Varios rasgos notables tienen en común Charlotte,
Emily y Anne Brontë además del hecho de ser hermanas. Las tres nacieron en una
casa situada en el nº 74 de Market Street, una angosta callejuela de Thornton, pequeño pueblo del condado de West Yorkshire
al norte de Inglaterra; las tres tuvieron una infancia signada por una rigurosa
y disciplinada educación clerical; las tres fueron escritoras y publicaron en
conjunto un libro de poemas bajo seudónimo masculino dados los prejuicios de la época victoriana en cuanto a que la literatura no
era cosa de mujeres, y las tres fallecieron jóvenes víctimas de la tuberculosis. Pero tal vez el más llamativo de todos los
sucesos que tuvieron en sus cortas vidas ocurrió en el año 1847: las tres
publicaron una novela. En octubre Charlotte
publicó “Jane Eyre” y en diciembre hicieron lo propio Anne con “Agnes Grey” y Emily
con “Wuthering heights” (Cumbres borrascosas).
Publicada bajo el seudónimo de
Currer Bell, “Jane Eyre” fue un éxito inmediato tanto para la crítica como para
los lectores, y sería el reconocido escritor William Thackeray (1811-1863)
-por entonces inmerso en la escritura de la mayor de sus obras, “Vanity fair” (La
feria de las vanidades)- quien le diera el mayor espaldarazo. En cambio “Agnes
Grey”, que apareció firmada por Acton Bell, tuvo una acogida apenas aceptable.
La peor parte la llevó “Cumbres Borrascosas”, la que, rubricada por Ellis Bell,
desconcertó desde el principio por su distancia con la narrativa victoriana de
la época. Acusada de ser una novela violenta e inmoral, pronto fue
prácticamente anatemizada por la implacable crítica decimonónica de entonces.
Habría que esperar casi un siglo para que fuese reconocida como lo que
realmente es: una novela realista que, escrita en una época marcada por grandes
conmociones sociales, marcó el preludio de la novela inglesa postvictoriana que
cuestionaría los valores tradicionales de las estructuras sociales no sólo de
Inglaterra sino de la civilización occidental en general.
El espíritu de rebeldía de Emily Brontë anticipó
las transformaciones estéticas y morales dadas a comienzos del siglo XX en
cuanto al lugar que ocupa la mujer en la sociedad. La identidad de género como
algo inalterable y absoluto fue puesta en duda en “Cumbres borrascosas”,
donde la mujer tiene unos perfiles opuestos al decoro moral e ideológico de la
época. Las mujeres en esta historia son fuertes, decididas y rebeldes; los
atributos tradicionalmente asignados a la mujer (y también al hombre), se
rompen ejemplarmente en “Cumbres borrascosas”. Allí, la novelista escapa, tal
como señala la ensayista y crítica de arte británica Lynda Nead (1957) en
“Myths of sexuality. Representations of women in victorian Britain” (Mitos de la sexualidad. La función de las
mujeres en la Inglaterra victoriana), “de la metáfora victoriana del roble y la
hiedra encarnados respectivamente en la figura del hombre y de la mujer, según
la cual la hiedra necesita al roble para crecer”.
“Cumbres borrascosas” es la obra de una
mujer joven que extrajo únicamente de sí misma la inspiración; está colocada en
un plano poético donde alternan la ingenuidad y una extraordinaria intuición.
Es una historia de amor, sí, pero también la de una pasión destructiva, la
crónica íntima de una dependencia vivida hasta la desesperación, el relato que
desvela los lazos de dos seres que están tan unidos que llegan a intercambiarse
sus identidades y todas sus carencias fundamentales. Las tres características
principales del amor: la sensación de que el otro posee lo que no encontramos
en nosotros, el anhelo de permanecer juntos y la vitalidad para enfrentar el
día a día, aparecen en “Cumbres borrascosas” como pasiones y
sentimientos distorsionados. Es que una historia de amor también se da en la forma de vivirla, de mirarla,
de contarla, y Emily Brontë fue muy original al hacerlo.
En “Cumbres borrascosas” no existe el
sentimentalismo de las lágrimas como en “Clarissa or the history of a young
lady” (Clarissa o la historia de una joven dama) de Samuel
Richardson (1689-1761) o en Julie ou la nouvelle Héloïse (Julia o la
nueva Eloísa) de Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Los retratos de
Heathcliff y Catherine (protagonistas centrales de la novela) no son halagadores,
los juicios son despiadados. Ellos mismos, a
menudo hostiles, se encargan de que así sea: no son llevados ni a la cursilería ni al enceguecimiento. Consideran imparcialmente los extravíos del objeto de su pasión. Mientras tanto, ningún
juicio de valor se desprende de sus observaciones: cualidades y defectos competen a otra jurisdicción. Una lucidez
no complaciente, aunque sin reprobación, distingue a la vez a Heathcliff y a
Catherine. Para ella su compañero es "una criatura en bruto, sin refinamiento, sin cultura; un árido desierto
de espinas y grava. Es un hombre rudo, hosco, despiadado, un lobo". Para él, ella es “cruel y falsa”.
No
obstante, la pasión entre ellos crece y se desarrolla a un ritmo frenético. Comienza con aquello que Sigmund Freud (1856-1939)
llamara “identificación”, un concepto definido como el “proceso
psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un
atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste”.
Identificándose uno con el otro, Heathcliff y Catherine adquieren
características en común al punto de pensar que son un mismo ser, una
percepción que nos remite al antiguo mito griego de los seres andróginos que Aristófanes de
Atenas (446-386 a.C.) narra en el célebre "Sympósion" (El banquete),
la inmortal obra de Platón de Atenas (427-347 a.C.). En “Cumbres borrascosas”
la identificación se convierte en nostalgia de la otra mitad y así lo reconoce Catherine: “Sigo a Heathcliff no como un placer sino como a mi
propio ser. Yo soy él, él está siempre en
mi pensamiento como mi propio ser. Él es más, mucho más que yo misma. Sea cual
sea la sustancia de que estén hechas nuestras almas, la suya y la mía son
idénticas. Alienta en mi aliento y vibra en mis vibraciones. Es como si mi sangre
formara la sangre de él”.
Heathcliff personifica también ante sus ojos a esa áspera naturaleza tan
cercana a su corazón: “Mi amor por
Heathcliff se asemeja a las rocas eternas que sobresalen profundamente
enterradas en la tierra: son motivo de escaso goce para quien las contempla,
pero al mismo tiempo son necesarias”. Y en otro párrafo: “Mis grandes
sufrimientos en este mundo han sido los sufrimientos de Heathcliff, los he
visto y sentido cada uno desde el principio. El gran pensamiento de mi vida es
él. Si todo pereciera y él quedara, yo seguiría existiendo, y si todo quedara y
él desapareciera, el mundo me sería del todo extraño, no parecería que soy
parte de él”. Heathcliff también expresa sus
sentimientos cuando dice: “He soñado que
dormía al lado de ella mi último sueño, con la mejilla apoyada en la suya”. O
cuando le recrimina “¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú
descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del infierno?”. La
historia del amor entre ambos es, sin dudas, la historia de un amor envenenado por
la identidad, el orgullo y el rencor hacia el ser amado que ignoró el
sentimiento que los unía.
Más que de los infortunios del amor, que aquí
son los complementos de la felicidad, Brontë habla del infortunio de vivir sin
amor, de no ser apto para las tibiezas de la edad adulta después de haber conocido las aguas
revueltas de la infancia. Aquí prevalece la intensa nostalgia de la
atemporalidad, de la desmesura ardiente. Catherine Earnshaw, toda vitalidad, insolencia e impulsividad, es
el prototipo de las heroínas
románticas, orgullosas e indomables, que aparecerían años más tarde en muchas
novelas, desde la Stella de “Great expectations” (Grandes esperanzas) de Charles
Dickens (1812-1870) hasta la Scarlett de “Gone with the wind” (Lo que el viento
se llevó) de Margaret Mitchell (1900-1949). Sólo se distingue de ellas
por la falta de cálculo, la sinceridad absoluta, sus “arrebatos de crueldad”,
sus "feroces accesos de ternura" que alternan con un "furor de
demente".
Heathcliff, aquel pobre
chico sin hogar recogido de las sucias calles de Liverpool por el señor
Earnshaw quien lo adopta y lo lleva a vivir a Cumbres borrascosas -su hacienda-
para educarlo como a uno de sus propios hijos, será el causante del fin de la
aparente armonía familiar. Para los hijos naturales del señor Earnshaw,
Catherine y Hindley, su llegada despertará reacciones diferentes: en ella
comprensión, en él odio. De ella se enamora con todo el ímpetu de su naturaleza
pasional y violenta; hacía él alimenta la mayor de las animadversiones. Después
de la muerte del señor Earnshaw, Hindley, que se había alejado de la hacienda presuntamente
para ir a estudiar, desesperado al no poder tolerar la convivencia con el chico
adoptado, regresa casado para hacerse cargo de la casa y decide humillar al joven
Heathcliff convirtiéndolo en sirviente.