22 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XVII. Descontento social y turbulencias

La “Revolución de los Coroneles”, tal como sería conocido el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, contó con el apoyo de amplios sectores del arco político y corporativo desconformes con el precario orden liderado por el conservador Castillo. En ese marco, la posibilidad de reformular el mapa del poder político y modificar el panorama de descomposición y crisis institucional generaron expectativas entre los partidos opositores al conservadurismo -encabezados por la Unión Cívica Radical- que criticaron los mecanismos de fraude electoral y el creciente autoritarismo del gobierno. Fue así que, consumado el golpe, el senador nacional y dirigente de la UCR Diego Luis Molinari (1889-1966) envió al general Rawson el siguiente telegrama: “Buenos Aires, 4 de junio de 1943. Al general Arturo Rawson, Casa de gobierno. La mesa directiva del Partido Radical que me honro en presidir, ante los acontecimientos históricos de esta jornada y el pronunciamiento de las fuerzas armadas, triunfantes bajo la jefatura de Ud., en sesión especialmente convocada al efecto, después de oír las proclamas que expresan el plan a desenvolverse por la autoridad que ahora se constituye, ha resuelto prestar a Ud. y al gobierno nacido al calor de las más nobles y puras esperanzas populares, su decidido apoyo, pues entiende que, sin ningún género de duda, la acción ha de desenvolverse sobre la base de los principios que nos han identificado con Ud. en horas no lejanas, cuando juramos, mancomunados, ofrecer nuestras vidas en aras de la liberación de la patria”.
Al conocerse la noticia del levantamiento militar, la agrupación FORJA publicó un documento donde decía: “El derrocamiento del ‘régimen’ constituye la primera etapa de toda política de reconstrucción de la nacionalidad y de expresión auténtica de la soberanía” y alrededor de trescientos de sus militantes, con sus boinas blancas, rodearon al dirigente Darío Alessandro (1916-1999) quien, desde la escalinata del Congreso Nacional, arengó a las tropas a que se orientaran en sentido nacionalista y popular y, en nombre de la agrupación, declamó las exequias de la Década Infame. Por su parte, el diario de orientación socialista “La Vanguardia” observaba en su edición del 5 de junio que “el gobierno del doctor Castillo fue el gobierno de la burla y el sarcasmo. Su gestión administrativa se desenvolvió en el fango de la arbitrariedad, el privilegio, la coima y el peculado. Toleró ministros y funcionarios ladrones y firmó, displicentemente, medidas que importaban negociados. Eligió su sucesor a pesar del clamor de la opinión pública y de la repugnancia de algunos miembros del partido oficial. La fórmula de los grandes deudores de los bancos oficiales contaba con la impunidad oficial”.


Años más tarde, el catedrático estadounidense Joseph Page (1947) observaría en su obra “Perón. A biography” (Perón. Una biografía) que “el gobierno que se inició tuvo la virtud de terminar con la Década Infame, y adoptó algunas medidas de neto corte nacional. Sin embargo, su conformación era muy heterogénea y muchas de las medidas, particularmente en el plano cultural eran directamente reaccionarias. Pero los que no tenían ninguna duda eran la Embajada estadounidense y el Partido Comunista”. Y así fue, ciertamente. El empresario norteamericano Spruille Braden (1894-1978), dueño de la empresa minera Braden Copper Company de Chile, accionista de la multinacional United Fruit Company y futuro embajador en la Argentina, señalaría días después del golpe: “Los fascistas argentinos permanecieron a la sombra mientras la victoria de la Alemania nazi parecía posible ya que tal victoria automáticamente los ubicaba en el poder sin riesgo ni esfuerzo. Alemanes nazis se dieron cuenta de que debían tomar el poder abiertamente y con certeza a fin de preservar el país como base para vencer la guerra ideológica que seguiría al terminar el conflicto armado en Europa y así asegurar la sobrevivencia del fascismo”. Por su parte, el dirigente del P.C. Victorio Codovilla (1894-1970) afirmaba: “El golpe de Estado del 4 de junio fue preparado minuciosamente por agentes nazis. Su objetivo, al mismo tiempo que crear en la Argentina un régimen tipo nazi, era el de servir de punto de apoyo para, primero, contribuir a que el nazismo ganara la guerra en Europa y Asia, segundo, extender los regímenes fascistas a estos países de América Latina, y tercero, en caso de derrota de los nazifascistas en el campo de batalla, conservar una cabecera de puente en América”.
El ideólogo más influyente de la izquierda nacional e historiador argentino Jorge Abelardo Ramos (1921-1994) dio su versión sobre el golpe militar en “La era del peronismo. 1943-1976”. En él escribió: “La revolución del 4 de junio fue recibida por todo el país con un inmenso suspiro de alivio. Todos los partidos e instituciones, sin distinción alguna, desde ‘La Vanguardia’, órgano del Partido Socialista, hasta el radicalismo de todas las tendencias, desde los cabizbajos conservadores hasta los hombres de FORJA, pasando por los nacionalistas, los rupturistas y los neutralistas, los católicos y los liberales, la acogieron con ardorosa esperanza. Naturalmente, esta simpatía se fundaba en un equívoco colosal. Los sumergidos de la Década Infame se sentían interpretados. Los conservadores del viejo régimen confiaban en el ‘cumplimiento de los pactos internacionales’, o sea en la asociación estrecha con las grandes potencias, del mismo modo que todos los rupturistas. Los radicales se veían próximos al poder y reivindicados por la alusión al ‘fraude’. Pero casi todos estaban profundamente equivocados. Ni los propios participantes del golpe palaciego sabían realmente adónde irían a encaminar sus pasos. Entraban bruscamente a la historia pero la conciencia de sí mismos poco tenía que ver con lo que en realidad eran e irían a ser. Era una revolución engendrada por la objetividad misma y preparada por toda la historia anterior. Un solo hecho era claro: el aparato político de la oligarquía sobreviviente desde 1930 había caído del poder como un fruto pútrido”.
Al mediodía del 4 de junio el general Rawson se instaló en la Casa de Gobierno, nombró al almirante en actividad Sabá Héctor Sueyro (1889-1943) como vicepresidente y confirmó al general Ramírez como ministro de Guerra. En su proclama inicial, dirigida a los mandos militares, trató de ganar simpatías denunciando que el comunismo amenazaba con sentar sus bases reales en el país. Sin embargo la división dentro del Ejército era evidente. En su interior se desató una disputa plena de dilemas ideológicos y de ambiciones personales. La composición del gabinete de Rawson incrementó la incertidumbre, ya que estaba compuesto tanto por neutralistas que simpatizaban con el eje como por aliadófilos. La designación de dos ministros de origen conservador, como lo eran José María Rosa (1882-1960) y Horacio Calderón (1869-1950) -el primero simpatizante del Eje y el segundo de los aliados- sin consultar a los coroneles que lo habían instalado en el gobierno, profundizó la crisis. Rawson acostumbraba a comer todos los viernes con ellos en el Jockey Club. Eran amigos a pesar de sus antagonismos doctrinarios. Fue por eso que decidió nombrarlos ministro de Hacienda al primero y de Justicia al segundo. Los coroneles rupturistas objetaron a Rosa, los neutralistas a Calderón y todos a Rawson, que por alguna extraña razón rehusó ceder ante las presiones militares. Esa obstinación le costaría la presidencia 48 horas más tarde.


Los jefes militares pro-aliados de Campo de Mayo y los coroneles nacionalistas que, como Perón, se movían detrás del general Ramírez, convergieron en la idea de que Rawson debía renunciar. Ante semejante presión y viendo que no podía consolidar su liderazgo debió dar un paso al costado sin siquiera haber llegado a jurar formalmente como presidente del gobierno provisional. Con su desplazamiento quedaba de manifiesto que el GOU tenía el control de la situación y exigía que la primera magistratura estuviese en manos de alguien que fuese permeable a sus reclamos e iniciativas. El elegido fue el general Ramírez, quien nombró al general Farell como ministro de Guerra y éste, a su vez, a su amigo Perón como jefe de la secretaría del ministerio. De este modo, Perón, que ejercía cierta fascinación sobre su superior, un admirador de sus cualidades de trabajo, llegó a tener en sus manos el control sobre la oficialidad del Ejército.
El propio Perón contaría años más tarde la intimidad de aquellos episodios. “Nos dicen que Rawson va a jurar como presidente el día 6 y que ya ha nombrado a dos ministros. En el mando de la Primera División se empiezan a dejar caer los coroneles y a decirme ‘Che Perón… ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién ha traído a ése? ¡Ah, esto no puede ser!’. Y designaron a cinco coroneles para que le exigiéramos la renuncia, y si se resistía, le tiráramos por la ventana. Creo que fuimos designados Mascaró (que era el más antiguo y respetábamos mucho su opinión), Anaya, Agüero, Fragueiro y yo. Muy bien, llegamos a la Casa de Gobierno los cinco coroneles con el capote (pues hacía mucho frío) y todos con la pistola 45 debajo del capote. ‘Queremos ver al general Rawson’, dijimos. ¿Para qué? Bueno, ahora vamos a decirle a él para qué’. Entramos en el despacho, cerramos la puerta y nos quedamos parados delante. Él sentado en la mesa presidencial. ‘¿Qué? ¿A qué vienen ustedes?’. ‘Hemos venido a que renuncie’. Así se lo dijimos. ‘Pero, ¿cómo?’. ‘Sí señor, porque nos llama la atención que usted sea el presidente. Padito Ramírez me ha dicho que sea yo el presidente (Padito era el sobrenombre con que Perón lo llamaba a Ramírez)’. ‘En cualquier caso -añadió-, no tomaré ninguna decisión hasta que no venga Padito. Renuncie antes que venga el general Ramírez’, insistimos. ‘¿Y si me niego?’. ‘Si se niega, tenemos orden de tirarle por la ventana’. Entonces él renunció y nosotros nos quedamos en Casa de Gobierno. ¡Era un colado! ¡Un tipo que se había metido de prepotente! Una vez que lo renunciamos, llegó Ramírez. ‘Usted se va a quedar’. Y lo pusimos de presidente”.
El 7 de junio una acordada de la Corte Suprema reconoció al nuevo gobierno, admitiendo así la coexistencia de un poder de facto y un Poder Judicial de derecho. Ramírez hizo prohibir el término de “gobierno provisional” y declaró públicamente que la tarea de su gobierno era “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”, pero las pugnas que marcaban la interna militar continuaron. Mientras Ramírez afirmaba que el Ejército se había movido para dar solución a la angustiosa situación en que se hallaba la “masa trabajadora”, muchos militares consideraban que el país exigía una conducción militar firme para enfrentar, cuando fuera el momento, las cuestiones de la posguerra y eliminar “el fantasma del comunismo” que se erguiría amenazante en una elección popular. Para otros, el GOU había hecho destrozos en lo más sólido del Ejército, es decir “la disciplina y la confianza en los jefes”. Muchas amistades se quebraron en las filas del Ejército. Caracterizadas por los personalismos, una vez más se hicieron notorias las diferencias en el seno de las fuerzas armadas, sobre todo entre la Marina y el Ejército.


Además, en el gabinete de Ramírez, al igual que en el de Rawson, las posiciones se dirimían entre neutralistas y aliadófilos. Incluso se conoció la existencia de un pequeño grupo de oficiales descontentos, dispuestos a intervenir de nuevo y cambiar el rumbo de la Revolución original. En ese sentido, tanto Farrell como Perón, que soportaron muchos ataques de algunos camaradas de armas, se mostraron cautos en sus deseos de marginar al presidente Ramírez. Fue por entonces que éste, decidido a acallar las voces disidentes, disolvió el Congreso Nacional, intervino la CGT Nº 2 -donde se habían organizado los sindicatos comunistas-, las universidades y los principales gremios y disolvió los partidos políticos. Estas medidas abrieron una confrontación con amplios sectores políticos y sociales, y en especial con el movimiento estudiantil. En ese sentido, ordenó el allanamiento de unos cincuenta centros estudiantiles y dispuso la disolución de la Federación Universitaria Argentina (FUA), algo que generó que escritores, diplomáticos, políticos y abogados firmaran una solicitada reclamando la vuelta a la democracia. Como respuesta, Ramírez procedió a declarar cesantes de los puestos que ocupaban a muchos de los firmantes.
Con el nombramiento como ministro de Justicia e Instrucción Pública del director de la Biblioteca Nacional Gustavo Martínez Zuviría (1883-1962) -quien bajo el seudónimo de Hugo Wast había publicado numerosas obras literarias de neto corte antisemita-, creció el temor a ataques a la comunidad judía. Los prejuicios racistas y discriminatorios de la época no eran pocos, y esa aprensión se hizo más notable con la designación del coronel Luís César Perlinger (1892-1973) al frente del Ministro del Interior. Miembro del sector más nacionalista del GOU, en sus disertaciones proponía “cultivar y mantener nuestra personalidad dentro del tronco institutor, que es criollo, por lo tanto hispánico, católico, apostólico y romano”. Para Martínez Zuviría la escuela laica era “una invención diabólica”, por lo que inició una campaña moralizadora que incluyó la obligatoriedad de la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas públicas del país, la prohibición del uso del lunfardo en las radios y la censura de algunas letras de tangos.
Por su parte Perlinger, para quien la dignificación de la mujer consistía en “no sustraerla de su menester específico”, se ocupó de clausurar las oficinas de la Junta para la Victoria, una organización que aglutinaba mujeres de todos los estratos sociales que confluían en su oposición a los autoritarismos. Fue una época en la que las mujeres habían comenzado a discutir, a opinar, a criticar y a evaluar la política argentina a la luz de un clima de época que exigía respuestas, y pretendían, según lo indicaba el artículo 1º de los estatutos de la organización, “unir a las mujeres democráticas para prestar ayuda moral y material a los que luchan contra el fascismo, para estabilizar la paz, para defender los derechos de la mujer y solucionar los problemas de la salud y la educación de los niños”.


Ramírez también designó como ministro de Relaciones Exteriores al contralmirante Segundo Storni (1876-1954), un nacionalista aliadófilo partidario de que la Argentina rompiera relaciones con el Eje. Éste le envió una carta personal al Secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull (1871-1955), anticipándole que era intención de Argentina romper esas relaciones, pero también le solicitaba paciencia para ir creando el clima rupturista en el país y que Estados Unidos tuviese algún gesto en materia de suministro de armamentos para ir aislando a los neutralistas. Hull, con el fin de presionar al gobierno argentino, hizo pública la carta de Storni, cuestionando además en duros términos el neutralismo argentino. El hecho produjo un recrudecimiento del ya fuerte sentimiento antinorteamericano, sobre todo en las Fuerzas Armadas, llevando a la renuncia de Storni y a su reemplazo por el coronel Alberto Gilbert (1887-1973).
En cuanto al primordial Ministerio de Hacienda, Ramírez nombró a Jorge Santamarina (1891-1953), quien fuera presidente del Banco de la Nación Argentina durante la Década Infame y, por entonces, dirigente de la Sociedad Rural Argentina además de un poderoso hacendado. Rápidamente el ministro recibió el apoyo de los grandes propietarios de tierras en la región pampeana, de la Junta Reguladora de Granos, de la Unión Industrial Argentina y de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, todos ellos representantes de los sectores económicamente más poderosos del país. Su elección fue recibida con agrado tanto por el gobierno británico como por el estadounidense. Los diarios “The Times” y “Washington Post” coincidieron en que el régimen anterior había producido un quebranto en el comercio exterior y un enfriamiento en sus relaciones con sus países. Santamarina no tardó en declarar que era preciso examinar la naturaleza del intervencionismo estatal en la economía privada y estudiar con cuidado hasta qué punto era conveniente moderarlo o suprimirlo para “asegurar el desenvolvimiento de la iniciativa privada con el mínimo de trabas”.