XI. Una expedición decisiva
Por aquellos días Trotsky, a la sazón en México, país en el que sería asesinado, escribía numerosos artículos que póstumamente serían reunidos en “Latinoamerikanskiye proizvedeniya” (Escritos latinoamericanos). En uno de ellos explicaba que en los países industrialmente atrasados “el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación con el proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista de naturaleza singular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad puede gobernar, o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación con los capitalistas extranjeros. Estas medidas se encuadran enteramente en los marcos del capitalismo de Estado. Sin embargo, en un país semicolonial, el capitalismo de Estado se halla bajo la gran presión del capital privado extranjero y de sus gobiernos, y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los trabajadores. Eso es lo que explica por qué, sin dejar que el poder real escape de sus manos, el gobierno trata de darles a las organizaciones obreras una considerable parte de responsabilidad en la marcha de la producción de las ramas nacionalizadas de la industria”.
El término “bonapartismo” proviene de “Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 Brumario de Luis Bonaparte), ensayo que el sociólogo y economista alemán Karl Marx (1818-1883) escribió en 1852. En él describía un tipo de régimen burgués que por sus actos se ubica, en apariencia, por encima de todas las clases, dice actuar en nombre de todas ellas, pero que “no puede dar nada a una sin quitárselo a otra. Una misión contradictoria que procura tan pronto atraerse como humillar, unas veces a ésta y otras veces a aquélla, poniéndolas a todas por igual en contra suya”. Se refería al régimen surgido en Francia tras el golpe de Estado llevado adelante por Luis Bonaparte (1808-1873) en diciembre de 1851. Bajo el nombre de Napoleón III, el dictador autoproclamado “emperador de los franceses”, maniobró entre las clases apelando ahora a la derecha, ahora a la izquierda para fortalecer su propia posición. A la burguesía le prometió orden y el final de los disturbios revolucionarios, mientras que a los trabajadores les restituyó el derecho a participar del sufragio universal del que estaban excluidos los artesanos y los obreros. De esta forma el bonapartismo aparece como un “régimen personal” que se eleva por encima de la sociedad y “concilia” con ambas clases sociales, pero al mismo tiempo, protege los intereses de la clase dominante.
Vale aclarar que la palabra “bonapartismo” no proviene directamente de la pluma de Marx ya que él, en la obra mencionada, utilizó la expresión “cesarismo”, un concepto que hacía referencia al régimen absolutista implementado por el dictador romano Cayo Julio César (100-44 a.C.), cuya tiranía puso fin a la República en Roma en el año 46 a.C.. Fue su amigo y colaborador Friedrich Engels (1820-1895) quien usó el término en la correspondencia que mantenía con Marx, y quién por lo tanto acuñó la palabra. Recién en cartas y escritos posteriores Marx utilizaría la palabra “bonapartismo” para describir el tipo de régimen antes mencionado. En esa correspondencia, ambos pensadores no sólo caracterizaron como bonapartista el régimen de Napoleón III sino también el de Otto von Bismarck (1815-1898), el dirigente del gobierno prusiano entre 1862 y 1871 y canciller del Imperio Alemán entre 1871 y 1890 que organizó la unificación de Alemania tras la guerra contra Austria en 1866 y la posterior guerra Franco-Prusiana en 1870.
A partir de esta consideración, Trotsky sostuvo que, “la presión del imperialismo en los países atrasados (aún en los países políticamente independientes de Sudamérica) no cambia su carácter social básico, ya que opresor y oprimido no representan más que diferentes grados de desarrollo de una misma sociedad burguesa”. En la Argentina, uno de esos “países políticamente independientes de Sudamérica”, la clase obrera que, en cuanto tal, crecía numéricamente y en importancia en la estructura productiva, no había encontrado, todavía, una identidad política que le permitiera unificarse y hacer valer su peso como sector social. El panorama social no ofrecía importantes mejoras para las familias obreras. Los salarios estancados y la ausencia de políticas sociales que favorecieran el proceso de integración social generaron un clima de descontento y conflicto potencial que no era canalizado por ninguna de las opciones políticas vigentes.
Entretanto, en febrero de 1939 Perón fue enviado a una misión de estudios militares a la Italia fascista encomendada por el antes citado ministro de Guerra general Carlos Márquez, una labor que duraría hasta principios de 1941. Según narra el ensayista e historiador argentino Norberto Galasso (1936) en “Perón. Formación, ascenso y caída”, el propio Perón contaría años después cómo le fue confiada aquella tarea: “Márquez me conocía mucho: había sido oficial del Colegio Militar en mis tiempos de cadete y profesor mío en la Escuela Superior de Guerra, donde más tarde fuimos profesores juntos. Me hizo pasar a su despacho y me dijo: ‘Vea Perón, la guerra mundial se nos viene encima. No la evita nadie. Hemos hecho todos nuestros cálculos, pero la información de la que disponemos es insuficiente. Nuestros agregados militares nos dan cuenta de lo que pasa en su esfera, pero en la próxima guerra el 99 por ciento le corresponderá a la parte civil, a los acontecimientos de política internacional. Es un asunto de los pueblos, no ya de los ejércitos. Usted es profesor de Estrategia, Guerra Total, Historia militar. Me parece el hombre adecuado para enviarme los datos que necesito’”. “No existen constancias de informes producidos por Perón en cumplimiento de dicha misión -continúa Galasso-, y el único informe conocido es sobre la situación de las tropas de montaña de Italia, su especialidad. El tema de la guerra en las montañas era una hipótesis de conflicto con Chile y Perón era uno de los mayores conocedores de la frontera común con el país trasandino.
Tras unas escalas en Río de Janeiro y Lisboa, arribó a Génova en abril de 1939 a bordo del transatlántico SS Conte Grande. En una carta enviada a su cuñada, la profesora María Tizón Erostarbe (1894-1977), Perón volcó su opinión sobre el mayor país de América del Sur y quinto más grande del mundo: “La impresión que tengo de Brasil, salvo de Río de Janeiro que es una ciudad moderna, es que están un siglo atrás de nosotros, como los chilenos. Aquí los negros y allá los rotos y los indios. República Argentina hay sólo una, y Buenos Aires, hasta ahora, inigualable”. Ya en Italia se incorporó como agregado al Comando de la Comisión Alpina Tridentina en el Tirol. Luego pasó a la división de Infantería de Montaña del Regimiento 14 en la localidad de Chietti en los Abruzos, y posteriormente a la Escuela de Alpinismo y Esquí de Aosta y a la Escuela de Esquí de Sestriere. Más tarde sirvió como asistente del teniente coronel Virginio Zucal (1892-1956), el agregado militar en la embajada argentina en Roma y, posteriormente, se trasladó a Milán y Turín para asistir a cursos sobre sindicalismo y economía política.
Durante los dos años de su experiencia europea conoció Alemania, donde visitó los escenarios de las batallas del frente oriental de la Primera Guerra Mundial, y pasó fugazmente por Francia, España -seis meses después de la terminación de la Guerra Civil-, Portugal, Hungría y Albania. Durante su viaje, Perón captó profundamente algunas de las manifestaciones del fascismo italiano y su relación con el movimiento sindical que les fueron de utilidad en su momento político. En una entrevista reproducida por el historiador y filósofo argentino Juan J. Sebreli (1930) en “Los deseos imaginarios del peronismo” decía: “Mi conocimiento del italiano me permitió penetrar, yo diría profundamente, en los fundamentos del sistema, y así fue como descubrí algo que desde ese punto de vista social fue para mí muy interesante”.
En otra cita suya que reprodujo el sociólogo argentino Ricardo Sidicaro (1941) en “Juan Domingo Perón. La paz y la guerra” expresó: “El fascismo italiano llevó a las organizaciones populares a una participación efectiva en la vida nacional, de la cual había estado siempre apartado el pueblo. Hasta el ascenso de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro y éste último no tenía ninguna participación en aquélla. Empecé a descubrir que la evolución nos conduciría, sino a las corporaciones o gremios, pues no era posible retroceder hasta la Edad Media, a una fórmula en la cual el pueblo tuviera participación activa y no fuera un convidado de piedra de la comunidad. Pensé que tal debería ser la forma política del futuro, es decir la democracia popular, la verdadera democracia social”.
Y en 1968 le relató al historiador argentino Félix Luna
(1925-2009) para su libro “El 45. Crónica de un año decisivo”: “Me ubique en
Italia entonces. Y allí estaba sucediendo una cosa: se estaba haciendo un
experimento. Era el primer socialismo nacional que aparecía en el mundo. No
entro a juzgar los medios, que podrían ser defectuosos. Pero lo importante era
esto: en un mundo ya dividido en imperialismos, ya flotantes, y un tercero en
discordia que dice no, ni con unos ni con otros, nosotros somos socialistas
nacionales. Era una tercera posición entre el socialismo soviético y el
imperialismo yanqui. Para mi ese experimento tenía un gran valor histórico. De
alguna manera uno ya estaba intuitivamente metido en el futuro, estaba viendo
que consecuencias tendría este proceso. De modo que, una vez instalado allí,
empecé a preocuparme por estudiar qué era ese problema del socialismo
nacional”.
En el mismo libro Perón recordó su paso por Turín, en donde estuvo seis meses haciendo un curso de economía política. “Para mí todo comienza durante un curso de política económica fascista desarrollado en Turín, una experiencia que me aclaró muchas cosas. A mí siempre me ha gustado la economía política, la he estudiado bastante y en Italia tuve suerte de incorporarme a algunos cursos muy importantes. Siempre pensé que los italianos tienen los mejores economistas. Se estaban desarrollando unos cursos magníficos. Allí me aclararon muchas cosas en materia de economía política, porque ellos estaban haciendo una vivisección del sistema capitalista. Todos los trucos del sistema los tenían bien estudiados. Todo eso me aclaró el panorama y, además, pude ver bien el proceso europeo sin ningún perjuicio, mirando un aspecto que se veía claro. Porque en tiempos de paz, hay como una bruma de convencionalismo pacifista que obscurece el panorama, pero cuando se declara la guerra, todo aparece descarnado, en sus intereses, sus dramas y sus pequeñas y grandes cosas”. La formación económica adquirida completó su idea de economía política que conlleva la noción de la “nación en armas” que había aprendido en la Escuela Superior de Guerra, y con ambas analizaría en lo sucesivo las cuestiones de la realidad argentina.
Mientras en Buenos Aires algunos diarios expandían la noticia de que en Italia Mussolini había logrado una armonía de clases a través de una calidad de vida más elevada, viviendas baratas y reformas sociales progresivas como la jornada laboral de ocho horas, en Londres el periódico “The Statist” hacía referencia a la sumisión colonial argentina: “La Argentina es un gran país. Es necesario no perder de vista que la actual economía argentina es la consecuencia de una acción deliberada de nuestro país. En el siglo pasado, nuestros comerciantes y banqueros llegaron a la conclusión de que los productos alimenticios que antes obteníamos en su mayor parte en Estados Unidos resultaban anormalmente caros. Se preocuparon, entonces, con un propósito deliberado, de encontrar un país que pudiese suministrarnos los productos a precios relativamente más bajos. En las llanuras del Plata, encontraron ese país y se suministraron los capitales necesarios para proveer a la Argentina de los medios de transporte que le permitiese enviarnos los productos alimenticios que necesitamos. Económicamente, la Argentina es, en gran parte, lo que hemos hecho de ella”.
“En consonancia con esa fuerte presencia británica en la Argentina -escribió el mencionado historiador argentino Norberto Galasso, ahora en ‘La década infame’-, el gobierno de Ortiz al estallar la Guerra Mundial a fines de 1939, asume una neutralidad pro-aliada. Esta calificación se sustenta en las reiteradas críticas al nazismo por parte de organismos oficiales que ponen al país al borde de la guerra como asimismo en que Gran Bretaña prefiere, en ese momento, la prescindencia argentina que permite mantener el aprovisionamiento de alimentos, sin obstáculos en la navegación de los mares. La clase dominante manifiesta, a través de sus políticos, intelectuales y grandes diarios, una fervorosa anglofilia, sólo quebrada por ‘los primos pobres del interior’ -esas familias que tuvieron el poder en el ’30- declaradamente pro-nazis o neutrales pro-alemanes”.
Efectivamente el presidente Ortiz, quien proponía una suerte de recuperación institucional con vistas a reducir el margen de fraude electoral en el país, el 4 de septiembre emitió un decreto declarando la neutralidad en la guerra que había comenzado tres días antes cuando Alemania invadió Polonia. En ocasión de su asunción, en su discurso inicial proclamó: “Como candidato afirmé, como presidente ratifico mi fe en la democracia. Ello implica una promesa solemne de respeto por la libertad y las garantías que la Constitución consigna para el ciudadano”. Entre sus primeras medidas estuvo la de ordenar la intervención federal en varias provincias. La más impactante fue la de la provincia de Buenos Aires, la que era gobernada por el conservador Manuel Fresco (1888-1971), un dirigente que pretendía hacer una reforma electoral para trocar el voto secreto por el voto cantado y en sus discursos elogiaba los regímenes totalitarios de Hitler y Mussolini, cuyos bustos adornaban su despacho. Experimentado ejecutor del “fraude patriótico”, Fresco utilizaba a delincuentes que se dedicaban a apalear opositores y concentraban negocios redituables e ilegales como la prostitución, los garitos y las drogas protegidos por uno de sus “caudillos” predilectos, el intendente del partido de Avellaneda Alberto Barceló (1873-1946), quien venía dominando esa localidad desde hacía más de treinta años.
En el plano ideológico, durante el gobierno de Ortiz persistió -renovado e influido por el falangismo, el fascismo y el nazismo- el pensamiento político de la burguesía liberal convertido en ideología de la clase dirigente. Una dirigencia que, de la mano del presidente, buscó el apoyo popular prometiendo “soluciones nacionales” a los problemas de las clases populares. En su ensayo “Sociedad, sectores populares y cine. Los años ‘30 en la Argentina”, la socióloga argentina Samanta Salvatori (1977) compuso un retrato sobre la vida urbana y barrial, las actitudes y los valores, los conflictos y las aspiraciones de los argentinos de aquella época, tan golpeada política y económicamente como expectante en lo cultural. “La nueva masa de trabajadores urbanos, que el crecimiento industrial estaba gestando, se enfrentaba a las nuevas condiciones de vida, de consumo, de educación, y a una dimensión cultural que el proceso de modernización económica llevaba consigo. Integrándose tímidamente en los sindicatos, estos trabajadores fueron poco a poco franqueando las barreras sociales y culturales de la ciudad, adaptándose a los hábitos que la gran urbe imponía. Gran protagonismo e influencia tuvieron los medios de comunicación en este nuevo proceso de socialización; los medios gráficos, la radio y el cine, ya presentes en la década anterior, se transformaron en los entretenimientos favoritos de todos los argentinos y en un elemento clave de integración cultural”.
En ese sentido resultaron emblemáticos varios filmes, entre ellos “La vida es un tango” del citado director Manuel Romero, un testimonio muy vivo del Buenos Aires de entonces, con su política liberal y conservadora, su pueblo trabajador y escéptico, y su clase media oscilando entre la desesperación y las ilusiones. Otro fue “Así es la vida” dirigida por Francisco Mugica (1907-1985), cuyo argumento se centró en la vida de una familia porteña que, desde los comienzos del siglo vivenció todos los cambios sucedidos durante esos años, desde las formas en que se relacionaban los padres e hijos hasta los choques entre la vieja política conservadora y el floreciente ideario socialista. También puede mencionarse “Prisioneros de la tierra” del mencionado director ítalo-argentino Mario Soffici, en cuya trama se denunciaba la explotación de los trabajadores del norte argentino y se convirtió en la película más vista ese año por el público argentino y una de las más reconocidas por la crítica de la época.