23 de diciembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

XVIII. Doble discurso y protagonismo crucial

Apenas cuatro meses más tarde, la posición de Ramírez estaba bastante alicaída. En octubre designó al general Farrell como vicepresidente de la República reteniendo también el Ministerio de Guerra. Mientras tanto Perón, que después de la revolución había permanecido casi en el anonimato, fue nombrado presidente del Departamento Nacional del Trabajo y, un mes después, a fines de noviembre cuando se creó la Secretaría de Trabajo y Previsión, asumió su conducción e impulsó desde allí un programa de reformas laborales. La misma noche de su asunción pronunció por Radio Nacional un largo discurso anunciando los objetivos de su futura labor, planteando la organización de los trabajadores como una necesidad del Estado más que como una necesidad de los propios trabajadores. En él se esforzó por otorgarle un nuevo estatus al movimiento obrero refiriéndose a la virtud del trabajo: “El trabajo después del hogar y de la escuela es un insustituible modelador del carácter de los individuos. El trabajo da forma a los hábitos y las costumbres colectivos y, por lo tanto, a la tradición nacional”. La tesis central enunciada esa noche fue aquella que sería conocida como “Tercera Posición”, una tesis que proponía que el capital y el trabajo eran dos elementos indispensables de la producción que no debían luchar entre sí sino concurrir juntos a la elaboración de la riqueza y la grandeza de la patria. El Estado, puesto por encima de ambos como padre protector, sería el encargado de armonizar intereses y limar diferencias cuando éstas surgiesen.
Esto generó que, tras algunas ambigüedades y vacilaciones, un gran número de dirigentes sindicales le dieran su apoyo. En sus encuentros con los gremialistas, en los que jugó un rol preponderante su viejo amigo el teniente coronel Mercante, Perón empezó a llamar “compañeros” a todos los participantes, con lo que logró que lo admiraran y hasta lo idolatraran, excepto los que estaban enrolados en las filas del Partido Comunista. En una de sus primeras declaraciones de prensa aseguró que “en general, la situación del obrero ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población está forzada a reducir su estándar de vida. La distancia entre los salarios y el costo de vida aumenta constantemente. La mayor parte de los empresarios se niegan a otorgar aumentos de salarios”. Perón rápidamente elaboró decretos que pusieron en marcha una nueva política social otorgando importantes conquistas al movimiento obrero, reivindicaciones todas ellas por las que venían luchando desde finales del siglo XIX. Mediante esos decretos creó los Tribunales de Trabajo para el control de las condiciones laborales e impulsó la sindicalización y el reconocimiento de los sindicatos por rama aunque con una política represiva sobre los dirigentes opositores y combativos. Su idea era combinar contención con disciplinamiento. “Buscamos suprimir la lucha de clases, suplantándola por un acuerdo justo entre obreros y patrones, al amparo de la justicia que emana del Estado”. Buscaba, en definitiva, aquello que en sociología política se denomina “conciliación de clases”, algo ilusorio e inviable tal como, con el correr de los años, el vertiginoso desarrollo del sistema capitalista de producción se encargaría de evidenciar.


En “Revolución y contrarrevolución en Argentina”, el antes mencionado historiador Jorge Abelardo Ramos afirmaba que Perón “sacó la conclusión de que la mejor manera de conjurar el ‘peligro comunista’ en el país era concediendo importantes mejoras en las condiciones de vida y trabajo de las masas, desde el Estado protector. Eso lo enfrentaba a la burguesía que era la obligada a hacer el ‘sacrificio’ material para llevar a cabo ese objetivo. La realidad del creciente desarrollo industrial argentino configuraba una situación verdaderamente explosiva. Los capitalistas argentinos preocupados tan sólo de amasar inmensas fortunas no tenían la menor visión política. No comprendían ‘el peligro’ de que mientras ellos se enriquecían cada vez más, los obreros que elaboraban esa riqueza para ellos no sólo no recibieron siquiera una miserable migaja de tanta prosperidad, sino que estuvieron aún peor que en la Década Infame sellada por la depresión del comercio mundial y la quiebra de la bolsa de Wall Street en Nueva York, el año 1929. Tampoco comprendían que la espina dorsal de nuestra antigua economía independiente estaba a punto de romperse. O mejor aún, estaba ya rota. El viejo león inglés, con su territorio arrasado por las bombas alemanas, era incapaz de continuar sosteniendo su imperio y de enfrentar la competencia de la nueva superpotencia mundial: los Estados Unidos. Los antiguos colonos de Inglaterra eran ahora una potencia de primer orden, cuya bota alcanzaba incluso al territorio británico, en forma de una ‘ayuda’ sin la cual Inglaterra hubiera sucumbido al avance hitleriano. Los británicos, viejos zorros, preparaban una ‘retirada en orden’ de sus posesiones y dentro de esos planes figuraba, naturalmente la Argentina”.
“Desde luego -agregó Ramos-, el secretario de Trabajo y Previsión no se quedó corto en el uso de medios de represión y soborno para captar a los dirigentes sindicales que le interesaban y desembarazarse de los recalcitrantes. Además, la mayor parte del nuevo proletariado, de los trabajadores de origen rural recién ingresados a la industria, permanecía fuera de los sindicatos y era campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas peronistas. La Secretaria de Trabajo y Previsión sólo reconocía ‘personería gremial’ -es decir, carácter legal- a los sindicatos controlados por ella; los otros eran declarados ilegales y condenados a la clandestinidad. Todos los recursos estatales de represión y catequesis fueron puestos en juego para que los trabajadores ingresaran a los sindicatos dirigidos por la Secretaría de Trabajo. Pero el énfasis no se puso en la represión sino en las concesiones reales a la clase obrera efectuadas a través de los sindicatos estatizados. Mejoras apreciables en los salarios y en las condiciones de trabajo, una marcada tendencia a favorecer a los obreros en los conflictos gremiales, el amparo concedido a los dirigentes y delegados frente a la tradicional prepotencia patronal en el trato con los obreros, todo esto facilitó que los obreros se dejaran afiliar en los sindicatos estatizados”.


“De esta manera -afirmaron los sociólogos argentinos Miguel Murmis (1933) y Juan Carlos Portantiero (1934-2007) en su ensayo “Estudios sobre los orígenes del peronismo”-, las concesiones a los trabajadores quedaban dentro del marco de la transformación que se estaba produciendo. En otras palabras, a los terratenientes les convenía porque no era una verdadera revolución industrial que los desplazara del centro de la escena; a los industriales los beneficiaba porque las medidas de Perón alentaban la formación de un masivo proletariado disponible para ser explotado según las necesidades; y a los trabajadores les resultaba imposible resistirse al shock coyuntural que los colocaba en un lugar impensado para ellos hasta el momento”. Puede decirse que esta fue la primera gran victoria de Perón en su lucha por la conquista del máximo poder nacional. No fue contra la oligarquía agroexportadora, que de alguna manera se beneficiaba con la industrialización superficial que abastecía los productos que, por la guerra mundial, no podían importarse, ni tampoco contra el imperialismo estadounidense cuyos intereses se verían beneficiados paulatinamente con los cambios que operaría Perón al firmar tiempo después tratados comerciales y acuerdos crediticios favorables al expansionismo regional de Estados Unidos.
Por supuesto que Perón no sólo se dirigió con sus discursos a los trabadores. También lo hizo con los empresarios, con los líderes de los partidos políticos, con los dignatarios de la Iglesia Católica y hasta con los dirigentes de las sociedades de fomento. Apelando constantemente a la consigna de que se dirigía a “todos los argentinos”, encontró para cada uno de esos sectores el discurso adecuado. Un ejemplo arquetípico de esto fue su disertación ante grandes empresarios en la que, mientras explicaba que su política tenía como objetivo que los obreros no cayeran “en manos comunistas”, les aseguró que “no encontrarán ningún defensor más decidido que yo de los capitales”. Y en otro coloquio empresarial manifestó que “la masa obrera es un instrumento de acción dentro de la política. Para conducirla tenemos que conocerla, prepararla y organizarla. Una masa no vale por el número de hombres que la forman sino por la calidad de los hombres que la conducen, porque las masas no piensan, las masas sienten y tienen reacciones más o menos intuitivas u organizadas. Ocurre como con el músculo: no vale el músculo, sino el centro cerebral que hace producir la reacción muscular”. Así, jugando a dos puntas con el afán de quedar bien con todos, a finales de ese año el fortalecimiento de Perón era notable. En esos días, un corresponsal del diario “El Mercurio” de Chile escribió: “Si la marea sigue como va, el coronel Perón será el caudillo argentino quien sabe por cuánto tiempo”.
Muchas cosas sucedieron aquel año de 1943. En Europa, como consecuencia de los diversos reveses de los alemanes en el Este, la invasión aliada a la Italia fascista, el desembarco de tropas estadounidenses, británicas y canadienses en las playas de Normandía y la expulsión de las tropas germanas del norte de África, el Eje fue perdiendo la iniciativa y tuvo que emprender la retirada estratégica en todos los frentes. Mientras se producía este relevante viraje en la coyuntura bélica, en Nueva York se realizaba la primera edición de la novela corta “Le petit prince” (El principito), la obra más famosa del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) -quien había vivido cerca de un año y medio en la Argentina a fines de la década del ’30 trabajando para una compañía de correo aéreo de capitales franceses- y la de “Das glasperlenspiel” (El juego de los abalorios) del escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962). Mientras tanto en Buenos Aires se organizaba la primera Feria del Libro Argentino -al aire libre y sobre la avenida 9 de Julio entre Cangallo (hoy Perón) y Bartolomé Mitre-. Al mismo tiempo José Bianco (1908-1986), secretario de redacción de la revista “Sur”, lanzaba su libro de cuentos “Las ratas”, otro tanto hacía Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) con “La inundación”, y Borges publicaba en el diario “La Nación” su “Poema conjetural” en el que rememoró la vida y la muerte de su antepasado Francisco Narciso de Laprida (1786-1829), aquel que presidiera el Congreso de Tucumán cuando se declaró la independencia del país el 9 de julio de 1816. También Borges y Bioy Casares publicaron la famosa antología “Los mejores cuentos policiales”, obra que estableció un canon en la materia.


Hacia fines de 1943, en medio de una alta complejidad a nivel socio económico y de los diferentes debates que se daban tanto en la esfera pública como la privada, el gobierno de facto se comprometió a emplear todas sus energías “para el restablecimiento del pleno imperio de la Constitución, el afianzamiento de las instituciones republicanas y la restauración de la honradez administrativa”. Su tarea -decía- consistía en “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria que ha sido ahogada, infundiéndole una nueva vida” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”. También afirmó públicamente que apelaba a los estados vecinos para que alinearan sus políticas exteriores con la de la Argentina declarando la neutralidad, y reafirmó su intención de seguir una política exterior independiente. Perón hizo declaraciones similares, instando vehementemente a los países vecinos a que se unieran a la Argentina para combatir el imperialismo norteamericano. Esa vehemencia la dejaría de lado tiempo después cuando, días antes de las elecciones de 1946 que lo llevarían a la presidencia, en un reportaje que le hiciera el “New York Times” caracterizó a la administración de Roosevelt como modelo y ejemplo de la democracia social y señaló que los caminos que transitaría en el tema económico, social y laboral se inspirarían en las políticas norteamericanas.
A principios de 1944 se descubrieron tres células de espionaje nazi operando en el país. El canciller Gilbert se lo comunicó al embajador de Estados Unidos Norman Armour (1887-1982) y, por intermedio de éste, le solicitó al gobierno estadounidense el descongelamiento de los depósitos argentinos en Washington. Fue entonces cuando reapareció el secretario de Estado Hull, quien se rehusó argumentando que eso no sería posible hasta que Ramírez eliminase todos los elementos nacionalistas y neutralistas del gobierno argentino. Después de que los servicios de inteligencia de los aliados detuvieran en la isla Trinidad a un diplomático argentino en su camino hacia Berlín, con un poder para comprar armas y una comprometedora carta en la que Ramírez expresaba su simpatía por el Tercer Reich, éste quedó aún más debilitado.
El 15 de enero un terremoto sacudió la ciudad de San Juan. Fue la peor catástrofe de la historia argentina. Causó la muerte de unas diez mil personas y lesiones de distinta consideración a otros tantos miles de habitantes además de provocar cuantiosas pérdidas materiales. El inusitado movimiento de la tierra ocasionó daños de consideración en rutas y caminos, vías férreas, edificios públicos y establecimientos fabriles. El día después del terremoto, Perón anunció por cadena nacional la realización una gran colecta para ayudar a las víctimas, lo que generó una gran movilización de solidaridad con el pueblo sanjuanino. Gente de diversos sectores sociales hizo numerosas donaciones mientras que el Estado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, organizó numerosas actividades para recaudar fondos. En una de ellas, realizada el 22 de enero en el estadio Luna Park, hizo su aparición pública un personaje que ocuparía un sitio esencial en la historia argentina durante la siguiente década: la actriz Eva María Duarte (1919-1952). Cuando ocurrió el terremoto Perón era influyente dentro del gobierno militar, pero su figura era poco conocida fuera de las filas castrenses. Con sus discursos a través de los medios de comunicación reivindicando la presencia del pueblo en la reconstrucción y concibiéndolo como un sujeto activo, se volvió visible para la sociedad argentina. Tiempo después, tras contraer matrimonio con Eva, él se convertiría en el “Primer trabajador” y ella en la “Abanderada de los humildes”.


Luego de muchas vacilaciones, finalmente el 24 de enero de 1944, ante la enorme presión del gobierno de Estados Unidos, el general Ramírez rompería relaciones con Alemania y Japón, una decisión que fue entendida por los nacionalistas y neutralistas a los que aludía el secretario de Estado Hull como “una concesión de soberanía decisoria al imperialismo yanqui”. Tan sólo un mes después sería echado de la Casa Rosada por los sectores más inflexibles del GOU, un hecho que fue recibido con beneplácito por la Iglesia Católica argentina dado que, en tanto el régimen carecía de respaldo popular, los militares recurrieron  a ella como sustento de legitimidad, consolidando así el mito de la “nación católica” en contra de las amenazas del liberalismo y del socialismo.
El poder quedó en manos del general Farrell mientras que Perón ocuparía las funciones de ministro de Guerra primero y de vicepresidente cinco meses después mientras mantuvo su cargo en la Secretaría de Trabajo y Previsión. En aquel momento ya existían en la Argentina una cantidad de leyes protectoras del trabajo que, sin ser numerosas ni necesariamente respetadas o aplicadas -ya por la displicencia de los dirigentes políticos, ya por la negligencia de los empresarios, favorecidos ambos por la fragmentación de las centrales sindicales-, reflejaban el avance de la legislación social en buena parte del mundo occidental de entonces. Se trataba de leyes paradigmáticas como las del descanso dominical de 1905, la de protección del trabajo infantil de 1907, la de accidentes de trabajo de 1915, la de reglamentación del trabajo a domicilio de 1918, la de jubilaciones de 1924, la de la jornada laboral de ocho horas de 1929 y las de vacaciones pagas, indemnización por despido sin causa y licencia paga por enfermedades de 1933. Desde la Secretaria de Trabajo y Previsión, Perón revitalizó esas leyes y sumó otras como el Estatuto del Peón, que estableció un salario mínimo y procuró mejorar las condiciones de alimentación, vivienda y trabajo de los trabajadores rurales; la creación de Tribunales de Trabajo, que aseguraron sentencias más justas para la clase trabajadora; y el establecimiento del aguinaldo para todos los trabajadores. Por entonces intensificó sus contactos casi diarios con los sindicalistas, con los que armó una sólida alianza que le resultaría fundamental para acceder a la presidencia en 1946.
“El hombre nunca es sólo el hombre, sino es el hombre y sus circunstancias”, aquella metáfora del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) permite entender el ascenso de la imagen de Perón. Puede decirse que desde ese momento inició formalmente su carrera política, consolidando su doctrina y dando forma a un movimiento hegemónico que trascendería durante décadas en la historia argentina. Indudablemente cuando se habla de alguien, en este caso de un personaje histórico, es imposible medir lo que se sabe con lo que se ignora de ese alguien. Lo cierto es que, para una gran parte de la población argentina, Perón se convertiría en el gran defensor de la clase trabajadora, en un héroe popular. En un pasaje de su drama “Leben des Galilei” (La vida de Galileo), el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (1898-1956) ponía en boca de uno de los personajes -Andrea, el hijo de su casera-: “¡Desgraciada la tierra que no tiene héroes!”, a lo que Galileo respondía: “No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes”.