"La más mínima emoción
amorosa, de felicidad o de contratiempo, lleva a Werther a las lágrimas. Werther
llora a menudo, muy a menudo y en abundancia", dice el filósofo y semiólogo francés Roland
Barthes (1915-1980) en su "Fragments d'un discours amoureux" (Fragmentos de un
discurso amoroso). Esto da la impresión de un diluvio, confirmando los clichés
que se asocian a la manera de vivir el amor de los héroes románticos. Es cierto
que a Werther no le faltan momentos para llorar. Pero lo hacía en ocasiones muy
precisas, justificadas por la situación ante la cual se encuentra, y no a
diestra y siniestra. La razón no reside en su facultad de emocionarse en
exceso: se halla, en cambio, en su incapacidad de manejar los conflictos que
surgen entre las representaciones que nacen de su imaginación y la realidad.
Esto ocurre, concretamente, solo seis veces, entre ellas cada vez que se le impone
su separación de Lotte (diminutivo de Charlotte), su imposibilidad de acceder
con ella a la unidad primera, como al mismo más allá del amor que sueña
alcanzar. Además, Lotte es la única persona que lo ve llorar dos veces. Por
eso, Werther está lejos de la imposibilidad de dominar públicamente su ser
íntimo, más aún cuando la tendencia natural de su carácter lo lleva a tener
airados accesos de expresión vehemente. Por el contrario, su particularidad
parece estar en el ejercicio de una obligación sobre los impulsos interiores.
¿Era Werther un romántico?
Mientras que los románticos alemanes no manifestaron mucho entusiasmo ante
este personaje, la generación de escritores románticos franceses se transportó
con él, al mismo tiempo que forzaba su imagen. Para escritores y críticos
prestigiosos como Anne Louise Necker, más conocida como Madame de Staël (1766-1817),
Alphonse de Lamartine (1790-1869), Charles Sainte
Beuve (1804-1869) y muchos otros, Werther representaba al enamorado
por excelencia. Se convirtió en la figura típica de aquel que, conforme a las
leyes del amor, caía en la melancolía e, insatisfecho, en el aburrimiento de
vivir.
"Ya no es ni el amor ni las
efusiones sentimentales lo que caracteriza, en principio, a Werther -continúa-,
sino el afianzamiento de su limitación a las estructuras y las convenciones de
la sociedad alemana en la que vive. Su amor imposible por Lotte, prometida y
luego esposa del buen burgués Albert, es la aventura que ilustra en extremo su
situación de conflicto con la realidad social. Además, Werther percibe su amor
como la visión de una vuelta a la armonía original, a un universo de inocencia;
y Lotte se le aparece como el ángel capaz de conducirlo hacia el nuevo paraíso
al que aspira. Todas sus experiencias le indican (significativamente, Goethe
acumula las anécdotas) hasta qué punto está en la utopía y, también, que el
mundo más cercano a la naturaleza es, en sí mismo, conflictivo. Al decidir matarse,
Werther no sólo se deshace de los sufrimientos de un amor que lo lleva a la
desesperación, sino que intenta salvaguardar la integridad del individuo que
es. A diferencia de los héroes románticos franceses, Werther no lucha por sus
ideas, ni siquiera por su propia liberación individual. Al corroborar un
conflicto insoluble entre el individuo y la sociedad, se entrega.
Razonablemente, elige abandonar el mundo de los mortales, ese mundo que impone
límites insoportables para sus exigencias individuales".
"La dicha de sufrir por su
amor y la gloría de morir por él, esto es en pocas palabras el wertherismo".
Este juicio del biografo rumano-francés Léopold Stern (1886-1949) en su "Werther,
ou les amours de Goethe" (Werther, o los amores de Goethe), es prisionero
de una idea romántica y muy expandida acerca de Werther. Sin embargo, para el
antes citado Richard, "de hecho se mató porque su amor era sólo un elemento de
más que aniquilaba su libertad en una sociedad en la que debía adaptarse o
perecer. Fuesen cuales fuesen las circunstancias, sería un eterno desgraciado.
Prefirió perecer y ganar de esta manera, como lo había anunciado, una libertad
eterna". Lo cierto es que el mito se incorporó a la figura de Werther,
dándole a su destino un valor positivo: se convirtió en el emblema del mal de
vivir y de las inexorables penas de amor.
"Muchas veces se ha dicho que la
vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos han creído, y tal idea
no deja de perseguirme -le escribe en una de las cartas a su amigo Wilhelm-.
Cuando me detengo a pensar en los estrechos límites en que están circunscritas
las facultades activas e intelectuales del hombre; cuando veo acabarse todos
sus esfuerzos por satisfacer algunas necesidades que no tienen más intención
que prolongar la desgraciada vida; que toda nuestra confianza o tranquilidad
sobre ciertos puntos de la ciencia es sólo una resignación fundada sobre
quimeras y ensueños y producida por esta ilusión que cubre las paredes de
nuestra prisión con pinturas diversas y perspectivas de luz; todo esto me deja
mudo, amigo Wilhelm. Me reconcentro y encuentro en mi ser todo un mundo, pero
un mundo fantástico creado por presentimientos, por deseos sombríos, en el que
no se halla ninguna acción viva. Todo nada, todo flota ante mí cubierto de una
espesa nube y yo me adentro en ese caos de ensueños con una sonrisa en la cara…
Es algo fatal, Wilhelm. Mi actividad se consume en una inquieta indolencia; no
puedo estar sin hacer nada y sin embargo nada hay que pueda hacer. Mi
imaginación y mi sensibilidad no se conmueven ante la naturaleza y los libros
me causan aburrimiento… Sólo Dios sabe cuántas veces he dormido con el deseo y
la esperanza de no despertar. Y al siguiente día, abro los ojos, vuelvo a ver
la luz solar y siento de nuevo el peso de la miseria".
Resulta evidente que, a estas
alturas, Werther ha perdido todas las esperanzas y, ante la perspectiva de un
futuro inmodificable, florece en él el hastío existencial. Le escribe
incansablemente a su amigo por la imperiosa necesidad que tiene de desahogarse,
y lo que exhibe en esas cartas finales es el profundo desajuste que experimenta
con el mundo exterior y consigo mismo. Esto, que Sigmund Freud (1856-1939) años
después definiría como psicosis, lo lleva a pergeñar la idea del suicidio. Lo
que para el creador del psicoanálisis no es más que la manera de matar al
objeto perdido, constituye el momento cumbre de la trágica historia, el
desenlace romántico por excelencia: la inmolación en nombre del amor. "En un
momento dado de la vida, morimos sin que nos entierren. Se ha cumplido nuestro
destino. El mundo está lleno de gente muerta, aunque ella lo ignore".