El amor de Catherine por
Heathcliff es una realidad primera, inquebrantable. Sin embargo, cuando Hindley lo rebaja al rango de los domésticos, admite que casarse con él
sería "degradarse", aunque inmediatamente reafirma su amor. Ella dice
que lo ama "no porque sea bello, sino porque él es más yo de lo que yo
soy". Entonces, altanera y fogosa, en un arrebato seduce a Edgar Linton subyugado por su
"exuberante vivacidad". Linton no es más que el adinerado y manipulable vecino de la Granja de los
Tordos, el otro de los escenarios donde se desarrolla la novela, y que
encarna a la perfección los valores tradicionales. Ante esta
evidencia, casarse con él es un acto que no tiene ningún alcance real: es
sólo comodidad,
que justifica de la siguiente manera: "Si nos casáramos, seríamos pordioseros. Mientras que si me caso con Linton,
puedo ayudar a Heathcliff a rebelarse y a sacarlo del poder de Hindley". Habla
de él como de un hermano elegido, cuyo amor habría sustituido al que antes
sentía por su hermano de sangre. Más que un hermano, ve en él a su doble,
aparentemente andrógino, como ese extraño organismo bifronte organizado
morfológicamente como un ser dual como son los personajes centrales de “Macbeth”,
la obra de William Shakespeare (1564-1616), una especie de siameses
adheridos entre sí por un pegamento inviolable: el proyecto de la
autosatisfacción narcisista.
Sin darse cuenta de que
esto quizá disimule un incesto (que desea oscuramente), Catherine, a diferencia
de Manon -la protagonista de “Manon Lescaut”, la novela de Antoine
François Prévost (1697-1763)- no brilla por la debilidad de su compañero,
sino, en cambio, por su grandeza salvaje. Sin embargo, ella no es nada, algo
que se advierte en sus relaciones con Linton o en sus reacciones ante la
violencia monomaníaca de Heathcliff. Él, un niño encontrado, de orígenes
oscuros, "casi tan negro como si viniera del diablo", es de los que
sienten "un placer salvaje en excitar la aversión más que la estima de sus
pocos conocidos". Combina la susceptibilidad de Otelo y la ferocidad de Calibán
(personajes shakesperianos también) limitado a la esclavitud. Esto, en lo que a
la magnitud desmesurada del odio se refiere, porque en él el odio es la sombra
que proyecta el amor.
Al ver que su amada Catherine
elige en matrimonio a Linton, Heatcliff huye de Cumbres Borrascosas y
regresa a los tres años, esta vez convertido en un rico propietario. Nada se
sabe sobre ese período: ni dónde se refugió, ni cómo se educó, ni cómo hizo su
fortuna, pero lo cierto es que su regreso supone el inicio de la tragedia en
Cumbres borrascosas. Katherine se ha casado. También su hermano Hindley, quien
ahora lo recibe con gusto debido a su nueva posición económica. Pero Heatcliff
sólo planea cruelmente no sólo devolver el mal que un día cometieron contra él sino
también el destino de las sucesivas generaciones: “He vencido a mis antiguos
enemigos y ahora puedo, si quiero, completar mi venganza en sus descendientes”.
Heathcliff vive sólo para la venganza; su violento y tenebroso amor hacia Katherine
hará que ella se vea envuelta como por una red que acabará matándola cuando
nazca su hija, Cathy. Entretanto, él se casa con Isabella, hermana de Linton,
sin amarla, y la maltrata cruelmente; maneja a su antojo a Hindley y a su hijo
Hareton, dejando a este último inculto y salvaje para vengarse de los malos
tratos que Hindley le había infligido a él cuando era niño.
Fascinación tenebrosa, sinceridad
funesta que desconcierta a los fuertes y atrae a los débiles: no necesita
amenazas, promesas o mentiras para llegar a su objetivo. Su energía
sobrenatural, que vemos en la misma época en, por ejemplo, el Vautrin de “La comédie
humaine” (La comedia humana) de Honoré de Balzac (1799-1850) o el Fabrizio
de “La chartreuse de Parme” (La cartuja de Parma) de Henri Beyle, Stendhal
(1783-1842), proviene directamente de la novela gótica de los tiempos de Horace
Walpole (1717-1797). Se alimenta de una segunda obsesión, la venganza, que
apunta a dejar en la ruina a un enemigo, por un lado, a un rival, por el otro,
y a recuperar el estatuto que le acordó su padre adoptivo, que restaura su
dignidad y lo convierte en el igual de Catherine. Una desmesura de este tipo
funda una estética particular. Las novelas burguesas de Samuel
Richardson (1689-1761) o
Henry Fielding (1707-1754) fueron incapaces
de dar cuenta de esta experiencia singular. Emily Brontë se sitúa también en
las antípodas del realismo balzaciano, fundado en la psicología y en la
realidad social del tiempo. Anuncia el romance norteamericano, un género
novelesco distinto que algunos años más tarde se impondría con “The scarlet letter” (La
letra escarlata) de Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y con “Moby Dick” de Herman Melville
(1819-1891).
La dimensión privilegiada de esta
mutación genérica que emprende Emily Brontë es el espacio más que el tiempo:
las configuraciones espaciales se imponen en detrimento de las maduraciones
temporales. También se define por la simplificación de las líneas, la
estilización de la puesta en escena, el acento sobre la tensión espiritual,
incluso sobrenatural, que anima las pasiones. Más cerca de la ópera “Tristan
und Isolde” (Tristán e Isolda) de Richard Wagner (1813-1883) que de la antes
citada novela “Manon Lescaut”, “Cumbres borrascosas” descubrió un medio de
expresión que hace justicia plenamente a la especificidad de su tema. El
espacio está estructurado de manera esquemática, a la manera de un drama de
Shakespeare, con una economía ejemplar de los medios.
Existen dos polos alegóricos fuertemente
magnetizados, zonas prohibidas recíprocamente, que invitan a la transgresión.
Por un lado está la finca con la habitación de Catherine, lugar de una infancia
compartida con Heathcliff, paraíso perdido que preserva en su corazón. Por el otro la mansión, lugar social de la edad
adulta de la existencia
matrimonial de Catherine con Linton, prisión dorada que se convertirá en su
tumba. Estos espacios se adecúan a la
estructura del libro, compuesto por dos partes, propicio para las
reverberaciones de reflejos y ecos. En la bisagra del díptico, la muerte de
Catherine y el nacimiento de Cathy marcan la frontera entre las manifestaciones
y las metáforas del amor. La composición del libro toma la forma de un ballet:
figuras
de contradanza entre las parejas, permutaciones, inversiones de roles,
desplazamientos, condensaciones, familias descuartizadas, aniquiladas y
recompuestas por la generación siguiente. Incluso cuando Catherine
desaparece, su mirada -"los bellos ojos negros de los Earnshaw”- sigue brillando en los rostros de los
sobrevivientes.
El mito del eterno retorno gobierna y moldea
la acción:
Cathy descubre
el amor precisamente a los diecinueve años, edad en la que su madre la daba a
luz en la desesperanza. Obligada a casarse con el hijo enfermizo y repugnante
que Heathcliff había tenido con Isabella, luego de la muerte de éste cobra
afecto por Hareton, el hijo de Hindley. A esas alturas, el temperamento de
Heathcliff ya está agotado: desea la muerte para reunirse con su amada. “¡Ojalá
termine este tormento! -suplica- ¡Katherine Earnshaw, quiera Dios que no
descanses mientras yo viva! Si hay espíritus que andan errantes por el mundo,
¡quédate siempre conmigo, toma cualquier forma, vuélveme loco! Pero, ¡por
favor!, no me dejes en este abismo donde no puedo hallarte. ¡Oh, Dios mío!
¡Cómo decírtelo! ¡Yo no puedo vivir sin mi vida! ¡No, yo no puedo vivir sin mi
alma!”.
Con este recurso, Emily Brontë consigue
maximizar la fuerza de sus personajes, fuerza que resulta potenciada por el
entorno, entorno que tiene una dosis de electricidad. Y para agravar la
sensación de encierro, los jóvenes de Cumbres borrascosas y la Granja de los
tordos terminan casándose entre ellos, ya que no hay nadie más en el horizonte.
Al final se produce una relación endogámica: Cathy y Harenton son primos. Al margen del siglo y del tiempo, el amor loco se
perpetúa
de esta
manera. En el umbral del libro, el lector se entera de que la finca Cumbres
borrascosas lleva grabada
sobre su puerta la inscripción “Hareton Earnshaw, 1500”. Aves
carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción.
Son el
nombre y la fecha del último de la
descendencia, Hareton Earnshaw, con el que la historia vuelve a comenzar su ciclo.
Lejos,
muy lejos en el tiempo y en el espacio, quedó aquel violento monólogo de Heathcliff ante la agonizante Catherine, tal vez el más lacerante y categórico de toda la novela: “Ahora me demuestras lo cruel que has
sido conmigo, cruel y falsa. ¿Por qué me despreciaste? ¿Por qué traicionaste a
tu propio corazón Katherine? Yo no tengo una palabra de consuelo. Tú te mereces
esto. Tú misma te has dado muerte. Sí, ya puedes besarme y llorar y arrancarme
besos y lágrimas: te abrasarán, te condenarán. Si me amabas, ¿qué derecho
tenías a abandonarme? Sí, contéstame, ¿qué derecho a satisfacer un capricho
ruin como el que tuviste por Linton? Dímelo. Porque tú misma, por voluntad
propia, hiciste lo que ni la desgracia, ni el envilecimiento, ni la muerte, ni
nada de lo que Dios o el Diablo nos pudieran infligir habría logrado en su
empeño de separarnos. No he sido yo quien ha roto tu corazón, te lo has roto tú
misma, y al hacerlo has destrozado el mío. Y la peor parte me toca a mí, porque
aún tengo fortaleza. Pero, ¿acaso deseo vivir? ¿Qué clase de vida será la mía
cuando tú…? ¡Oh, Dios mío! ¿Acaso te gustaría a ti vivir si te encerraran el
alma en una tumba?”.