3 de junio de 2008

Mario Levrero, la máquina de pensar

Mario Levrero nació en Montevideo, Uruguay, el 23 de enero de 1940. A lo largo de su vida desempeñó diversos oficios -fotógrafo, librero, guionista de historietas, humorista y redactor de revistas de ingenio- hasta que, en 1970, publicó su primera novela : "La ciudad". Después le seguirían "París" (1979), "El lugar" (1984), "Fauna/Desplazamientos" (1987), "Dejen todo en mis manos" (1994), "El alma de Gardel" (1996), "El discurso vacío "(1996) y la póstuma "La novela luminosa" (2006). También publicó los libros de cuentos "La máquina de pensar en Gladys" (1970), "Todo el tiempo" (1982), "Aguas salobres" (1983), "Los muertos" (1986), "Caza de conejos" (1986), "Espacios libres" (1987), "El sótano" (1988), "El portero y el otro" (1992), "Ya que estamos" (2001) y "Los carros de fuego" (2003), además de los dos tomos de "Irrupciones" (2001), que recopilan su columna periodística en la revista "Posdata" de Montevideo realizada entre 1996 y 1998, el folletín "Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo" (1975), el ensayo "Manual de parapsicología" (1980) y las historietas "Santo varón" (1986) y "Los profesionales" (1988).
De "La máquina de pensar en Gladys" son los siguientes textos:

HISTORIA SIN RETORNO Nº 2
Un perro, Campeón. Vivía solo con él y llegó a incomodarme. Lo llevé al bosque, lo dejé atado con una piola que pudiera romper con un poco de perseverancia y volví a casa.
En un par de días lo tuve rascando la puerta; lo dejé entrar.
Se me hizo intolerable; lo llevé a un bosque más lejano y lo até a un árbol con una piola más gruesa (sabía que el defecto no estaba en la piola sino en la fidelidad del animal, quizás tenía la se­creta esperanza de que esta vez no pudiera liberarse y muriera de hambre).
Volvió algunos días después.
Entonces supe que el perro volvería siempre. No me atrevía a matarlo por temor a los remordimientos; y pensé que aunque lograra efectivamen­te perderlo, en un bosque más lejano aún, viviría con el temor constante de su regreso; atormentaría mis noches y enturbiaría mis alegrías; me ataría más su ausencia que su presencia.
Entonces dudé apenas un instante ante la majestad del bosque compacto que se alzaba ante mis ojos -umbrío, imponente desconocido-; re­sueltamente, comencé a internarme, y seguí internándome hasta que, finalmente, me perdí.


ESE LIQUIDO VERDE
Llaman a la puerta. No espero a nadie; me ex­traña que llamen. Sin embargo, abro.
Hay una muchacha de uniforme y ojos verdes; sonríe, muestra un portafolios y me dice:
—¿Me permite pasar? Es una demostración gratuita domiciliaria.
No lo pienso; me hago a un lado y entra, al tiempo que abre el portafolios. Extrae una franela y un frasco, pero aún no reparo en esto; detrás de ella entra un payaso, que se para de manos en el centro de la pieza, y hay más gente afuera.
La muchacha humedece la franela con el con­tenido del frasco -un líquido verde- y comien­za a pasarla por una mesa, frotando lentamente con movimientos circulares. Ha entrado una pare­ja de equilibristas que hacen pruebas maravillo­sas; una consiste en hamacarse; colgados de la araña, y dar una vuelta completa en el aire y caer de pie, haciendo un saludo; pero yo estoy atento al domador que entra con un león y un tigre (que gruñen con sonidos estomacales y peligrosos), y luego a la ecuyére de pie sobre el caballo, y a los camellos y a la jirafa y al elefante; éste queda tra­bado en la puerta, a pesar de que el director ha abierto especialmente las dos hojas. El elefante tiene una expresión penosa mientras el domador y el payaso lo empujan hacia afuera, para destrabar­lo; luego lo empujan de nuevo hacia adentro, tor­ciéndolo ligeramente, y logran hacerlo pasar. Quedaba el motorista suicida que irrumpe con ruido infernal, a gran velocidad; da vueltas por las paredes y hasta por el techo.
Me acerco a la muchacha y le digo que ya tengo bastante de su demostración domiciliaria, que ya no me interesa, que no he de comprar, de todos modos, ningún producto; que está perdiendo tiempo, y yo el mío.
No se enoja; sonríe, interrumpe sus movi­mientos circulares, guarda sus cosas, me saluda y sale. Mientras baja la escalera me asomo y le gri­to:
—Y llévese también su circo. ¡Por Dios!
—¿Mi circo? —pregunta, asombrada—. ¿Qué me dice? Esa gente no ha venido conmigo.


Afortunadamente, la obra de Levrero abandonó paulatinamente la circulación casi secreta entre los admiradores de la ciencia ficción y la literatura fantástica, para proyectarse sobre un público cada vez más amplio. Su obra, indudablemente, lo ubica como uno de los referentes más originales dentro de la narrativa rioplatense. Levrero falleció en Montevideo el 30 de agosto de 2004.