4 de junio de 2008

Los genuinos norteamericanos

La historia del indio norteamericano no comen­zó con la llegada de los cuáqueros a las costas de Massachusetts en 1682, encabezados por el puritano William Penn (1644-1718), ni tampoco terminó con la finalización de la cruzada blanca para conquistar el oeste, en 1890. La historia del in­dígena norteamericano se remonta al periodo en que oleadas de hombres venidos de Asia ha­ce unos veinte o treinta mil años, arribaron y se dispersaron a lo largo del continente, desde Alaska hasta los Andes. Ellos fueron los antepasados de los mohicanos, hurones, cheyenes, cherokes, navajos, apaches, hopis, yaquis, aztecas, mayas e incas, entre mu­chas otras tribus americanas.En aquel enton­ces los pueblos que habitaban esa tierra estaban desperdigados y no tenían una organización so­cial definida, ni lazos culturales, lingüísticos o políticos que los unificaran. Existían cientos de tribus distintas con un número igual o mayor de lenguas, religiones y valores morales. Vi­vían estilos de vida tan variados entre sí como las geografías que ocupaban. Los antropólogos e historiadores estadouniden­ses han hecho una clasificación de los indígenas norteamerianos en siete grandes familias, cada una de las cuales comprende a decenas de tri­bus diferentes.
La gran familia algonkin, por ejemplo, se distribuyó en lo que hoy es Nueva Inglaterra, las provincias sureñas de Canadá, la península del Labrador y la costa atlántica de Estados Unidos, desde Nueva York a Virgi­nia. También ocuparon la parte del territorio que actualmente comprende los estados de Dakota, Wyoming, Montana, Idaho y Oregon, llegando incluso a establecerse a todo lo largo de la costa oeste, desde la isla de Vancouver hasta California.
Dentro de la familia algonkin se cuentan las tribus massachuset, mohicana, pies negros, cheyene, delaware, ojibway, yurok y bella coola, de un total de cincuenta y cuatro grupos indígenas distintos. Los indios algonkin fue­ron los primeros habitantes americanos que vie­ron llegar a holandeses, ingleses y franceses, y los primeros en defender su tierra contra los asentamientos europeos que intentaron echar­los hacia el oeste.
Otra gran familia es la de los iroqueses, nom­bre que se le dio a seis importantes naciones indias del noreste estadounidense. Estas tribus habitaron lo que ahora es el estado de Nueva York y comprenden a los grupos séneca, cayuga, onondaga, oneida, mohawk y tuscarora; hacia el sur, en el actual estado de Georgia, aún viven los cheroques, tribu de linaje iroqués, cé­lebres por su combatividad y una fuerte cohesión social que les permitió resistir el embate expansionista durante muchos años. Por último, es­tán los hurones, asentados en las márgenes de los lagos Hurón y Erie, en la región lacustre donde nace el río San Lorenzo, en la frontera con Canadá.
La tercera gran familia es la caddo, con cua­tro grupos étnicos divididos a su vez en trece tribus que se establecieron desde Luisiana y Texas en el sur, hasta Kansas y Nebraska en el medio oeste. Las tribus más conocidas de esta familia son la pawnee, la wichita y la poderosa confederación caddo, que centraba su actividad en el cultivo del maíz y en la cacería del búfalo.
Entre las grandes familias indígenas norteame­ricanas se destaca la de los siouan, una de cuyas ramas, la de los sioux pies negros, trascendió por ser el último bastión indio rendido a los colonos blancos. Su área de distribución comprende cuatro extensas zonas geográficas en las que vivían treinta tribus de belicosos guerreros y hábiles cazadores de búfalos. Habitaron lugares tan distantes entre sí como Virginia y Carolina del Nor­te en el este, el estado de Misuri en el centro, y las dos Dakotas en el medio oeste.
Entre las tribus dakotas surgie­ron los grandes jefes más famosos de la historia del oeste. Tatanka Iyotake (Sitting Bull/Toro Sentado, 1831-1890), por ejemplo, fue líder de los hunkpapa, grupo indómito y noble que dio fama a los sioux de Dakota del Sur resistien­do hasta el último momento los embates del ejér­cito confederado estadounidense. Los jefes Makhpyia Luta (Red Cloud/Nube Roja, 1822-1909) y Tasunka Witko (Crazy Horse/Caballo Loco, 1840-1877) líderes de la tribu sioux oglala, se hicieron célebres tanto por su valentía y destreza para la guerra, como por la habilidad y astucia demostradas en la ca­za. Las andanzas del legendario explorador-cazador blanco Búfalo Bill tuvieron lugar en­tre los dakotas, quienes le dispensaron admira­ción y amistad por el arrojo que ponía en cada una de sus acciones de cacería y porque era un puente de contacto entre ellos y los blancos.
Sin embargo, este personaje cuyo verdadero nombre fue William Frederick Cody (1846-1917), estuvo muy lejos de hacerles un favor. Su real ocupación consistía en abastecer de carne a las legiones de trabajadores que ten­dían la línea ferroviaria de Kansas. Por ello rea­lizó repetidas y cruentas matanzas de búfalos, contribuyendo de esa manera a exterminar es­ta especie animal, único sustento de los sioux no sólo en el aspecto material, sino también en el sobrenatural, tan importante para los indios. Bú­falo Bill fue un mercenario que se ponía a disposición del mejor patrón en condi­ciones de pagar sus servicios.
Otro notable conjunto de pieles rojas nor­teamericanos es el penuti, que comprende gru­pos diseminados en los estados de Montana, Idaho, Washington, Oregon, Nevada y Cali­fornia. Incluso los indios mixe y zoque mexica­nos pertenecen a ella, según investigaciones antropológicas que pudieron establecer esta filia­ción étnica. Quizás los penuti sean los más antiguos inmigrantes llegados a California, mu­cho antes que otros grupos humanos proceden­tes de Asia pisaran suelo norteamericano.
La suposición se basa en su primitiva forma de vida, que perduró durante miles de años hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVIII. Eran recolectores de frutos y asiduos caza­dores, y no parece que hayan practicado la agri­cultura sino luego de su probable relación con los pueblos de Arizona y Nuevo México. De la familia penuti, la rama más conocida y famo­sa es la de los shahaptin, una de cuyas tribus, la nez percé, con su jefe Hinmatówyalahtqit (Chief Joseph, 1840-1907) al frente, infli­gió serias derrotas al ejército de los Estados Uni­dos durante el último tercio del siglo XIX. Joseph fue un genio militar nato, que puso en aprietos al general George Custer (1839-1876), quien ga­nó su fama sometiendo a las tribus del noroeste estadounidense. El jefe de los nez percé tenía conocimientos extensos de la lengua y cultura angloamericanas adqui­ridos durante su adolescencia y juventud. Esto le sirvió para defender a su tribu, aunque los últimos años de vida los haya pasado en la re­servación Colville, en Washington, después de haber sido derrotado.La na dené está considerada como la mayor de todas las familias indígenas norteamericanas, con cincuenta y seis tribus diseminadas desde Alaska en el norte, hasta la frontera con Méxi­co, en el sur. Unas veinticuatro tribus se asentaron en el interior de Alaska y Canadá en medio de una extensa región boscosa que les brindó abrigo y susten­to, ocupando extensos e inhóspitos territorios que comprenden la helada tundra de la costa pacífica muy cerca del círculo polar ártico. Otra veintena de grupos tribales emigró ha­cia el sur a los estados costeros de Washington, Oregon y la templada California. La siguiente migración continuó su marcha para asentarse en lo que hoy son los estados de Arizona, Nuevo México y Oklahoma; a este gru­po de tribus pertenecen las más famosas de la familia na dené, entre las que se encuentran los kiowa apache, conocidos con el nom­bre genérico de apaches. Los navajo, también de esta estirpe, pertenecen a los clanes que gozaron de gran respeto y admiración por parte de los blancos.
La tribu apache chiricahua fue la que tuvo los jefes más célebres, tanto por su valor como por su destreza en la guerra. El temible Shi Kha She (Cochise, 1812-1874) por ejemplo, aún muerto seguía infundien­do temor entre los soldados que conocieron sus ataques relámpago a los fuertes militares. Sin embargo, el jefe apache más grande de todos los tiempos fue Gokhlayeh (Jerónimo, 1829-1909), que dirigió cientos de incursiones en Ari­zona y Nuevo México, llegando incluso a inter­narse en territorio mexicano. Su captura requirió la participación de 5.000 efectivos de caballería reclutados expresa­mente para esa misión. Jerónimo fue tratado como un rebelde incorregible y enviado a una prisión militar en Florida, donde pasó algunos años antes de ser transferido a una reservación india en Oklahoma, donde murió a los ochenta años de edad.
La última gran familia de indígenas ameri­canos la constituyen los grupos yuto, azteca y taño, padres raciales de los hopi (pueblo) de Arizona, kiowa y comanche de Oklahoma, ute de Utah y Colorado, así como de los yaqui, coras, aztecas y mayas de México y Centroamérica. Son en total treinta y cuatro tribus con un tronco común y una característica compar­tida: ser pueblos agricultores en busca de dónde asentarse.
Los indios pueblo, también llamados hopi, pertenecientes a la familia lingüística shoshon, y racialmente a la taño, habitaban en el noroeste de Arizona entre el río San Juan y el pequeño Colorado. Son, después de los navajo, las tri­bus mejor conocidas del sur de los Estados Uni­dos. Su cultura, que alcanzó un alto nivel gra­cias a la vida sedentaria estructurada en función del cultivo de maíz y la domesticación de animales, se caracterizó por desarrollar una arquitectura so­bre las rocas de las montañas. Horadaron la piedra dando a sus construc­ciones forma de edificios de varios pisos, cada uno de ellos con numerosas habitaciones. Estas agrupaciones de casas monolíticas indujeron a los españoles de la época de la conquista a deno­minarlos indios "pueblo", nombre con que se conoce genéricamente a los grupos tewa, tiwa y towa, que a su vez se dividen en trece tribus muy bien diferenciadas. Los actuales pueblo ya no construyen sus casas en la piedra ni con ese material, sino que las hacen de adobe pero con­servando la misma estructura y estilo de sus an­tepasados.
El último gran hito de la historia de los habitantes originales del territorio norteamericano y que dio por finalizada la conquista del oeste ocurrió en el mes de diciembre de 1890 en la población llamada Wounded Knee, en Dakota del Sur, cuando se llevó a cabo la matanza de indios más cruenta de la colonización. En el frío invierno de aquel año, los sioux recluidos en las reservaciones de Pine Ridgey Rosebud, desconformes por el mal trato que recibían de los guardias del ejército decidió realizar la Danza de los Espí­ritus, prohibida por los blancos.
Según sus creencias, los sioux pensaban que así re­gresarían de sus tumbas los antepasados a liberarlos, los búfalos -ya casi exterminados- volve­rían a correr por la pradera y los opresores blancos se irían.
La orden de los oficiales del ejército fue terminante: no se permitiría efectuar la danza. Los indios se mantuvieron en su posición de danzar, agrupados en torno al sucesor de Toro Sentado (que había sido hecho prisionero y fusilado unos días antes), el jefe Si Tanka (Big Foot/Pies Grandes, 1825-1890), que había apoyado la fuga de un grupo de hombres de la reservación. Esto indicaba, para el ejército, que los indios se sublevarían en cualquier momento. En pocas horas llegaron 500 solda­dos de caballería y apostaron sus ametralladoras frente al campamento. Se les repitió la orden de que no podían realizar la Danza de Espíritus y se les exigió la entrega de unas supuestas armas ocultas. Ante la nega­tiva, los soldados amenazaron con abrir fuego. Un grupo de más de 200 sioux, entre ellos mujeres, enfermos y niños, intentó huir, atemo­rizado. Fue entonces que comenzó a dispararse a discreción sobre los indios inermes, quienes no tuvieron ninguna oportunidad de salvarse. Las reserva­ciones fueron controladas nuevamente y con este epi­sodio se dio por terminada la lucha entre el blanco estadounidense y las tribus indígenas norteamericanas, que habían defendido sus posesiones desde el si­glo diecisiete.
Hacia fines del siglo diecinueve, a los indios de Estados Unidos se los llamó compasiva­mente "la raza que desaparece''. Habiendo re­ducido su número en millones, los indígenas fueron condenados a sobrevivir en reservaciones, mientras el hombre blanco, el auténtico salvaje, se enorgullecía de su campaña de exterminio civilizatorio. Al­gunas generaciones más tarde, comenzó a lla­márselos irónicamente, "los americanos que no desaparecieron del todo".