Tanto Roma como Grecia llamaban bárbaros a los pueblos cuya civilización (para ellos), era primitiva y rústica. Cuando el historiador griego Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.) describió las formidables realizaciones de la técnica mesopotámica y egipcia, los canales anchos como ríos, los rascacielos de Babilonia, la ciencia de los astrónomos caldeos, aunque sabía que nada de eso existía en Grecia, su admiración no oscureció nunca en él la convicción de que el futuro estaba de su lado y que la democracia ateniense, por necesitada que estuviese todavía, se afirmaría más verdadera y más humana que las civilizaciones del Eufrates y del Nilo. Para él, esas civilizaciones pertenecían al pasado. Eran grandes, imponían respeto, pero esa grandeza era bárbara.
El propio Julio César (101-44 a.C.) alababa la ingeniosidad de los galos, tan hábiles -entre otras cosas- para rodear sus ciudades con murallas resistentes a la vez a las máquinas de guerra y al incendio, pero en fin, la civilización era él, era Roma y nada más. Al cónsul romano Cornelius Tácito (55-120) lo turbaron por un momento la virtud, la sabiduría y la seriedad de los germanos. Así se desprende de la lectura de su libro "De origine et situ Germanorum" (Sobre el origen y territorio de los germanos). Sin embargo, no pensó que pudiese existir en los germanos y en los celtas el principio de una superioridad de naturaleza cultural capaz de destruir algún día a Roma y reemplazarla.
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Durante esos mil años, el tiempo de treinta a cuarenta generaciones, diez siglos durante los cuales el curso de las cosas pareció no cansarse de acumular y de encadenar acontecimientos conformes con esa manera de ver, para los romanos el universo fuera de sus fronteras -salvo Atenas- era bárbaro.
En un artículo de 1970, "Ver con ojos de hoy el fin del imperio romano", el filósofo francés Aimé Michel (1919-1992) recuerda que: "Roma casi pudo ser tomada al asalto por los cartagineses del general Aníbal Barca (247-183 a.C.) tras la célebre batalla de Canas en el 216 a.C., pero esas peripecias no empañaron para nada una certeza que no se fundaba en la contingencia histórica sino en la conciencia de que se era más hombre en Roma y en Atenas -aunque fuese aniquilado y vencido- que en ninguna otra parte del mundo". "La famosa sentencia del director de las bibliotecas públicas romanas Marco Terencio (116-27 a.C.): 'Soy hombre y nada de lo humano me es ajeno', expresaba esa fe de modo lapidario" -continúa Michel- "una fe conservada con entusiasmo a través de todo el mundo antiguo como la expresión de un ideal de vida y de pensamiento hasta el fin de Roma".
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De esta manera, es claro el sentido adquirido por el plural "humanidades": las humanidades son los estudios, los únicos que valen la pena, aquellos cuyo objeto es el hombre. Estudiar, trabajar intelectualmente. No es aprender a construir puentes, a levantar ciudades, a crear riqueza material o asimilar una tecnología (actividades en las que sin embargo sobresalió el genio romano), sino profundizar en sí mismo, es volverse más hombre. Cuanto más hombre, más romano (y viceversa).
Así definida, la civilización romana fue admirada y sentida por todos como la civilización a secas, aun por los esclavos que sólo se opusieron al orden político y cuya ambición fue siempre la de convertirse en ciudadanos romanos (civis romanus). Para el centenar de millones de individuos con que contó el Imperio en su apogeo, la única alternativa a la romanidad era la barbarie. Para todos esos hombres y mujeres fue evidente, durante siglos, que Roma no podía morir. Ninguno de ellos tuvo nunca la idea de que la ciudad podía dejar de existir por un nuevo progreso de la humanidad (ya que Roma y la humanidad eran lo mismo) y que su decadencia y su abolición pudiesen ocurrir por el lento nacimiento de algo totalmente nuevo en lo que ni los filósofos Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.) y Titus Lucrecio Carus (99-55 a.C.), ni antes Sócrates de Atenas(470-399 a.C.) y los sabios griegos habían pensado.
Y sin embargo, esa cosa inconcebible sucedió. En el momento exacto en que comenzó el siglo de los emperadores Antoninos (97 d.C.), en el apogeo espiritual y material del imperio romano, un viejo fanático, incoherente e ignorante, desterrado en la isla de Patmos en el mar Egeo, completamente desconocido por el emperador y sus ministros y por toda la élite intelectual, política y económica, escribía, en griego bárbaro, un libro incomprensible en el que hablaba de dragones de siete cabezas, de caballos voladores, de sellos, de trompetas y otros disparates.
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Lo novedoso de ese libro absurdo era que no se refería a ningún valor reconocido ni a la humanidad; ni tampoco citaba a Platón, a Cicerón o a Virgilio, y sobre todo, auguraba para Roma el fuego de una misteriosa catástrofe cósmica. El libro en cuestión "Apokálypsis Iöannou" (Apocalipsis de Juan) no tenía en sí mismo ninguna importancia. Ninguno de los autores clásicos contemporáneos lo conocía ni lo citaba.
Aquel final augurado en la obra del galileo Juan, tardaría casi cuatro siglos en cumplirse, cuando en el año 476 ya no quedó nadie que dijera ser el emperador del Imperio Romano de Occidente tras la caída de Flavio Rómulo Augústulo (461-511), su último emperador.