Baruch Spinoza fue un judío condenado por los judíos de su tiempo, un filósofo al que sus contemporáneos negaron el título de tal, un humilde y austero pulidor de lentes que prefirió morir en olor de pobreza y verdad antes que ceder a las tentaciones de los poderosos. Hoy se sabe que se trata de uno de los padres del pensamiento actual, que sin él hubiese sido inconcebible el desarrollo de la filosofía occidental que se afirmó en Kant y Hegel y se prolongó en variados y fértiles ramales. La vida de Spinoza -poco pródiga en grandes acontecimientos- puede resumirse escuetamente: nació en Amsterdam el 24 de noviembre de 1632, de una familia de comerciantes judíos de orígen portugués; aún adolescente, estudió la Biblia, el Talmud y a los clásicos hebreos y latinos; a los veintitrés años, por sus supuestas teorías racionalistas y antitradicionales, mereció la excomunión judía -dictada vehementemente por la comunidad sefardita holandesa a la que pertenecía- y fue expulsado de su ciudad natal; más tarde, estudió y tradujo a Descartes y vivió sucesivamente en Rijnsburg, Voorburg y La Haya, donde escribió sus obras "Tractatus de intellectus emendatione" (Tratado sobre la reforma del entendimiento, 1662), "Tractatus theologico-politicus" (Tratado teológico-político, 1670) y "Ethica ordine geometrico demonstrata" (Ética demostrada según el orden geométrico, 1677), mientras se ganaba modestamente la vida puliendo lentes; por fin, murió a los cuarenticuatro años, el 21 de febrero de 1677, tuberculoso e intoxicado por las partículas de vidrio que había absorbido durante su penoso oficio cotidiano. Calificado durante más de un siglo como "sacrílego y ateo", sólo a partir del 1800 pudo ser reivindicado en su justa dimensión.
El poeta argentino Jorge Luis Borges (1899-1986), escribió en 1976 dos sonetos en su homenaje:
Bruma de oro, el occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado:
el amor que no espera ser amado.
Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto,
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito,
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.
Jorge Luis Borges