A finales de la década del '40 se inició
simultáneamente la obra narrativa de dos escritores ajenos a los cenáculos literarios: Marechal y Sabato.
Efectivamente, en 1948, mientras Marechal publicaba su "Adán Buenosayres", Ernesto Sabato (1911-2011) hacía
lo propio con "El túnel", novela con la que iniciaría una trayectoria de
introspección existencialista que reaparecería luego en sus novelas
posteriores: "Sobre héroes y tumbas" y "Abbadón el exterminador". La presencia
de un hilo de conexión entre Marechal y Sabato puede advertirse sobre todo entre "Adán Buenosayres" y "Sobre héroes y tumbas", novelas en las que aparecen tres
elementos fundamentales en común: la disposición del caos previo a la unidad,
la presencia de héroes prometeicos en busca del Saber y el planteamiento de una
Buenos Aires visible y otra invisible.
El mismo Sabato, al igual que en su momento lo
hicieran Cortázar o el poeta, novelista y ensayista cubano José Lezama Lima (1912-1976), jamás se privó de comentar sobre
el influjo de Marechal en su obra. Éste, a su vez, siempre estuvo agradecido a Sabato
quien, en los años de olvido, recomendaba a los jóvenes desde un programa de
televisión el buen ejercicio de leerlo. En "Antes del fin", su libro
de memorias aparecido en 1998, Sabato escribió: "Marechal fue un hombre
atormentado por el destino de su Patria, como lo refleja en sus obras, y en
esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por
el suelo, los que siempre la posponen a sus sórdidos bolsillos. Cuando alguien
de un alma tan noble amonesta a la Patria, lo hace porque conoce la posibilidad
de su grandeza. La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre, lo oigo decir
todavía".
La Patria,
su planteo y forma de concebirla, fue un tópico permanente en la obra de Marechal.
Para él, la Patria era un ente compuesto por el conjunto de los ciudadanos, que
si bien está vinculado con un territorio particular, éste sólo cobra sentido en
tanto es habitado por ese pueblo esencialmente definido. La niñez de la Patria
era así la de sus ciudadanos: en la madurez la Patria se asumiría a si misma en
una unidad, aceptando sus contradicciones sin obturarlas entre sí aunque fuese
necesario el uso de la fuerza. Esta manera de pensar le valió ser negado por
parte de la intelectualidad, algo que se acentuó notablemente luego de la caída
del peronismo en 1955. Fue esa época en que Marechal se autodefinió como el
"poeta depuesto". Tras la breve etapa de revalorización que gozó a mediados de
los años '60, luego de su muerte y principalmente a partir de los obscuros años
de la dictadura, su figura volvió a cubrirse de las sombras del olvido.
Cuando se
cumplió el centenario de su nacimiento, el escritor argentino Isidoro
Blaisten (1933-2004), autor de notables libros de cuentos como "Dublín al sur",
"Cerrado por melancolía" o "A mí nunca me dejaban hablar", diría: "No sé si fue
víctima de la estupidez humana, sí sé que ha sido víctima de la intolerancia
argentina, esa manía malsana de dividir por dos de acuerdo con las opiniones
políticas. Algún día, el tiempo, único juez inapelable, por encima de lo
estético y por encima de lo político, dará a Marechal su lugar en la
literatura. Ese día lo veremos entre los más grandes". En alguna entrevista
Marechal había dicho: "El tiempo es un gran trabajador, a cada uno le dará
el lugar que le corresponde, la hojita de laurel que supiera conseguir". Hoy
los avatares de su biografía van quedando en el olvido. Defendido por algunos,
reconocido por otros, desconocido por muchos, su literatura permanece a la espera
de que la avidez de nuevos lectores le otorgue esa hojita de laurel de la que
hablaba.
El 20 de
julio de 1978, en ocasión de llevarse a cabo el evento "Homenaje a
Leopoldo Marechal" en la sede central de la Universidad de Belgrano sita
en la ciudad de Buenos Aires, Ernesto Sabato -uno de los pocos intelectuales
que se solidarizaron públicamente con Marechal durante los años de su "exilio
interno"- pronunció un discurso reivindicativo. El mismo sería incluido en
1995, junto a textos de otros reconocidos escritores, en el libro "Homenaje",
un libro compilado y prologado por el poeta, cuentista, ensayista, novelista,
dramaturgo y traductor argentino Juan Jacobo Bajarlía (1914-2005).
HOMENAJE
A LEOPOLDO MARECHAL
Sería una ofensa hacer aquí, en tan pocos
minutos, el examen y el elogio de la obra de Leopoldo Marechal. Tampoco es
necesario: pasará a la historia de la lengua castellana como insigne hito de la
poética y la narrativa. A ese monumento que le tiene reservado el tiempo no se
le pueden arrojar bombas de alquitrán, y ha de ser invulnerable al insulto, la
ironía, la envidia y el silencio: esos premios que con harta frecuencia los
hombres de letras de nuestro país confieren a los que deberían honrar.
Es arriesgado
buscar atributos meta-históricos en los pueblos, pero la antigüedad y la potencia
de alguno producen algunas tenaces constantes a lo largo de su historia. Tal
sucede con ese milenario, duro y grande pueblo hispánico que dio su sello a
esta tierra americana; un sello tan profundo e imborrable que hoy, después de
cinco siglos de conquista, seguimos hablando la lengua de Castilla: y no
únicamente los viejos criollos descendientes de españoles, sino también los
hijos y nietos de alemanes, italianos, rusos, sirios, judíos, polacos y
armenios. Un fenómeno asombroso que revela la fuerza espiritual de aquella
conquista, pues la raza que fue cruelmente despojada y humillada no sólo ha
producido dos de los más altos poetas de la lengua castellana -Rubén Darío y César
Vallejo- sino que esos poetas han cantado a España en poemas memorables.
Pero las
virtudes suelen convertirse en defectos cuando se extreman. Y así, el orgulloso
individualismo hispánico, su altivo sentimiento de independencia, derivó hacia
el feroz egocentrismo y el desprecio por el otro, lado sombríamente destructivo
que hemos quizás heredado. En el prólogo a su obra sobre el Cid, con amargura
Menéndez Pidal señala este defecto de la raza, y escribe: "La invidencia
hispánica, vicio eminentemente hispánico, entorpeció tenaz la obra del Cid, sin
tener en cuenta el daño colectivo que en la guerra antiislámica se seguía al
destierro del héroe superior". Así era Castilla, "que face los omes e
los gasta". Y agrega que esta peculiaridad venía de lejos, pues ya
Estrabón caracterizó a los íberos como orgullosos y torpes para la
confederación. Y aquella envidia-aquella invidencia-obró siempre como
disolvente social y como fuente de resentimiento colectivo.
"Torpes
para la confederación", sagazmente describe Estrabón. Y cuando Simón
Bolívar, después de su portentosa epopeya, declara con amargura que "ha
arado en el mar", pues que apenas liberados estos pueblos se sumen en la
más feroz de las anarquías, confirma que dos mil años después se mantiene intacto
este terrible atributo de un gran pueblo, tanto más perdurable y terrible
cuanto más grande es el pueblo que lo posee. Y todavía hoy, aquí mismo, cada
régimen, cada gobierno rompe lo positivo que pudiera haber en el régimen
anterior; cambia de rumbo, destroza o contradice lo que hicieron los hombres
que los precedieron. Y así sobrevivimos en medio de proyectos abortados,
impulsos detenidos, enseñanzas opuestas, cambios de nombre en las calles y
plazas. Claro que hay excepciones, pero cuando se producen las miramos con
estupor, y por lo general las atribuimos a una especie de distracción o de
olvido, porque aquí ni en lo destructivo somos sistemáticos, ni en lo malo
somos buenos.
De este
modo, nuestra historia es una sucesión de diatribas, cada facción se considera
dueña absoluta de la verdad. La Argentina ha estado dividida siempre entre
puros y réprobos. Para los unos, Rosas es un genio virtuoso, para los otros un
sanguinario chacal, cuyas cenizas ni siquiera tienen el derecho a descansar en
su tierra. Pensemos lo que en cambio sucede en un país como Francia, donde sus
conductores invariablemente son honrados, cualesquiera sean las opiniones sobre
ellos por encontradas que sean; donde un hombre como Napoleón, todavía execrado
por multitud de franceses, es recordado por una hermosa calle, por un imponente
panteón, por las grandes avenidas que conmemoran sus grandes batallas.
Ansioso
desde su juventud por la justicia social, Leopoldo Marechal fue desde la
primera hora un peronista consecuente. No obsecuente, como jamás lo son los
espíritus grandes, y bastaría recordar que en 1951 fue separado del cargo que
tenía. En virtud de ese perdurable defecto de nuestra herencia hispánica, su
militancia le valió enemistad, rencor y silencio: un silencio poderoso y
siniestro, apenas quebrado por algunos intelectuales que, por encima de sus
discrepancias políticas, reconocieron en él uno de los más grandes escritores
argentinos. Se le calificó de resentido, de vanidoso que pretendía ser genio,
de engreído y hasta de tomista; como si compartir ideas de Santo Tomás pudiese
ser motivo de desprecio. Un eminente hombre de letras lo calificó, para colmar
la horrenda medida, de delincuente.
Casi solo,
pero apoyado en ese puntal de acero y ternura que fue su compañera, en su
pequeño y pobre departamento de la calle Rivadavia, se aguantó aquel durísimo
exilio en su propia patria, esa patria que quería hasta la agonía. Modesto,
pero también con la conciencia de su grandeza -ya que se puede ser modesto frente
a los valores supremos y arrogante frente a los idiotas-, en momentos de
extrema amargura llegó por fin a quejarse, murmurando: "¿Cuándo mis
compatriotas dejarán de orinarme encima?". Tenía, como todo gran artista, algo de niño. Era un espíritu evangélico,
uno de esos seres que parecen salvar el espíritu cristiano de esa Iglesia
objetivada de que hablan Berdiaev y Urs von Balthasar. Era bondadoso, pero no
en el sentido trivial de la palabra, ya que no podemos ni debemos permanecer
bovinamente impasibles frente a la injusticia o la tortura. En uno de sus
grandes poemas dice, en efecto: "No vaciles jamás en la defensa o
enunciación o elogio de la Verdad, del Bien y de la Hermosura: son tres nombres
divinos que trascienden al mundo, y es fácil deletrear su ortografía. No los
traiciones, aunque te hagan polvo".
Fue precisamente su sagrado sentido de
la justicia lo que lo impulsó hacia el socialismo en su juventud y hacia el
peronismo en sus años maduros. Porque, cualquiera que sea el juicio que merezca
la persona de Perón -y
el mío es públicamente negativo-, nadie puede negar que encabezó el más vasto y
profundo proceso en favor de los desheredados. Y Leopoldo sentía como pocos el
dolor de los indefensos, y amaba a su pueblo como siempre lo han hecho los
artistas verdaderamente grandes: desde Cervantes hasta Tolstoi. Y, como es
peculiar en esta clase de seres, no amaba al hombre en abstracto, esa Humanidad
con mayúscula bajo cuya invocación se han instaurado hasta campos de
concentración, sino al pequeño y precario y sufriente ser de carne y hueso.
Más aún:
ansiaba que sus obras pudieran servir a ese hombre concreto, ayudándole a
mitigar sus desdichas, respondiendo a sus más dolorosos interrogantes,
revelándole su propia tierra, esa patria también concreta que está hecha de
trigales, de pájaros y lagunas en el campo, de calles y rincones en su ciudad,
de amores y crepúsculos, de venturas y desventuras en común. Esa patria que él
amaba y que bellamente resplandece en sus páginas; en un amor que
paradójicamente se revela hasta en sus más amargas reflexiones, cuando critica
a los que lo ensucian o arrastran por el suelo, o lo posponen a sus sórdidos
bolsillos. Pues no olvidemos que aun las mejores patrias, aquellas que han
dicho algo al mundo, infinidad de veces fueron amonestadas por sus grandes espíritus,
con el corazón desgarrado y sangrante: por Holderlin y por Nietzsche, por
Dostoievsky y por Tolstoi. Y por aquel nobilísimo Puchkin que, después de
reírse con las descripciones que Gogol le leía, terminó exclamando con la voz
anudada por la amargura: "¡Dios mío, qué triste es Rusia!".
También
Leopoldo Marechal, en un poema memorable, exclama, o quizá murmura con infinita
pesadumbre: "La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre".