La escritora inglesa Dorothy Sayers (1893-1957) alcanzó la notoriedad por sus numerosas novelas de detectives, protagonizadas -la gran mayoría de ellas- por el aristócrata lord Peter Wimsey. Entre sus libros más reconocidos figuran "Clouds of witness" (Nubes de testigos, 1926), "The unpleasantness at the Bellona Club" (El misterio del Bellona Club, 1928), "Strong poison"
(Veneno mortal, 1930), "The five red herrings" (Los cinco arenques rojos, 1931), "The nine tailors" (Los nueve sastres, 1934) y "Busman's honeymoon" (La luna de miel de Busman, 1937).
En la introducción de su antología "Great short stories of detection, mistery and horror" (Grandes relatos de detectives, misterio y horror) de 1928, reveló las estrategias para mantener el suspenso en sus historias:
"Al lector se le deben ofrecer todas las claves, pero ciertamente no se le deben comunicar todas las deducciones del detective, a menos que uno se arriesgue a que la solución sea desentrañada con excesiva anticipación. Y lo que es peor, si suponemos que ese lector llega a interpretar adecuadamente las claves, ¿en qué queda el ingrediente de sorpresa? ¿De qué modo es lícito mostrar todas las evidencias y, al mismo tiempo, despistar de manera legítima acerca de su significado? Varios recursos se han empleado para superar esta dificultad. A menudo, aunque manifiestamente exhibe sin ocultamientos sus claves, el detective se reserva en la manga alguna pieza cuya interpretación especializada escapa al lector. Así, el doctor Thorndyke, en los libros de Richard Austin Freeman (1862-1943), está dispuesto a mostrarnos cuanto descubre. No por ello estamos mejor enterados, a no ser que disfrutemos de una íntima familiaridad con la fauna de los estanques de una región determinada, con los efectos que tiene la belladona en los conejos, con las propiedades fisicoquímicas de la sangre, con la óptica, las enfermedades tropicales, la metalurgia, los jeroglíficos y otras minucias semejantes. Otro método para desorientar es referirle al lector lo que el detective ha observado y deducido, pero demostrar que tales observaciones y deducciones son incorrectas, de modo que conducen a una sorpresa cuidadosamente elaborada que nos reserva el último capítulo de la narración, según el modelo de 'Trent's last case' (El último caso Trent, 1913) de Edmund C. Bentley (1875-1956)".
Otro notable escritor del género policíaco fue el norteamericano S. S. Van Dine (pseudónimo de Willard Huntington Wright, 1888-1939), creador del famosísimo detective Philo Vance que protagonizó, entre otras, "The Benson murder case" (El misterioso caso Benson, 1926) y "The Bishop murder case" (El crimen del Obispo, 1930). En el breve ensayo "The rules of the mystery novel" (Las reglas de la novela de misterio, 1928), Van Dine resumió las claves de su escritura en diez y nueve puntos:
"1) el lector y el detective deben tener las mismas posibilidades de resolver el problema; 2) el autor no tiene derecho de emplear ante el lector trucos y tretas distintos de los que el propio culpable emplea ante el detective; 3) la verdadera novela policíaca debe estar exenta de toda intriga amorosa. Introducir en ella el amor sería, en efecto, perturbar el mecanismo del problema puramente intelectual; 4) el culpable nunca se debe descubrir bajo los rasgos del propio detective nide ningún miembro de la policía; 5) el culpable debe encontrarse mediante una serie de deducciones y no por accidente, por azar, ni por confesión espontánea; 6) por definición, en toda novela policíaca es necesario un policía. Ahora bien, ese policía debe hacer su trabajo y debe hacerlo bien. Su tarea consiste en reunir los indicios que nos lleven al individuo que ha jugado la mala pasada en el primer capítulo. Si el detective no llega a una conclusión satisfactoria mediante el análisis de los indicios que ha reunido, no habrá resuelto el problema; 7) una novela policíaca sin cadáver no es novela policíaca. Hacer leer trescientas páginas sin siquiera ofrecerun crimen, equivaldría a mostrarse demasiado exigente con un lector de novela policíaca; 8) el problema policíaco debe resolverse con ayuda de medios estrictamente realistas; 9) en una novela policíaca digna de ese nombre no debe haber más que un verdadero detective. Reunir los talentos de tres o cuatro policías para perseguir al bandido implicaría no sólo dispersar el interés y empañar la claridad del razonamiento, sino también tomar ventaja desleal contra el lector; 10) el culpable debe ser siempre una persona que haya desempeñado un papel más o menos importante en la historia, es decir, alguien a quien el lector conozca y le interese. Atribuir el crimen en el último capítulo a un personaje que se acaba de presentar o que ha desempeñado en la intriga un papel enteramente insignificante equivaldría, por parte del autor, a confesar su incapacidad para medirse con el lector; 11) el autor nunca debe escoger al criminal entre el personal doméstico como el criado, el lacayo, el cocinero y así por el estilo. En esto existe una objeción de principio, pues es una solución demasiado fácil. El culpable debe ser alguien que valga la pena; 12) no debe haber más de un culpable, independientemente del número de asesinatos cometidos. Toda la indignación del lector debe poder concentrarse en una sola alma negra; 13) las sociedades secretas, las mafias, no tienen cabida en la novela policíaca. El autor que se vale de ellas cae en el terreno de la novela de aventuras o de la novela de espionaje; 14) la manera en que se comete el crimen y los medios que han de llevar al descubrimiento del culpable deben ser racionales y científicos. La pseudo-ciencia y sus aparatos puramente imaginarios no tienen cabida en la verdadera novela policíaca; 15) la palabra clave del enigma debe ser aparente a lo largo de toda la novela, desde luego a condición de que el lector sea lo suficientemente perspicaz para captarla. Con lo cual quiero decir que si el lector releyera el libro, una vez develado el misterio, vería que, en cierto modo, la solución saltaba a los ojos desde el principio, que todos los indicios permitían concluir la identidad del culpable y que, si hubiera sido tan sutil como el propio detective, habría podido penetrar en el misterio sin leer hasta el último capítulo. Sería ocioso decir que ello ocurre con bastante frecuencia e incluso me atrevería a afirmar que es imposible guardar en secreto, hasta el final y ante todos los lectores, la solución de una novela policíaca construida bien y lealmente. Siempre habrá cierto número de lectores que se muestren tan sagaces como el escritor. En esto reside precisamente el valor del juego; 16) en la novela policíaca no debe haber largos pasajes descriptivos, como tampoco análisis sutiles o preocupaciones de atmósfera. Ello sólo sería un estorbo cuando se trata de presentar claramente un crimen y de buscar al culpable. Esos pasajes retrasan la acción y dispersan la atención, desviando al lector del fin principal que consiste en plantear un problema, analizarlo y hallar una solución satisfactoria. Pienso que, cuando el autor ha logrado dar la impresión de realidad y captar el interés y simpatía del lector tanto para los personajes como para el problema, ha hecho suficientes concesiones a la técnica puramente literaria. La novela policíaca es un género muy definido. El lector no busca en ella ni ornamentos literarios, ni proezas de estilo, ni tampoco análisis demasiado profundos, sino cierto estímulo para el espíritu o una especie de actividad intelectual como la que encuentra asistiendo a un partido de fútbol o dedicándose a resolver crucigramas; 17) el escritor debe abstenerse de escoger al culpable entre los profesionales del crimen. Los delitos de los bandidos pertenecen al campo de la policía y no al de los autores y los detectives aficionados. Esos delitos componen la rutina de las comisarías, mientras que un crimen cometido por una anciana conocida por su gran caridad es verdaderamente fascinante; 18) lo que se ha presentado como un crimen no se puede mostrar al final de la novela como un accidente ni un suicidio. Imaginar una pesquisa larga y complicada para concluirla mediante tal fiasco, equivaldría a jugarle al lector una imperdonable mala pasada; y 19) el motivo del crimen siempre debe ser estrictamente personal. La novela debe reflejar las experiencias y las preocupaciones cotidianas del lector, al mismo tiempo que ofrecer cierto derivativo a sus aspiraciones o a sus emociones reprimidas".
Por su parte, el sacerdote -anglicano primero y católico después- Ronald Knox (1888-1957), académico del St. Edmund’s College de la Universidad de Oxford y escritor de novelas policíacas como "The viaduct murder" (El crimen del viaducto, 1925), "The footsteps at the lock" (Las huellas en la cerradura, 1928) y "Still dead" (Todavía muerto, 1934), también tenía su decálogo:
"1) el criminal debe ser mencionado tempranamente en el relato; 2) las soluciones sobrenaturales deben excluirse; 3) sólo se admite un cuarto o pasillo secreto; 4) no está permitido el uso de venenos desconocidos; 5) ningún chino debe aparecer en la historia; 6) el detective no debe ser favorecido por accidentes afortunados o intuiciones; 7) el detective no debe ser el autor del crimen; 8) el detective no debe ocultar al lector las claves del misterio; 9) no se deben ocultar los pensamientos del respectivo "Watson" de la novela; y 10) se debe hacer una advertencia muy especial con respecto al empleo de hermanos mellizos o dobles".
Alguien que de ésto sabía mucho, la británica Agatha Christie (1890-1976), creadora del inefable e infalible Hercule Poirot, a quien su propia creadora tachó de "detestable, ampuloso, pesado y egocéntrico", aplicó casi al pie de la letra las recomendaciones de sus colegas en su numerosa producción. "Murder on the Orient Express" (Asesinato en el Orient Express, 1934), "Death on the Nile" (Muerte en el Nilo, 1937) y "Five little pigs" (Cinco cerditos, 1942) son sólo algunas de las más famosas historias de la "Reina del crimen" que pasa por ser la escritoria más popular y más prolífica del género. A pesar de su enorme fama, Agatha Christie reconoció en "The clocks" (Los relojes, 1963), quienes eran los verdaderos maestros del género, y lo hizo por boca de su mayor creación:
"Opté por escuchar a Poirot con toda atención.
—Ocupémonos ahora de las 'Aventuras de Arsenio Lupin'. ¡Qué fantástica, qué irreal resulta esta obra! Y, sin embargo, ¡cuánta vitalidad, qué vigor encierra! Hay en ella también su carga de humor, bien dosificado.
Dejando a un lado este volumen, Poirot tomó otro libro.
—Aquí tiene usted 'El misterio del cuarto amarillo'. ¡Ah, este sí que es un verdadero clásico! No tengo más remedio que confesar mi plena conformidad con él, del principio al fin. En su época suscitó muchas críticas: muchos consideraron que su asunto era falso. Grave error; en todo caso, estaba muy cerca de la falsedad, lo separaba de ella el espesor de un pelo. Pero no; todo lo que este libro contiene es verdadero, una verdad que se oculta tras el astuto juego de las palabras. Todo se aclara en el momento culminante, cuando los hombres se encuentran en la confluencia de tres pasillos -Poirot hizo una leve reverencia-. Definitivamente, una obra maestra, aunque en mi opinión casi olvidada en la actualidad.
Poirot suspiró. Echó hacia atrás su cabeza y bebió lo que quedaba en la taza de su tisana.
—Y además... están los favoritos de todos los tiempos.
Mi amigo buscó un nuevo libro.
—Las 'Aventuras de Sherlock Holmes' —murmuró con admiración, para agregar de inmediato, devotamente, una sola palabra: Maestro!
—¿Sherlock Holmes? —inquirí.
—¡Oh, no! ¡Sherlock Holmes no! Mi exclamación iba destinada a su creador, sir Arthur Conan Doyle. Estas historias de Holmes que todos conocemos se integran con elementos un tanto traídos de los pelos, en verdad. No pocas son falaces y se desarrollan de manera artificiosa. Pero quiero referirme al arte con que fueron escritas... ¡Esa es otra cuestión! En las páginas de Conan Doyle se paladea un lenguaje de buena ley. Y, sobre todo, hay que mencionar la magnífica composición del doctor Watson, una verdadera creación. Es uno de los indiscutidos logros de su autor".
Se refería, claro está, a Maurice Leblanc (1864-1941), creador del embustero ladrón de "guante blanco" Arsenio Lupin; a Gastón Leroux (1868-1927), famosísimo en la época en que publicó "Mystère de la chambre jaune" (El misterio del cuarto amarillo, 1907) y "Le fantóme de l'opéra" (El fantasma de la ópera, 1910); y, naturalmente, al doctor Arthur Conan Doyle (1859-1930), padre del personaje cuya fama superó ampliamente a la de su propio creador: Sherlock Holmes.