30 de noviembre de 2011

Pablo Capanna. Las revistas de ciencia ficción que marcaron época

Pablo Capanna (1939) es Profesor de Filosofía egresado de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ha ejercido la docencia en la Universidad Tecnológica Nacional, en la Universidad Católica Argentina y en la Universidad del Salvador. Nacido en Florencia, Italia, y radicado en la Argentina a los diez años de edad, ha publicado cerca de una veintena de libros de ensayos, principalmente en el área de la ciencia ficción. Entre ellos figura el primer libro sobre el género publicado en español: "El sentido de la ciencia ficción" en 1966. Con esta obra Capanna inauguró los estudios en este idioma sobre el tema ya que, por entonces, existía un vacío de textos críticos referidos a la ciencia ficción al considerársela -como cualquier otro nacido en el seno de la cultura popular- un género menor. Despreciada por los cánones académicos vigentes, la ciencia ficción fue una fuerza soterrada que, al decir de Capanna, moldeó el presente tal como lo conocemos: anticipó y previno, como si gran parte de su corpus se tratara de una sumatoria de textos sagrados a la que fuese dable rendirle tributo. Aquel memorable libro, tras permanecer por años descatalogado, fue reeditado en 2007 bajo el título "Ciencia ficción. Utopía y mercado".
En la Argentina el género atravesó distintas etapas, signadas ellas por los cambios de sensibilidad, las problemáticas generacionales y hasta la evolución de la lengua. Podría establecerse como un hito el cuento "El origen del diluvio" que Leopoldo Lugones (1874-1938) publicó en 1906 siguiendo la mejor tradición de la novela "gótica" inaugurada por el "Frankenstein" de Mary Shelley (1797-1851). Luego, grandes maestros incursionaron también en el género: Jorge Luis Borges (1899-1986) lo hizo en 1944 con "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"; Adolfo Bioy Casares (1914-1999) con "La trama celeste" en 1948; Héctor G. Oesterheld (1929-1979) con "El eternauta" en 1957; etcétera. Otros notables escritores como Alberto Vanasco (1925-1993), Eduardo Goligorsky (1931), Angélica Gorodischer (1928), Elvio E. Gandolfo (1947), Marcial Souto (1947) y Sergio Gaut vel Hartman (1947) tuvieron mucho que ver con el desarrollo y la difusión de la ciencia ficción en la Argentina.
En 1995, la editorial Nuevo Siglo lanzó la colección Biblioteca de la Cultura Argentina dirigida por el lingüista y profesor universitario Pedro Luis Barcia (1939), quien actualmente preside la Academia Argentina de Letras. Uno de sus tomos fue, precisamente, "El cuento argentino de Ciencia Ficción", cuya edición, prólogo y notas estuvieron a cargo de Pablo Capanna. El texto de aquella introducción es el que se transcribe a continuación. 


Suele decirse que la ciencia ficción, como género literario, es una creación de los editores de revistas norteamericanas; también se dice que Hugo Gernsback, un inventor aficionado, fue el primero en rotular como "scientifiction" los cuentos que publicaba su revista "Amazing" en 1926. En realidad, el nombre ya existía: lo había propuesto el ensayista inglés William Wilson nada menos que en 1851. En cuanto al género, ya tenía, tres siglos de historia. Nacida junto a la ciencia moderna (el "Sueño Astronómico" de Kepler es de 1610), la ciencia ficción asumió la herencia de las utopías del Renacimiento (Moro, Bacon) y de los Viajes Maravillosos del siglo XVII (Swift). Después de la Revolución Industrial le cantó al Progreso (Verne) o se unió a la vertiente mágica del romanticismo (Mary Shelley), para alcanzar su madurez con la obra de H.G. Wells (1866-1946).
Cuando el género inició su carrera comercial en los Estados Unidos ya estaba consolidado en Europa: aún en Argentina ya lo habían cultivado Holmberg y Lugones. Es comprensible, pues, que los críticos europeos vean a Gernsback como una calamidad. Pero lo que no puede negarse es que, desde ese momento, la escuela norteamericana pasó a ser la orientadora del género. En Estados Unidos, la ciencia ficción volvió a empezar casi desde cero. En su primera etapa (1926-1939) tuvo escaso vuelo literario: abundó en experimentos maravillosos y científicos locos. Los seguidores de Verne cultivaron la "gadget story" (una suerte de acertijo científico, con personajes estereotipados) o tejieron desmesuradas sagas de aventuras espaciales: las llamadas "space operas".
A partir de 1939, el género dio un salto cualitativo por obra de John W. Campbell (1910-1971), un ingeniero que editaba la revista "Astounding". Campbell exigió a "sus" escritores tramas más sobrias y personajes más creíbles, logrando que a su sombra crecieran Asimov, Heinlein, Blish, Weinbaum, Anderson, Miller, Pohl, Sturgeon, Simak y otros clásicos. Durante la era de Campbell (1936-1945), las revistas se multiplicaron: para 1955 había treinticuatro solamente en los Estados Unidos, aunque ya se publicaban antologías y novelas. La ciencia ficción, que hasta entonces había pertenecido al mundillo de los aficionados, comenzó a hacerse aceptable para el gran público después del éxito de Ray Bradbury.


Las revistas que marcaron rumbos durante el llamado período clásico (1946-1965) fueron "Galaxy" y "The Magazine of Fantasy and Science Fiction". Esta última propuso un nuevo salto cualitativo; la dirigía Anthony Boucher, un profesor de literatura que hizo mucho para acortar las distancias entre la ciencia ficción y la gran narrativa fantástica. Para esos tiempos, Judith Merril ya prefería hablar de ficción "especulativa" en lugar de "científica", mientras que el británico J.G. Ballard proponía dejar el espacio cósmico para privilegiar el "espacio interior". La ciencia ficción de este período fue más humanista, irónica y crítica; menos confiada en la tecnología y menos utópica; pero seguía siendo optimista. La concisa obra de Cordwainer Smith, que recapitula su herencia, marca también su fin.
En los años que siguieron las revistas fueron extinguiéndose, y con ellas se eclipsó el cuento, pero el mercado editorial de la ciencia ficción terminó de consolidarse. Nuevos talentos, como Ursula K. Le Guin, hicieron que el género se volviera respetable para la crítica universitaria. Pero este reconocimiento pareció estimular más a la industria que a la creatividad. La producción de libros trepó a cifras increíbles: sólo en 1985 se publicaron en Estados Unidos mil trescientos treintidós títulos, con tiradas que a veces sobrepasaban los dos millones de ejemplares. Los clubes de lectores y aficionados se convirtieron en una vasta y burocrática red mundial.
El imperio de la ciencia ficción se extiende hoy hasta los más remotos confines de la Tierra, pero ha sido fagocitado por la industria del entretenimiento. Desde la exitosa "Duna" de Frank Herbert, el mercado se llenó de ambiciosas trilogías y tetralogías, suerte de "space operas" posmodernas, a veces escritas por encargo. Ellas alimentan otros negocios millonarios, como las películas de efectos especiales y los juegos de video. En los escritores más recientes predomina el pesimismo: reniegan del futuro e imaginan una indefinida decadencia. No terminan de salir del marco imaginativo creado por quien fuera el último de los clásicos o el primero de los posmodernos: Philip K. Dick.


Las reglas del juego. La ciencia ficción creció en el seno de la literatura fantástica hasta invadirla, reemplazando la seducción de la magia por las incógnitas de la ciencia. Pierre Versins y Borges la llamaron "literatura conjetural", Judith Merrill propuso hablar de "ficción especulativa", Darko Suvin la caracteriza como una literatura "cognoscitiva", con predominio de las ideas.
En general, un relato de ciencia ficción no se distingue de uno fantástico por su tema, sino por el tratamiento que le da. Puede tratar acerca de vampiros, sirenas o centauros, pero allí donde un escritor de fantasía como Tolkien nos invita a suspender el juicio de realidad, el autor de ciencia ficción procurará persuadimos de que todo lo que ocurre tiene alguna explicación racional. Estas distinciones, que han ocupado a los críticos durante años, tienden a desaparecer en la medida en que los viajes espaciales se han vuelto un tema periodístico, nuestros autos son fabricados por robots y los extraterrestres han ingresado al folclore urbano. De hecho, para los editores y críticos "ciencia ficción y fantasía" suelen ir unidas. Después de Tolkien, la fantasía se ha tomado la revancha contaminando a la ciencia ficción, al punto de que cada vez es más difícil discernir dónde termina la ciencia y dónde empieza la magia. Pero, en su evolución histórica, el género ha codificado ciertos temas y convenciones que suelen respetarse: el futuro, el robot, el extraterrestre, etcétera.
Nacida de la utopía, la ciencia ficción ha cultivado con más empeño la distopía, la descripción de futuros indeseables, pensados como una forma de advertencia. En ella, los planetas remotos permiten el mismo extrañamiento que en otros tiempos producían los países exóticos. Los mundos paralelos, situados "en otra dimensión", ofrecen una libertad imaginativa aún mayor. La ucronía, por su parte, nace de imaginar qué hubiera ocurrido si algún hecho histórico, por ejemplo una batalla decisiva, hubiese tenido un resultado distinto. En cuanto a los viajes en el tiempo (que permiten enamorarse de la tatarabuela o sabotear a Colón), ya habían agotado sus posibilidades antes que el cine los descubriera.


La ciencia ficción argentina. En lo que va del siglo XX, muchos grandes escritores argentinos han incursionado en el género. Nuestra literatura tiene toda una tradición fantástica, abierta a las sugestiones de la ciencia ficción, aunque la escasa presencia de la ciencia en nuestro medio cultural ha impedido la consolidación de una sólida escuela local. Antes de que aparecieran las revistas norteamericanas, los argentinos habían hecho ciencia ficción sobre modelos europeos. El zoólogo Eduardo L. Holmberg (1852-1937), promotor del darwinismo, fue el primero; también lo hicieron Fray Mocho, Enrique Méndez Calzada, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones. Su omnívora curiosidad llevó a Borges a interesarse por la ciencia ficción norteamericana, ignorada entonces en las universidades. El prólogo que compuso para la edición argentina de las "Crónicas marcianas" de Ray Bradbury, fue todo un espaldarazo para los lectores argentinos. Bioy Casares escribió la que quizás sea la mejor novela argentina de ciencia ficción: "La invención de Morel", cuyo título evoca a "La isla del doctor Moreau", de Wells.
Entre 1953 y 1955 apareció en Buenos Aires la revista "Más allá", que difundiría masivamente lo mejor de las revistas norteamericanas de entonces. Gracias a ella, el lector argentino pudo saltear las etapas más primitivas del género y tomar contacto con sus formas más maduras.  Fue un amigo de Cortázar, antiguo surrealista, gran lector y traductor (Paco Porrúa), quien dio otro paso decisivo en 1955 al fundar Ediciones Minotauro. Con este sello difundió obras y autores más ambiciosos, con una calidad editorial superior a las publicaciones europeas de entonces. Detrás de Porrúa, otros editores intentaron efímeras colecciones de ciencia ficción, y algunos autores argentinos, como Vanasco, Goligorsky y Gorodischer, se sintieron atraídos por el género. Quien esto escribe produjo entonces el primer ensayo crítico sobre la ciencia ficción que se haya escrito en español; la bibliografía internacional, hoy inabarcable, constaba entonces de dos o tres títulos. En esos años, los lectores y aficionados comenzaron a organizarse de la mano del pionero Héctor R. Pessina.


Minotauro también produjo una revista del mismo nombre (1964-1968) que, a pesar de la calidad de sus textos, no logró establecer esa comunicación con los lectores que había caracterizado a "Más allá". Ello no impidió que siguiera haciendo docencia y formando el gusto argentino. Los frutos se verían entre 1966 y 1970, cuando se multiplicaron las antologías de escritores argentinos (en su mayoría, nombres consagrados) y se celebraron las primeras convenciones de aficionados. A falta de una revista local, el papel rector lo asumió la española "Nueva Dimensión", aparecida en 1968.
Los violentos años '70, que culminarían en una inédita dictadura militar, no fueron propicios para el género, que mantuvo su presencia gracias a algunas ediciones locales de títulos norteamericanos, pero dejó de convocar a los escritores, en esos momentos más preocupados por la ideología. En 1976, cuando arreciaba la "guerra sucia" y reinaba una agobiante censura, entró a la palestra Marcial Souto, un joven que se había iniciado junto a Porrúa, entonces ya radicado en España. Tras fracasar con varias publicaciones efímeras, logró el respaldo de los editores de una revista opositora, y en 1979 logró lanzar "El Péndulo". Desde sus modestos comienzos como suplemento literario de una publicación humorística, "El Péndulo" creció hasta llegar a ser "la mejor revista de ciencia ficción en contenido, presentación y diseño que se haya jamas producido en cualquier sitio", según escribiera años después el crítico sueco Sam J. Lundwall en la revista literaria británica "Foundation".
"El Péndulo" nunca fue un éxito comercial, a pesar de que alcanzó tiradas increíbles para una revista argentina del género. Entre 1979 y 1991, desapareció tres veces y reapareció otras tantas: la última, convertida en antología. Durante uno de sus eclipses (1983-1986), Souto reflotó por cuenta de la editorial Sudamericana la revista-libro "Minotauro". Fue una experiencia que no se parecía a su precursora de los años '60 ni a "El Péndulo": adoptó un perfil aún más definidamente cultural, incluyendo ensayos, crítica y excelentes ilustraciones. En la última etapa de "El Péndulo", había capitalizado esta experiencia y el marco gráfico era aún más ambicioso.


Pese a sus dificultades comerciales, "El Péndulo" marcó a una generación de lectores e hizo lugar a nuevos escritores atraídos por las posibilidades del género. En las páginas de "El Péndulo" y "Minotauro", y en los libros que aparecieron con este último sello (un catálogo integrado exclusivamente por nuevos autores argentinos), se abrieron paso Elvio E. Gandolfo, Carlos Gardini, Rogelio Ramos Signes, Mario Levrero, Leonardo Moledo, Eduardo A. Jiménez, Ana María Shua, Sergio Gaul vel Hartman, Raúl Alzogaray y Eduardo Carletti. Fue la misma época en que se consagraba una brillante escritora que siempre había apoyado al género: Angélica Gorodischer.
En la etapa de "El Péndulo" y "Minotauro" también se produjo la refundación del "fandom", la red de aficionados, por iniciativa de Sergio Gaut vel Hartman. Esto dio lugar a una verdadera proliferación de revistas profesionales y semiprofesionales o "fanzines", con suerte diversa pero gran entusiasmo, entre las cuales se rescata "Axxón". Gracias a la electrónica, que permite editar en disquete a muy bajo costo, "Axxón" ha sido la primera publicación de ciencia ficción argentina capaz de sobrevivir más tiempo que la mítica "Más Allá": en sus páginas, una novísima generación de escritores ha encontrado su ámbito.
Vista con perspectiva, la ciencia ficción argentina se caracteriza por tener una temática escasamente "científica", aún en el caso de los autores que cuentan con una formación rigurosa. En general, se trata de escritores que han asimilado críticamente las influencias extranjeras, apropiándose de sus símbolos, convenciones y mitos. Los más jóvenes también han sido marcados por las duras experiencias de las últimas décadas, lo cual explica el predominio de los climas nostálgicos, amargos a veces, una visión evanescente de la realidad, y una decidida adopción del lenguaje coloquial, los ambientes y la sensi­bilidad argentinos.