Aquí encuentro, por fin, la oportunidad para conducirles un poco más cerca del proceso de la creación artística, pues es precisamente ese instante breve de la transición, cuando la idea artística pasa a la realización artística, el que a veces podemos observar. Aquí se nos abre una rendija estrecha para el estudio del artista, y así como las impresiones digitales del criminal ofrecen a la policía cierta posibilidad para reconstruir el crimen, así hallamos la posibilidad de descubrir algo del secreto del artista mediante las huellas que deja al realizar su tarea. Esas huellas que el artista deja en el lugar de su acción son sus trabajos previos; los primeros esquemas que el pintor hace de sus cuadros, los manuscritos y borradores del poeta y del músico. Estas son las únicas huellas visibles, el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso. Y por fortuna encontramos tales documentos precisamente de nuestros artistas más grandes. Poseemos los esquemas de Miguel Angel, Rembrandt, el Greco y Velázquez para sus grandes cuadros. Poseemos los manuscritos de Beethoven y Mozart y Bach, y otros de Calderón y Montaigne. Podemos observar, pues, hasta cierto grado cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas. Gracias a esos testimonios podemos volver a situarnos en las horas de la génesis artística y acercarnos humildemente al profundo arcano de las creaciones de artistas y pensadores.
De acuerdo con estos ejemplos, el gran artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación. El genio de la inspiración dicta y el artista no es en verdad más que el escribiente, el instrumento. No necesita trabajar, luchar, esforzarse por su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar. Pero no nos precipitemos, comprometiéndonos con una fórmula tan seductora según la cual el artista siempre sería nada más que el ejecutante de una orden superior. Echemos primero un vistazo sobre los manuscritos de Beethoven. ¡Qué contraste tan sorprendente nos ofrecen! En esos manuscritos desordenados, casi ilegibles -¡cada uno de ellos, un campo de batalla!- ya no encontramos ni un adarme de la facilidad divina que Mozart tenía para producir. Vemos que Beethoven no era un hombre que obedecía a su genio sino que luchaba por él, encarnizadamente, como Jacob con el ángel, hasta que le concediera lo último y supremo. Mientras en el caso de Mozart nunca vemos trabajos preparatorios y apenas uno que otro apunte y noticia, cada sinfonía de Beethoven exigía gruesos tomos de trabajos preliminares, que a veces abarcaban años enteros. En sus libros de trabajo pueden comprobarse con claridad las distintas etapas de sus proyectos, su trayectoria hacia la perfección. He aquí, primero, sus anotaciones de bolsillo, que siempre llevaba consigo en sus amplios faldones y en los que de vez en cuando trazaba unas cuantas notas con un gran lápiz grueso -un lápiz como, por lo demás, sólo suelen usar los carpinteros-. Les siguen otras notas que no tienen relación alguna con las anteriores; en esos libros de trabajo de Beethoven todo forma un caos tremendo; es como si un titán hubiera tirado bloques montañosos, impulsado por la ira. Y en efecto, Beethoven sólo lanzaba sus ideas tal como acudían a él, sin ordenarlas, sin hacer la tentativa de construirlas en seguida arquitectónicamente, como Mozart, Bach o Haydn. En él era mucho más lento el proceso de la composición, mucho más dificultoso, diría: menos divino, pero mucho más humano. Los contemporáneos nos han dado noticias claras sobre su modo de trabajar. Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los campesinos que de lejos le veían, lo tomaban por loco y lo esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes. Luego de haber llegado a su casa, se sentaba a su mesa y trabajaba y componía poco a poco esas ideas musicales aisladas. En tal estado surgía otra forma del manuscrito, hojas de un tamaño mayor, generalmente escritas ya con tinta y en que se presenta la melodía con sus primeras variaciones. Pero está lejos aún de haber encontrado la forma precisa. Borra líneas enteras, a veces hasta páginas completas, con rasgos salvajes, de modo que la tinta salpica ensuciando toda la hoja, y empieza de nuevo. Más sigue sin quedar satisfecho. Vuelve a cambiar y a enmendar; a veces arranca en medio de la escritura a media página, y es como si se viera al compositor fanático dedicado a su tarea, suspirando, blasfemando, golpeando con el pie, porque la idea que se le presenta sigue y sigue negándose a hallar y tomar la forma ideal soñada. Así pasan días y días, a veces semanas y semanas. Sólo después de infinidad de trabajos preliminares de esa especie redacta el primer manuscrito de una sonata, y luego el segundo, con modificaciones. Pero aún no está conforme: introduce cambio tras cambio aun en la obra grabada, y bien sabemos que después de la primera obertura de su ópera "Fidelio" escribió una segunda, y después de la segunda, todavía la tercera, insatisfecho aún y siempre ansioso de un grado superior de perfección. Estos ejemplos demuestran cuán enormemente distinto puede ser el acto de la creación artística en dos genios de igual rango cual Mozart y Beethoven, y qué perfectamente distinto es el estado en que esos dos hombres se hallaban durante el rapto creador. Mientras que en el caso de Mozart tenemos la sensación de que el proceso creador es un estado bienaventurado, un cernirse y hallarse lejos del mundo, Beethoven debe de haber sufrido todos los dolores terrenales de un alumbramiento. Mozart juega con su arte como el viento con las hojas; Beethoven lucha con la música como Hércules con la hidra de las cien cabezas; y la obra de uno y otro produce la misma perfección, la obra de ambos nos brinda la misma dicha inefable.
Contemplemos ahora en las letras el mismo contraste de la producción que acabo de tratar de señalar en sus extremos máximos dentro de la esfera musical. Recordemos cómo nacieron dos de los más famosos poemas de la literatura universal: una poesía europea, "La Marseillaise" (La Marsellesa) de Rouget de L'Isle, y otra norteamericana, "The raven" (El cuervo) de Edgar Poe. El autor de "La Marsellesa" no fue en rigor de verdad ni poeta ni compositor. Fue oficial técnico del ejército francés y prestaba servicio en Estrasburgo. Cierto día llegó la noticia de que Francia había declarado la guerra a los reyes europeos en nombre de la libertad. Al instante, toda la ciudad cayó en una embriaguez de entusiasmo. Por la tarde de ese mismo día, el alcalde ofreció a los oficiales del ejército un banquete. Y como por azar supo que Rouget de L'Isle poseía talento bastante para componer versos fáciles y fáciles de comprender, le propuso que compusiera a la ligera una marcha-canción para las tropas que debían dirigirse al frente. Rouget de L'Isle, el oficial insignificante, prometió hacer lo mejor posible. El banquete duró hasta muy pasada la medianoche, y sólo entonces Rouget de L'Isle volvió a su aposento. Había hecho mucho honor al vino y participado diligentemente en las conversaciones. Muchas palabras de los discursos guerreros revoloteaban todavía dentro de su cabeza, frases aisladas. Apenas hubo llegado a su casa se sentó y bosquejó unas cuantas estrofas, a pesar de que nunca había sido un poeta cabal. Luego sacó su violín del armario y ensayó una melodía para acompañar aquellas palabras, a pesar de que nunca había sido un compositor de verdad. A las dos horas, todo estaba listo. Rouget de L'Isle se acostó a dormir. A la mañana siguiente llevó a su amigo, el alcalde, la canción creada que, sin modificación alguna, sigue siendo al cabo de siglo y medio, el himno de Francia. Sin saberlo, y sin proponérselo, un hombre perfectamente mediocre había creado, en virtud de una inspiración única, una de las poesías y una de las melodías inmortales del mundo. O, para ser más exactos, no fue él precisamente quien producía ese milagro, sino que lo fue el genio de la hora, pues, a partir de aquel instante, nunca más logró un poema de verdad ni melodía real alguna. Fue una inspiración única, que había elegido por órgano a un hombre cualquiera por perfecta casualidad.
Y ahora el ejemplo contrario: Edgar Poe, un verdadero poeta nato y genial, refiere que creó la más famosa de sus poesías, "El cuervo", sin inspiración alguna y que, al contrario, la compuso palabra por palabra, "con la precisión y consecuencia de un problema matemático". Dice que cada efecto era cuidadosamente meditado, y que nada había sido dejado a cargo del azar; mientras en el caso de Rouget de L'Isle se formó un poema de una plumada, como al vuelo, en esta otra poesía no menos hermosa, todo está montado y compuesto, trozo a trozo, como en una máquina complicada, palabra por palabra, vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico. Y, milagrosamente, el resultado es el mismo, pese a la diferencia de los dos métodos: un poema perfecto. Detengámonos por un instante en este punto. Acabamos de hacer nuestra primera comprobación. Hemos observado que todo acto de creación artística requiere una condición previa, que es la concentración. Además, hemos comprobado que debe existir uno u otro de dos elementos contrarios, o lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano. Pero ahora debo hacer una confesión: para hacerme comprender más fácilmente pequé de exagerado y representé los dos casos, el de la alada inspiración pura y el del consciente trabajo penoso, de un modo más extremo del que en verdad les corresponde. En realidad, los dos estados suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. No basta que el artista esté inspirado para que produzca. Debe, además, trabajar y trabajar para llevar esa inspiración a la forma perfecta. La fórmula verdadera de la creación artística no es, pues, inspiración o trabajo, sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador. Cada artista posee la idea presente como un sueño, y ¿quién podría decir de dónde proceden las ideas? ¿Quién podría decir de qué profundidades de la naturaleza humana o de qué altura del cielo proceden esos rayos divinos que de repente resplandecen en el artista? Pero sólo resplandecen por instantes con ese brillo maravilloso. Luego se apagan y entonces comienza para el artista la tarea de reproducir esa visión interior, única. Procura entonces hacer visible para todos los tiempos a la humanidad lo que él mismo vislumbró en un instante de iluminación. El pintor tratará de fijar en la materia basta de la tela el cuadro que ha visto con los ojos del espíritu. El músico tratará de retener con el número limitado de los instrumentos terrenales la sucesión de sonidos que le sonaba como en sueños. Siempre es el mismo proceso: un sueño se convierte en fenómeno duradero, una idea toma forma, lo inconsciente de un solo hombre genial llega a la conciencia de la humanidad entera. Pero no hay regla ni ley para esa misteriosa transformación química en cada artista aislado, ninguno obra igual que el otro, y tal como ninguna hora de amor se parece sobre la tierra a otra hora de amor, si bien siempre se trata de amor, así ninguna obra de creación se parece exactamente a la otra, a pesar de que siempre se trata de producir.
Por eso tal vez no estaba muy acertado el título de mi disertación, "El misterio de la creación artística", y quizá habría dicho mejor: "los mil misterios de la creación artística", pues cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Si quisiera hacer la tentativa de describir, aunque sólo fuera con los rasgos más fugaces, esas diversidades maravillosas de la creación entre los distintos artistas, me haría falta retenerles aquí por horas enteras. ¡Qué de contrastes sorprendentes, qué de diferencias hallaríamos en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintos artistas! Veamos un solo ejemplo de esa diversidad. Estoy convencido de que muchos se habrán preguntado: "¿Cuánto tiempo necesita en realidad uno de los grandes dramaturgos para completar uno de sus dramas? ¿Un mes, un año, cinco años, diez años? ¿Cuánto tiempo necesitaron Holbein, o Leonardo, o Goya, o el Greco, para pintar sus cuadros más célebres?". A ello sólo puedo contestar que en el arte no existe una medida común, que cada artista se toma su tiempo propio. Para dar un solo ejemplo en cuanto al drama: Lope de Vega era capaz de escribir un drama en tres días, un acto por día, sin detener la pluma. Goethe, el gran autor alemán, empezó su drama "Faust" (Fausto) cuando tenía dieciocho años y estampó los últimos versos a la edad de ochenta y dos. Como puede verse: tres días en un caso y más de veinte mil en el otro.
Pero esa regularidad, esa pedantería burguesa, esa exactitud profesional, no deben infundir dudas con respecto al genio. Aun la paciencia puede ser genial, aun la minuciosidad y el método pueden crear lo extraordinario. Por eso repito: el método no es nada, la perfección lo es todo y resulta insensato disputar sobre cuál de aquéllos sería el mejor. Todo camino que conduce a la perfección es acertado, y cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio. Debe ser creador y maestro de su propio arcano. Para nosotros resulta, desde luego, ventaja enorme el conocer ese camino y acechar ese secreto, pues de cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo. No basta que en un barco, en el ferrocarril, junto a la mesa, se haya encontrado a un maestro y se haya hablado con él. Para saber cómo es, hay que haberle visto enseñando a sus alumnos. De igual modo que sólo tengo nociones acabadas de un arquitecto cuando he visto sus construcciones y hasta de un zapatero sólo cuando he visto sus zapatos, ¡cuánto más reza todo esto para el artista que funde lo mejor, lo más esencial de su yo, en su obra! Un cuadro de Rembrandt resulta para cada uno de nosotros cien veces más impresionante si antes hemos visto los dibujos y los croquis, los esbozos correspondientes, cuando comprendemos por qué ha rechazado esto y colocado aquella figura en el medio y oscurecido aquella otra. En tal caso no sólo estamos frente a la obra concluida, sino que participamos también del secreto de su creación, compartimos algo de las horas, de los pensamientos y visiones de los grandes muertos, y en vez de solo gozar, participamos también de la dicha y del tormento de ese genio.
La belleza de las estrellas no ha sufrido mengua porque nuestros sabios hayan procurado calcular las leyes de acuerdo con las cuales aquéllas se mueven, ni la majestad del firmamento ha perdido nada de su grandeza porque procuraran medir la velocidad de los rayos con que su argentino brillo llega hasta nuestros ojos. Al contrario, esas investigaciones nos han hecho aparecer más maravillosos todavía los milagros del cielo, el sol, la luna y las estrellas. Lo mismo reza para el firmamento espiritual. Cuanto más nos esforzamos por profundizar en los misterios del arte y del espíritu, tanto más los admiramos por su inconmensurabilidad. No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: el arte.