Hacia los comienzos de siglo XX, el católico Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) y el socialista Herbert George Wells (1866-1946) representaban, de alguna manera, a una nueva camada de escritores dentro de la literatura inglesa, apoyada en una mentalidad de clase media y en una óptica que reflejaba las actitudes de la pequeña burguesía de comerciantes y empleados urbanos. Por una circunstancia fortuita, ambos autores conocieron a Henry James (1843-1916), al pasar sus vacaciones en el mismo sitio en que éste vivía, cerca de Rye, en el condado de Sussex. Por entonces James era un escritor reconocido y había publicado ya lo mejor de su obra.
Los testimonios sobre estos encuentros -registrados en sus respectivas autobiografías- poseen un notorio matiz cómico y revelan una incomprensión bastante singular: los contemporáneos de Henry James, lejos de ver en él a uno de los fundadores de la narrativa contemporánea, lo consideraron, sobre todo, un aristócrata norteamericano, bastante excéntrico y extremadamente formal, que no dejaba de parecerse a sus correctos y corteses personajes. Por cierto, hubo que esperar bastantes años después de su muerte para que la crítica empezara a comprender la importancia de James en la literatura.
Chesterton -el cultor de la paradoja y uno de los más brillantes e ingeniosos escritores de la lengua inglesa- lo contó así: "Un verano ocupamos una casa en Rye, aquella maravillosa isla coronada por la ciudad como por un castillo de una estampa medieval. Sucedió que la casa vecina era una vieja mansión con revestimientos de roble que había atraído, casi se podría decir que desde el otro lado del Atlántico, el fino ojo aguileño de Henry James. Por cierto, era un norteamericano que había reaccionado contra su país y que había empapado su sensible personalidad de todo lo que podía resultar más anticuada y aristocráticamente inglés. En esa búsqueda suya de los matices más sutiles que ofrecían las sombras del pasado, era previsible que iba a escoger aquella ciudad entre todas las ciudades y aquella casa entre todas las casas. En la mansión había vivido una familia patricia de la vecindad, la que se había venido a menos y terminó extinguiéndose. Si no me equivoco, había quedado un buen número de retratos familiares que Henry James trataba con la misma consideración que si fueran espectros locales. Creo que, hasta cierto punto, se comportaba como una suerte de mayordomo o guardián de los arcanos de la mansión, donde los fantasmas podían pasearse con toda tranquilidad. La leyenda asegura -aunque nunca supe si era cierta- que el nuevo habitante había estudiado el árbol genealógico de la familia allí aposentada y finalmente había logrado encontrar, en una ciudad industrial, a un ignoto descendiente, un empleado de tienda alegre y vulgar. Se decía que James solía invitar a este joven a pasar temporadas en su lóbrega casa ancestral y que lo recibía con hospitalidad funeraria, a lo que estoy seguro que añadía tacto y delicadeza.
Una vez nos hizo una visita de cumplido, muy de cumplido, es innecesario recalcarlo. James parecía llevar con toda compostura la levita formal de aquellos tiempos. Del mismo modo que ningún hombre se viste tan bien como un norteamericano bien vestido, tampoco nadie puede rivalizar con la buena educación de un norteamericano bien educado. Trajo consigo a su hermano William, el famoso filósofo. Aunque más vivaz que su hermano, cuando se conocía a William podía observarse que había algo definidamente ceremonioso en la familia toda. Hablamos de la literatura del momento: James con mucho tacto, yo nerviosamente. Descubrí que era más severo de lo que hubiese supuesto acerca de las normas de conveniencia artística y deploraba, más bien que criticaba, a Bernard Shaw, porque obras teatrales como 'Getting married' carecían de forma. Dijo algo amable sobre alguna cosa mía, pero expresaba respetuosa extrañeza acerca de cómo escribía todo lo que escribía. Sospecho que quería decir por qué, más bien qué cómo".
Por su parte, uno de los padres de la ciencia ficción, Wells, reconoció que "con Henry James mantuve una amistad sincera y agitada. Por naturaleza y por educación nuestros gustos eran opuestos. Se trataba de una persona extremadamente artística y refinada, en tanto que yo me movía en el pensamiento y en la sensibilidad ordinarios de mi tiempo, con una ciencia tosca abundante y desordenada, con un juicio agresivo y siempre dispuesto a encararme con la realidad y a luchar con ella a brazo partido. James no luchó nunca con la realidad; siempre la trató como a una dama perfecta y respetable; jamás discutió ni una puntada ni un fruncido de las convenciones e interpretaciones con que se presentaba habitualmente. Creía que, en sociedad, para cada ocasión se necesita un traje adecuado y un comportamiento definido. En la mesa del vestíbulo, en su mansión de Rye, sobre un mueble admirable se alineaban gran cantidad de gorras y sombreros, cada uno con sus guantes y sus bastones apropiados: una gorra de lana y un recio garrote, para los marjales; un cómodo y blando chambergo de cacería, si tenía que ir al Club de Golf; un ligero sombrero de fieltro pardo y un bastoncito, para bajar por la mañana al puerto; un fieltro gris con cinta negra y un bastón con puño de oro de gran prestancia, si tenía que ir a pie a la ciudad. Por la tarde se recogía en un cuarto encantador y allí trabajaba, dictando con lenta y amable circunspección las novelas que habían de definir su posición en el mundo de los lectores escogidos. Una vez encontré a James riñendo con su hermarto William, el psicólogo. No se le ocurrió otra cosa que, de toda la gente, apelar a mí para que dijese cuál comportamiento estaba permitido en Inglaterra y cuál no. Había perdido la calma y se mostraba terriblemente nervioso. William discutía sobre el asunto con acento norteamericano y con un razonamiento cínicamente desnudo. Me había dirigido a Rye para traer a William y a su hija a mi casa en Sandgate. William no exhibía ninguna de las preocupaciones apasionadas con respecto a la cortesía superficial de la existencia que caracterizaba a Henry, y se encontraba muy excitado porque Chesterton vivía en la pequeña posada, cuyo jardín daba justamente al muro de ladrillos del jardín de la casa de James. William había sostenido correspondencia con Chesterton y quería verlo urgentemente. Por lo tanto, con escandalosa prontitud puso la escalera del jardinero contra el muro y trepó para asomarse. Henry lo atrapó en plena tarea. A su juicio, esto era lo que no se debía hacer, lo que no estaba permitido. Henry ordenó al jardinero que quitase la escalera y William se había quedado husmeando de manera traviesa. Para tranquilidad de Henry, me llevé a su hermano y en el camino, justo al salir del poblado, nos encontramos con Chesterton y su mujer".
Joseph Conrad (1857-1924), un escritor que influyó de manera decisiva en la novela moderna, opinó en cambio: "Ignoro en qué clase de tinta Henry James sumerge su pluma y, a decir verdad, tengo entendido que en los últimos tiempos dicta sus textos; pero sin lugar a dudas su mente se ha empapado en las aguas que fluyen del manantial de la perpetua juventud intelectual. Ello -privilegio, milagro o lo que queráis- no permanece totalmente oculto ni siquiera para el más ínfimo de nosotros, los que debemos leer sin respiro. Pero para quienes pueden disfrutar de la fortuna de demorarse, se trata de un hecho manifiesto. Al cabo de veinte años de frecuentar la obra de Henry James, esta comprobación se vuelve una certeza absoluta que, al margen de cualquier sentimiento personal, comunica una impresión de felicidad en nuestra existencia artística. Si la gratitud, tal como alguien la definió, es una experiencia viva de futuros beneficios que se aguardan, resulta muy fácil experimentar gratitud hacia el autor de 'The Ambassadors', para sólo mencionar su último libro. Con toda seguridad tales beneficios futuros serán obtenidos, pues el manantial de esa generosidad nunca se agotará. La corriente de inspiración fluye rebosante en un sentido determinado, sin que la perturben épocas de sequía, sin que la inquieten las tempestades que arrecian en la comarca de las letras, con una fuerza que no se altera por languideces o violencias, con un empuje incesante que presenta nuevos espectáculos en cada recodo de su trayecto, a través de ese territorio caudalosamente poblado que fue creado para suscitar nuestro deleite, para estimular nuestro juicio, para incitar nuestra exploración. En suma, se trata de un manantial prodigioso".
Medio siglo después, el inexorable Jorge Luis Borges (1899-1986) también dijo lo suyo: "He visitado algunas literaturas del Oriente y del Occidente; he compilado una enciclopédica antología de la literatura fantástica; he traducido a Kafka, a Melville y a Bloy; no sé de una labor más extraña que la de Henry James. Los escritores que he enumerado son, desde la primera línea, asombrosos; el universo que proponen sus páginas es casi profesionalmente irreal; James, antes de manifestar lo que es, un habitante resignado e irónico del Infierno, corre el albur de parecer un mero novelista mundano, más incoloro que otros. Iniciada la lectura, nos molestan algunas ambigüedades, algún rasgo superficial; al cabo de unas páginas comprendemos que esas deliberadas negligencias enriquecen el libro. No se trata, entiéndase bien, de la pura vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata de la voluntaria omisión de una parte de la novela, que nos permite interpretarla de una manera o de otra; ambas premeditadas por el autor, ambas definidas".
Para algunos comentaristas superficiales, Henry James no fue más que un tedioso cronista narrativo de las costumbres y los procesos mentales de cierta aristocracia británica y norteamericana de fines de la época victoriana. Otros críticos, a los que el tiempo ha terminado por dar la razón, lo consideraron una de las mayores figuras de la literatura moderna. Los testimonios de escritores de la talla de Chesterton, Wells, Conrad y Borges a lo mejor consiguen iluminar algunos aspectos en penumbra de esa personalidad tan ambigua como sus propios libros.