8 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

X. Espionaje y sindicalización

En tanto Perón continuaba en Chile procurando alcanzar su objetivo de conseguir una copia del Plan de Operaciones chileno, documento militar secreto en el que estaba descripto el despliegue militar ante una hipotética guerra con Argentina, Perón estaba en condiciones de pagar una suma considerable de dinero. Se relacionó con un ex subteniente que un par de años atrás había sido echado del ejército chileno por ser “un hombre de escasa moral y de vida oscura”, quien a su vez se contactó con un compañero de promoción, un capitán que ocupaba un cargo en el Estado Mayor del Ejército, que ayudaría a la obtención de la documentación. El plan consistía en fotografiar los documentos y devolverlos inmediatamente. Para ello Perón contrató a un fotógrafo argentino radicado en Santiago quien era representante de la compañía cinematográfica estadounidense United Artists Corporation. Para comunicarse con los integrantes de su grupo, Perón elaboró un código criptográfico que utilizó en cartas que firmaba como Juan Pérez y elaboró documentos falsos para usarlos en la transacción.
Lo que ignoraban tanto él como el ex subteniente y el fotógrafo, era que el capitán que oficiaba de contacto había puesto en conocimiento detalles del plan al jefe del ejército chileno Óscar Novoa Fuentes (1886-1978), quien decidió infiltrar la incipiente organización para conocer los verdaderos alcances de la misma. A partir de entonces, todos los encuentros que mantuvieron los integrantes del grupo fueron monitoreados y grabados por la inteligencia chilena. Mientras la urdimbre se iba configurando, en Buenos Aires se publicaba su ensayo “La idea estratégica y la idea operativa de San Martín en la campaña de los Andes” y, hacia fines del año, le llegó el ascenso a teniente coronel, lo que festejó con una recepción en la embajada argentina en Santiago. Cuando estaba terminando los últimos detalles de su operación secreta, en febrero de 1938 se le ordenó regresar a Buenos Aires. Antes debía recibir a su reemplazo, el mayor Eduardo Lonardi (1896-1956), y ponerlo al tanto de todas las cuestiones atinentes a la agregaduría.
Cuenta el citado Pignatelli: “Hasta el momento en que Perón regresó a Argentina, puso en autos a Lonardi de la operación, que ahora debía culminar él. Lonardi ostentaba una foja de servicios excelente, pero no era especialista en operaciones de inteligencia. Aun así, su sentido común le advertía que algunos detalles no le cerraban. Por eso solicitó órdenes a Buenos Aires. Y sus superiores le indicaron continuar. Luego de que Lonardi conociera a todos los implicados, se definió el sábado 2 de abril para fotografiar los documentos. Perón, desde Buenos Aires, fue el encargado de monitorear la operación y de girar el dinero, 77.000 pesos chilenos, que eran una fortuna”. “El lugar elegido fue el departamento del fotógrafo -continúa Pignatelli-. La mañana de ese sábado, Lonardi supervisaba las tomas fotográficas mientras los demás implicados observaban. Sorpresivamente, los servicios secretos y los carabineros irrumpieron en el departamento. Encontraron a Lonardi junto a un maletín con el dinero pactado. Todos fueron detenidos. Si bien los chilenos conocían a Lonardi, el argentino no llevaba ninguna documentación. Esa fue la excusa para llevarlo detenido violando su inmunidad diplomática. Cuando fue interrogado dejó expuesto a Perón como el ideólogo de esta operación. Lonardi fue expulsado del país”. Este desvío de responsabilidades fue visto por él como una traición; diecisiete años le llevaría al cuarentón Lonardi lograr vengarse de Perón.


A Chile no le cuadraba caldear este escándalo diplomático con Argentina. Enseguida, el tema dejó de aparecer en los diarios por la censura que impuso la justicia. Estaba por visitar el país el flamante canciller argentino José María Cantilo (1877-1953) y el mandatario chileno Arturo Alessandri (1868-1950) buscaba encontrar solución a la difícil relación entre ambos países, erosionada siempre por las disputas fronterizas. Mientras tanto Perón fue destinado a la División III de Operaciones del Estado Mayor del Ejército. Poco después su esposa fallece víctima de un cáncer de útero por lo que se toma unas largas vacaciones y se lanza a recorrer la Patagonia. Lo hace entre noviembre de 1938 y febrero de 1939, pasando por los lugares de su infancia y aprovechando para visitar a su familia. A su regreso, con el grado de teniente coronel, fue enviado a la Italia de Mussolini “en misión de estudios profesionales”, donde permanecería hasta fines de 1940. En tanto sale a la luz la vinculación del presidente Ortiz con las empresas inglesas del ferrocarril del Sur y del Oeste, y la Unión Telefónica, además de manejar la explotación de algo más de 8.000 hectáreas en la zona de Ayacucho y Lamadrid en la provincia de Buenos Aires. Mientras desde la agrupación FORJA se denunciaban estos hechos, el diario “La Nación” decía que “el gobierno del Gral. Justo debe considerarse favorable en lo económico- administrativo” y, cuando en el Congreso de la Nación se debatía tibiamente alguna reforma laboral, desde “La Prensa” se señalaba que “carece de fundamento económico un salario mínimo para todos los obreros. Eso es desigualdad -porque los trabajos son distintos- y provoca un efecto desmoralizador”.
En medio de aquel contexto de una sociedad que se transformaba profundamente, publicaron sus primeros libros de cuentos varios autores cuyas obras trascenderían, en mayor o menor medida, con el paso de los años. Son los casos de “Los bestias” de Abel Rodríguez (1893-1961), “Cuentos cortos” de Luis Gudiño Krámer (1898-1973), “Viaje olvidado” de Silvina Ocampo (1903-1993) y “La Vuelta de Rocha. Brochazos y relatos porteños” de Bernardo Kordon (1915-2002). También aparecía “Presencia” de Julio Cortázar (1914-1984), una colección de sonetos que publicó bajo el seudónimo de Julio Denis. Luego, la finalización de la guerra civil española en 1939 incidió fuertemente en la vida literaria y editorial porteña. Diversos emigrados españoles llegados de la derrotada zona republicana dieron comienzo a un nuevo período en la industria editorial argentina al participar en la fundación de empresas que rápidamente adquirieron una notable importancia. Es el caso de Arturo Cuadrado (1904-1998) en Emecé Ediciones, Antonio López Llausás (1888-1979) en Editorial Sudamericana y Gonzalo Losada (1894-1981) en Editorial Losada. Este crecimiento de la industria del libro, con sus nuevos proyectos destinados a un público masivo, y la ampliación del mercado lector, supuso una correlativa extensión de las posibilidades laborales de los escritores. Muchos de ellos convirtieron en actividad paralela las funciones de asesor literario, director de colecciones, antologista y traductor.


Mientras en Mar del Plata, víctima de una depresión causada por padecer un cáncer de mama y la posterior mastectomía que le dejó grandes cicatrices físicas y emocionales, se suicidaba la antes aludida gran poeta Alfonsina Storni arrojándose al mar desde una escollera, al puerto de Buenos Aires arribaban buques con miles de exiliados republicanos españoles que huían de las ejecuciones masivas y del encarcelamiento y tortura de hombres y mujeres, especialmente en aquellas provincias conquistadas por el ejército de Franco en los últimos tres meses de la guerra civil, el embajador argentino en Alemania Eduardo Labougle Carranza (1883-1965) conversaba en Berlín amablemente con Hitler en la sede de la Cancillería donde éste le confiaba sus planes para el futuro Tercer Reich. La presencia nazi en Argentina había comenzó a crecer durante la década del ‘30 bajo el gobierno de facto de Uriburu, un proceso que fue desarrollándose durante las presidencias de Justo y Ortiz. De hecho, en abril de 1938 se realizó un importante acto afín al régimen hitleriano en el Luna Park, un mítico estadio de la ciudad de Buenos Aires en donde habitualmente se realizaban eventos artísticos, deportivos y sociales, al cual acudieron miles de personas y se constituyó en el acto nazi más grande jamás realizado fuera de Alemania. A pesar de que algunos sectores de la prensa, legisladores y organizaciones intentaron impedir la realización del evento -al sostener que atentaba contra la soberanía nacional-, el Ministro de Relaciones Internacionales Manuel R. Alvarado (1882-1953) no solamente no lo prohibió sino que autorizó a los residentes alemanes en el país a enarbolar banderas del Reich durante su desarrollo. En la celebración se efectuaron referencias halagadoras a Mussolini, la Italia fascista y el Eje Roma-Berlín.
Evidentemente, la influencia de las ideologías fascista, nacionalsocialista y falangista provocaron admiración por parte de los nacionalistas argentinos, los cuales empezaron a apropiarse de algunas ideas o a adaptarlas. El panorama social y cultural de la “Década infame” persistía. Mientras algunos intelectuales y escritores se reunían para defender la “democracia formal” y alertar sobre el peligro de las actividades nazis en la Argentina, destacándose entre ellos Arturo Capdevila (1889-1967), José Bianco (1908-1986) y el susodicho Eduardo Mallea, el nacionalismo ultraconservador argentino iba cobrando fuerza y consolidando sus elementos orgánicos e ideológicos, esto es, la conjunción de un pensamiento autoritario con el militarismo y el ultracatolicismo. Tal como cuenta el ya aludido historiador Federico Finchelstein en “Fascismo trasatlántico. Ideología, violencia y sacralidad en Argentina y en Italia 1919-1945”, para los nacionalistas, “la amenaza del comunismo y del judaísmo comunista en concreto, eran un peligro para la patria y también para la cristiandad, ya que consideraban que Argentina era la mejor expresión de esta última”. Como otros grupos fascistas o parafascistas, basaban su política en la defensa de un sentido social de la economía, que fundamentaban en las encíclicas papales “Rerum Novarum” y “Quadragesimo Anno”.


La primera de ellas, de 1891, versaba sobre las condiciones de las clases trabajadoras, dejaba patente su apoyo al derecho laboral de “formar uniones o sindicatos”, reafirmaba su apoyo al derecho de la propiedad privada y discutía sobre las relaciones entre el gobierno, las empresas, los trabajadores y la Iglesia, proponiendo una organización socioeconómica que más tarde se llamaría corporativismo. En la segunda, de 1931, se proponía que el Estado debía asegurar una distribución equitativa de la riqueza y, por lo tanto, ajustar la propiedad a las necesidades del bien común. La encíclica afirmaba que estos principios de justicia social prohibían a una clase excluir a la otra en el reparto de los beneficios. El capital y el trabajo eran miembros de una comunidad y cada una de las partes poseía el legítimo derecho de participar de los beneficios del proceso productivo. Estas ideas fueron tomadas por Mussolini en su “Carta del Lavoro” (Carta del Trabajo) en 1927, cuyo objetivo principal era la modernización de la economía italiana, solucionando los problemas sociales y las relaciones entre clases con criterios corporativistas, las cuales, años después, serían fielmente incorporadas por Perón a su estrategia política.
Mientras la Alemania de Hitler anexaba a Austria en un procedimiento que se conoció como “Anschluss” luego de que sus tropas invadieran al país vecino el 12 de marzo de 1938, la reactivación económica que a partir de 1935 se produjo en la Argentina estuvo acompañada de grandes movilizaciones y conflictos sindicales. El aumento progresivo de los niveles de ocupación fortaleció la capacidad negociadora de los sindicatos a la par del nacimiento de otros nuevos (sobre todo industriales), organizados a nivel nacional y por ramas de actividad. A partir de 1935 fue notorio el crecimiento de organizaciones sindicales comunistas que, ligadas a las nuevas ramas industriales, constituyeron el objetivo principal de las políticas represivas ejercidas por el gobierno. El problema desencadenado por el auge de esas luchas reivindicativas originó una actitud de mayor atención por parte del Estado hacia el movimiento obrero, algo que se tradujo en un rol cada vez más activo del Departamento Nacional de Trabajo a cargo de Emilio Pellet Lastra (1884-1949), quien comenzó a intermediar en los conflictos.
La dirigencia sindical de aquella época estimuló esa participación estatal en la problemática obrera. Su estrategia, fundamentalmente defensiva, se limitaba a reclamar al Estado una mayor participación en la discusión y definición de las políticas sociales. Prescindentes en lo político, los dirigentes obreros restringían su accionar a la presión e intermediación con la patronal y el Estado, del que reclamaban su intervención y arbitraje en los conflictos sociales. Los sindicatos sufrieron en esos años un proceso de elitización por el cual sus decisiones se tornaron rígidas y anquilosadas y sus prácticas se burocratizaron. Las cúpulas sindicales alternaban sus tareas entre tibios reclamos y programas reformistas que contrastaban con la real situación por la que atravesaban la mayoría de los trabajadores, lo que las llevó a una pérdida de representatividad y agudizó la falta de participación e indiferencia de amplios sectores del mundo del trabajo hacia ellas.


En tanto que el Partido Comunista argentino fundado, entre otros, por el dirigente del gremio gráfico José Fernando Penelón (1890-1954) en 1918, había adoptado desde hacía algunos años el curso de estalinización de la amplísima mayoría de los partidos comunistas del mundo, ante la problemática de los trabajadores surgió una corriente de disidentes que formaron el comité argentino de la Oposición de Izquierda y denunciaron la situación en la Unión Soviética estalinista. Este fue, de hecho, el nacimiento del trotskismo en la Argentina. El 3 de septiembre de 1938, en un congreso de delegados celebrado en París, se fundó la Cuarta Internacional y se aprobó el Programa de Transición elaborado por León Trotsky (1879-1940), cuyo prestigio intelectual e influencia crecían a la par de los prejuicios, deformaciones y maledicencias propaladas por el estalinismo. Pronto sobresalió la figura de Liborio Justo (1902-2003) quien, tras una fugaz militancia en el Partido Comunista, fundó la Liga Obrera Revolucionaria, se esforzó por poner en pie lo que sería la sección argentina de la IV Internacional y publicó una serie de folletos en los que planteó la caracterización de la Argentina como país semicolonial oprimido por el imperialismo inglés y norteamericano.
Mientras tanto, inmersos en discusiones doctrinarias sobre la naturaleza del capitalismo argentino, fueron surgiendo en Buenos Aires, Rosario, Córdoba, La Plata, Mendoza, Bahía Blanca, Tucumán y otros puntos del país, grupos de filiación trotskista dedicados al trabajo de discusión teórica y a tímidos intentos de inserción en el medio obrero. En esos menesteres sobresalieron, entre muchas otras, las figuras de Pedro Milesi (1888-1981), Angélica Mendoza (1889-1960), Mateo Fossa (1896-1973) y Héctor Raurich (1903-1963). Las agrupaciones más combativas de la izquierda de la época eran el Grupo Obrero Revolucionario (GOR), la Liga Obrera Socialista (LOS) y el Partido Socialista Obrero (PSO). Este último nació como una fuerza política de cierta gravitación y en su congreso constituyente hizo suya la bandera de la lucha por la liberación nacional, la formación de un Frente Popular que incluyese la democracia obrera, la libre coexistencia de todas las tendencias socialistas dentro del partido de la clase, la unidad sindical, la lucha contra el reformismo y el estalinismo, y también planteó la posibilidad de realizar entrismo en la socialdemocracia. Esta táctica motivó la abierta oposición de los grupos trotskistas que integraban el partido y, cuando los grupos filo estalinistas terminaron de consolidar definitivamente su dominio del aparato del PSO, aquellos se retiraron y más adelante se integrarían a otros grupos trotskistas que se iban conformando: la Unión Obrera Revolucionaria (UOR), el Frente Obrero (FO), el Grupo Cuarta Internacional (GCI), el Movimiento Obrero Revolucionario (MOR) y el Grupo Obrero Marxista (GOM).