Stefan Zweig (1881-1942) fue un gran escritor y admirable conferencista. Nacido en Viena, Austria, desarrolló una importante y profusa trayectoria literaria que lo convirtió en un escritor enormemente popular. Escribió novelas psicológicas y de aventuras, ensayos biográficos, relatos breves y crítica literaria. Miembro de una acomodada familia de origen judío, inició su carrera literaria publicando artículos periodísticos en los más importantes periódicos europeos y traduciendo a los poetas Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Verhaeren. Tras estudiar Lenguas e Historia en Francia y Alemania y obtener el título de doctor en Filosofía en la Universidad de Viena, el estallido de la Primera Guerra Mundial lo sorprendió en Bélgica. Volvió a su país "sin participar de aquella embriaguez repentina de patriotismo. Había vivido demasiado tiempo como un cosmopolita para ser capaz de odiar, de la noche a la mañana, a un mundo que era tan mío como mi patria". En Viena fue declarado inepto para la vida militar activa y asignado a la Sección Archivos del Ministerio de Guerra. "Reconozco que no era una actividad muy gloriosa, pero me pareció más adecuada que la de perforar con una bayoneta los intestinos de un campesino ruso", escribiría tiempo después. Ese servicio -que duró tres largos años- "no muy agotador, me dejaba tiempo para otra tarea que entonces consideraba como la más importante: la obra en favor del entendimiento futuro. Me había jurado no escribir jamás una palabra que enalteciese la guerra y denigrase a otra nación". En 1917, Zweig se exilió en Suiza, donde poco tiempo después estrenó la obra dramática "Jeremias", una apasionada condena a la guerra en nueve cuadros de la que el escritor francés Romain Rolland (1866-1944) dijo que era "el mejor ejemplo que conozco de esa augusta melancolía que sabe ver por encima del drama sangriento de hoy, la eterna tragedia de la humanidad". Ardiente pacifista y crítico feroz del nazismo, en 1935 decidió instalarse en Londres. Durante la Segunda Guerra Mundial, queriendo alejarse lo más posible de la Europa tomada por los nazis y del antisemitismo imperante, emigró a los Estados Unidos en 1940. "Estoy -dijo- como rara vez lo ha estado hombre alguno en todo tiempo, cabalmente desprendido de todas las raíces y aun de la tierra que tales raíces nutría. Me he educado en Viena, y he tenido que huir de ella como un criminal. Mi obra literaria ha sido reducida a cenizas en el idioma en que fue escrita, en ese mismo país donde mis libros conquistaron la amistad de millones de lectores. Así es que ya no pertenezco a ninguna parte. Soy un extraño y, a lo sumo, un huésped en cualquier parte". Un año después se radicó en Brasil. Allí, en la ciudad de Petrópolis, deprimido, desarraigado y convencido del inevitable triunfo de Hitler, se suicidó junto a su antigua secretaria y segunda esposa, Lotte, en 1942. Un par de años antes, Zweig había pronunciado una serie de diez conferencias en distintas ciudades latinoamericanas, entre ellas Río de Janeiro, Montevideo, Córdoba, Rosario, La Plata y Buenos Aires. En la capital argentina su conferencia se tituló "El misterio de la creación artística" -la que posteriormente sería incluida en "Zeit und welt. Gesammelte aufsätze und vorträge 1904-1940" (Tiempo y mundo. Impresiones y ensayos 1904-1940)- cuya primera parte se transcribe a continuación. En ella, el escritor austríaco presentó sus puntos de vista sobre lo que es una obra de arte, su significación y su creación, y sobre el proceso interior que experimenta el artista al ejecutarla.
De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido -cuando nace un niño o, de la noche a la mañana, germina una plantita entre grumos de tierra- nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural, de que ha estado obrando una fuerza sobrehumana, divina. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera. Cuando no se desvanece como una flor, ni fallece como el hombre, sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir, la fuerza de durar eternamente, como el cielo, la tierra y el mar, el sol, la luna y las estrellas. A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte. Les consta a todos que año tras año se escriben y publican diez mil, veinte mil, cincuenta mil libros, se pintan cientos de miles de cuadros y se componen cientos de miles de compases de música. Pero esa producción inmensa de libros, cuadros y música no nos impresiona mayormente. Nos resulta tan natural que los autores escriban libros, como que luego los encuadernen y los libreros, por último, los vendan. Es éste un proceso de producción regular como el hornear pan, el hacer zapatos y el tejer medias. El milagro sólo comienza para nosotros cuando un libro único entre esos diez mil, veinte mil, cincuenta mil, cien mil, cuando uno solo de esos cuadros incontables sobrevive, gracias a su entelequia, a nuestro tiempo y a muchos tiempos más. En este caso, y sólo en éste, nos apercibimos, llenos de veneración profunda, de que el milagro de la creación vuelve a cumplirse aún en nuestro mundo. Es ésta una idea subyugante. He aquí un hombre o una mujer. Tienen el mismo aspecto que cualquier otro, duermen en camas como las nuestras, comen sentados a la mesa, van vestidos como nosotros. Lo encontramos en la calle, acaso frecuentábamos el mismo colegio que ellos, y hasta puede darse el caso de que hayamos sido compañeros de banco; exteriormente, ese hombre o esa mujer no se distinguen en nada de nosotros. Pero de pronto dan cumplimiento a algo que nos está negado a todos nosotros. No viven sólo el tiempo de su existencia propia, porque lo que crearon y realizaron sobrepasa la existencia de todos nosotros y la vida de nuestros hijos y nietos. Han vencido la mortalidad del hombre y han forzado los límites en que, por lo común, nuestra vida propia queda encerrada inexorablemente. Ahora bien, ¿cómo realizó aquel hombre ese milagro? Llevando a cabo simplemente aquel acto divino de la creación en virtud del cual surgía algo nuevo de la nada. Su cuerpo terrenal, su espíritu terrenal han creado algo indestructible, y el esfuerzo repentino de ese solo hombre nos ha permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo, el misterio de la creación. ¿En mérito de qué encantamiento, de qué magia, consigue tal hombre superar los límites del tiempo y de la muerte? Consideremos primero la forma meramente exterior de su acción. Si ha sido músico, compuso unas cuantas notas de la escala de tal manera que forman una melodía nueva, que luego se graba en la memoria de cientos, de miles y aún de millones de hombres, despertando en todos ellos la misma sensación de una armonía nueva. Si ha sido pintor, creó con los siete colores del espectro y mediante la distribución peculiar de luces y sombras, un cuadro que, después de haberlo visto por primera vez, nos ha resultado inolvidable. Si ha sido poeta, no hizo más que reunir unos pocos centenares de palabras -unos pocos centenares de las cincuenta o cien mil que constituyen nuestro idioma- de tal manera que resultó de ello un poema inmortal.
La belleza de las estrellas no ha sufrido mengua porque nuestros sabios hayan procurado calcular las leyes de acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni la majestad del firmamento ha perdido nada de su grandeza porque procuraran medir la velocidad de los rayos con que su argentino brillo llega hasta nuestros ojos. Al contrario, esas investigaciones nos han hecho aparecer más maravillosos todavía los milagros del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lo mismo reza para el firmamento espiritual. Cuanto más nos esforzamos por profundizar en los misterios del arte y del espíritu, tanto más los admiramos por su inconmensurabilidad. No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: el arte. Visto superficialmente, no ha hecho gran cosa, pero bendecido por el genio, ha realizado algo que destruyó la fuerza, por lo demás inexorable, de lo perecedero. Ha creado algo que es más persistente que la madera que toco, más persistente que la piedra de que está construida esta casa, más duradero, sobre todo, que nuestra propia vida. Por medio de él, lo inmortal se ha hecho visible a nuestro mundo transitorio. ¿Cómo puede suceder tal milagro en nuestro mundo, que parece haberse tornado tan mecánico y sistemático? ¿En virtud de qué magia se posa de vez en cuando tal rayo de eternidad en medio de nuestras ciudades y de nuestras casas? Creo que no hay una sola persona que no se haya preguntado una y otra vez consciente e inconscientemente cómo nacen tales obras inmortales, ya sea porque en una galería de arte haya estado frente a la obra de un Rembrandt, un Goya, un Greco, ya sea porque un poema haya conmovido las profundidades de su alma o porque escuchara con el alma abierta una sinfonía de Mozart o de Beethoven. Creo que han de ser pocos los que no hayan formulado la pregunta: ¿Cómo podía un hombre igual a mí, un simple mortal, formar esa obra inmortal con unos pocos colores, con unas pocas notas, con unos cuantos centenares de palabras? ¿Qué sucedió en su interior en esas horas de la creación y cuán misteriosas deben de ser esas horas? Creo que todos nos hemos preguntado esto alguna vez. Por este motivo nos deberíamos acercar a toda obra de arte con una doble sensación. Por una parte, deberíamos sentir, con una sensación de gran humildad, que se trata de algo extraterrenal, de un milagro; pero al mismo tiempo deberíamos esforzarnos también por comprender con toda nuestra fuerza espiritual cómo pudo ese milagro divino lograrse por un ser humano. Pues la máxima virtud del espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un principio le parece incomprensible.
Queda entonces por saber si somos capaces de imaginarnos cómo han nacido las grandes obras de arte que conmueven a nuestra alma. ¿Podemos imaginarnos lo que ha acontecido en el alma de un Shakespeare, de un Cervantes, de un Rembrandt, mientras creaban sus obras imperecederas? A ello puedo contestar rotundamente: "No, es imposible. No podemos imaginárnoslo". La concepción de un artista es un proceso interior. Tiene lugar en el espacio aislado e impenetrable de su cerebro, de su cuerpo. La creación artística es un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación. Tan imposible nos resulta explicar el elemento prístino de la fuerza creadora como en el fondo nos es imposible decir qué es la electricidad o la fuerza de gravitación o la energía magnética. Todo cuanto podemos hacer se reduce a comprobar ciertas leyes y formas en que se manifiesta aquella ignota fuerza elemental. Por eso no quiero despertar en ustedes esperanzas demasiado grandes. Prefiero decirles desde el comienzo: toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte. No nos es dado descifrar este, el misterio más luminoso de la humanidad; acaso no podamos más que comprobar su sombra terrenal. No estamos en condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros apagados.
Procurémoslo. Voy a emplear un método que a primera vista parecerá poco adecuado; me refiero al método de la criminología. Bien se me alcanza que la criminología es la ciencia que se emplea para descubrir crímenes: un asesinato o un robo u otro atentado cualquiera contra el bienestar de la comunidad, mientras que nosotros nos hemos propuesto investigar el esfuerzo supremo y más noble del que es capaz la humanidad: la creación artística. Y sin embargo, en el fondo, el problema es el mismo, pues tanto en el caso del asesinato como en el de la génesis de una obra de arte nos cabe reconstruir una acción cuya realización no hemos presenciado.
Pues bien, ¿cuál es el caso ideal en la criminología? Para el juez, el caso ideal es aquél en que el autor -el asesino o ladrón- se presenta espontáneamente ante el tribunal para reconocer su crimen y describirlo en todos sus pormenores. En el caso de semejante confesión voluntaria, la policía o la justicia está dispensada de toda investigación ulterior. Para nuestro problema -el saber cómo el artista creó su obra de arte inmortal-, la solución ideal consistiría también en que el artista nos expusiese el arcano de su creación en todas sus etapas y estados, es decir, en que el poeta nos quisiera decir cómo ha venido formándose su poema inmortal y el músico a raíz de qué incentivos o inspiraciones había obrado. Semejante información clara por parte del artista haría superflua toda investigación ulterior sobre el arcano de la creación y, por consiguiente, también esta conferencia mía. Sería lo más natural que aquél que cometió un acto explicara ese acto y sus motivos, que aquél que creó una gran obra de arte explicara cuándo, cómo y de qué modo había obrado. Pero, por desgracia, nos hallamos frente a un fenómeno extraño y es que todos esos hombres creadores, tanto poetas y pintores como músicos, casi nunca nos revelan el secreto de su creación.
Hace un siglo ya, el gran poeta norteamericano Edgar Poe se lamentaba porque poseemos tan pocos informes autobiográficos de artistas, y en su ensayo sobre "The philosophy of composition" (La filosofía de la composición) comienza observando: "Yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor -si fuera capaz de ello- nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante informe". Como se ve, hace ya un siglo, el más grande poeta de América se lamentaba porque, hablando en términos de criminología, poseemos tan pocas confesiones de los creadores sobre el misterio de la creación. Declara expresamente que no sabe explicar ese problema.
El hecho mismo de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra artística es en realidad sorprendente. ¿De quién habríamos de esperar informes exactos sobre el acto de la creación sino del creador mismo? ¿No es la observación y la autoobservación en verdad la principal condición previa de un poeta? Los poetas, los escritores, nos describen en sus libros, con fuerza maravillosa y con pormenores magistrales, cualquier viaje que hacen, toda aventura que les sucede, cada sentimiento que los agita. ¿Por qué no nos explican pues la experiencia más importante de su vida? ¿Por qué no nos describen su modo de crear? Esto debe de tener una razón determinada, y esta razón consiste en que el artista no tiene tiempo ni lugar de observarse a sí mismo mientras se halla en el estado apasionado de la creación.
El artista no es capaz de observar su propia mentalidad mientras trabaja, como no es capaz de mirarse por encima de su propio hombro mientras escribe. Para volver pues a nuestra comparación criminológica, el artista se parece más al culpable de un crimen pasional, es decir a aquel tipo de asesino que comete su acción en un arrebato de ciego apasionamiento y que luego dice la pura verdad cuando ante el juzgado depone: "En realidad no sé por qué lo hice, ni puedo describir cómo lo hice. Vino sobre mí repentinamente. No estaba con mis cinco sentidos. No estaba en mis cabales". ¿Cómo? ¿El artista no estaba en sus cabales, no era dueño de sus cinco sentidos mientras producía las obras más hermosas? Imposible. Y quizá me explico mejor diciendo que no es dueño de su propia razón pues toda creación verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí mismo, cuando se olvida de sí mismo, cuando se encuentra en una situación de éxtasis. Y permítanme recordar que la palabra griega "ekstasis" no significa otra cosa que "estar fuera de sí mismo". Ahora bien; si el artista está "fuera de sí mismo" mientras produce, ¿dónde se encuentra? La contestación es muy simple. Está en su obra. Mientras crea, no está en su mundo, en nuestro mundo, sino en el mundo de su obra, y por esto mismo es incapaz de observarse a sí mismo.
Un poeta, por ejemplo, que en un sombrío día de invierno describe, apoyado en el recuerdo, en sus versos, un paisaje primaveral iluminado por suaves rayos de sol y con árboles verdeantes, no se halla en ese instante con su alma dentro de sus cuatro paredes, ni junto a su mesa de escritorio. Ante su ojo no hay invierno, sino que ve con su mirada espiritual la clara primavera y siente sus vientos cálidos. En el momento en que Shakespeare escribió las palabras que hace decir a Otelo, no estaba espiritualmente en Londres sino en la Venecia de un siglo atrás, y no vivía sus emociones propias sino las de un hombre inventado, Otelo, el moro, y sus celos. Es, pues, perfectamente natural que un poeta se olvide totalmente de sí mismo mientras con todos sus sentidos y pensamientos vive en un carácter imaginario. Y ese estado de la concentración absoluta, no es un elemento secundario de la creación, sino que constituye el elemento ineludible, la verdadera médula de nuestro secreto. El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real.
En el ejemplo clásico de Arquímedes aprendimos, en el colegio ya, la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del mundo verdadero. Recordemos: cuando la ciudad siciliana de Siracusa, al cabo de largo sitio, fue conquistada, y los soldados, penetrando en ella, empezaban a saquearla, uno de ellos entró en la casa de Arquímedes. Halló al gran matemático en medio de su jardín, donde con un bastón dibujaba figuras geométricas en la arena. Apenas lo distinguió, el asesino se abalanzó sobre él con la espada desnuda, pero el pensador ensimismado en sus problemas, sólo murmuraba, sin volver la cabeza: "No alteres mis círculos". En su estado de concentración creadora, Arquímedes sólo se había apercibido de que algún extraño podía destruir las figuras geométricas que acababa de dibujar en la arena. No sabía que aquel pie era el de un soldado dispuesto a saquear y asesinar, no sabía que el enemigo había ocupado ya la ciudad, no había oído las fanfarrias marciales ni los gritos de los vencedores ni los estertores de sus compatriotas asesinados. No se daba cuenta de la amenaza que se cernía sobre su propia vida pues, en aquel instante de extrema concentración, no se hallaba en Siracusa sino en su problema matemático. Prueba es ésta de la intensidad que la concentración espiritual pude alcanzar en grandes hombres creadores. Permítanme ofrecerles otro ejemplo más, correspondiente a un tiempo más moderno. Cierto día, un amigo de Balzac entró sin anunciarse en el estudio de éste. Balzac, quien a la sazón estaba tra¬bajando en una novela, dio media vuelta, se levantó de golpe, tomó al amigo del brazo en un estado de suprema exaltación y exclamó con lágrimas en los ojos: "¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto". Su visitante lo miró perplejo. Conocía bien a la sociedad de París, pero nunca había oído mencionar tal duquesa de Langeais, y en realidad, tampoco existía una duquesa de ese nombre; no era sino una de las figuras de la novela de Balzac quien, en el instante de entrar el amigo, describía la muerte de aquélla. Tenía esa muerte tan presente como si la hubiera visto con sus propios ojos y aún no había despertado de su sueño productivo. Sólo cuando se apercibió de la sorpresa de su visitante se dio cuenta que se hallaba nuevamente en el otro mundo, en el de la realidad.
Basten estos dos ejemplos para demostrar hasta qué grado el artista puede olvidarse de sí mismo y del mundo durante la creación, no de otro modo que el creyente durante la oración, que el soñador durante el sueño. A causa de ese ensimismamiento absoluto, resulta luego incapaz de describir el proceso de la creación artística. En efecto, él no sabe de qué modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido.
El artista no miente cuando alguna vez se pregunta a sí mismo, asombrado ante su propia obra perfecta: "Realmente, ¿fui yo quien creó esto? ¿Cuándo hice esto? ¿Cómo lo hice? No es posible que yo mismo haya hecho todo esto". Y es que muchas veces el artista realmente ignora lo que en ese instante le ha venido a la pluma o al pincel. Veamos dos breves ejemplos en este sentido. Al final de su larga vida, cuando Goethe, a los ochenta años, coleccionaba sus poemas, le ocurrió la pequeña desgracia de acoger entre sus producciones primeras dos poemas de otro autor, plena y sinceramente convencido de que él mismo los había escrito diez lustros atrás. Ya no sabía él lo que era de su propiedad y lo que no lo era. O un ejemplo tal vez más flagrante todavía: en los últimos años de su vida, Corot, el gran pintor impresionista francés, lograba por sus cuadros precios tan elevados que unos pintores jóvenes y pobres inventaron la industria de falsificar "Corots" de la primera época y venderlos como auténticos. Cierto día le ofrecieron a un comerciante de objetos de arte tales "Corots" primitivos, cuya autenticidad le parecía dudosa. Entonces ese "merchant d'art" tuvo una ocurrencia muy natural. Se dijo: "Es muy fácil comprobar si esos cuadros han sido pintados por Corot o no. Hay un hombre en el mundo que tiene que saberlo y es el maestro Corot mismo". Tomó su sombrero, fue a ver al anciano maestro y le mostró las dos telas. Corot las miró largo rato, meneó la cabeza y dijo finalmente: "Puede ser que sean mías, puede que no lo sean. He pintado tantísimos cuadros y ha pasado tanto tiempo desde que pinto de esa manera, que yo mismo ya no lo sé".