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse
oportunamente, no desvergonzadamente, sino 'evolutivamente'. Me permito el lujo
de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo
necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo
e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir,
la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el
actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un
ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo...
prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta
de que soy un perfecto candidato a diputado. Cierto es que quiero robar pero, ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos
momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo
crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben
robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi
patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están
enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa;
pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco
boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con
comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré
armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la
guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al
caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles,
impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines... ¡Lo que no
robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes
son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar,
renuncio 'ipso facto' a mi candidatura... Piénsenlo aunque sea un minuto, señores
ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen
en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario.
Verán qué performance tengo.
He sido
detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de
armas, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente
de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial,
convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre
de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de
otro bolichito que tuve... Señores, si no me creen, vayan al Departamento...
verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren
salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de
tierra argentina... Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un
conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando
en libertad es que no hay justicia, señores...". Con este discurso, la matan o lo
eligen presidente de la República.