El neurólogo francés Jean Martin Charcot (1825-1893) sostenía en "Leçons sur les maladies du système nerveux" (Lecciones sobre las enfermedades del sistema nervioso) que la histeria era causada por "ideas parásitas" procedentes de diversos traumas, tanto de origen psicológico como neurológico. Los pacientes estudiados por Charcot para realizar sus investigaciones presentaban algunos rasgos en común, entre ellos la reacción ante la presentación de un estímulo desencadenante que se manifestaba en ataques convulsivos, gritos, desmayos y falsas parálisis. Sigmund Freud (1856-1939) y su colega Josef Breuer (1842-1925), en su obra "Über den psychischen mechanismus hysterischer phänomene" (De los mecanismos psíquicos de la histeria), pensaban que las causas estaban en recuerdos que los pacientes no podían o no querían recuperar. Esto viene a cuento porque, unos días antes de morir, el escritor y profesor de filología noruega Lloyd Hustvedt (1922-2004) le pidió a su hija que fuera ella quien le escribiera el discurso panegírico para ser leído en sus exequias y Siri Hustvedt (1955) así lo hizo. El día del funeral lo leyó con la voz firme y sin derramar lágrimas. Pero, dos años más tarde, en ocasión de la realización de un homenaje en la Universidad de Minnesota donde aquél había ejercido durante casi cuarenta años, la autora de "The enchantment of Lily Dahl" (Hechizo de una mujer) y "What I loved" (Todo cuanto amé), al comenzar a leer el discurso sufrió una serie de temblores incontrolables que le afectarron todo el cuerpo excepto la cabeza. "El tema era la pérdida del padre -recuerda Siri Hustvedt- y mi discurso arrancaba evocando su figura y los recuerdos que atesoraba de nuestra relación. Nada más empezar a hablar unos intensos temblores me sacudieron de arriba abajo y ya no me abandonaron hasta que terminé. Mi cuerpo estaba descontrolado, mis manos no podían ni sujetar los papeles y mis rodillas chocaban entre sí pero, por suerte, mi voz sonaba con claridad y mi mente estaba lúcida. Naturalmente me asusté y me preguntaba si no serían a causa del dolor negado frente a la muerte de mi padre. A raíz de un segundo episodio como este consulté a un especialista y empecé a investigar las respuestas corporales y emocionales en distintas personas ante idénticas situaciones de estrés". Esto la llevó a someterse a todo tipo de exámenes médicos, psiquiátricos, radiológicos y psicoanalíticos, pero las causas permanecieron sin dilucidarse. Hustvedt comenzó entonces a interesarse por la neurociencia, la psiquiatría y el psicoanálisis, buscando una explicación a estos extraños ataques que ya había padecido en distintos períodos de su vida junto a fuertes migrañas que la afectaron desde su infancia. Este episodio es el punto de partida de "The shaking woman or a history of my nerves" (La mujer temblorosa o la historia de mis nervios), un libro inclasificable, a medio camino entre el estudio y las memorias, en el que reflexiona acerca de cómo es posible que la geografía de una parálisis muscular no coincida nunca, salvo en determinados puntos, con las flexiones musculares correspondientes a la anatomía muscular -aquello que, cien años antes, Freud llamó histeria-, y como el paciente se ve condicionado por la interpretación que la sociedad hace de su enfermedad -tal como lo hiciera Susan Sontag (1933-2004) en "Illness as metaphor" (La enfermedad como metáfora)-. "La mujer temblorosa" es, en definitiva, una crónica de la búsqueda de un diagnóstico, una explicación para sus temblores que no logra encontrar de manera cabal ni en la psiquiatría ni en la neurología ni en el psicoanálisis. Mientras tanto, y aunque los temblores le siguen sobreviniendo, Hustvedt se hizo un tiempo para visitar la Argentina para dar una charla junto a la escritora argentina Luisa Valenzuela (1938) sobre la escritura y el cuerpo, y, de paso, hablar de su última novela: "The summer without men" (El verano sin hombres) que se publicará antes de fin de año. Lo que sigue es una edición de las entrevistas que le concedió a Silvina Friera para la edición del 29 de agosto de 2011 del diario "Página/12" y a Marina Mariasch para el nº 415 de la revista "Ñ" del 10 de septiembre de 2011.
En "La mujer temblorosa" narra sus vivencias en todo el proceso médico que atravesó hasta dar con el tratamiento farmacológico al que recurre ante este tipo de situaciones. A través de tres personajes, un psicoanalista, un neurocientífico y un psiquiatra que estudian a la paciente, usted desgrana la experiencia con la perspectiva del que sabe colocarse al otro lado de la verja para observar con distancia liberadora el césped ajeno y compararlo con el propio.
Siempre me ha interesado la investigación neurológica. Hace más de treinta años que leo sobre el tema y para escribir este libro me he documentado a conciencia. Todas las pruebas médicas que describo son experiencias reales. Es cierto que muchos piensan que sufrir una cierta debilidad nerviosa es algo muy negativo, pero yo como escritora percibo esta hipersensibilidad como un frente abierto para explorar y abrir puertas a mi creatividad. Ya lo hizo Dostoyevski. Su epilepsia le sirvió para indagar en las complejidades de la personalidad.
El resultado es un libro escrito desde el más visceral sentido del humor.
El humor es una buena vía para desdramatizar situaciones.
En su libro dice: "A menudo me sucede que, cuando un texto me sale con fluidez, pierdo la noción de lo que estoy escribiendo; las frases surgen como si fueran ajenas a mí, como si fuera otra persona quien las escribe. La sensación de rapto me sobreviene varias veces durante la redacción de un libro, casi siempre cuando estoy a punto de finalizarlo. No escribo; soy escrita". ¿Cómo fue el proceso de su escritura?
Fue un placer escribir esta crónica-ensayo sobre mi dolencia. Sentí que podía realmente bailar al pasar de la filosofía a la neurociencia. Me doy cuenta de que puedo jugar con mis síntomas. En serio, ¿eh? El libro es como un juego intelectual.
¿Se puede jugar con un síntoma tan complejo como el hecho de ponerse a temblar?
Sí, se puede jugar con cualquier síntoma; en realidad, nunca pensé que me estaba muriendo. Después de haber tenido una convulsión mientras estaba escalando una montaña en Francia, de repente me planté y me dije: "Espero que esto no sea una enfermedad neurológica degenerativa"; entonces el libro habría sido muy diferente. Si te enfrentás con tu muerte inminente, no podés jugar de la misma manera. Bueno, quién sabe... pero hasta ahora no fue algo mortal. No hay un diagnóstico real, pero con mi neurólogo decidimos que, aunque no lo sabemos, está bajo control. La gente que tiene enfermedades terminales no juega de la misma manera. Pero el síntoma me pareció fascinante desde el punto de vista teórico.
Hay un caso que recuerda en el libro, el de Neil, un chico de trece años que después de someterse a una radioterapia para combatir un tumor cerebral continuó hablando con normalidad, pero su capacidad de lectura se vio deteriorada. Lo asombroso es que cuando habla es amnésico, pero cuando escribe se acuerda de lo que el resto de su ser había olvidado. Parece un "caso literario", ficción pura, ¿no?
Sí, y los científicos que trabajan con Neil tienen muy pocos antecedentes. Es un ejemplo contemporáneo de lo que a comienzos del siglo XX era la escritura automática. La persona escribía un montón de material, pero no era consciente de que lo estaba haciendo. Yo me refiero a la experiencia de la escritura automática en el caso de Neil, que tiene implicancias comunes con los escritores que se sienten poseídos.
¿Cuándo comenzó a explorar esta zona de la psiquiatría, la psicología, la neurociencia, la etiología?
Durante mucho tiempo leí sobre estos temas, desde la secundaria en realidad. No entendía todo; no es que tenía quince años y de repente era mágicamente inteligente. Cuando estudié literatura, me interesé también por las experiencias místicas, la neurología, la epilepsia; y cuando escribí mi tesis en Columbia sobre Dickens estaba leyendo sobre cuestiones relacionadas con la afasia, el lenguaje, las palabras. Con la explosión de la neurociencia pensé: "Sería interesantísimo poder leer estos trabajos". Y así me transformé en una estudiante de neurociencia. Iba a congresos, a grupos de discusiones, tenía diálogos con neurocientíficos y aprendí un montón en doce años; un tiempo en el que trabajé muy duro porque todas las semanas leía un montón de textos científicos.
¿De qué modo se enfrenta con esos lenguajes científicos? ¿Usted apuesta por un diálogo multidisciplinario?
Sí, porque me parece un error plantear divisiones entre lo fisiológico y lo psicológico; levantar muros entre lo interior y lo exterior. Habermas habla de la "cultura experta": tenemos un montón de campos y cada uno desarrolla su propio lenguaje, lenguajes que resultan impenetrables. Para mí es muy importante la intercomunicación, la conversación; que los filósofos se comuniquen con los lingüistas y con los científicos, porque así tendremos modelos teóricos múltiples. Sueño con un gran diálogo multidisciplinario en el que la cultura, el lenguaje, el cuerpo y la mente interactúen al mismo nivel. Si se analiza un mismo tema a través de modelos teóricos múltiples, se pueden ver las falencias del sistema. Y esto es lo interesante: poder llegar a una verdad, pero escrita en minúscula, de cómo funcionan las cosas.
¿Cómo reaccionaron los científicos ante su interés? ¿La siguen viendo como una intrusa que los incomoda?
Yo soy una "outsider", pero hay cuestiones que debo aclarar. En Estados Unidos los científicos son los maestros de la cultura; la gente los admira. Uno de los placeres de tener diálogos con los científicos más abiertos es que les entusiasma mucho que venga alguien de afuera, capacitada en filosofía y literatura, para hablar de ciencia desde otro punto de vista. Tuve y tengo conversaciones muy interesantes con un neurocientífico francés, y no estamos de acuerdo en todo. El está influido por la teoría computacional de la mente, pero yo no estoy de acuerdo. Yo vengo de otra perspectiva filosófica. Uno de los debates que más me interesa dar es en torno del efecto placebo. Nadie se refiere de manera correcta. La ciencia dice que hay un efecto placebo y además hay drogas; es decir que una buena droga debe superar el efecto placebo. ¿No es parte de la realidad humana lo que se ubica en lo que nosotros pensamos que es placebo? Sí, pero los científicos no piensan de esta manera. Se hizo un estudio con dos grupos de pacientes hospitalizados. A un grupo la enfermera les dijo que le iba a poner un placebo en la sonda. En el otro grupo, el médico habló con los pacientes acerca del efecto placebo antes de suministrárselo. Los dos grupos mejoraron, pero los que habían hablado con el médico mejoraron más. ¿Qué es lo que está sucediendo? ¿Es un pensamiento consciente? ¿Es una sugerencia preconsciente? No sabemos cómo funciona este efecto que va de arriba hacia abajo. Es un territorio que tiene que enmarcarse desde el punto de vista teórico y filosófico. El cerebro no es una computadora; es una mala metáfora decir eso.
Los desórdenes en el sistema nervioso no son nuevos para usted.
Desde niña padecí terribles migrañas, así como de hipersensibilidad a ciertos colores y sonidos. Sin embargo, durante mi infancia guardé silencio sobre estos padecimientos, ya que los consideraba como un rasgo débil de mi personalidad, una falla de mi carácter. Toda enfermedad tiene algo de ajeno a nosotros e implica una sensación de invasión y pérdida de control que se evidencia en el lenguaje que utilizamos para referirnos a ella. Sobre aquel tiempo escribí un texto especialmente para este encuentro. En él digo que los cuadros que tengo en mi mente tienen el color de la tristeza. Y la rabia del médico porque yo no mejoraba. La imagen combina distintas salas de hospitales. Lo que vemos posiblemente tenga poco que ver con lo que realmente pasó. Los recuerdos y las palabras también son ficción. Cuando escribo, no recupero el pasado. El escribir es un don si se sabe qué es lo correcto. La buena ficción no miente y, cuando lo hace, es por temor a decir la verdad. Y tampoco es posible contar cualquier historia; sólo podrá ser esa historia. La ficción comienza en el cuerpo y no se puede escribir sin un sentimiento previo. Lo correcto, lo bueno, lo bien escrito, se siente en algún lugar del cuerpo, como un impacto emocional. O una música.
De "Todo cuanto amé" a "La mujer temblorosa", ha dado un salto narrativo y optó por una primera persona más íntima y despojada que se anima a decir: "yo soy la mujer temblorosa".
Yo sentí lo opuesto, para mí "La mujer temblorosa" no es una confesión.
Es cierto, no es una confesión, pero expone una cuestión incómoda para la mirada de los demás, una fragilidad que no es ficción.
Quizá sea tonta pero todos tenemos una fragilidad, yo no me creo una excepción. Cuando tenés una gripe, sentís que una cosa extraña te atacó, pero cuando la enfermedad está adentro te pertenece, está incorporada, es parte de tu ser. La fragilidad es algo humano universal, después están las particularidades. No hubiera escrito "La mujer temblorosa" si no hubiese pensado que tendría cierta resonancia. Si fuera acerca de mi rareza, no creo que hubiera escrito el libro porque no sería interesante para mí. Estoy interesada en mí misma pero como marcador de una experiencia humana.
¿Cómo es su día de trabajo?
Soy obsesivamente compulsiva en lo que respecta a mi trabajo. Mi jornada laboral empieza muy pronto. Hacia la seis de la madrugada, que es cuando me despierto. A las siete ya estoy frente al ordenador y ya no paro hasta las dos de la tarde, ni siquiera como, sólo pico algo ligero. A partir de entonces leo durante dos o tres horas y luego ya salgo a la calle. Este libro lo he escrito en un año, es poco tiempo pero es que trabajo mucho.
¿Qué lee mientras escribe?
No puedo leer a buenos autores cuando estoy en pleno proceso de escritura. Hacerlo es muy peligroso. Cuando mi hija era niña a veces le leía pasajes de Dickens antes de acostarla. A la mañana siguiente todo lo que escribía era una burda imitación de Dickens.
¿Dónde se originan las historias?
Creo en una conexión muy fuerte entre el cuerpo y la escritura. Desde hace ya muchos años tengo un interés muy grande en la neurobiología. Hace poco rescaté una frase que escribí en un "paper" en 1995. Esa frase, que ahora retomo, decía algo así como que escribir ficción es recordar algo que nunca sucedió. Cuando la escribí por primera vez, en aquel ensayo, que originalmente era sobre la memoria, las imágenes visuales y Cicerón, esa idea fue algo que me surgió de manera casi intuitiva. Desde entonces, vengo trabajando e investigando en el terreno de la neurobiología. Y ahora puedo afirmar como una verdad científica que recordar -el recuerdo consciente, no el inconsciente- e imaginar son dos aspectos de una misma facultad. Soy muy interdisciplinaria, siempre me manejo entre la neurociencia y el psicoanálisis. En un ensayo más reciente investigo esos dos aspectos y las experiencias creativas de distintas personas como matemáticos, artistas o físicos. Creo que el acto creativo es siempre el mismo. Es cuando los productos de esos procesos salen al mundo cuando son vistos como diferentes, pero los procesos son iguales. Y en ese proceso hay algo del orden de lo no lingüístico.
Estaba pensando en la idea de Freud sobre el sueño como aquello que le roba a lo que nos roba el olvido. Y me preguntaba si lo que describe como su proceso creativo no sería similar al mecanismo del sueño.
Hace poco estuve en Viena y fui la segunda no doctora en dar la conferencia anual en la Fundación Freud. La única otra persona no psicoanalista que había dado la conferencia fue el genial cineasta italiano Bernardo Bertolucci. Se trata de una conferencia anual que se da desde 1970. Mi conferencia se tituló "Freud's playground" (El parque de diversiones de Freud). Es un trabajo sobre la transferencia. Hay un pasaje de un escrito de Freud sobre la técnica donde, en la traducción al inglés, la transferencia es llamada "playground" (parque de diversiones). Lo que Freud señala que ese es el espacio en el que, cuando la transferencia ocurre, los impulsos pueden experimentar una libertad total. Pero en alemán el término es "tummelplatz", una palabra que puede ser traducida como "zona de juegos", pero también como otras cosas. No necesariamente tiene que haber niños. Puede significar también "caldo de cultivo" o algo más cercano a "zona de batalla". Es más complejo. Hacia el final de esa charla se habló del sueño y de un cierto desorden de la vigilia llamado confabulación. En la confabulación, los pacientes crean historias, no están mintiendo, sino que crean historias. Pueden explicar, por ejemplo, las razones por las cuales se encuentran en el lugar en el que están -como el hospital psiquiátrico-, y muchas veces, como en los sueños, hay allí una falta del principio de realidad. Yo creo que escribir ficción es muy parecido a un sueño consciente. Uno está despierto pero lo que pasa al escribir ficción es que uno está generando historias desde lugares muy profundos. Y algunos desplazamientos y enrarecimientos que ocurren en los sueños también tienen lugar en el acto de escritura. A veces más tarde te podés dar cuenta de que algún rasgo de un personaje corresponde a una mujer que conociste que tiene también otro rasgo de otra persona que también conociste. Sólo que en los sueños esto sucede de manera más emocional. Cuando uno duerme la actividad es enorme.
En un pasaje de su segunda novela, "Hechizo de una mujer", un personaje, Martin, dice: "las palabras son fraudes... están ahí en lugar de otra cosa. Pero pueden ser empujadas hacia lo real".
De alguna manera, muchos de mis libros están lidiando con esas cuestiones, sobre lo imaginario, sobre lo real, no necesariamente en el senido lacaniano, aunque confieso que sí estaba pensando en Lacan. Yo estudié en los '70, realicé mi doctorado en literatura inglesa en Columbia a fines de la década, y en esa época había un auge total de la teoría francesa. Me acuerdo de una librería pequeña que había en una esquina, un librería muy popular en esa época que todos los estudiantes frecuentábamos y que ya no está. Cuando llegó a la librería "De la grammatologie" (De la gramatología) de Derrida, pusieron un cartel gigante y el libro se agotó en dos horas. Yo estaba muy inmersa en esa corriente, pero en medio de mis lecturas sentía que faltaba algo. Y lo que sentía que se estaba perdiendo en medio del giro lingüístico era el cuerpo. Era muy simple: la parte psicobiológica de todo esto. Entonces empecé a estudiarlo. No tenía la menor idea. Pero resultó muy interesante. Y cuanto más uno conoce más puede realizar una crítica. Entonces ahora, después de haber estudiado tanta neurociencia puedo ver cada vez mejor las falencias del modelo cientificista. Desde que publiqué "La mujer temblorosa", y aunque vengo del campo de las humanidades, he tenido la oportunidad de participar en conferencias y de conocer nuevos estudios. Y ellos, los científicos, parecen encantados de escucharme también. Incluso a edad avanzada uno puede encontrarse con cosas nuevas.
¿Cuáles fueron, en ese recorrido de investigación, los descubrimientos que le resultaron más interesantes?
Especialmente hay un pensador que me interesa mucho, Maurice Merleau-Ponty, el fenomenologista. El tiene esta ida del espacio potencial, la idea de que no estamos limitados al aquí y ahora, que podemos recordarnos y reconocernos en el pasado y proyectarnos hacia el futuro, y esa movilidad de la imaginación me fascina. Podemos, además, reconocernos como un otro. Creo que los perros, por ejemplo, no pueden hacerlo. Eso es importante. Es parte de la evolución, es importante reflexionar sobre eso; Hegel habla de eso de manera muy hermosa en "Phänomenologie des geistes" (Genealogía del espíritu). Es importante pensar en cómo se genera esta autoconciencia. Es una cuestión evolutiva. Es tan extraño que tengamos esa noción tan profunda sobre nosotros mismos. Me interesa mucho la investigación sobre qué es lo que crea esa autoconciencia y qué pasa cuando se crea. Los perros, por ejemplo, no tienen esa capacidad. Sí la tienen los elefantes, que son capaces de reconocerse como otro en el espejo. Estuve reflexionando mucho sobre esa relación entre las emociones humanas y las animales. Los perros tienen una realidad emocional muy profunda. Mi perro Jack se convirtió en parte de mis estudios de laboratorio. Jack es un perro de la calle que trajeron a casa mi marido y mi hija. Viene de un ambiente de maltrato y de drogas. Por supuesto, él no es un ex adicto, ¡ja, ja!, pero sí sufrió el maltrato y el abandono. Jack reconoce los lugares muy profundamente, los reconoce de una manera en que los humanos no podemos ni soñar con hacerlo, a travez de su hocico. Solíamos llevarlo a lo de mis padres para Navidad y él absorbía todo con su hocico, captaba toda la realidad de su alrededor. La diferencia es que cuando lo llevábamos de vuelta a casa no creo que Jack se recostara en el piso y soñara con cómo habían sido las cosas allá en Minnesota. Y tampoco creo que se imaginara a sí mismo retornando allí. Pero la realidad efectiva, la realidad emocional del apego, el cariño y las emociones, puede sentirlas.
Cuando los dueños dejan la casa, el perro ladra desesperado porque no sabe que sus dueños van a regresar. Una mujer cuando es dejada por el marido, con plena conciencia del pasado y el futuro, o simplemente frente a la incertidumbre de no saber si el marido va a regresar, puede perder la cordura, como el personaje de Mia en su última novela "El verano sin hombres".
Nosotros podemos anticipar el futuro y hacernos trizas. Mi personaje, Mia, cuyo marido la abandona de golpe, efectivamente entra en un estado de locura temporal. La idea surgió de mi entorno. Mi marido y yo tenemos muchos amigos que están casados desde hace varios años y de pronto y sin aviso previo -o al menos así se siente, como algo que sucede sin anticipo, de la nada, sin preparación, como en esa antigua leyenda del marido que sale a comprar cigarrillos y nunca regresa- el marido abandona a la esposa. Durante estos últimos años hemos acumulado alrededor nuestro muchas historias similares. Me parece una premisa fascinante. En esta novela escencialmente hay dos maneras de que las cosas mejoren para ella, para Mia, la protagonista. Una es el apego a otras personas, algo muy de los mamíferos, algo muy corporal, muy primario. Y otra es la imaginación. Nos salvamos a través de la imaginación, el humor, la ironía, el ingenio. Nos contamos múltilples historias sobre el mismo evento, y hay algo salvador en eso.
Parece haber un interés por la enfermedad,especialmente por la enfermedad mental, en su obra.
Es cierto. Estuve enseñando literatura en un centro psiquiátrico por dos años, fue una experiencia muy interesante. Y lo que entendí de los pacientes con depresión severa es que eso es lo peor, porque no están enojados, no están enojados para nada, no hay movimiento en eso, no hay posibilidad de cambio en eso. Y el enojo es un tipo de movimiento, hay una esperanza de que las cosas van a cambiar, uno va a estar furioso hasta cambiar aquello que le molesta. Por supuesto, no se puede estar enojado para siempre, porque se vuelve inútil. Pero en ese sentido, el enojo de Mia es al mismo tiempo su motor, y Abigail es un personaje que también secretamente está luchando.
Hay, creo, una trama subterránea en la historia, como en el tapiz de Abigail, en el que se puede ver una escena algo ingenua, inocua y apacible, pero si se mira con detenimiento se descubren situaciones siniestras y extrañas.
Esa es una verdadera metáfora que subyace en la novela. Si se desabotona la superficie podemos encontrar una especie de subterráneo cruel o sádico. Abigail está llena de ira, algo que no está completamentamente oculto, porque ella es un personaje bastante rudo. Pero eso constituye una parte muy importante de este libro, algo que aparezca de manera metafórica, detrás de las palabras: el tema del enojo. Mia, la protagonista, también está muy enojada. Y como decía antes, a menudo pienso que el verdadero enojo es siempre un signo de esperanza. Disfruté mucho escribiendo "El verano sin hombres". Mi marido llegaba a casa y me encontraba en mi escritorio riéndome sola. No con todos los libros pasa lo mismo. Cuando terminé de escribir "Todo cuanto amé", me pasé dos semanas tirada en el piso llorando. Creo que cada libro toma distintas partes de una geografía interna y uno se mueve con eso. Ahora estoy escribiendo un libro más extenso, que tiene distintos narradores en primera persona, y cada vez que cambio de narrador tengo que ajustarme a ese personaje. Es como estar sufriendo un trastorno de personalidad múltiple.
Leí que se toma bastante tiempo para pensar en sus proyectos antes de encararlos.
Aunque el cambio de voces implica mucho trabajo, con esta nueva novela ya voy casi por la mitad. Ahora que soy más grande avanzo más rápido en la escritura. Esas son las ventajas de ser vieja, ¡ja, ja!. La edad también me ayuda a poder tomar experiencias biográficas con la distancia suficiente para a veces ni siquiera recordar que sucedieron. Me he quitado de encima buena parte de la ansiedad que tenía. Uno quiere estar haciendo algo nuevo todo el tiempo, pero hay cosas que son las propias obsesiones que continúan volviendo una y otra vez. El año que viene, además, saldrá publicado un libro que reúne los ensayos que escribí desde 2005. Son casi trescientas páginas.
Además del amor y la locura, uno de los temas que parece obsesionarla es el sufrimiento que pasa de una generación a otra. ¿Cuál cree que será en ese sentido su herencia?
De una generación a otra se hereda lo no dicho, lo que ha sido silenciado, y pasa como sufrimiento. Ese es el caso de muchas de las víctimas del Holocausto, el por qué les resulta tan difícil hablar de lo que les pasó. Una vez que las personas empezamos a contar historias en vez de lo no contado, eso ayuda. Puede que sea optimista. Pero eso es lo que pienso.
¿Cómo definiría el estado actual de la literatura norteamericana? ¿Persiste allí una división -en el mercado, en la crítica, en el mundo editorial- entre lo que escriben hombres y mujeres?
Estados Unidos es un lugar artísticamente muy desordenado, pero es un desorden muy bueno. Hay escritores muy diferentes. Muchas cosas distintas, y pocas escuelas. El clima editorial es bastante pobre, se publican cosas muy malas, pero también un montón de libros interesantes. Últimamente leí Thera de una autora israleí llamada Zeruya Shalev. Leo mucha ciencia filosófica y novelas para cortar, porque las novelas son un descanso. Es tan maravilloso sentarse y leer sobre la singularidad de una experiencia humana en vez de los modelos teóricos que tratan de capturar lo que inevitablemente se les escapa. La lucha de las mujeres continúa. Lamento decirlo, pero la idea del patrimonio en la literatura (como un chiste entre patriarcado y patrimonio) sigue ahí, y es un terreno que aún no ha sido del todo conquistado.