Macedonio Fernández
Argentina (1874-1952)
Aquel verdugo era un santo de aquella época.
Uno le decía:
- ¡Con amore!, querido Sebastián. ¡Con amore!, por favor.
Y él lo hacía con una suavidad e instantaneidad tan empeñosa que no se sentía casi nada. Esto podemos saberlo hoy y contarlo por lecturas del siglo VI. Sabido es que entonces no se tardaba tanto para resucitar como ahora que rige para ello el Juicio Final; los muertos griegos eran más dinámicos. Era raro entonces que un hombre entrado en años no hubiera sido ajusticiado alguna vez: el hecho ayudaba a vivir.
Y él lo hacía con una suavidad e instantaneidad tan empeñosa que no se sentía casi nada. Esto podemos saberlo hoy y contarlo por lecturas del siglo VI. Sabido es que entonces no se tardaba tanto para resucitar como ahora que rige para ello el Juicio Final; los muertos griegos eran más dinámicos. Era raro entonces que un hombre entrado en años no hubiera sido ajusticiado alguna vez: el hecho ayudaba a vivir.
FELICES LOS NORMALES
Roberto Fernández Retamar
Cuba (1930)
Felices los normales, esos seres extraños. Los
que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, una
casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida. Los que no han sido
calcinados por un amor devorante. Los que vivieron los diecisiete rostros de la
sonrisa y un poco más. Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros, los
satisfechos, los gordos, los lindos. Los rintintín y sus secuaces, los que cómo
no, por aquí. Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura. Los
flautistas acompañados por ratones. Los vendedores y sus compradores. Los
caballeros ligeramente sobrehumanos. Los hombres vestidos de trueno y las
mujeres de relámpagos. Los delicados, los sensatos, los finos, los amables, los
dulces, los comestibles y los bebestibles. Felices las aves, el estiércol, las
piedras. Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños, las
ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan y nos construyen, los
más locos que sus madres, los más borrachos que sus padres y más delincuentes
que sus hijos, y más devorados por amores calcinantes. Que les dejen su sitio
en el infierno, y basta.
LEYENDA DE LAS GOLONDRINAS
Laura Devetach
Argentina (1936)
Es otoño maduro y todavía están las golondrinas
en Buenos Aires, dando vueltas, considerando qué hacer. Hay tanto follaje
aéreo, tantos bosques de antenas en los que hacen pie cuando vienen cada año de
San José de Capistrano. Van y vuelven al bosque vibrátil. Desde allí dominan la
ciudad. Cuentan que un día, nadie sabe por qué extraño acuerdo, las golondrinas
se pusieron a patalear sobre sus árboles metálicos. El pataleo se fue extendiendo
por la ciudad y no se pudo ver televisión durante largos ratos. Sucedió el
mismo día en que el Presidente tocó con la gracia del indulto a los comandantes
que habían hecho desaparecer a treinta mil personas. De ahí en más la danza de
las golondrinas empezó a repetirse. Del alboroto salían plumas y crujidos de
antenas arqueadas, de cables con caca de pajaritos. Entonces los televisores se
nublaban, se llenaban de bruma, o de arena. O de olvido. Las pantallas eran
fotografías de las memorias ajadas. Las golondrinas se encargaban de recordar.
Pero mucha gente buscó soluciones rápidas para eludir el problema. Las
golondrinas ya no bastaban, ya no bastan. Por eso es otoño maduro y todavía
están aquí, en Buenos Aires, considerando qué hacer.
PARA QUE SIRVE UN POETA
Isidoro Blaisten
Argentina (1933-2004)
¿Para qué sirve? Según el lugar desde donde se
formule la pregunta, para nada. Como dijo Oscar Wilde, todo arte es inútil.
Todo poeta es inútil y para algunos familiares de poetas todo poeta es un
inútil. Pero, o porque, si se formula la pregunta desde otro lugar, el poeta
trastrueca la familia y los familiares, vuelve útil lo inútil y cuando el
viento sopla por los ojos da vuelta la red, la seda de los párpados.
EL CUENTO
Javier Villafañe
Argentina (1909-1996)
Ninguno de nosotros -y éramos más de cien los
que habíamos ido exclusivamente a escuchar el cuento- pudimos oírlo. Desde el
comienzo, desde que el narrador dijo: "Tenía dos callos en un pie",
no sabíamos si era Diego o Pedro o Luis el que contaba el cuento o si era Diego
o Pedro o Luis el que tenía dos callos en un pie, porque se oían junto con la
voz del narrador los discursos de un banquete, una orquesta, un coro y había
mucha gente que entraba y salía, una mujer con un rodete, unas parejas bailando,
trenes, barcos, aviadores, buzos, gritos, manos apostando sobre las mesas,
copas, botellas, naipes, vendedores de diarios. Eramos más de cien los que
queríamos oír el cuento, pero la música, el coro, la mujer del rodete, las
parejas bailando, los discursos y la gente que entraba y salía y los aviadores
y los buzos y los trenes y los barcos y los vendedores de diarios y las
apuestas no nos dejaban oír. Y preguntábamos:
- ¿Era Luis, era el pie izquierdo? ¿Era Pedro o Diego o era el
pie derecho? ¿Qué pie de qué Pedro o de qué Diego o de qué Luis?
Apenas sí nos oíamos entre nosotros y eso era haciendo un gran esfuerzo para escucharnos, apartando con los brazos la música, las parejas, los trenes, la mujer del rodete, los aviones, la gente que entraba y salía, los barcos, las apuestas, los discursos. Pudimos escuchar al narrador:
Apenas sí nos oíamos entre nosotros y eso era haciendo un gran esfuerzo para escucharnos, apartando con los brazos la música, las parejas, los trenes, la mujer del rodete, los aviones, la gente que entraba y salía, los barcos, las apuestas, los discursos. Pudimos escuchar al narrador:
- Una tarde puso el pie con los dos callos en una palangana
llena de agua hirviendo y salmuera...
Queríamos seguir escuchando y bajábamos la música y echábamos a la mujer del rodete, a los trenes, a los barcos, a los vendedores de diarios, a los buzos y hacíamos una bocina con la mano en la oreja para oír. Y escuchamos:
Queríamos seguir escuchando y bajábamos la música y echábamos a la mujer del rodete, a los trenes, a los barcos, a los vendedores de diarios, a los buzos y hacíamos una bocina con la mano en la oreja para oír. Y escuchamos:
- ...después con un cortaplumas afilado se cortó un callo de
raíz...
No pudimos oír cómo seguía. Otra vez los trenes, los discursos, la música, los barcos.
No pudimos oír cómo seguía. Otra vez los trenes, los discursos, la música, los barcos.
- ¿Y el otro callo? ¿El otro callo?" -preguntábamos los
interesados-.
Eramos más de cien sentados en un banco. Algunos habíamos venido
desde muy lejos exclusivamente para escuchar el cuento y no pudimos saber qué le
pasó al otro callo. La mujer del rodete gritaba. Oímos haciendo un gran
esfuerzo:
- ...sangró el callo, se infectó el pie y se lo cortaron...
Y preguntamos:
- ¿Era el pie izquierdo? ¿Era el pie derecho? ¿Era Diego o Pedro o Luis?
- ...pie para ser clavado en una cruz con un callo arriba y otro callo abajo...
No reconocíamos la voz del narrador.
- ...la muleta corriendo por la calle llevando al pie envuelto en un papel de diario y los cinco dedos asomándose por debajo del brazo.
Después oímos:
- Señores: aquí está la palangana con la gota de sangre. Acérquense. Aquellos que duden, pueden verla.
Quisimos ver la palangana con la gota de sangre. El pie con los dos callos. Eramos más de cien. No pudimos llegar. Nos detenían los trenes, la gente que entraba y salía, la música, las parejas bailando, los aviadores, los discursos, las apuestas, los vendedores de diarios, la mujer del rodete y un altoparlante que repetía sin cesar:
- Circulen, caballeros, circulen.
- ¿Era el pie izquierdo? ¿Era el pie derecho? ¿Era Diego o Pedro o Luis?
- ...pie para ser clavado en una cruz con un callo arriba y otro callo abajo...
No reconocíamos la voz del narrador.
- ...la muleta corriendo por la calle llevando al pie envuelto en un papel de diario y los cinco dedos asomándose por debajo del brazo.
Después oímos:
- Señores: aquí está la palangana con la gota de sangre. Acérquense. Aquellos que duden, pueden verla.
Quisimos ver la palangana con la gota de sangre. El pie con los dos callos. Eramos más de cien. No pudimos llegar. Nos detenían los trenes, la gente que entraba y salía, la música, las parejas bailando, los aviadores, los discursos, las apuestas, los vendedores de diarios, la mujer del rodete y un altoparlante que repetía sin cesar:
- Circulen, caballeros, circulen.
AMANTES
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)
El hombre y la mujer, enloquecidos, se
devoraron en la oscuridad. Poco antes del mediodía, distraída y sin prisa, la
camarera corrió las cortinas, recogió las prendas desparramadas por el cuarto y
las depositó en el bote de los desperdicios. Luego cambió las sábanas.
EL LECHO
Silvina Ocampo
Argentina (1903-1994)
Se amaban, pero los celos retrospectivos o
futuros, la envidia recíproca, la desconfianza mutua, los carcomía. A veces, en
un lecho, olvidaban estos desventurados sentimientos y gracias a él sobrevivían.
A una de esas veces, la última, me referiré. El lecho era mullido y amplio y
tenía una colcha rosada, el centro de la cabecera, de hierro, representaba un
paisaje con árboles y barcos. El sol del poniente iluminaba una nube que
parecía una llama. Cuando se abrazaban, el que tenía la suerte de estar
colocado boca abajo, besando la otra boca, contemplaba aquella nube, atraído
por el furor insólito que la iluminaba, a través de los caireles de una araña
con tulipas rojas y verdes. Se demoraron en el lecho más que de costumbre. Los
ruidos de la calle crecieron y murieron con la luz. Se hubiera dicho que el
lecho navegaba sobre un mar sin tiempo, sin espacio, al encuentro de la dicha o
de algo que la remedaba equívocamente... El alba se asomaba a las ventanas.
- Hay olor a quemado. Anoche soñé con un incendio -dijo ella, en
un momento de horror, frente al enojo de él, para distraerlo.
- Invenciones de tu olfato -dijo él.
- Estamos en el noveno piso -agregó ella, tratando de parecer asustada-. Tengo miedo.
- No cambies de conversación.
- No cambio de conversación. El fuego hace ruido de agua ¿no oyes?
- Estamos en el noveno piso -agregó ella, tratando de parecer asustada-. Tengo miedo.
- No cambies de conversación.
- No cambio de conversación. El fuego hace ruido de agua ¿no oyes?
- Invenciones de tu oído.
El cuarto estaba intensamente iluminado y caliente. Era una hoguera.
El cuarto estaba intensamente iluminado y caliente. Era una hoguera.
- Si nos abrazáramos, nos quemaríamos tan sólo la espalda.
- Nos quemaremos enteros -dijo él, mirando el fuego con ojos
enfurecidos.
EL JARDINERO
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)
El tenía cincuenta y cinco años y ella veinte.
Ella quiso diseñar un nuevo jardín y el esposo consintió. Se dividieron el
trabajo y mientras él compraba las semillas, ella contrató al jardinero. Las
rosas florecen y resplandecen. Y ella, más.
DE "EL CUADERNO ROJO"
Paul Auster
Estados Unidos (1947)
Hace tres veranos, encontré una carta en mi
buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no
conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la Oficina de Correos habían estampado
en el anverso del sobre varios sellos: "Desconocido", "A su
procedencia". Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan y al lado
alguien había escrito: "No vive en esta dirección". Trazada con la
misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre,
junto a las palabras "Devolver al remitente". Suponiendo que la Oficina de Correos
había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién
era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre
y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en
una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden
encargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas).
La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el
hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un
paquete de etiquetas con mi dirección impresa. Dentro del sobre había una carta
mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: "Querido Robert: en
respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo decirte que, como otros autores,
a menudo recibo cartas sobre mi obra". Luego, en un estilo rimbombante y
pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y
autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a "Robert" por las
ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario
sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que
jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada
con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba.
Alguien estaba intentando hacerse pasar por mí, y, por lo que sé, lo sigue
intentando. Un amigo me sugirió que era un ejemplo de "arte por
correo". Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto
que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando
a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada
en el servicio de correos de los Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha
dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a
escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O
sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre
como ellos quieren. Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño
misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas y no ha vuelto a dar
señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca
he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un
hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no
comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años y he dejado
que se convierta en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y
gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá
sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no
dejará nunca de escapárseme.
LA FOTO SALIO MOVIDA
Julio Cortázar
Argentina (1914-1984)
Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al
meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de
fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en
vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera
desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede
suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de
dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía de teléfono llena de música, y el
ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de
sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así
es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero
como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus
presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus
manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también
las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su
desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber,
no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de
Samuel Smiles.