3 de enero de 2016

Goethe & Werther. Entre la tragedia romántica y el drama psicológico (2)

"La más mínima emoción amorosa, de felicidad o de contra­tiempo, lleva a Werther a las lágrimas. Werther llora a menudo, muy a menudo y en abundancia", dice el filósofo y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) en su "Fragments d'un discours amoureux" (Fragmentos de un discurso amoroso). Esto da la impresión de un diluvio, confirmando los clichés que se asocian a la manera de vivir el amor de los héroes románticos. Es cierto que a Werther no le faltan momentos para llorar. Pero lo hacía en ocasiones muy precisas, justificadas por la situación ante la cual se encuentra, y no a diestra y siniestra. La razón no reside en su facultad de emocionarse en exceso: se halla, en cambio, en su incapacidad de manejar los conflictos que surgen entre las representaciones que nacen de su imagi­nación y la realidad. Esto ocurre, concretamente, solo seis veces, entre ellas cada vez que se le im­pone su separación de Lotte (diminutivo de Charlotte), su imposibilidad de acceder con ella a la unidad primera, como al mismo más allá del amor que sueña alcanzar. Además, Lotte es la única persona que lo ve llorar dos veces. Por eso, Werther está lejos de la imposibilidad de dominar pública­mente su ser íntimo, más aún cuando la tendencia natural de su carácter lo lleva a tener airados accesos de expresión vehe­mente. Por el contrario, su particularidad parece estar en el ejercicio de una obligación sobre los impulsos interiores.
¿Era Werther un romántico? Mientras que los románticos ale­manes no manifestaron mucho entusiasmo ante este persona­je, la generación de escritores románticos franceses se trans­portó con él, al mismo tiempo que forzaba su imagen. Para escritores y críticos prestigiosos como Anne Louise Necker, más conocida como Madame de Staël (1766-1817), Alphonse de Lamartine (1790-1869), Charles Sainte Beuve (1804-1869) y muchos otros, Werther representaba al enamorado por excelencia. Se convirtió en la figura típica de aquel que, conforme a las leyes del amor, caía en la melan­colía e, insatisfecho, en el aburrimiento de vivir.
La novela de Goet­he, escribió Honoré de Balzac (1799-1850) en un artículo publicado en la "Revue Parisienne" del 25 de septiembre de 1840, estaba entre las obras "que dan la clave de casi todas las situa­ciones del corazón en lo que al amor respecta". Por su parte, en 1852 Eusèbe Girault de Saint Fargeau (1799-1855), en su "Histoire littéraire française et étrangère" (Historia literaria francesa y extranjera), lo resumió hablando del "desarrollo de una pasión desdichada". "De este modo -opina el historiador francés Lionel Richard (1938) en 'Werther: tempête et passion' (Werther: tempestad y pasión), un artículo aparecido en 'Le Magazine Littéraire' en 1997- Werther pasó, durante mucho tiempo, al rango de los héroes llamados románticos, esos grandes enfermos del alma".
"Ya no es ni el amor ni las efusiones sentimentales lo que carac­teriza, en principio, a Werther -continúa-, sino el afianzamiento de su limita­ción a las estructuras y las convenciones de la sociedad alemana en la que vive. Su amor imposible por Lotte, prometida y luego esposa del buen burgués Albert, es la aventura que ilustra en extremo su situación de conflicto con la realidad social. Ade­más, Werther percibe su amor como la visión de una vuelta a la armonía original, a un universo de inocencia; y Lotte se le aparece como el ángel capaz de conducirlo hacia el nuevo paraíso al que aspira. Todas sus experiencias le indican (significativamente, Goethe acumula las anécdotas) hasta qué punto está en la utopía y, también, que el mundo más cercano a la natura­leza es, en sí mismo, conflictivo. Al decidir ma­tarse, Werther no sólo se deshace de los sufri­mientos de un amor que lo lleva a la desesperación, sino que intenta salvaguardar la integridad del individuo que es. A diferencia de los héroes románticos franceses, Wert­her no lucha por sus ideas, ni siquiera por su propia libe­ración individual. Al corroborar un conflicto insoluble entre el individuo y la sociedad, se entrega. Razonablemente, elige abandonar el mundo de los mortales, ese mundo que impo­ne límites insoportables para sus exigencias individuales".


"La dicha de sufrir por su amor y la gloría de morir por él, esto es en pocas palabras el wertherismo". Este juicio del biografo rumano-francés Léopold Stern (1886-1949) en su "Werther, ou les amours de Goethe" (Werther, o los amores de Goethe), es prisionero de una idea romántica y muy expandida acerca de Werther. Sin embargo, para el antes citado Richard, "de hecho se mató porque su amor era sólo un elemento de más que aniquilaba su libertad en una sociedad en la que debía adaptarse o perecer. Fuesen cuales fuesen las circunstancias, sería un eterno desgraciado. Prefirió perecer y ganar de esta manera, como lo había anunciado, una libertad eterna". Lo cierto es que el mito se incorporó a la figura de Werther, dándole a su destino un valor positivo: se convirtió en el emblema del mal de vivir y de las inexorables penas de amor.


"Muchas veces se ha dicho que la vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos han creído, y tal idea no deja de perseguirme -le escribe en una de las cartas a su amigo Wilhelm-. Cuando me detengo a pensar en los estrechos límites en que están circunscritas las facultades activas e intelectuales del hombre; cuando veo acabarse todos sus esfuerzos por satisfacer algunas necesidades que no tienen más intención que prolongar la desgraciada vida; que toda nuestra confianza o tranquilidad sobre ciertos puntos de la ciencia es sólo una resignación fundada sobre quimeras y ensueños y producida por esta ilusión que cubre las paredes de nuestra prisión con pinturas diversas y perspectivas de luz; todo esto me deja mudo, amigo Wilhelm. Me reconcentro y encuentro en mi ser todo un mundo, pero un mundo fantástico creado por presentimientos, por deseos sombríos, en el que no se halla ninguna acción viva. Todo nada, todo flota ante mí cubierto de una espesa nube y yo me adentro en ese caos de ensueños con una sonrisa en la cara… Es algo fatal, Wilhelm. Mi actividad se consume en una inquieta indolencia; no puedo estar sin hacer nada y sin embargo nada hay que pueda hacer. Mi imaginación y mi sensibilidad no se conmueven ante la naturaleza y los libros me causan aburrimiento… Sólo Dios sabe cuántas veces he dormido con el deseo y la esperanza de no despertar. Y al siguiente día, abro los ojos, vuelvo a ver la luz solar y siento de nuevo el peso de la miseria".


Resulta evidente que, a estas alturas, Werther ha perdido todas las esperanzas y, ante la perspectiva de un futuro inmodificable, florece en él el hastío existencial. Le escribe incansablemente a su amigo por la imperiosa necesidad que tiene de desahogarse, y lo que exhibe en esas cartas finales es el profundo desajuste que experimenta con el mundo exterior y consigo mismo. Esto, que Sigmund Freud (1856-1939) años después definiría como psicosis, lo lleva a pergeñar la idea del suicidio. Lo que para el creador del psicoanálisis no es más que la manera de matar al objeto perdido, constituye el momento cumbre de la trágica historia, el desenlace romántico por excelencia: la inmolación en nombre del amor. "En un momento dado de la vida, morimos sin que nos entierren. Se ha cumplido nuestro destino. El mundo está lleno de gente muerta, aunque ella lo ignore".