SU BUSQUEDA Y MI ESPERA
Francisco Moro
Argentina (1953)
El horizonte es duro y cóncavo, liso, transparente. Mis dedos resbalan en el límite de las cosas inasibles, escarban inútilmente la frontera del sonido, se quedan allí esperando la ruptura hacia ese otro ámbito de la oficina; esa oficina habitada durante el día por hombres malhumorados, vestidos de blanco, reconcentrados en su tarea de administrar el hospital. Pero no siempre fue así; hubo otro tiempo en que con grandísima alegría, mis manos de renacuajo empujaron el cristal más allá de su inevitable destino de dureza. Aquella arena que el fuego coaguló parecía volver a su principio, se hundía ante la mínima presión de mi boca abierta al asombro. Fue una noche, recuerdo, en que la furia del cielo golpeaba con violencia los muros del hospicio; el agua que resbala en los tejados, los rayos que iluminan por instantes los viejos edificios, avivan en mí terrores ancestrales. Es entonces que busco el contacto fraterno del vidrio que cede fracturando mi estrecho mundo de silencio y burbujas, de piedritas en el fondo y caras enormes de imbéciles sonrisas que, cada tanto, se asoman a mi cielo líquido. Empiezo así la travesía por oscuras galaxias iluminadas cada tanto por enormes soles blancos de intensa luz que, poco a poco, se disipa en penumbras que ceden al poder de un nuevo sol que aparece al ritmo de mi navegación solitaria y anhelante. Los ojos no me alcanzan, empapados como están en esta nueva realidad inabarcable, mientras allá afuera la tormenta y la noche se mueren en los cristales del manicomio que protegen mi viaje por los infinitos pasadizos, las salas quejumbrosas, sórdidas, en donde los locos que duermen exorcisan los demonios del día y los locos insomnes convocan los demonios de la noche. Traspaso puertas, umbrales. Me dejo llevar por el rumor de voces humanas hacia un ámbito de intensísima luz; fascinado penetro este mundo, lo adivino poblado de sentidos. Lo áspero, lo frío, el abismo paralelo de sus túneles sin final me arrastran al vértigo de este despropósito de un viaje insólito. Mi corazón, como una caldera diminuta, alimenta mi pasaje; mis ojos, como temerosa vanguardia, avanzan hacia un exilio incierto. No miro atrás, es otra la pendiente. Resbalo horadando esta cosa con una casi felicidad pero inmensa, indescriptible; esta cosa de la que sólo sé soportando una tormenta afuera, mientras me deslizo perdiendo el rumbo del regreso. Cómo fue que volví, no lo recuerdo; qué oscuro instinto me trajo de vuelta a los estrechos límites del horizonte cóncavo, no lo sé. Pero aún así, el milagro del vidrio permanece, espera el contacto y la noche para encender sus soles blancos y apagar los sonidos, para que nazca el murmullo de los enfermos, la eterna letanía que fluye con la baba de un pozo sin dientes que despertó la tormenta, cuando sus ojos me miraron desde el fondo de un recuerdo remoto y absurdo hecho de silencios de acuario, astillado una y otra vez por la razón de las pastillas y el voltaje. Cuando el hilo de cobre de un rayo partió en dos la ventana, iluminando el horror de tu memoria, ya entonces supe mi lugar en el juego; el cristal blando, los soles blancos que me trajeron a vos, el recuerdo fragmentario que anida en tus ojos que me vampirizan, son apenas el simulacro repetido, la revancha del otro encuentro del que conservo confusas sensaciones y que no es más que el eterno retorno, una y otra vez, a lo que hemos vivido como instrumentos de un juego que sucede en otra parte. A vos te queda entonces el horizonte cóncavo, pienso, mientras una baba espesa se me cae de la boca sin dientes cuando comienzo la frase que repetiré incansablemente hasta que la pastilla, por fin la pastilla, me devuelva a mi noche.
PRODIGIO
Jaime Vélez González
Colombia (1950-2002)
Fray Wolfango de Vercelli, a imitación de Francisco de Asís, iba de pueblo en pueblo por toda la comarca asegurando que el lobo a su lado constituía una prueba palmaria de que el bien podía vencer al mal. Las gentes, maravilladas, salían a la vera del camino a contemplar cómo Fray Wolfango, obediente, seguía al lobo.
UN PEQUEÑO ERROR DE CALCULO
Rosa Montero
España (1951)
Regresa el Cazador de su jornada de caza, magullado y exhausto, y arroja el cadáver del tigre a los pies de la Recolectora, que está sentada en la boca de la caverna separando las bayas comestibles de las venenosas. La mujer contempla cómo el hombre muestra su trofeo con ufanía, pero sin perder esa vaga actitud de respeto con que siempre la trata; frente al poder de la muerte del Cazador, la Recolectora posee un poder de vida que a él le sobrecoge. El rostro del Cazador está atirantado por la fatiga y orlado por una espuma de sangre seca; mirándole, la Recolectora recuerda al hijo que parió en la pasada luna, también todo él sangre y esfuerzo. Se enternece la mujer, acaricia los ásperos cabellos del hombre y decide hacerle un pequeño regalo: durante el resto del día, piensa ella, y hasta que el sol se oculte por los montes, le dejará creer que es el amo del mundo.
RECONCILIACIONES
Rosalba Campra
Argentina (1954)
Solía regresar cada tanto a su pueblo. La calle principal, que llevaba a su casa, seguía sin asfaltar y sombreada por las mismas moreras de la infancia. En lentas conversaciones con su padre iba por fin limando la distancia que siempre los había separado. Después se despertaba.
EL AHOGADO
Jorge Enrique Adoum
Ecuador (1926)
El cuerpo que entregó el mar a la playa me era moralmente conocido. Ha venido cadáver hace tiempo, quiero decir viviendo, desde otro apellido. Hacia dónde y, sobre todo, para qué. Quién es el muerto, el montón de lo sido, N.N. sin dato ni aves tías que convoquen a la Corte, picoteen los bolsillos. Haber visto sus ojos boquiabiertos, muerto por desanclado, porque bailaba el vals a duras penas. Haber muerto defendiendo una aritmética justa en que 3 x 9 no podían ser sino solamente 25. Haber venido a parar en tan morado mi querido cadáver. Tan mío que lo vi cuando me peinaba en el espejo preguntándome cómo me había ido. No tan bien como a él, después de todo.
LA PREDESTINADA
Marcel Schwob
Francia (1867-1905)
En cuanto fue lo bastante crecida, Ilsée adquirió la costumbre de ponerse todas las mañanas frente al espejo y decir: "Buenos días, mi pequeña Ilsée". Luego besaba el frío vidrio y fruncía los labios. La imagen parecía venir; pero en realidad estaba muy lejos. La otra Ilsée, más pálida, que surgía desde las profundidades del espejo, era una prisionera de boca helada. Ilsée se compadecía de ella, pues parecía triste y cruel. Su sonrisa matinal era como un alba descolorida que todavía conservaba las huellas del horror nocturno. No obstante, Ilsée la amaba y le decía: "Nadie te da los buenos días, mi pobre y pequeña Ilsée. Abrázame, pues. Hoy iremos a pasear, Ilsée. Mi amado vendrá a buscarnos. Vente con nosotros". Cuando Ilsée se volvía de espaldas, la otra Ilsée, melancólica, huía hacia la sombra luminosa. Ilsée le mostraba sus muñecas y sus vestidos. "Juega conmigo. Vístete conmigo". La otra Ilsée, celosa, alzaba también hacia Ilsée muñecas más blancas y vestidos descoloridos. Estaba silenciosa; no hacía más que mover los labios al mismo tiempo que Ilsée. A veces, Ilsée se irritaba como una niña contra la dama muda, que se irritaba a su vez. "¡Mala, mala Ilsée! -gritaba-. "¿Quieres responderme, quieres abrazarme?". Y golpeaba el espejo con la mano. Una extraña mano, que no pertenecía a cuerpo alguno, aparecía frente a la suya. Pero Ilsée nunca pudo alcanzar a la otra Ilsée. Durante la noche la perdonaba; y al otro día, dichosa de encontrarla nuevamente, saltaba de su lecho para abrazarla, murmurándole: "Buen día, mi pequeña Ilsée". Cuando Ilsée tuvo un novio de veras, lo llevó hasta su espejo y dijo a la otra Ilsée: "Mira a mi amado, pero no lo mires demasiado. Aunque es mío, quiero que tú lo veas. Cuando nos hayamos casado, le permitiré que te abrace conmigo todas las mañanas". El novio se puso a reír. Ilsée, en el espejo, sonrió también. "¿No es cierto que es hermoso y que lo amo?", dijo Ilsée. "Sí, sí", respondió la otra Ilsée. "Si lo miras demasiado, no volveré a abrazarte", advirtió Ilsée. "Estoy tan celosa como tú. Hasta pronto, mi pequeña Ilsée". A medida que Ilsée fue conociendo el amor, la joven del espejo se tornó cada vez más triste, pues su amiga ya no iba a besarla todas las mañanas. La tenía muy olvidada. Mejor dicho, la imagen de su novio acudía, pasadas las horas de la noche, hacia el despertar de Ilsée. Durante el día, Ilsée no veía ya a la dama del espejo; pero su novio, por el contrario, la contemplaba. "¡Oh! -decía Ilsée-, ya no piensas en mí, malo. Es a la otra a quien miras. Ella está prisionera; no vendrá jamás. Tiene celos de ti, pero yo estoy más celosa que ella. No la mires, amado mío; mírame a mí. Mala Ilsée del espejo, te prohibo que respondas a mi novio. Tú no puedes venir, nunca podrás venir. No me lo lleves, mala Ilsée. Cuando nos hayamos casado, le permitiré que te abrace conmigo. Ríe Ilsée. Tú estarás con nosotros". Ilsée estaba celosa de la otra Ilsée. Si el día se iba sin que llegase el amado, le reprochaba: "Tú lo alejas, tú lo alejas con tu rostro malo. Vete, mala, déjanos". Un día Ilsée cubrió el espejo con un lienzo blanco y delgado. Levantó un paño a fin de tapar el último clavo, y dijo: "Adiós, Ilsée". Sin embargo, su amado parecía haberse cansado de ella. "Ya no me ama -pensó Ilsée-; no viene más, estoy sola, sola. ¿Dónde está la otra Ilsée? ¿Partió con él?". Con unas pequeñas tijeras de oro rasgó un poco la tela, para poder mirar. El espejo estaba cubierto por una sombra blanca. "Ha partido", pensó Ilsée. "Es preciso -se dijo Ilsée- tener mucha paciencia. La otra Ilsée estará celosa y triste. Mi amado volverá. Yo sabré esperarlo". Todas las mañanas, semidormida aún, le parecía ver junto a la almohada la cabeza de él junto a la suya. "¡Oh, mi bienamado! -murmuraba-. ¿Has vuelto, entonces? Buen día, buen día, querido mío". Pero al estirar la mano tocaba la fría sábana. "Es preciso -volvió a decirse Ilsée- ser muy paciente". Largo tiempo esperó a su novio, hasta que su paciencia se deshizo en lágrimas. Una húmeda bruma envolvía sus ojos y por sus mejillas corrían líneas mojadas. Su rostro se iba sumiendo poco a poco. Cada día, cada mes, cada año ajaban su semblante con crueldad cada vez más implacable. "¡Oh, mi amado! -dijo Ilsée-. Dudo de ti". Entonces rasgó el lienzo blanco en la parte central y en el marco pálido apareció el espejo, lleno de manchas oscuras. La superficie estaba surcada por claras arrugas y, allí donde el estaño se había separado del vidrio, aparecían los lagos de sombra. La otra Ilsée surgió en el fondo del espejo, vestida de negro al igual que Ilsée, con el rostro enflaquecido y marcado por las extrañas señales del vidrio que no refleja entre el vidrio que refleja. Y el espejo parecía haber llorado. "Tú, estás triste, como yo", dijo Ilsée. La dama del espejo lloró. Ilsée la besó y dijo: "Buenas noches, mi pobre Ilsée". Al entrar en su dormitorio con la lámpara en la mano, Ilsée se sintió sorprendida, pues la otra Ilsée, lámpara en mano, avanzaba hacia ella con la mirada triste. Ilsée levantó su lámpara por encima de su cabeza y se sentó en la cama. Y la otra Ilsée levantó su lámpara por encima de su cabeza y se sentó cerca de ella. "Comprendo bien -pensó Ilsée-. La dama del espejo se ha liberado. Ha venido a buscarme. Voy a morir".
DESPEDIDA DE AMOR EN EL BAR
Carola Aikin
España (1961)
Quizá aún la amaba cuando me desabroché la blusa allí mismo, en el bar, secretamente esperando volver a seducirla: "sólo por esta noche", susurré en su nuca de niño. Pero ella fue implacable. Ella tomó la pajita de aquel vaso pringado de nuestros besos confundidos, avergonzada sin duda, o violentada, o qué sé yo, y delante de todos la introdujo en mi pecho. Lentamente sorbió la sangre que fluía desde el corazón hasta dejarlo tan vacío. "Ya no queda nada", me dije, le dije. Y antes de morir bebí las lágrimas que caían de sus ojos voraces.
LA ORUGA
Guillermo Samperio
México (1948)
La oruga va caminando lenta, ondulada, tendida como sexo masculino sobre la rama, o subiendo por el tallo de una hoja amplia. La oruga es camaleónica, pone cara de pene verdoso con manchas marrones, o blanquecino de patas cafés. La oruga eriza, de púas negras, círculos amarillos, deja resquemor, diminutas quemaduras en la piel. Así, descarada, roja, apenas unos lunares negros, hinchada, erguida, moviendo las primeras patas como en defensa oriental con la intención de meterse por algún orificio. Pero en el aire, ante la ausencia permanente, frente al vacío que le trae el viento, la oruga entiende al final que nunca penetrará a nadie. Con su lentitud y su parsimonia de costumbre, al paso de los días, se guarece, se resguarda, acurruca, lía, abriga, arrebuja, ampara, enfunda, se duerme. Le vienen sueños naranjas, verduscos, marrones, amarillos. Como si en el árbol no hubiera pasado nada.
SOBRE EL REGRESO TRIUNFAL DE LOS HEROES
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)
Oímos a lo lejos un redoble de tambores, fanfarrias, vítores. Nos acercamos. A ambos lados de un camino alfombrado de rojo el pueblo rugía. Las mujeres arrojaban flores; los hombres, sus sombreros. Por todas partes se veían colgaduras, guirnaldas, luces, banderas, doseles, escudos, arcos triunfales, hogueras encendidas, fuegos de artificio. ¿A quiénes esperáis?, preguntamos. Nos respondieron: a los héroes. Desfilaban jóvenes vestidos de colores. ¿Son éstos los héroes?, preguntamos. Nos respondieron: estos son danzarines, músicos, malabaristas. Desfilaban hombres cubiertos de hierro. ¿Son éstos los héroes?, insistimos. Nos contestaron: estos son soldados. Desfilaban viejos con largas vestiduras negras. ¿Estos?, volvimos a preguntar. Son sacerdotes, nos dijeron. Desfilaban ancianos venerables, resplandecientes de plumas y metal, y cejijuntos y al parecer malhumorados. ¿Y éstos?, quisimos saber. Estos son los jefes, nos instruyeron. Ya había trascurrido una hora y los héroes no aparecían. De pronto el rugido de la multitud creció. Nos preparamos para ver, por fin, a los héroes. Pero no eran los héroes. Sobre carrozas arrastradas por caballos sonoros de arneses y campanillas vimos los trofeos conquistados por los héroes: el Vellocino de Oro, la cabeza de Medusa, el Santo Grial. Entonces comprendimos. Regresamos a nuestra casa y allí, alrededor de una mesa sin mantel y sin flores, todavía barbudos, todavía cansalos y semidesnudos, nos miramos, sonrientes y felices, levantamos nuestras copas y brindamos. A lo lejos seguía oyéndose el rumor de la multitud que esperaba a los héroes. Si queréis saber nuestros nombres, nos llamamos Jasón, Perseo y Parsifal.
EDUCACION SEXUAL
Alonso Ibarrola
España (1934)
Jamás en la vida había sostenido con su hija (única, por cierto) una conversación en torno al tema sexual. Se consideraba muy liberal y progresista a tal respecto, pero no había tenido ocasión de demostrarlo, porque daba la casualidad de que la muchacha nunca había preguntado nada, con gran decepción por su parte y descanso y tranquilidad para su mujer, que en este aspecto era timorata y llena de prejuicios. Pasaron los años y un día la muchacha anunció que se iba a casar. "Tendrás que decirle algo" arguyó su mujer. Y una noche, padre e hija hablaron. ¿Qué le dijo el padre? ¿Qué cosas preguntó la hija? A ciencia cierta, no se sabe. El hecho es que la madre tuvo que esperar dos horas, y cuando salieron de la salita de estar la hija exclamó: "¡Me dais asco!". Y se retiró a su dormitorio. La madre pensó que había ocurrido lo que temía. Su marido se lo había contado todo, absolutamente todo.