XIV. Nazifascistas,
aliadófilos y neutralistas
El presidente provisional Castillo tuvo que enfrentar ese año varias conspiraciones cívico-militares. En febrero se produjo un alzamiento encabezado por el general ultraderechista Juan Bautista Molina (1882-1958), a quien acompañaban los teniente coroneles Agustín de la Vega (1893-1962), Franklin Lucero (1897-1976) y Edmundo Sustaita (1898-1955) entre otros, apoyados por los dirigentes radicales Emilio Ravignani (1886-1954) y Ernesto Sanmartino (1902-1979). Otro grupo activo disconforme fue encabezado por el general Benjamín Menéndez (1885-1975), que contaba con el apoyo de los sectores más nacionalistas del Ejército. La oportuna intervención del Ministerio de Guerra y del general Adolfo Espíndola (1885-1957), comandante de las guarniciones militares, frustraron los movimientos golpistas. Meses después, en octubre, una delegación de comandantes del Regimiento de Patricios presentó al gobierno un ultimátum en el que le exigía, entre otras cosas, la disolución del Congreso Nacional, la renuncia de los ministros de Guerra, Marina e Interior, el retiro del general Justo de la política, la postergación indefinida de las elecciones que habían sido anunciadas para las provincias intervenidas, la clausura del diario “Crítica”, una mayor libertad de acción para las organizaciones nacionalistas y el mantenimiento de una política nacional de estricta neutralidad. Castillo accedió a algunas de las exigencias y evitó, al menos provisoriamente, la caída de su gobierno.
A la sazón, en Europa, en abril Alemania invadía Yugoslavia y Grecia, y en junio hacía otro tanto en la Unión Soviética. Esta dramática evolución del conflicto bélico motivó la aparición de nuevas corrientes en el Ejército argentino. Su oficialidad se repartía entre aliadófilos, pro-nazis y neutralistas. Mientras en Mendoza Perón observaba atentamente la creciente importancia de las masas populares y el general Manuel Savio (1892-1948), desde su cargo en la Dirección General de Fabricaciones Militares, abogaba por el desarrollo de la industria siderúrgica y la fabricación de armas portátiles y de munición de artillería, el general Luis César Perlinger (1892-1973) expresaba su admiración por la maquinaria bélica de Hitler y el general Basilio Pertiné (1879-1963), un germanófilo a ultranza, era reelecto como presidente del Círculo Militar. Otros, como los tenientes coroneles José Sosa Molina (1893-1960), Gregorio Tauber (1894-1966), Aristóbulo Mittelbach (1896-1952) y Franklin Lucero (1897-1976) se manifestaban abiertamente pro-Eje.
En ese escenario dividido fue que surgió el GOU con el objetivo de unir a los oficiales en torno a un conjunto de temas que les preocupaba a todos: el sistema político conservador basado en el fraude, la pérdida de prestigio del Ejército por su respaldo al régimen conservador, la necesidad de resistir presiones contra la neutralidad argentina y el temor ante el creciente fortalecimiento de los trabajadores que, por entonces, se nucleaban en cuatro centrales sindicales: la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) de orientación anarquista, la USA (Unión Sindical Argentina) adepta al sindicalismo revolucionario, y las dos CGT (Confederación General del Trabajo): la Nº 1 conducida por dirigentes socialistas y la Nº 2 que congregaba a sindicatos socialistas y comunistas.
Mientras llegaban al país noticias sobre los grandes triunfos y avances nazis en el viejo continente, en la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941 se producía el ataque de la Armada Imperial Japonesa contra la base naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor, un puerto natural de la isla de Oahu en Hawái. Este hecho precipitó el ingreso del país norteamericano en la Segunda Guerra Mundial y, en la Argentina, enardeció aún más a los sectores que se oponían a mantener al país en una posición neutral. Mantener la neutralidad significaba, para ellos, negarse a luchar “por la libertad del mundo”. A partir de este acontecimiento, sin sutilezas, desde la Casa Blanca comenzaron las presiones a los países latinoamericanos para que ingresasen a la contienda. Fue entonces cuando, en enero de 1942, se convocó a una reunión interamericana de cancilleres en Río de Janeiro, por entonces capital de Brasil. La delegación norteamericana fue presidida por Benjamín Sumner Welles (1892-1961), asesor de política exterior del presidente Roosevelt desde su puesto en la Subsecretaría de Estado para Asuntos Latinoamericanos, mientras que la delegación argentina fue encabezada por el canciller Enrique Ruiz Guiñazú (1884-1967), quien siempre intentó mantener una postura neutral con respecto a la Segunda Guerra Mundial.
Al inaugurarse la conferencia, Costa Rica, Cuba, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá y Santo Domingo -bajo el indudable control político y económico estadounidense- ya le habían declarado la guerra a las potencias del Eje, mientras que Colombia, México y Venezuela sólo habían roto las relaciones diplomáticas. Luego de muchas polémicas, controversias y discusiones, finalmente se acordó recomendar “la ruptura de las relaciones diplomáticas con el Japón, Alemania e Italia, por haber el primero de esos Estados agredido y los otros dos declarado la guerra a un país americano”. Poco después de terminar las sesiones, la totalidad de las naciones del continente, con la excepción de Argentina y Chile, rompieron relaciones diplomáticas y comerciales con el Eje. Brasil y México, además, también le declararon la guerra y enviaron a los frentes de guerra una pequeña cantidad de tropas. Ruiz Guiñazú se oponía a la medida rupturista promovida por Estados Unidos y sostuvo que “se había convocado la reunión con propósitos de consulta, no para adoptar medidas obligatorias”.
El 24 de enero Castillo declaraba en una nota publicada en “La Prensa”: “La ruptura optativa aprobada en la conferencia consultiva de Río, como fórmula conciliatoria, me ha producido lógica satisfacción, pues ella está dentro de los términos precisos que la Argentina había establecido, en forma franca y definida, su posición especial frente al conflicto bélico que ha alcanzado a América. Dijimos claramente en un principio que la Argentina no iría a la guerra ni a la ruptura, pero que estaba dispuesta a aceptar, consecuente con su nunca ausente sentimiento americanista, cualquier fórmula de avenimiento que refirmase la solidaridad y la unidad continentales y que al mismo tiempo, dejara en libertad a los distintos países para que, en ejercicio de su soberanía, adoptasen las resoluciones que las situaciones especiales y las circunstancias particulares de cada país aconsejasen en cada caso”. Así, Castillo decidió mantener la posición de neutralidad a pesar de que dos buques del país, el “Río Tercero” y el “Victoria”, habían sido hundidos por submarinos alemanes y sólo decretó el Estado de Sitio en todo el territorio nacional.
En tanto que el ex presidente Justo anunciaba públicamente su opinión de que Argentina debería declarar la guerra al Eje, en el periódico “La Vanguardia” el dirigente del Partido Socialista Democrático Américo Ghioldi (1899-1984) manifestaba: “La falsa, absurda y anacrónica política de neutralidad sostenida por Castillo-Ruiz Guiñazú, apoyada oficialmente por los turiferarios de los partidos oficiales, aplaudida por los grupos nacionalistas, coreada por los radicales de minúsculos grupos de dudosa orientación y alentada sin cesar por los diarios de la quinta columna de defensores del nazifacismo, es sencillamente nefasta”. Por su parte, el secretario de Estado norteamericano Cordell Hull (1871-1955) acusaba a la Argentina de no responder a la “política de buena vecindad del presidente Roosevelt” y señalaba que “las acciones del país sudamericano” constituían “un crimen contra la democracia” y “un ejemplo del mal vecino”. No es que Hull llevase una política irracional hacia la Argentina sino que su política respondía a fuertes intereses del “lobby” agrícola que él representaba. Años después, en sus memorias, Hull diría que el canciller Ruíz Guiñazú le había asegurado que Argentina rompería relaciones con el Eje en el mes de abril de 1942 “ya que antes era imposible porque en marzo había elecciones y eso no era conveniente para el gobierno por la difícil situación política interna del país”.
Fue entonces cuando entró en escena un actor inesperado: el presidente de los Estados Unidos. Roosevelt conocía personalmente a Ortiz desde diciembre de 1936, cuando visitó Buenos Aires y el argentino era ministro de Hacienda del presidente Justo. Conocedor de la grave ceguera que lo afectaba, decidió enviar al país a un célebre oftalmólogo que, según informó el diario “La Razón” el 11 de mayo de 1942, día de la llegada de Ramón Castroviejo (1904-1987) -de él se trata-, había realizado “con éxito al trasplante de córneas, dando luz a los ojos de quienes habían vivido siempre en un mundo de tinieblas”. Por supuesto no fueron cuestiones personales sino políticas las que interesaban en la Casa Blanca. Roosevelt necesitaba que Ortiz volviese a la presidencia puesto que éste era más apoyado por los sectores pro-aliados. Pero, luego de realizar los estudios correspondientes y enterarse de que Ortiz había sufrido a principios de mayo un ataque al corazón -lo que complicaba el cuadro general hasta hacer imposible la operación-, tras una junta médica realizada el 18 de junio en el palacio presidencial, se llegó a la conclusión de que nada podía hacerse para intentar aliviar su pérdida de la visión.
Durante su estadía en Buenos Aires, el oftalmólogo no sólo se ocupó de examinar a Ortiz junto con los médicos locales sino que también visitó con frecuencia al embajador norteamericano Norman Armour (1887-1982), a quien mantenía al tanto sobre el estado de salud del paciente, novedades que el embajador se encargaba de informar al Departamento de Estado estadounidense. Sin embargo no fue necesario esperar demasiado. El 27 de junio anunció al país su renuncia a la presidencia: “Si he conservado mi investidura durante estos dos largos años ha sido porque tenía el convencimiento de que no estaban agotados los recursos para aliviar mi organismo, quebrantado por una larga dolencia. Dios no lo ha querido y acato su voluntad. Pretendo haber hecho honor a mi promesa de restablecer las libertades públicas, de retornar a la verdad y pureza electoral y contribuir a la vida institucional de la Nación”, indicó en su mensaje final. Dieciocho días más tarde fallecía en su domicilio víctima de una complicación pulmonar.
Por esas fechas, Perón fue llamado desde Campo de Mayo a regresar a Buenos Aires. Allí le asignaron la Inspección de Tropa de Montaña donde también tuvo por superior al general Farrell. Ni bien retornó fue invitado por otros oficiales a participar de una serie de reuniones con intenciones conspirativas, lo que reflejaba el malestar de gran parte del ejército por la situación del país. Uno de los más activos era Mercante, quien también había sido trasladado a dicho destino. Poco a poco iba tomando forma el GOU, un grupo conformado como “logia” que recogió una antigua tradición castrense argentina. En tanto Castillo, ahora ejerciendo la presidencia como titular, estrechó sus vínculos con los sectores nacionalistas y otorgó nuevas concesiones a las Fuerzas Armadas. Envió al Senado una batería de leyes que incrementaban el presupuesto en armamentos y otorgó un aumento de sueldo a los altos jefes del Ejército. También presentó algunos proyectos de modificación de la ley electoral, sobre la organización de los partidos políticos y sobre la ley orgánica municipal, especialmente en lo que se refería a la forma de constitución del Concejo Deliberante de la Capital Federal. En noviembre obligó a renunciar a su ministro de Guerra Juan Tonazzi (1888-1967), quien respondía al grupo de Justo y lo reemplazó por uno de los más fieles exponentes del grupo nacionalista, el general Pedro Ramírez (1884-1962). Éste jugaría, unos meses más tarde, un rol preponderante en la política del país.
Según precisa el historiador argentino Ignacio A. López (1985) en su artículo “Los conservadores contraatacan. Repensando la política presidencial y las redes político-partidarias en tiempos de Ramón S. Castillo”, durante el primer semestre de 1942 se había modificó el panorama de la política nacional. Los fallecimientos de Alvear y Ortiz parecían haber despejado y simplificado el terreno para la contienda político-electoral que se avecinaba hacia el año próximo. “Durante el segundo semestre de 1942, el juego de poder en Argentina parecía gravitar en dos constelaciones de partidos y redes, con dos figuras centrales: por un lado, la candidatura virtual del general Agustín Justo, que recibía adhesiones de todos los núcleos antipersonalistas de las provincias (Santa Fe, Santiago del Estero, La Rioja, San Juan y Buenos Aires); de un grupo importante de dirigentes demócratas, entre los que estaban el núcleo bonaerense, cordobés y del Litoral; y de algunas dentro del universo radical del comité nacional -específicamente de la ciudad y provincia de Buenos Aires-. Agustín Justo comenzó a ser visto como el único posible candidato extrapartidario potable para esta pléyade compleja de apoyos, clave para agrupar fuerzas democráticas de cara a las definiciones de política exterior cada vez más acuciantes que se debían tomar en referencia al conflicto mundial. Por el otro, el presidente Ramón Castillo y el núcleo duro demócrata, avanzaba a paso firme y definía nombres para la sucesión. El Presidente contaba no solo con toda la fuerza que le otorgaba naturalmente las prerrogativas del poder presidencial sino, además, con el apoyo de los partidos demócratas del resto de las provincias y de la tan mentada ‘coalición del Norte’, un grupo de dirigentes demócratas de las provincias del Noroeste, clave por su número de electores en el Colegio para elegir presidente y vicepresidente”.
En ese segundo semestre Castillo intervenía las provincias de Tucumán y Corrientes, cuyos gobiernos conformados por autonomistas y radicales antipersonalistas eran aliados potenciales para Justo en el Colegio Electoral. En tanto esto sucedía, se incrementaban las presiones del gobierno estadounidense hacia la Argentina boicoteando todas las negociaciones que afianzaran la conexión anglo-argentina. Ante el fracaso de las presiones políticas tanto a nivel bilateral como multilateral, las autoridades del Departamento de Estado optaron por recurrir a las armas económicas, y sus expertos en el área latinoamericana recomendaron la adopción de rígidas restricciones económicas a la Argentina. Una de las primeras medidas que se adoptaron fue por iniciativa del Departamento del Tesoro, que consistió en el congelamiento de los depósitos en oro que tanto el Banco Nación como el Banco de la Provincia de Buenos Aires tenían en Washington.