27 de diciembre de 2020

Cuentos selectos (XVII). Italo Calvino: "La aventura de un matrimonio"

Desde sus iniciales inclinaciones neorrealistas y su siguiente tránsito por la fabulística hasta sus postreras novelas filosóficas, a lo largo de sus cuarenta años de carrera como escritor, Italo Calvino (1923-1985) se dedicó a analizar no sólo la soledad y el miedo implícitos en la condición humana sino también la realidad contemporánea, aquella en la que las personas viven en un mundo en el que se les niega la más sencilla individualidad y sus conductas son reducidas a una serie de comportamientos preestablecidos. Nacido en Cuba, de padres italianos, se trasladó a Italia en su juventud. Después de la II Guerra Mundial, durante la que luchó contra los nazis en un grupo de partisanos, se licenció en Literatura con una tesis sobre Joseph Conrad (1857-1924) para luego comenzar a trabajar en la editorial creada por Giulio Einaudi (1912-1999). En ella se relacionó con intelectuales y escritores como Cesare Pavese (1908-1950), Elio Vittorini (1908-1966), Leonardo Sciascia (1921-1989) y Ottiero Ottieri (1924-2002), los que influyeron notablemente en el modelado de su
  pensamiento y su visión del mundo. Durante los años ’70 vivió en París, donde se integró al taller de literatura potencial OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle) fundado en 1960 por el escritor Raymond Queneau (1903-1976) y el matemático François Le Lionnais (1901-1984). Ello fue una experiencia crucial en su carrera como escritor, la que a partir de entonces se abrió a un nuevo clima cultural, moral y estilístico, al adoptar una actitud irónica con respecto a la realidad cotidiana, los problemas de la sociedad industrial contemporánea y la alienación urbana. Ya en Roma, desde 1980 y hasta el final de su vida, su producción literaria se tornó autobiográfica en buena medida pero también se caracterizó por sus ensayos y meditaciones sobre literatura y sociedad publicados en distintos periódicos y revistas. Moralista para algunos, trágico existencialista para otros, lo cierto es que Calvino mostró siempre ser un escritor políticamente comprometido huyendo de las costumbres de la imaginación para poder comunicar la verdad de una manera muy personal y con gran virtuosismo estilístico. “El infierno de los vivos -escribió- no es algo por venir; hay uno, el que existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y hacer que dure y dejarle espacio”.


Su obra, una original mezcla de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica, incluye, entre otros títulos, las novelas “Il sentiero dei nidi di ragno” (El sendero de los nidos de araña), “Il visconte dimezzato” (El vizconde demediado), “Il barone rampante” (El barón rampante), “Il cavaliere inesistente    “ (El caballero inexistente), “La giornata d'uno scrutatore” (La jornada de un interventor electoral), “Il castello dei destini incrociati” (El castillo de los destinos cruzados), “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles), “Se una notte d'inverno un viaggiatore” (Si una noche de invierno un viajero) y “Palomar”; los libros de cuentos “Le cosmicomiche” (Las cosmicómicas), “Ti con zero” (Tiempo cero), “Gli amori difficili” (Los amores difíciles) y “Sotto il sole giaguaro” (Bajo el sol jaguar); y los tomos de ensayos “Sulla fiaba” (De fábula), “Una pietra sopra. Discorsi di letteratyra e società” (Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad), “Sei proposte per il prossimo millennio” (Seis propuestas para el próximo milenio), “Eremita a Parigi. Pagine autobiografiche” (Ermitaño en París. Páginas autobiográficas) y “Perché leggere i classici” (Por qué leer los clásicos).


Hacia el final de su vida diría: “El estímulo de la lectura me es indispensable aunque sólo consiga leer unas cuantas páginas de cada libro. Pero ya esas pocas páginas encierran para mí universos enteros. Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será”. A continuación, el cuento “L'avventura di due sposi” (La aventura de un matrimonio), relato que forma parte de “Los amores difíciles”, un conjunto de historias cortas escritas por Calvino entre 1949 y 1967 que fuera publicado en 1970.

LA AVENTURA DE UN MATRIMONIO
 
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café.
Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide: “¡Dios mío! ¿Qué hora es ya?”, y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después: “Arriba, un poco de coraje”, decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos. Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.