4 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

VIII. Industrialización y dependencia

En esos mismos días, el semanario escocés “The Spectator” sostenía que: “En materia económica, la Argentina hace tiempo que es prácticamente una colonia británica” y el diario “Le Monde” de París aseguró que la Argentina se había transformado “en una submetrópoli inglesa en América del Sur”. A orillas del Río de la Plata, en tanto, en “The Buenos Aires Herald” se afirmaba que: “La mejor solución de los problemas es que la Argentina se convierta en declarado miembro del Imperio Británico”, y el escritor e historiador argentino Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959) comentaba en “Política británica en el Río de la Plata”: “Con obligaciones concretas, minuciosas, que sólo podrían haber sido aceptadas bajo el imperio de las armas, Inglaterra se burlaba, una vez más, de la soberanía argentina”. El senador por el Partido Demócrata Progresista Lisandro de la Torre (1868-1939), por su parte, opinó: “No podría decirse que la Argentina se haya convertido en un dominio británico, porque Inglaterra no se toma la libertad de imponer a los dominios británicos semejantes humillaciones”.
Entretanto, mientras en Buenos Aires se estrenaba “Tango!” en la sala Real Cine, la que, con la dirección de Luis Moglia Barth (1903-1984) fue la primera película sonora argentina y, pocos días después ocurría otro tanto con “Los tres berretines” dirigida por Enrique Telémaco Susini (1891-1972), Perón, el mismo que quince años antes le había escrito a su padre que nada le causaba tanta repulsión como todo lo que fuera británico, se dedicaba a escribir sobre las campañas independentistas en el Alto Perú entre 1810 y 1814, sobre la guerra franco-prusiana de 1870, sobre la guerra ruso-japonesa de 1905, sobre el frente oriental de la guerra mundial en 1914, y hasta sobre el origen araucano de los nombres de distintas regiones patagónicas. Su ensayo más conocido de entonces fue “Apuntes de historia militar”, obra que tuvo una repercusión positiva en el ámbito castrense y fue publicada por el Círculo Militar. En ella hablaba de táctica, estrategia y organización, conceptos todos ellos que retomaría años más tarde cuando asumió la conducción política del país.
En medio de este convulsionado ambiente, el 3 de julio fallecía el ex presidente Yrigoyen. Su segundo regreso desde su confinamiento en la isla Martín García a la Capital, con permiso por motivos de salud, había tenido lugar en enero de 1933. Cuando falleció una multitud llevó en andas por las calles el féretro con sus restos hasta el cementerio de la Recoleta. El ex presidente Alvear, desde su estancia en París, había aprobado el golpe de Estado de 1930, y en declaraciones recogidas por el diario “La Razón”, manifestaba que “tenía que ser así. Yrigoyen, con una ignorancia absoluta de toda práctica de gobierno democrático, parece que se hubiera complacido en menoscabar las instituciones. Gobernar, no es payar. Mi impresión, que transmito al pueblo argentino, es de que el Ejército, que ha jurado defender la Constitución, debe merecer nuestra confianza y que no será una guardia pretoriana ni que esté dispuesto a tolerar la obra nefasta de ningún dictador”. Esa misma persona, hipócritamente, fue uno de los principales oradores en el sepelio de Yrigoyen. “No puedo callar la emoción, la profunda melancolía personal al ver partir al amigo que aprendí a querer y admirar durante cuarenta años” dijo en esa oportunidad.


Al año siguiente, los socialistas ganaron terreno en el Congreso tras su victoria en las elecciones a diputados nacionales y consiguen que se aprueben leyes que establecían vacaciones anuales para los trabajadores e indemnizaciones por despidos. Esto favoreció en alguna medida a los trabajadores urbanos, pero los trabajadores del campo y la masa de población indígena relegada de los supuestos beneficios del histórico progreso proclamado por los sectores dominantes quedaban al margen y a disposición de la represión en cuanto manifestaban expresiones de reclamo. Fue así que se sucedieron las matanzas y represiones de los indígenas guaycurúes, tobas, mocovíes y pilagás en el norte argentino, considerados por los sectores dominantes como un retraso para el progreso pero, paradójicamente, un factor beneficioso al convertirlos en sujetos prácticos de aprovechamiento económico. Indiferente a lo que ocurría en la región chaqueña, el presidente Justo recibía en Buenos Aires al cardenal Eugenio Pacelli (1876-1958) -futuro papa Pio XII- para la celebración del XXXII Congreso Eucarístico Internacional. Una multitud se reunió en torno al Monumento de los Españoles en el barrio de Palermo y el mandatario que llegó al poder gracias al golpe del ’30 y el posterior fraude electoral, sabiendo que necesitaba de ese baño de multitudes y de la alianza con la Iglesia, proclamó que “la ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires es la capital de la cristiandad”. En medio de la muchedumbre, desapercibido, alguien estaba con una cámara en la mano filmando: era el mayor Juan Domingo Perón.
El escritor y periodista Juan José Hernández Arregui (1913-1974) contaría años después en “Imperialismo y cultura” cuál era la situación social en la “capital de la cristiandad”: “Los escasos avisos clasificados de los diarios con ofrecimientos de empleos promovían caravanas de postulantes... En los bares, los parroquianos se sentaban alrededor de una taza de café solitaria. Era una convención aceptada no invitar con cigarrillos. Los más infructuosos trabajos de corretaje, de pólizas de seguros, de ventas de terrenos en cuotas, de libros a créditos, eran ensayados por miles de porteños en un peregrinaje inútil por la ciudad sin dinero. En aquellos días, la delincuencia aumentó bruscamente. La prostitución ponía su nota provocativa y triste en los burdeles del bajo... En Puerto Nuevo funcionaba la olla popular para los desocupados... El sentimiento de derrota  fue característico de esa época. Se sabía en silencio, con resignación o rabia, que el país no pertenecía a los argentinos... Lo extranjero envolvía a lo argentino por todas partes... El más ínfimo artículo llevaba el sello misterioso de su origen ultramarino... El porteño descubre gradualmente que ha sido víctima de una falacia. Los supuestos en que habían crecido sus ilusiones eran idolatrías. La riqueza del país no le pertenecía”.


Fue en ese ambiente que la policía de la época “evolucionó” en su accionar hasta convertirse en una institución aún más
  extremadamente violenta y corrupta que lo que había sido durante el gobierno de Uriburu. Se perfeccionaron los métodos de la Sección Especial de la Policía Federal y, además del uso de la picana eléctrica contra los opositores al régimen, comenzó a ponerse en práctica la metodología de los arrestos arbitrarios, las deportaciones, los secuestros y las desapariciones de los detenidos. Había llegado “la hora de la espada”, aquella que preanunciara diez años antes el aludido escritor Leopoldo Lugones en un discurso que dio en ocasión de conmemorarse el centenario de la victoria sudamericana sobre el ejército realista en la batalla de Ayacucho.
Por entonces se acuñó, para aludir a los presos asesinados (siempre acusados de intentos de fuga), la expresión “Ley Bazán” haciendo referencia a su mentor, el comisario Víctor Fernández Bazán (1892-1954) quien se hiciera famoso por emplear la frase “primero disparo, después pregunto” cuando se lo consultaba sobre su modo de accionar ante un delito. Siempre de civil, con zapatos de charol, camisa blanca y moñito negro, el comisario Fernández Bazán ostentaba una copiosa foja de servicios, entre los que sobresale el asesinato en forma clandestina de tres militantes anarquistas a los que arrojó al fondo del Río de la Plata con peso en los pies. Años más tarde, en 1946, siendo ya presidente Perón lo ascendería a subjefe de la Policía Federal y, al año siguiente, cuando el comisario desaparecedor le confió que su verdadera vocación había sido ser diplomático, se retiró con el cargo de Inspector General y Perón lo nombró Ministro Consejero de la embajada argentina en España primero y Cónsul General en Estocolmo después. A su muerte, sería el único funcionario peronista que fuera elogiado por el diario “La Prensa”, que en la necrológica hizo también un elogio de la “Ley Bazán”.
El mismo año que entrara en vigencia esa ley, 1934, mientras el Graf Zeppelin, un dirigible alemán de 240 metros de largo recorría los cielos de Buenos Aires y deslumbraba a los porteños, el antes citado senador Lisandro De la Torre solicitaba la creación de una comisión investigadora que analizara el comercio de la carne e inspeccionara la actividad de los frigoríficos, de los cuales el 72% estaba en manos de capitales estadounidenses y británicos y sólo el 28% restante era propiedad de capitales argentinos. Su denuncia iba dirigida al Gobierno Nacional e involucraba a los ministros de Hacienda Federico Pinedo (1895-1971) y de Agricultura y Ganadería (y también estanciero) Luis Duhau (1884-1963), a quienes acusaba de proteger a las corporaciones extranjeras en pos de favorecer sus propios intereses y los de otros grandes terratenientes que proveían la hacienda a dichos frigoríficos. La investigación, llevada adelante por el propio De la Torre y los senadores Carlos Serrey (1873-1957) y Laureano Landaburu (1882-1950) llegó a conclusiones contundentes: descubrió casos de evasión de impuestos, prácticas monopólicas y otras irregularidades pero, como era previsible, no prosperó en la Cámara Alta.


En tanto, Alvear redoblaba los esfuerzos para moderar sus huestes y conducir al partido a una prudente oposición, cosa que lograría los primeros días del año siguiente cuando la Convención Radical, el aparato controlado por el Comité Nacional, levanta la abstención electoral y el radicalismo pasa a desempeñarse como oposición del corrupto y fraudulento régimen. Inmediatamente, el Poder Ejecutivo envía varios proyectos de ley al Congreso, muchos de los cuales fueron legitimados por el retorno de la gran fuerza opositora a los mecanismos de la democracia formal. Por otro lado, a fines de 1934 apareció el “Manifiesto de los Radicales Fuertes”, un intento por parte de los militantes yrigoyenistas de cerrar el camino a todo conciliacionismo denunciando tanto la política económica y social del gobierno como el abandono de las banderas programáticas de Yrigoyen por parte de la cúpula partidaria. Esta proclama fue el germen del proyecto de fundar una corriente para dar batalla contra los conciliadores y contra la oligarquía y sus socios británicos.
Así, en mayo de 1935, en una reunión en la que participaron, entre otros, el ex ministro de Agricultura y Ganadería del segundo gobierno yrigoyenista Juan Bautista Fleitas (1871-1954) y los antes mencionados Jauretche, Manzi y Ortiz Pereyra, se propuso la creación de la “Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina” (FORJA), la cual nació formalmente el 29 de junio de 1935. Sus lemas fundacionales fueron una clara definición de sus propósitos: “Somos una Argentina colonial. Queremos ser una Argentina libre. Por el radicalismo a la soberanía popular, por la soberanía popular a la soberanía nacional, por la soberanía nacional a la emancipación de las clases productoras”. Sin incorporarse formalmente a la agrupación, desde su destierro en Alemania el también citado Scalabrini Ortiz se convirtió en la usina ideológica de la agrupación denunciando en diversos escritos “el carácter semicolonial de la Argentina”, “su primitivismo agrario” y “la estructura dependiente centrada en el trazado ferroviario británico dirigida a exportar alimentos para el Imperio”. Sin recursos, silenciados por la gran prensa, no obstante mediante volantes, afiches, cuadernos y discursos callejeros consagraron términos que luego serían cotidianos como “oligarca”, “vendepatria” y “cipayo” al denunciar el liberalismo probritánico de los socialistas, el democratismo claudicante del alvearismo, la subordinación del Partido Comunista a la burocracia soviética y el fascismo de los nacionalistas.
En su ensayo “El hombre que está solo y espera”, Scalabrini Ortiz decía: “El orgullo desmedido, en que alternativamente los hombres de gobierno incurren, extingue la idea de la responsabilidad. La soberbia es inescrupulosa: el que es poseído por ella cree debérselo todo a sí mismo. Olvida que es una factura del pueblo y está muy próximo a traicionarlo. La mayoría de nuestros políticos se caracterizan por su torpeza a este respecto. Cuando tienen la venia popular adulan a la multitud creyendo así asegurar sus canonjías. Cuando caen víctimas de su codicia, no hallan expediente mejor que vituperar a los mismos que adularon. Los sucesores en las esferas oficiales no escarmientan, o no comprenden, y reinciden en la falta. Los conservadores manejaron durante muchos años el país como cosa propia. En desprendida capitación, se repartieron los bienes mostrencos y algunos otros; cicatearon la opinión del pueblo, trampearon votaciones, sin que el pueblo contuviera su voracidad y su fullería. Se enriquecieron y se entremezclaron a los terratenientes antiguos y respetados. Más, luego, los conservadores ensoberbecidos, supusieron que el país les pertenecía, y entraron en confabulaciones con los capitales extranjeros. Se hicieron abogados de empresas, directores de ferrocarriles, accionistas de capital inconfesable”.


Por entonces, en el campo económico-social se produjeron algunos cambios que resultarían trascendentales en las políticas desarrolladas en los años posteriores. Como consecuencia de la crisis económica mundial, pequeños talleres -especialmente del rubro textil y de la metalurgia liviana- se fueron transformando en incipientes industrias sustitutivas de importaciones, lo que generó una fuerte migración interna de desocupados y subocupados de las provincias pobres hacia esas nuevas fuentes de empleo ubicadas en las grandes ciudades. El sociólogo italiano Gino Germani (1911-1979), quién vivió muchos años y escribió buena parte de su obra en la Argentina, diría en “Política y sociedad en una época de transición” que existían dos tipos de obreros en el interior de la clase obrera argentina: los “viejos obreros”, que habían llegado de Europa a comienzos del siglo cargados de historias de las luchas sociales de países avanzados y modernos, con conciencia de clase, y se habían organizado formando sindicatos y haciendo huelgas; y los “nuevos obreros”, productos del proceso de industrialización de los años ’30, que habían llegado a la gran ciudad como consecuencia de otra ola inmigratoria que no los había traído de los barcos desde Europa sino de las provincias del interior, atrasadas, feudales, católicas, patriarcales. Estos obreros nuevos eran, paradójicamente, los ideológicamente más viejos, mientras que los obreros viejos eran los ideológicamente más nuevos, lo que, inevitablemente, produjo una fractura en la clase trabajadora.
Debe tenerse en cuenta que las relaciones internacionales habían sufrido durante la década del ‘30 un proceso de reacomodamiento y reorganización. En los países industrializados se produjeron profundos cambios en las modalidades del comercio internacional. Para la Argentina, esto significó un cambio considerable en su privilegiada situación de país agroexportador ya que puso en evidencia las debilidades del esquema de desarrollo adoptado durante décadas y erosionó la hasta entonces vigente ilusión en un crecimiento indefinido. Para trazar un cuadro más completo de las tensiones y dificultades a las que estaba sometida la economía argentina de entonces, es necesario incorporar al análisis el progresivo desplazamiento del centro de gravedad de la economía internacional desde Gran Bretaña hacia los Estados Unidos. Este cambio de liderazgo, que comenzó a manifestarse desde antes de la Primera Guerra Mundial, tendría enormes repercusiones en el funcionamiento de la economía internacional y modificaría en profundidad las relaciones existentes entre centro y periferia. Ya desde principios del siglo XX la presencia norteamericana en la economía argentina había ido tornándose cada vez más notoria: los capitales norteamericanos se instalaron en un área clave, los frigoríficos, y en pocos años desplazaron a los ingleses del lugar de privilegio que éstos ocupaban en el negocio de las carnes.
En el transcurso de los años ’20 las inversiones directas norteamericanas en la industria crecieron significativamente. Su poder financiero y agresividad comercial provocaron recelos en la comunidad inglesa con intereses en la Argentina. Ingleses y norteamericanos competían, también, por las divisas disponibles en el país: mientras en el esquema tradicional de intercambio se importaban desde Gran Bretaña bienes terminados, las nuevas inversiones norteamericanas en la industria requerían equipos, partes, materias primas y patentes procedentes, en general, de su país de origen. Luego, en los años '30, la rivalidad anglo-norteamericana por el mercado argentino se avivó e incorporó nuevos frentes de conflicto alrededor de los combustibles y los medios de transporte. Estados Unidos estaba interesado en la explotación del petróleo y en el desarrollo de la industria automotriz. La producción petrolera ofrecía, además de cuantiosas ganancias, la posibilidad de constituirse en un bien exportable que sirviera de valor de cambio para las crecientes importaciones argentinas procedentes de los Estados Unidos. De este modo, su exportación permitiría equilibrar la balanza comercial entre los dos países. Sin embargo, si la Argentina, tradicionalmente importadora de carbón inglés, lograba sustituir este combustible por petróleo, no sólo el desequilibrio comercial con Gran Bretaña se acentuaría, sino que también se corría el riesgo de que esta última, como medio de presión, disminuyera su demanda tradicional de productos agropecuarios. Todo ello constituyó un importante factor de tensión y conflicto durante esta etapa.