12 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XII. La fascinación por el fascismo

Dos manifestaciones evidentes del comienzo del conflicto bélico en Europa pudieron apreciarse en la Argentina. Una de ellas fue la Circular 11, una norma secreta antisemita firmada por el ministro de Relaciones Exteriores, el radical José María Cantilo (1877-1953), mediante la cual se ordenaba a los cónsules argentinos en Europa que negaran cualquier tipo de visa “a toda persona que fundadamente se considere que abandona su país como indeseable o expulsado, cualquiera sea el motivo de su expulsión”, en directa alusión a los ciudadanos judíos de ese continente que huían del régimen hitleriano. En el primer párrafo de la circular se hacía referencia a la Conferencia de Évian, un simposio convocado por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt (1882-1945) con el propósito de encontrar una “solución al problema de los refugiados”. Llevada a cabo durante los primeros días de julio de 1938 en la ciudad turística francesa de Évian-les-Bains con la presencia de delegados de treinta y dos países, sus resultados fueron decepcionantes porque, más allá de las palabras de compasión y solidaridad que expresaron muchos de ellos, sólo el gobierno de la República Dominicana manifestó su deseo de recibir refugiados. El resto se excusó aludiendo a los problemas de desempleo que padecieron durante la crisis económica mundial.
El delegado argentino Tomás Le Bretón (1868-1959), específicamente argumentó que al ser Argentina un país agrario ya no tenía lugar para inmigrantes en los sectores urbano e industrial. Por si acaso, la Circular 11 neutralizó los “compromisos que puedan derivar de nuestra participación en las conferencias y organizaciones internacionales que estudian en estos momentos una solución general al respecto”, e instruyó que: “sin perjuicio de las demás disposiciones establecidas para la selección de los viajeros” que viniesen al país, y “salvo orden especial” de la Cancillería, los cónsules debían negar la visa aún a título de turista o pasajero de tránsito a los judíos. Sin emplear explícitamente la palabra “judíos”, se hablaba de “indeseables”, un calificativo de uso corriente en los documentos de la Cancillería de la época. Como colofón, la circular tenía una impronta amenazadora: la meticulosidad en su cumplimiento permitiría al Ministerio “establecer la capacidad del funcionario para el puesto”.
El otro hecho fue la batalla del Río de la Plata, un enfrentamiento que se dio entre el acorazado alemán Admiral Graf Spee y los cruceros británicos Achilles, Ajax y Exeter frente a la costa de Uruguay, no muy lejos de Punta del Este, el 13 de diciembre de 1939. El navío militar alemán había sido enviado al Atlántico Sur en las semanas previas al estallido de la guerra con el fin de interceptar a los buques mercantes cuando estallara el conflicto. Tras hundir nueve barcos enemigos en su derrotero, el Graf Spee se enfrentó a las naves de guerra inglesas causándoles graves daños pero, a la vez, sufriendo desperfectos que obligaron a su capitán Hans Langsdorff (1894-1939) a recalar en el puerto de Montevideo. Allí, las autoridades uruguayas, arguyendo tratados internacionales, le dieron 72 horas de plazo para realizar las reparaciones más necesarias y abandonar el puerto.


En esas circunstancias, la nave levó anclas
y zarpó hacia Buenos Aires. Al llegar al límite fluvial de las aguas territoriales entre ambos países, con las cocinas y despensas del barco destruidas por completo, sin provisiones y perseguido por la flota inglesa, tras recibir órdenes desde Berlín, la tripulación pasó a los remolcadores Coloso y Gigante y a la barcaza arenera Chiriguana que había enviado Rudolf Hepe (1881-1945), un capitán mercante que, detrás de su puesto de inspector de la compañía naviera Hamburg Südamerika, escondía su cargo en los servicios de inteligencia de la embajada alemana en la Argentina. Una vez que los 1.055 tripulantes del Graf Spee llegaron a la Dársena Norte del puerto de Buenos Aires, el 17 de diciembre Langsdorff voló la nave con explosivos. El mítico acorazado ardió durante varios días para, finalmente, quedar enterrado en el fondo barroso del lecho rioplatense.
Dos días más tarde, después de reunirse por la tarde con su tripulación vestido con su uniforme de gala, regresó a su cuarto en el Arsenal Naval, escribió unas cartas a su familia y al embajador alemán en Argentina, se envolvió con la bandera de batalla alemana y se disparó un tiro en la cabeza. En la esquela que dirigió al embajador Edmund von Thermann (1884-1951) escribió: “Ya no podré participar activamente en la lucha que libra actualmente mi país. Sólo puedo probar con mi muerte que los marinos del Tercer Reich están dispuestos a sacrificar su vida por el honor de su bandera. A mí sólo corresponde la responsabilidad del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee. Soy feliz al pagar con mi vida cualquier reproche que pudiera formularse contra el honor de nuestra Marina. Me enfrento con mi destino conservando mi fe intacta en la causa y el porvenir de mi Patria y de mi Führer. Dirijo esta carta a Vuestra Excelencia en la calma de la tarde, después de haber reflexionado tranquilamente, para que usted pueda informar a mis superiores y, si es necesario, desmentir los rumores públicos”. Hans Langsdorff recibió sepultura en el Deutscher Friedhof (cementerio alemán), lugar en el que descansan los restos de ilustres desconocidos como los Krauss, los Wacker, los Makuz, los Hubmann, los Mayr, los Kleining y los Roth, entre otros miles de inmigrantes alemanes que llegaron al país hacia fines del siglo XIX, y los de sus descendientes nacidos en la Argentina.


Al comenzar la guerra, Perón le escribió a su cuñada desde el apostadero de Merano, un puerto militar ubicado en Bolzano, hacia el norte de Italia próximo a la frontera con Austria: “Tarde o temprano habrá que embanderarse en una de las dos tendencias. Solo se trata de saber elegir. En el Frente oriental, se desprende que, por mal que siga el asunto, cuando reciban ustedes esta carta, Alemania habrá terminado con los polacos mediante la ocupación de casi todo su territorio. En el Frente occidental, constituido por Bélgica, Francia y Luxemburgo, Alemania les meterá fuerzas superiores a los nueve millones de hombres, que Francia e Inglaterra no podrán poner aunque se esfuercen mucho. Mi pálpito es que, si contra lo que pienso, el conflicto no se generaliza y dejan solos a Alemania, Francia e Inglaterra, las operaciones continentales están terminadas antes de mayo de 1940 con la derrota absoluta de los franceses a ingleses. Quedaría después en pie Inglaterra en el mar y ahí está a mí entender la dificultad de los alemanes, que en este elemento no podrán vencer nunca a Inglaterra. Mientras los grandes valores materiales están del lado de los aliados, los grandes valores morales están del lado de los alemanes. La historia dirá después cuál de estos valores tiene la supremacía de la influencia en la guerra”.
Al comienzo del siguiente año, exactamente el 1° de enero de 1940, en Roma el vice secretario del Partido Nacional Fascista Luigi Botti (1873-1955) enviaba a la Embajada Argentina situada en Piazza dell Esquilino n° 2 de esa ciudad, una invitación especial a Perón “en virtud de sus destacadísimas actividades en unidades alpinas”, para que concurriese a la Befana Fascista, un acto popular en el que Mussolini recibía donaciones de comerciantes, industriales y agricultores para destinarlos a las familias más pobres. Con posterioridad a este evento, Perón escribió otra carta a su cuñada en la que decía: “Lo mejor de Italia: Roma; lo mejor de Roma: lo histórico y el Vaticano; lo mejor del mundo: Buenos Aires. Lo mejor de Buenos Aires: sus habitantes, con todos sus defectos y macanas. La única desgracia que apreciamos en nuestro pueblo proviene del exceso de bienestar. Creo sin duda que estos países han llegado a un grado de organización, orden y trabajo, difícil de igualar. Hoy he comprobado que la necesidad es un factor poderoso para hacer virtuosos a los pueblos. Con todo prefiero pertenecer a un pueblo sin necesidades, especialmente si ese pueblo es nuevo como el nuestro y tiene aún por delante un gran porvenir para forjar. De Europa, al contrario de lo que muchos piensan, no creo que tengamos nada que aprender en el orden material, pero es honrado reconocer que tenemos mucho que imitar en el orden espiritual”.
En la siguiente carta a su cuñada definió al fascismo como “un gran movimiento espiritual contemporáneo, lógica reacción contra un siglo de materialismo ‘comunizante’”, y le contó que había asistido a una multitudinaria concentración en Roma de mujeres de toda Italia. “Comienza la obra de la mujer y de la mujer joven -escribió Perón-. Este gran hombre que es Mussolini sabe lo que quiere y conoce bien el camino para llegar a ese objetivo. Si las fuerzas desatadas al servicio del mal se oponen a sus designios luchará hasta morir, y si lo matan, quedará su doctrina, aunque yo siempre he tenido más fe al hombre que a las doctrinas”. Indudablemente se refería a la Fasci femminili (Liga de mujeres), una congregación de varias organizaciones que las nucleaba de acuerdo a su ocupación: campesinas, obreras, estudiantes universitarias y militantes, que Mussolini había creado con el fin de controlarlas con eficacia, adoctrinarlas para “prevenir la decadencia de la raza” e iniciarlas tanto en actividades asistenciales como militares.


Lo que no mencionó Perón, tal vez por desconocimiento, es que “il Duce”, a mediados de la década del '20, había expresado que, para él, el orden significaba virilidad para los hombres y fertilidad para las mujeres y, además, desde los medios de comunicación a su alcance había difundido la consigna “Tutte le donne a casa” (Todas las mujeres en casa), ya que la vida de ellas debía limitarse a la esfera privada porque carecían de talento para la vida pública. En palabras de Mussolini: “La maternidad es obligación de la mujer como la guerra lo es del hombre”, “La mujer italiana no es, y no será nunca, una competidora del hombre”, “A la patria se la sirve también barriendo la casa”, juicios todos ellos reproducidos puntillosamente en el noticiario emitido por el Instituto LUCE (L'Unione Cinematografica Educativa), el órgano fundamental de propaganda cinematográfica utilizado por el fascismo.
Según observa la historiadora argentina María Sáenz Quesada (1940) en su obra “1943”, las cartas a su cuñada contenían interesantes observaciones: “Como se aprecia en esta correspondencia, Perón estaba convencido de que el fascismo era el mejor sistema de gobierno para equilibrar las relaciones entre capital y trabajo, y pensaba, como la mayoría de sus compatriotas, que la Argentina era un país inmensamente rico en condiciones de soportar la mala administración de sus recursos. Estas reflexiones políticas constituían el componente intelectual de la estadía romana, matizada por una vida social intensa, la relación sentimental con la joven Giuliana dei Fiori, los destinos militares en el norte y el aprendizaje del idioma. Está claro que las impresiones que Perón recibió en los dos años que duró su destino en el exterior influyeron en forma decisiva en su visión del mundo y en su propio concepto del papel que quería desempeñar en el futuro argentino, cuya grandeza descontaba”.
El 10 de junio de 1940 Perón asistió a la Plaza Venecia cuando Mussolini, desde uno de los balcones del palacio homónimo, pronunció un encendido y agitado discurso en el que declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña, “las plutocráticas y reaccionarias democracias occidentales que siempre han obstaculizado la marcha y a menudo han atentado contra la existencia misma del pueblo italiano”. Tres meses antes, el 10 de marzo, el dictador italiano se había reunido en Roma con el ministro de Asuntos Exteriores alemán Joachim von Ribbentrop (1893-1946) y, una semana después, en Brennero hizo lo propio con Hitler. De ambos recibió fuertes presiones para que entrase en la guerra como aliado de Alemania. Mussolini, que hasta entonces consideraba inevitable el estallido de la guerra pero que Italia no estaría preparada para afrontarla antes de tres años, finalmente accedió y el 22 de mayo firmó un pacto de amistad y alianza entre Alemania e Italia, acuerdo político-militar que fue conocido como el Pacto de Acero (Stahlpakt en alemán; Patto d'acciaio en italiano).


Silvia Mercado (1959), periodista y docente universitaria argentina, cuenta en su obra “El relato peronista” que “no está claro si se entrevistó con Mussolini. Él llegó a presumir en una oportunidad que sí, pero no repitió la anécdota ni existen testimonios fotográficos del supuesto encuentro. En cambio, a juzgar por la importancia que tuvieron sus discursos en la Plaza de Mayo, es más que probable que sea cierto, como él contó, que haya visto a Il Duce dirigirse a su pueblo desde el balcón del Palazzo Venezia”. Al respecto, en “Yo, Juan Domingo Perón. Relato autobiográfico” (obra confeccionada en base a las setenta cintas magnetofónicas grabadas por Perón durante su exilio en Madrid en los años ’60), los periodistas españoles Luis Calvo (1898-1991) y Torcuato Luca de Tena (1923-1999) junto al periodista argentino Esteban Peicovich (1929-2018) narran que Perón tuvo la oportunidad de encontrarse personalmente y saludarlo en el Palacio Venecia. Esto sucedió el día miércoles 3 de julio de 1940, cuando se desempeñaba como ayudante del agregado militar en la embajada argentina en Roma. Mussolini lo recibió en su despacho, y estando al tanto de la actividad de Perón en Italia, aprovechó para preguntarle por la moral de las tropas alpinas. “No me hubiera perdonado nunca al llegar a viejo, el haber estado en Italia y no haber conocido a un hombre tan grande como Mussolini. Me hizo la impresión de un coloso cuando me recibió en el Palacio Venecia. No puede decirse que fuera yo un bisoño y que sintiera timidez ante los grandes hombres. Ya había conocido a muchos. Además, mi italiano era tan perfecto como mi castellano. Entré directamente en su despacho donde estaba él escribiendo; levantó la vista hacia mí con atención y vino a saludarme. Yo le dije que, conocedor de su gigantesca obra, no me hubiera ido contento a mi país sin haber estrechado su mano”.
Un poco distinta es la versión que aparece en la autobiografía redactada (en base a las charlas que mantuvo con Perón) por el ya mencionado Pavón Pereyra bajo el título “Yo Perón”: “Tuve la oportunidad de estar frente a frente y conversar con el Duce. Fue en Milán, y no sabía que podía atenderme tan rápido, ya que había trascurrido poco tiempo desde el pedido de audiencia. Verlo así, por primera vez, me impresionó de sobremanera. Él estaba de militar, pulcro y cortés, tenía toda la imagen de un semidiós de la mitología romana. Yo se lo dije y le afirmé que me sentía emocionado y confundido, para no andar aclarando que en realidad también me temblaban las piernas. Él levantó la vista y me miró a la cara diciendo: ‘Cada día más seguro estoy que cómo esta situación política se mantenga así, seremos muchos los que vamos a contribuir a extender la mitología. Mírenme a mí sino, ya soy un mito viviente. Con decir solamente que fui un antiguo agitador socialista, ya va a ver tela para cortar suficiente, para escribir varios libros; por otro lado, no sólo mi imagen personal contribuyó al éxito del proceso, al cariño del pueblo lo ayudamos bastante con la propaganda en la calle. Veamos, sino, la cara del Duce en todas las paredes… En fin, la publicidad, uno de los tantos recursos de las democracias liberales, pero tan útil…’. A partir de ese momento seguí de cerca las acciones del gobierno, comparándola con sus contradicciones ideológicas internas”.