La evolución más grandiosa de los seres
humanos en los últimos años no ha consistido en un gran acontecimiento físico o
biológico sino en el modo en que ellos se comunican entre sí a través de las redes
sociales. Ni Charles Darwin (1809-1882), ni Alfred Wallace (1823-1913) ni Ernst
Haeckel (1834-1919) podrían haber concebido tal cosa en sus tiempos. "Para
unos pocos privilegiados -dice el antropólogo y biólogo evolucionista
británico Robin Dunbar
(1947) en su libro 'How many friends does one
person needs?' (¿Cuántos amigos necesita una persona realmente?)-,
la expansión geográfica de sus amigos puede haberse incrementado notablemente
por el correo postal económico y una intensa actividad epistolar. Pero, en
general, la extensión del mundo social de la mayoría de la gente estaba muy
limitada a aquellos con quienes se encontraban personalmente. Los sitios de
redes sociales demuestran haberse abierto camino a través de las restricciones
de tiempo y geográficas que limitaban el mundo social de la gente en la época
de Darwin". Dunbar, profesor del Institute of Cognitive and Evolutionary
Anthropology de la University of Oxford y director del British Academy Centenary Research Project, postuló en
1992 que el número de relaciones sociales que un ser humano puede mantener está
determinado por el tamaño de su cerebro, más concretamente por el de su parte
racional: el neocórtex. Luego de investigar y analizar más de treinta géneros
de primates no humanos, el científico británico llegó a la conclusión de que el
tamaño del grupo social óptimo es de 147.8 (usualmente citado como 150), estableciendo
esa cifra como límite para la cantidad de individuos que pueden desarrollarse
plenamente en un sistema determinado. El desde entonces conocido como "Número
de Dunbar" representa el "límite cognitivo de individuos con los cuales se
puede mantener una relación estable". Investigando toda la documentación
antropológica y etnográfica que tuvo a su alcance, Dunbar realizó un censo
sobre los tamaños de los grupos sociales existentes ya en las antiguas
sociedades nómadas y llegó hasta la actualidad. Desde la extensión de un poblado
granjero de la era neolítica hasta el máximo número de académicos en la especialización
de una disciplina, pasando por la dimensión de las comunidades campesinas de
fundamentalistas cristianos o la cantidad de soldados tanto de las unidades
militares romanas como la de los ejércitos modernos desde el siglo XVI, el
número ideal siempre es el mismo: 150. El científico británico descubrió el hoy
célebre "Número de Dunbar" mientras estudiaba el comportamiento y los hábitos
de los primates. Por entonces, la hipótesis más aceptada enunciaba que el
tamaño inusualmente grande del cerebro de los primates se debe a que viven en
grupos socialmente complejos. Esto es, cuánto más grande es el grupo, más grande
el cerebro de los miembros que lo componen. Dunbar decidió extrapolar esa
información a los seres humanos, llegando a la conclusión de que, a juzgar por
el tamaño promedio de sus cerebros, el número promedio del grupo social en el
que un ser humano puede desenvolverse de manera significativa es de 150. Es
decir que, quién más quién menos, un individuo no puede mantener relaciones de
mínima relevancia ni mínimamente estables con más de ciento cincuenta personas
a la vez a lo largo de toda su vida. Pero, para complicar las cosas, llegaron
las redes sociales, con su apremiante pulsión relacional, su adictiva promesa
de protagonismo y su esencial deformación de expresiones que solían tener otros
sentidos, como "amigo", "seguidor" o "me gusta". Una vez más: no hay manera de
que alguien pueda seguirle el rastro a los trescientos, quinientos o cinco mil
"amigos" que tiene en Facebook. Afirma Dunbar en "¿Cuántos amigos necesita una
persona realmente?" que uno de los subproductos llamativos de esta revolución
tecnológica ha sido una especie de competición perversa relacionada con la
cantidad de amigos que cada uno tiene en su sitio personal. "Algunas de esas
reivindicaciones han sido, por decir poco, exageradas, con números de amigos
registrados en el orden de las decenas de miles en determinados casos. Sin
embargo, incluso una mirada rápida a este peculiar mundillo electrónico nos
dice enseguida dos cosas. Primero, la distribución de la cantidad de amigos está
altamente sesgada: la mayoría de la gente tiene en sus listas un número
promedio de 'amigos' bastante parejo y sólo unos cuantos superan la cantidad de
doscientos. Segundo, hay un problema con lo que realmente cuenta para ser
amigo. Quienes tienen cantidades muy grandes -es decir, superiores a unos
doscientos- invariablemente saben poco o nada de la mayoría de los amigos de
sus listas". Desde Oxford, Robin Dunbar charló con Ana Prieto sobre la distorsión
de la sociabilidad en la red y el peligro potencial que supone estar conectado
el día entero. La entrevista fue publicada en el nº 642 de la revista "Ñ" aparecida el 16 de enero de 2016.
¿El éxito de las redes sociales es una
consecuencia de nuestra pérdida del sentido de comunidad?
Es
posible. Creo que lo que impulsa a estas redes, en parte, es el hecho de que
estamos más desperdigados en distintos países y continentes, algo
particularmente cierto en lo que respecta a los jóvenes, que son sus
principales usuarios. Hace cincuenta años, lo más seguro es que hubieras
perdido la amistad de alguien que se mudaba a otro país. Existe una tendencia
natural a querer conservar a tus amigos, y Facebook y plataformas similares lo
permiten. También es cierto que ser más "móviles" ha creado una verdadera
fragmentación de las redes sociales verdaderas, incluso dentro de una misma
familia. En tiempos en los que es difícil encontrarse con alguien para tomar
una cerveza o un café, se aviva el deseo de mantener las relaciones familiares
y de amistad.
Usted ha dicho que la tecnología puede
lidiar con un número casi ilimitado de personas, mientras que las personas,
desde luego, no. En efecto, parece que tenemos suficiente sitio para mantener
miles de relaciones, siempre y cuando sean anónimas e irrelevantes. Sin
embargo, su número importa. Por ejemplo, hoy se mide la importancia de lo que
alguien dice en base a sus seguidores en Twitter. Si una persona tiene diez o veinte
seguidores, lo que dice es irrelevante, pero si tiene cincuenta mil, no. ¿Cuál
es nuestra fijación con la cantidad? ¿Significa algo?
Creo
que eso tiene que ver con que en las sociedades de pequeña escala los líderes
carismáticos han sido siempre muy importantes. Recordemos que durante la mayor
parte de nuestra historia vivimos en comunidades muy pequeñas, de unos cuantos
cientos de personas. En esos contextos, esos líderes jugaron un papel
preponderante en la creación del sentido de pertenencia a una comunidad. Y eso
todavía está con nosotros: si alguien es venerado por muchos, tendemos a verlo
como un indicador de que esa persona es importante y a considerar su ejemplo
como una guía para hacer bien las cosas. Y así es como terminamos siguiendo a
gente famosa en Twitter. El problema es que no existe ninguna guía que nos diga
qué tan bondadosa o inteligente esa persona realmente es; uno puede conseguir
seguidores en las redes sociales por las razones incorrectas.
Usted también dice que la impersonalidad
de la autopista electrónica hace que la gente sea menos discreta en sus
interacciones con otros. Lo vemos todo el tiempo: las redes fomentan cierta
impunidad. ¿Cree que esto tendrá consecuencias en el largo plazo? ¿Estar "online" todo el día podría tener algún efecto en nuestro comportamiento "offline"?
Es
posible, y es un verdadero problema que la gente suela presionar el botón
"enviar" antes de pensar. Todos lo hacemos. Frente a una computadora, te
comportás de una manera en la que no te comportarías en público, y en parte se
debe a que en los encuentros cara a cara estás todo el tiempo chequeando qué piensa
la otra persona y cómo reacciona a lo que decís, y eso a veces evita que hagas
o digas determinadas cosas. Debido a que no recibís un "feedback" inmediato a
través de la interacción electrónica, respondés automáticamente, antes de
pensarlo bien. Según un estudio que se hizo en Gran Bretaña hace más de un año,
el 50% de la gente ha dicho algo "online" de lo que se arrepentía. Es una
proporción muy, muy grande. Ahora bien, podés haber dicho alguna tontería, y
tus amigos te lo van a perdonar; no pasa nada. Pero a veces podés decir algo
muy serio y terminar rompiendo una amistad o incluso una relación familiar. Y
las relaciones familiares son más difíciles de subsanar que las amistosas. Es
cierto que las familias son más resilientes, más compasivas y que toleran más.
Pero si vas muy lejos puede ser catastrófico; es muy difícil recomponer ese
tipo de relación.
¿Entonces no sabemos lidiar con los
riesgos de la comunicación "online"?
No,
no somos buenos para lidiar con eso. Ni siquiera sabemos lidiar con los riesgos
de comunicarnos desde un automóvil; creemos que como vamos dentro de un armazón
de metal, estamos más seguros y podemos insultar a otro conductor. Pero si
estuvieras parado en la calle al lado de él, no te atreverías a insultarlo.
¿Solución?
No
creo que haya ninguna solución salvo intentar educarnos. No estamos habituados
a trabajar en entornos "online". La experiencia natural se basa en encuentros
cara a cara, y cuando no podemos hacer nuestros controles naturales no
funcionamos muy bien porque no estamos obteniendo las señales que normalmente
nos frenarían.
Es lo que sucede con los estafadores
web, por ejemplo.
Ese
es un problema en todas partes. Miles de millones de dólares se pierden cada
año en estafas románticas. Hay gente que pierde sus casas o sus ahorros de toda
la vida. En las relaciones cara a cara, recibimos alertas constantemente;
hacemos verificaciones de la realidad todo el tiempo para mantener el equilibro
entre la imagen idealizada de una persona y su comportamiento real. En el mundo "online", en cambio, no obtenemos nada de eso. Los estafadores amorosos son
extremadamente buenos en darle a la persona del otro lado de la línea
información que refuerce sus creencias, con lo que terminan construyendo una
imagen completamente falsa e idealizada de sí mismos. Y una vez que se llega a
ese punto, es difícil salir, especialmente para las mujeres, que suelen ser más
confiadas. Una vez que el mecanismo de verificación de la realidad deja de
funcionar, es demasiado tarde.
El "Número de Dunbar" está completamente
sobrepasado en las grandes burocracias y en el aparato del Estado. ¿Por qué es
tan difícil deshacer esas estructuras? O mejor: ¿por qué son esas las
estructuras que parecemos construir naturalmente?
El
problema se remonta, me parece, al hecho de que estamos diseñados para vivir en
comunidades pequeñas, del tamaño, justamente, del "Número de Dunbar". Pero
después aprendimos a vivir en pueblos y ciudades, y cuando se volvió difícil
manejar un montón de personas juntas, la solución que encontramos fue la creación
de estructuras jerárquicas. Eso nos ha permitido mantener cierta cohesión
social e imponer el buen comportamiento en la gente creando leyes y
asegurándonos de que quien las incumpla reciba un castigo, lo que hace que la
gente se comporte mejor.
Pero esas estructuras están lejos de
funcionar a la perfección.
Digamos
que estamos atorados en una jerarquía que funciona bien o más o menos bien la
mayor parte del tiempo, pero que tiene una inercia terrible y muy difícil de
remontar. En el ámbito militar esa jerarquía funciona porque se imponen
castigos muy estrictos, imposibles de aplicar en el mundo civil ya que nos
rebelaríamos contra esas imposiciones. Nuestro modo de organización funciona a
medias: no es completamente eficiente y trae consigo una enorme inercia, pero
no sé si hay un sistema mejor.
Debido a que vivimos en sociedades tan
inmensas, tener un verdadero diálogo con el poder se torna cada vez más
difícil. Al mismo tiempo, los candidatos, presidentes y todo tipo de
funcionarios políticos tratan de acercarse a la gente a través de las redes
sociales. Miles tienen cuentas ahí y todos sabemos que, en su mayoría, no las
manejan personalmente. ¿Cómo podemos ser leales a alguien que cada vez es más
distante? En el pasado, hasta el rey estaba más cerca del pueblo.
Es
un problema grave; se ha vuelto muy común que senadores o presidentes tengan su
página en Facebook y su cuenta en Twitter, e intenten dirigirse al "ciudadano
de a pie". Pero no se trata de una relación personal; ellos no saben quién sos
y en las relaciones de la vida real el trato debe ser mutuo: sé quién sos, vos
sabés quién soy y así podemos tener algún tipo de relación que tenga alguna
relevancia. Estas enormes cuentas de Twitter y Facebook que tienen los
políticos son como faros iluminando a lo lejos: no importa si está pasando un
barco o no, la luz sigue titilando.
Y existe el problema de la concentración
de poder. El poder, de hecho, es tal sólo si se lo puede concentrar.
Una
vez que tenés una sociedad de decenas de miles de personas, es muy fácil, para
quienes están en el poder, acapararlo, controlar los recursos, poner el dinero
en sus propias cuentas y proteger su propio futuro. Ese es parte del problema
que estropea a las democracias de la actualidad. Tenemos elecciones, pero lo que
los partidos suelen querer es controlar el poder, no trabajar por el bien
común.
¿Qué hace el exceso de información en
nuestros cerebros? Suele decirse que estamos perdiendo nuestra capacidad de
atención y concentración y que será cada vez más raro ver a alguien leyendo una
novela de Dostoievski. ¿Es así?
No,
eso es un mito urbano. No sé si alguna vez la situación fue diferente. Por un
lado, el período de atención de una persona siempre ha sido corto, y esa es la
manera en que nuestra mente está diseñada. En realidad, el problema es el ritmo
que han tomado nuestras vidas: todo es rápido, entretenido, hay nuevas
atracciones y todo eso se roba el tiempo que, en el pasado, hubiéramos
invertido en sentarnos a leer un libro. El problema va más por ese lado: nuestro
cerebro se ha llenado de cosas nuevas y entretenidas a las que prestar
atención.
¿Y nuestras habilidades sociales?
Tenemos
un cerebro que puede lidiar con hasta ciento cincuenta amistades y relaciones
familiares. Pero si no disponemos de veinte o veinticinco años de una extensiva
experiencia social, no somos capaces de aprender las habilidades para manejar
esas relaciones. Mi preocupación es que los chicos que pasan demasiado tiempo
conectados simplemente no estén teniendo la oportunidad de aprender a lidiar
con las complejidades de la vida, porque una de las cosas que necesitás
aprender es cómo ceder, como ser flexible. Y esto es lo que pasa en lo que
llamo "los areneros de la vida": cuando otro nene te tira arena en la cara no
podés salir del cajón, tenés que aprender a lidiar con esa situación. Pero si
tu vida transcurre en línea, con tirar del enchufe ya está, no tenés que lidiar
con nada. Dentro de treinta años sabremos si esto es un problema o no. Me
preocupa que lo sea: gran parte de nuestra capacidad para manejar las grandes y
complicadas sociedades en las que vivimos depende de ese largo período de
experiencias de socialización durante la infancia, la adolescencia y la edad
adulta. La mayoría de nosotros no adquiere competencias adultas hasta los veinticinco
años. Que ese proceso no llegue a completarse es, creo, un problema mucho más
grave.