22 de junio de 2008

Henry James. Un norteamericano formal

Hacia los comienzos de siglo XX, el católico Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) y el socialista Herbert George Wells (1866-1946) representaban, de alguna manera, a una nueva camada de escritores dentro de la literatura inglesa, apoyada en una mentalidad de clase media y en una óptica que reflejaba las actitudes de la pequeña burguesía de comerciantes y empleados urbanos. Por una circunstancia fortuita, ambos autores conocieron a Henry James (1843-1916), al pasar sus vacaciones en el mismo sitio en que éste vivía, cerca de Rye, en el condado de Sussex. Por entonces James era un escritor reconocido y había publicado ya lo mejor de su obra.
Los testimonios sobre estos encuentros -registrados en sus respectivas autobiografías- poseen un notorio matiz cómico y revelan una incomprensión bastante singular: los contemporá­neos de Henry James, lejos de ver en él a uno de los fundadores de la narrativa contemporánea, lo consideraron, sobre todo, un aristócrata nortea­mericano, bastante excéntrico y extremadamente formal, que no dejaba de parecerse a sus correctos y corteses personajes. Por cierto, hubo que esperar bastantes años después de su muerte para que la crítica empezara a comprender la importancia de James en la literatura.
Chesterton -el cultor de la paradoja y uno de los más brillantes e ingeniosos escritores de la lengua inglesa- lo contó así: "Un verano ocupamos una casa en Rye, aquella maravillosa isla coronada por la ciudad co­mo por un castillo de una estampa medieval. Sucedió que la casa veci­na era una vieja mansión con revestimientos de roble que había atraí­do, casi se podría decir que desde el otro lado del Atlántico, el fino ojo aguileño de Henry James. Por cier­to, era un norteamericano que había reaccionado contra su país y que había empapado su sensible personalidad de todo lo que podía resultar más anticuada y aristocráticamente inglés. En esa búsqueda suya de los matices más sutiles que ofrecían las sombras del pasado, era previsible que iba a escoger aquella ciudad entre todas las ciudades y aquella casa entre todas las casas. En la mansión había vivido una familia patricia de la vecindad, la que se había venido a menos y terminó extinguiéndose. Si no me equivoco, había quedado un buen número de retratos familiares que Henry Ja­mes trataba con la misma conside­ración que si fueran espectros loca­les. Creo que, hasta cierto punto, se comportaba como una suerte de ma­yordomo o guardián de los arcanos de la mansión, donde los fantasmas podían pasearse con toda tranquili­dad. La leyenda asegura -aunque nunca supe si era cierta- que el nuevo habitante había estudiado el árbol genealógico de la familia allí aposentada y finalmente había lo­grado encontrar, en una ciudad industrial, a un ignoto descendiente, un empleado de tienda alegre y vulgar. Se decía que James solía invitar a este joven a pasar tempo­radas en su lóbrega casa ancestral y que lo recibía con hospitalidad fune­raria, a lo que estoy seguro que añadía tacto y delicadeza.
Una vez nos hizo una visita de cumplido, muy de cumplido, es inne­cesario recalcarlo. James parecía llevar con toda compostura la levita formal de aquellos tiempos. Del mis­mo modo que ningún hombre se viste tan bien como un norteameri­cano bien vestido, tampoco nadie puede rivalizar con la buena educa­ción de un norteamericano bien educado. Trajo consigo a su herma­no William, el famoso filósofo. Aun­que más vivaz que su hermano, cuando se conocía a William podía observarse que había algo definidamente ceremonioso en la familia toda. Hablamos de la literatura del momento: James con mucho tacto, yo nerviosamente. Descubrí que era más severo de lo que hubiese su­puesto acerca de las normas de con­veniencia artística y deploraba, más bien que criticaba, a Bernard Shaw, porque obras teatrales como 'Getting married' carecían de forma. Dijo algo amable sobre alguna cosa mía, pero expresaba respetuosa extrañeza acerca de cómo escribía to­do lo que escribía. Sospecho que quería decir por qué, más bien qué cómo".
Por su parte, uno de los padres de la ciencia ficción, Wells, reconoció que "con Henry James mantu­ve una amistad sincera y agitada. Por natura­leza y por educación nuestros gustos eran opuestos. Se trataba de una persona extremada­mente artística y refinada, en tanto que yo me movía en el pensamiento y en la sensibilidad ordinarios de mi tiempo, con una ciencia tosca abun­dante y desordenada, con un juicio agresivo y siempre dispuesto a enca­rarme con la realidad y a luchar con ella a brazo partido. James no luchó nunca con la realidad; siempre la trató como a una dama perfecta y respetable; jamás discutió ni una puntada ni un fruncido de las con­venciones e interpretaciones con que se presentaba habitualmente. Creía que, en sociedad, para cada ocasión se necesita un traje adecua­do y un comportamiento definido. En la mesa del vestíbulo, en su mansión de Rye, sobre un mueble admirable se alineaban gran cantidad de gorras y sombreros, cada uno con sus guantes y sus bastones apropia­dos: una gorra de lana y un recio garrote, para los marjales; un cómo­do y blando chambergo de cacería, si tenía que ir al Club de Golf; un ligero sombrero de fieltro pardo y un bastoncito, para bajar por la mañana al puerto; un fieltro gris con cinta negra y un bastón con puño de oro de gran prestancia, si tenía que ir a pie a la ciudad. Por la tarde se recogía en un cuarto encan­tador y allí trabajaba, dictando con lenta y amable circunspección las novelas que habían de definir su posición en el mundo de los lectores escogidos. Una vez encontré a James riñendo con su hermarto William, el psi­cólogo. No se le ocurrió otra cosa que, de toda la gente, apelar a mí para que dijese cuál comportamien­to estaba permitido en Inglaterra y cuál no. Había perdido la calma y se mostraba terriblemente nervioso. William discutía sobre el asunto con acento norteamericano y con un razonamiento cínicamente desnudo. Me había dirigido a Rye para traer a William y a su hija a mi casa en Sandgate. William no exhibía nin­guna de las preocupaciones apasio­nadas con respecto a la cortesía superficial de la existencia que ca­racterizaba a Henry, y se encontra­ba muy excitado porque Ches­terton vivía en la pequeña posada, cuyo jardín daba justamente al mu­ro de ladrillos del jardín de la casa de James. William había sostenido correspondencia con Chesterton y quería verlo urgentemente. Por lo tanto, con escandalosa prontitud puso la escalera del jardinero contra el muro y trepó para asomarse. Henry lo atrapó en plena tarea. A su juicio, esto era lo que no se debía hacer, lo que no estaba permitido. Henry ordenó al jardinero que qui­tase la escalera y William se había quedado husmeando de manera tra­viesa. Para tranquilidad de Henry, me llevé a su hermano y en el camino, justo al salir del poblado, nos encon­tramos con Chesterton y su mujer".
Joseph Conrad (1857-1924), un escritor que influyó de manera decisiva en la novela moderna, opinó en cambio: "Ignoro en qué cla­se de tinta Henry James sumerge su pluma y, a de­cir verdad, tengo entendido que en los últimos tiempos dicta sus textos; pero sin lugar a dudas su mente se ha empa­pado en las aguas que fluyen del manantial de la perpetua juventud intelectual. Ello -pri­vilegio, milagro o lo que que­ráis- no permanece totalmen­te oculto ni siquiera para el más ínfimo de nosotros, los que debemos leer sin respiro. Pero para quienes pueden disfrutar de la fortuna de demo­rarse, se trata de un hecho manifiesto. Al cabo de veinte años de frecuentar la obra de Henry James, esta comproba­ción se vuelve una certeza ab­soluta que, al margen de cual­quier sentimiento personal, comunica una impresión de felicidad en nuestra existencia artística. Si la gratitud, tal como alguien la definió, es una experiencia viva de futu­ros beneficios que se aguar­dan, resulta muy fácil experi­mentar gratitud hacia el autor de 'The Ambassadors', para só­lo mencionar su último libro. Con toda seguridad tales bene­ficios futuros serán obtenidos, pues el manantial de esa gene­rosidad nunca se agotará. La corriente de inspiración fluye rebosante en un sentido deter­minado, sin que la perturben épocas de sequía, sin que la inquieten las tempestades que arrecian en la comarca de las letras, con una fuerza que no se altera por languideces o violencias, con un empuje in­cesante que presenta nuevos espectáculos en cada recodo de su trayecto, a través de ese territorio caudalosamente po­blado que fue creado para sus­citar nuestro deleite, para esti­mular nuestro juicio, para in­citar nuestra exploración. En suma, se trata de un manan­tial prodigioso".
Medio siglo después, el inexorable Jorge Luis Borges (1899-1986) también dijo lo suyo: "He visitado algunas literaturas del Oriente y del Oc­cidente; he com­pilado una enciclopédica anto­logía de la literatura fantásti­ca; he traducido a Kafka, a Melville y a Bloy; no sé de una labor más extraña que la de Henry James. Los escritores que he enumerado son, desde la primera línea, asombrosos; el universo que proponen sus páginas es casi profesionalmente irreal; James, antes de manifestar lo que es, un habi­tante resignado e irónico del Infierno, corre el albur de pa­recer un mero novelista mun­dano, más incoloro que otros. Iniciada la lectura, nos moles­tan algunas ambigüedades, al­gún rasgo superficial; al cabo de unas páginas comprende­mos que esas deliberadas negligencias enriquecen el li­bro. No se trata, entiéndase bien, de la pura vaguedad de los simbolistas, cuyas impreci­siones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata de la voluntaria omisión de una parte de la novela, que nos permite interpretarla de una manera o de otra; ambas pre­meditadas por el autor, ambas definidas".
Para algunos comentaristas superficiales, Henry James no fue más que un tedioso cronista narrativo de las costumbres y los procesos mentales de cierta aristocracia británica y norteamericana de fines de la época victoriana. Otros críticos, a los que el tiempo ha terminado por dar la razón, lo consideraron una de las mayores figuras de la literatura moderna. Los testimonios de escritores de la talla de Chesterton, Wells, Conrad y Borges a lo mejor consiguen iluminar algunos aspectos en penumbra de esa personalidad tan ambigua como sus propios libros.