Antonio
Dal Masetto recibió distintos galardones literarios, los que recibió con
respeto pero sin dejarse tentar por la vanidad. "Un premio es importante
hasta que te lo dan. Después pasa a ser un dato más para la solapa de los
libros", sostuvo días después de alcanzar el Premio Planeta 1994. Poco
sociable pero de amigos firmes, caótico y a la vez metódico a la hora de
estructurar su trabajo, Dal Masetto supo delinear un universo autobiográfico en
el que interpeló sus vivencias y dejó huellas personales que atraparon a miles
de lectores. "En mis novelas siempre reflejo el mundo que viví, el mundo
que le tocó a mi generación tal como yo lo veo; un mundo complicado, espantoso
en cierto sentido", contaba Dal Masetto no hace mucho tiempo. Un mundo que
hace un par de meses lo ha visto partir. El mismo Dal Masetto que todos los días se obligaba a escribir "una determinada cantidad de
horas". "Escribir aunque no se sepa qué escribir -decía-. Eso es
muy probable que conduzca hacia algún lado en algún momento", y contaba que muchas veces se levantaba a mitad de la noche para cambiar algo de lo
que había escrito.
Guillermo
Saccomanno (1948). Escritor y guionista de historietas argentino. Colaborador
habitual del diario "Página/12", como historietista ha trabajado en las revistas "Skorpio" y "Fierro", y colaborado con editoriales españolas, inglesas, italianas y
norteamericanas hasta que en 1979 publicó un libro de poemas: "Partida de caza".
A partir de 1984 se inició en la narrativa con la aparición de la novela "Prohibido escupir sangre" y su libro de cuentos "Situación de peligro". Más
adelante publicaría las novelas "Roberto y Eva. Historias de un amor argentino", "El
buen dolor", "La lengua del malón", "El Pibe", "77" y "El oficinista"; los libros de
cuentos "Bajo bandera", "Animales domésticos" y "La indiferencia del mundo"; y el
tomo de ensayos "Historia de la historieta argentina". Varios de sus relatos
fueron traducidos a diversos idiomas y adaptados al cine y la televisión.
JUSTIFICAR
LA VIDA
1. Lo leí antes de conocerlo. Y no sólo
porque me llevara diez años, diferencia que para mis veinte años era demasiada.
La novela se llamaba "Siete de oro". Y era su primera novela. Pero no tenía nada
de primera. Había una prosa macerada, que hablaba de la experiencia de un viaje
de iniciación a lo Kerouac. Puedo acordarme de la descripción del viento
entrando por la ventanilla de ese tren que va al sur, con todo lo que significa
el sur. Después la descripción de ese pueblo que no se nombra y es Bariloche,
sus hombres y mujeres, el paisaje tan hermoso como difícil, tan duro entrarle,
seres que viven de manera precaria. Una mujer decía -me acuerdo de haberlo
subrayado-: "Sólo la belleza podrá salvarnos". A pesar de la "mishiadura" y
situaciones límite como el peligro de que se ahogue un hijo, la belleza. Que
consistía en la manera de narrar, sin vueltas, con una puntería en la mirada y
la construcción de las frases. El autor, Antonio Dal Masetto,
frecuentaba el Bajo, se reunía en esos bares donde paraban escritores y
periodistas. Uno que andaba con él era Miguel Briante, un prodigio: no muchos
años antes, a los diecisiete, había escrito un libro de cuentos ejemplar, "Las
hamacas voladoras". No me animaba a hablarles a esos que admiraba.
2. No puedo recordar cuándo nos
presentaron. Pero fue seguro por el Bajo, durante la dictadura. En el '83
Ricardo Piglia le publicó "Fuego a discreción". Es un relato sobre la época
donde, sin nombrarla, la dictadura es una presencia que angustia el verano de
un tipo tal vez demasiado parecido a Antonio, que vaga por la ciudad sin
encontrar el rumbo. Cuando le pregunté cómo la había escrito me contó que había
sido en la mala, juntando anotaciones, hojas de cuaderno, de libreta, recortes.
Embriones y astillas. Anotaba y guardaba las esquirlas en una caja de zapatos.
Un día, cuando la caja estuvo llena, la abrió y se puso a ordenar los papeles. "Este va acá, este otro acá y así", fue
dándoles una cronología. Entonces pasó el relato a máquina. El mecanismo de
composición puede parecer un juego. La literatura, por cierto, siempre tiene
algo de juego. Sin embargo la estructura narrativa de la novela es dueña de un
lenguaje sin artificios, ascética. Impresiona por el ritmo, no afloja. Y es hoy
-lo seguirá siendo- una de las novelas más tensas y vigorosas del período.
3. A fines de los ochenta empezó
escribir unas columnas en el diario "Tiempo Argentino". Todas tenían un mismo
protagonista. "El hombre", lo llamaba. Cada entrega era una visión, la captura
de un instante de lo cotidiano. Se convirtió en un notable cronista urbano. La
prueba es "Cuentos del Bajo", la serie que más tarde, durante años, continuaría
publicando en las contratapas de "Página/12", piezas de orfebrería descriptiva:
el hombre contemplando a su hija hamacarse en un atardecer de la Plaza San
Martín, el hombre cruzando el Bajo con la madre de una mano y la hija de la
otra, cargándose de una fuerza que proviene de la sangre. Hay historias de
amores desencontrados. También otras no menos líricas como ésa en la que el
hombre prende un fueguito y medita sobre las llamas. No escasean tampoco
historias surrealistas, las peripecias de tipas y tipos a lo Kordon, pícaros y
canallitas que viven episodios desopilantes. Como excusándose, Antonio opinaba:
"La realidad exagera". Podría citar unas cuantas contratapas, pero lo mejor es
agarrar el libro y leer esas instantáneas que con su relampagueo poético
constituyen un fresco y un enunciamiento de sus obsesiones, modos que después
entrarán en su obra narrativa, que es numerosa. "La prosa es nostalgia de la
poesía", le había dicho Briante. Y Antonio le daba la razón. Estas entregas,
muchas, son poesía. Ahora bien, si se tenía en cuenta el tiempo que separaba su
primera novela de la segunda y uno le preguntaba por qué había permanecido
tanto en silencio, tenía su explicación: "Estuve enamorado".
4. Había nacido en Intra, un pueblo del
Piamonte, en 1938. Las monjas que le vieron vocación para el dibujo lo llamaban
"el pequeño Giotto". Hijo de padres campesinos, Antonio era pastor de cabras.
Aprendía de la naturaleza las lecciones de luz y de sombra, reparaba en los
detalles y descubría. Y así como se asombraba ante la hermosura, también le
tocó espantarse ante el horror de la guerra, ver los fusilamientos de los
nazis. Deberían pasar muchos años, décadas, para que al volver de América, ya
hombre, ya escritor, fuera homenajeado en ese mismo lugar donde había sido la
masacre. Creo que allí los paisanos colocaron una placa con una frase suya.
5. Los padres inmigraron a Salto. Y allí
Antonio empezó otra vida, la que sería su vida. Primero pagando los costos de
adaptación a la lengua, las costumbres, sufriendo las cargadas de los pibes. De
Salto habría de partir hacia la ciudad casi a los veinte, dispuesto a estudiar
Bellas Artes. Los cafés, las librerías, las nuevas amistades. Una vez le pregunté
cómo fue que se le había dado por escribir. Me habló de sus primeras lecturas,
Dumas, Hugo, Salgari (Antonio habría de conservar una de las novelas de Salgari
que, más tarde, le pasaría a su amigo Osvaldo Soriano para la tapa de uno de
sus libros). Pero la que más le había impresionado era una novela alemana. No
recordaba el autor, pero sí al protagonista. "Era un muchacho al que le pasaban
mis mismas cosas", me dijo. Eso quería decir que era posible contar la propia
existencia, que a alguien podía interesarle, que uno podía ser comprendido. Los
trabajos y los días en la ciudad fueron múltiples: desde pintor de paredes a
fabricar lavandina, hizo de todo. En los '90 sucede por fin una gran
recepción de la crítica y el público. "Oscuramente fuerte es la vida", la novela
protagonizada por una chica inmigrante del "doppo guerra", inspirada en su madre,
se transforma en un clásico. Una narración a la vez íntima y épica. Se han
publicado artículos, tesis y ensayos sobre esa novela y todas las que la
siguieron. A partir de aquí, la producción de Antonio transcurrió tan
imparable, como serena, con el mismo pulso maestro para escribir una novela
negra que una fábula. No se trataba -no se trata- sólo de cantidad sino de
calidad, uno de los estilos más personales de nuestra literatura. Que me
extienda al respecto sería redundante, en especial en estos días de duelo y
evocación.
6. Vuelvo a verlos a Miguel, Osvaldo y
Antonio en un bar del Bajo. Me acuerdo de noches en las que Antonio estaba
embalado en los tramos finales de "Oscuramente...". Venía desgrabando las charlas
que había tenido con su madre, la base narrativa. Su prosa sonaba diferente.
Daba la impresión de estar leyendo a Pavese o a Vittorini. Algunas noches nos
encontrábamos con Fresán, Forn, Osvaldo y Antonio en el bar de Córdoba y San
Martín. De ahí íbamos a un restaurante de Reconquista. La noche se hacía
madrugada y la madrugada, amanecer. Con Antonio y con Osvaldo teníamos la
costumbre de pasarnos los originales antes de entregarlos a la editorial. Somerset Maugham anota en sus cuadernos
que, cuando un escritor le entrega a otro un original, lo que espera no es una
crítica sino un elogio. Pero Antonio no dudaba, ante un original, en hacer
marcas con lápiz. El modo de marcar era siempre cauto, respetuoso, y las marcas
impecables, eso que antes mencionaba acerca de su puntería, la misma,
infalible, la aplicaba al texto del amigo. "Una forma de cuidarnos las
espaldas", decía. "Porque una vez publicado ya es tarde". Ahora una anécdota
personal que bien podría titular: "La lección de Antonio". En la época de la
mítica "Biblioteca del Sur" me acuerdo de haber discutido fuerte una tarde con
Juan Forn la publicación de una novela. Según Forn, el editor, a mi novela le
faltaba. Finalmente, ante mi terquedad, cansado, dio el brazo a torcer. "Está
bien" cedió. "Te la publico". Hasta entonces Antonio había estado en el
despacho, silencioso, escuchando la discusión. Bajamos a la calle. Caminamos en
silencio media cuadra. "¿Estás seguro?", me preguntó. Vacilé. "No", dije. "No
creo que pueda hacerlo mejor". "¿Entonces?", volvió a preguntarme Antonio. Di
media vuelta, volví atrás, entré a la editorial y retiré el original. Antonio
no se había equivocado. Tardé diez años en dar con una versión de esa novela
que me convenciera.
7. Con Osvaldo y Antonio teníamos la
costumbre de conversar casi todas las noches por teléfono. Conversaciones
interminables que uno interrumpía apenas para hacerse un café. La muerte de
Miguel lo quebró. Tras cartón, la muerte de Osvaldo. Con Antonio conservamos la
costumbre del teléfono nocturno. Más tarde, el mail. Nos pasábamos los textos
por mail. Y la conversación, como siempre, derivaba en la literatura, el
oficio. Para Antonio la escritura era un oficio. En su departamento tenía un
cartelito: "Justificá el día". Todas las mañanas, antes de sentarse a escribir,
acariciaba el teclado de la compu, como domándola. Si al terminar el día había
logrado una, dos carillas, decía: "El día está hecho". El último año fue difícil para Antonio:
problemas de corazón, internaciones, stents. Terminó una novela, aún inédita, "Crónica de un caminante". Y empezó una nueva. La historia es la de un pibe de
provincia que se hace boxeador en una sociedad hostil. A medida que terminaba
un capítulo, yo tenía ganas de leer el próximo. El domingo 25 de octubre me escribió:
"Como todos los domingos también este se desliza con ese extraño sabor a nada.
Ahora que le puse punto final a la novela de la cual leíste los primeros
capítulos estoy parado en esa zona neutra que hemos conocido bien. Quisiera por
lo menos arrancar con algunos apuntes dispersos de algo, en alguna dirección,
cualquier dirección. Siempre fue así después de terminar un trabajo y saberlo,
recordarlo, mitiga un poco la sensación de que ya no habrá más nada por
delante".