Los primeros antecedentes de la narrativa policial en la Argentina pueden rastrearse a finales del siglo XIX, cuando aparecieron los relatos "La huella del crimen" de Luis V. Varela (1845-1911), "El candado de oro" (rebautizado "La pesquisa" en su segunda edición) de Paul Groussac (1848-1929) y "La bolsa de huesos" de Eduardo L. Holmberg (1852-1937) en 1877, 1884 y 1896 respectivamente. Ya en el siglo XX, el manejo y el conocimiento de las reglas del género están presentes en algunas narraciones de Horacio Quiroga (1878-1937) -"El triple robo de Bellamore" (1903), "El crimen del otro" (1904)- y con mayor frecuencia en la obra de Vicente Rossi (1871-1945), autor del libro de cuentos "Casos policiales" (1912).
Luego, durante los años '20 y '30, escritores como Eustaquio Pellicer (1859-1937), Arístides Rabello (1886-1941), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Leonardo Castellani (1899-1981) y Enrique Anderson Imbert (1910-2000), produjeron relatos policiales. Con la aparición en 1944 de la colección "El Séptimo Círculo", dirigida por Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), se produjo un cambio notable en el mercado editorial argentino dedicado al género policial. El éxito obtenido por la colección impulsó la producción local con concursos en los que participaban una gran cantidad de autores argentinos. Así, en 1953, Rodolfo Walsh (1927-1977) publicó "Variaciones en rojo", un libro que fue galardonado con el premio Municipal de Literatura, y, ese mismo año, seleccionó y prologó "Diez cuentos policiales argentinos", la primera antología del género dedicada exclusivamente a escritores argentinos, lo que constituyó un verdadero mojón en la historia de la narrativa policial en la Argentina.
El crítico literario y periodista argentino Jorge Lafforgue (1935) ha publicado a propósito de este género múltiples trabajos, entre ellos antologías de Arthur Conan Doyle (1859-1930), Gilbert K. Chesterton (1874-1936) y otros, además de los ensayos escritos en colaboración con Jorge B. Rivera (1935-2004) reunidos en "Asesinos de papel", y el imprescindible "Cuentos policiales argentinos" aparecido en 1997, cuyo prólogo se reproduce más abajo. En él, el autor seleccionó veinticinco cuentos a los que subdividió en cuatro etapas históricas, a saber: Período formativo ("La pesquisa" de Paul Groussac, "El triple robo de Bellamore" de Horacio Quiroga, "Los vestigios de un crimen" de Vicente Rossi y "El botón del calzoncillo" de Eustaquio Pellicer); Período clásico ("El crimen casi perfecto" de Roberto Arlt, "El caso de Ada Terry" de Leonardo Castellani, "La muerte y la brújula" de Jorge Luis Borges, "Homicidio filosófico" de Conrado Nalé Roxlo, "Las noches de Goliadkin" de Adolfo Bioy Casares y J.L. Borges, "El agua del infierno" de Manuel Peyrou y "Al rompecabezas le falta una pieza" de Enrique Anderson Imbert); Período de transición ("La pesquisa de don Frutos" de Velmiro Ayala Gauna, "Cuento para tahúres" de Rodolfo Walsh, "Las señales" de Adolfo Pérez Zelaschi, "Los tiempos de Ramón Acuña" de Isaac Aisemberg, "Zorro viejo" de Norberto Firpo, "El beguén" de Angélica Gorodischer y "La cuestión de la dama en el Max Lange" de Abelardo Castillo); y Período negro ("La noche de Mantequilla" de Julio Cortázar, "La loca y el relato del crimen" de Ricardo Piglia, "Obelisco" de Juan Martini, "El náufrago de las sombras" de Carlos Dámaso Martínez, "Un error de Ludueña" de Elvio E. Gandolfo, "Frente de tormenta" de Vicente Battista y "Versión de un relato de Hammett" de Juan Sasturain). De este modo, Lafforgue permite apreciar el desarrollo de la literatura policial en el país a lo largo de algo más de cien años.
Hacia fines del siglo XIX Buenos Aires era un hervidero: mientras el positivismo imponía sus leyes, la fiebre del progreso ganaba las calles. Los planes de la generación del ochenta se estaban cumpliendo: ya Roca había limpiado el "desierto" de indios molestos y el proceso inmigratorio, si bien no selectivo, con su avalancha ítalo-gallega transformaba totalmente la fisonomía del país, en particular de la ciudad-puerto, que dejaba atrás la imagen de "gran aldea" para convertirse en bullente "cosmópolis". Y en ella, en la bullente Buenos Aires, las novedades culturales se sucedían con vértigo y orgullo: se fundan entonces la Facultad de Filosofía y Letras y el Museo de Bellas Artes; se levantan el Teatro Colón y el Plaza Hotel; se realizan las reuniones del Ateneo y la Syringa; se multiplican las publicaciones periódicas; se dan los primeros pasos del teatro rioplatense, vía gauchescos y saineteros; se instaura el modernismo con dos libros capitales: "Prosas profanas" y "Los raros", que Rubén Darío publica en 1896.
A comienzos del año siguiente, un polígrafo de origen francés, Paul Groussac, reeditará su cuento "La pesquisa". Desde su mismo título y al escudarse su autor en el anonimato (extremo de todo seudónimo) brinda las pistas iniciales para descubrir en ese texto el "primer relato policial escrito en el país con conciencia y conocimiento del género" (Fermín Févre), cuya estructura por lo demás corresponde a la etapa configuradora del policial en Europa, entre la tradición folletinesca francesa y la más decantada de los Victorianos ingleses. El protagonista de este cuento reivindica el buen olfato, la fuerza de un "yo instintivo y vergonzante", una intuición privilegiada como condición necesaria en el instante decisivo del descubrimiento; agrega al interés profesional por resolver el enigma la "curiosidad desinteresada", que actúa como acicate fundamental; consecuentemente, él concluye la tarea al margen de su rutina policial y la desgrana años después durante un plácido crucero... Si a estos rasgos de conducta del personaje principal agregamos el escenario sombrío -esa aislada casa quinta de la Recoleta-, junto con cadáveres, sangre, un testigo sospechoso, huellas extrañas, mensajes enigmáticos, falsa identidad, podemos convenir que los elementos configuradores del género no han sido escatimados. Por último, el presunto carácter novel del autor (anonimato declarado) y el mismo encuadre narrativo (relato dentro del relato) nos permiten incluso limar ciertas ingenuidades.
Si nos atenemos a esa fecha, 1897, bien podríamos proclamar los "cien años del relato policial" en estas tierras. Pero, en verdad, hacía ya algunos años que este campo venía siendo abonado por varios pioneros: al jurisconsulto Luis V. Varela se le debe un par de novelas, ambas de 1877, con el manifiesto sello de Gaboriau; Carlos Monsalve da a conocer por entonces una producción que muestra claramente "la preocupación por lo policial" (Juan Jacobo Bajarlía); Carlos Olivera realiza hacia 1880 las primeras traducciones de Poe, incluyendo sus tres cuentos policiales canónicos; Eduardo L. Holmberg publica "La bolsa de huesos y otros relatos" que se reconocen dentro del género, para no mencionar al prolífico Eduardo Gutiérrez, cuyos folletines suelen bordearlo.
A la vuelta de este siglo, con el triunfo modernista y la expansión del periodismo, los escritores tienden a profesionalizarse. Desde ese momento, el lenguaje será una pasión manifiesta, nunca soslayada. En las páginas que siguen se ha incluido a dos uruguayos -trasplantados a esta orilla del Plata, pero que pronto se radicarán en Misiones y en Córdoba- que sin duda fueron escritores representativos de ese momento de fuerte recomposición literaria mediante textos como "Los desterrados" o "Cosas de negros". "El triple robo de Bellamore" es un cuento que corresponde a la etapa de transición de Horacio Quiroga entre su inicial modernismo y la voz narrativa plena y madura de sus textos misioneros. Con economía de recursos, el narrador trasmite un ejemplo de razonamiento deductivo a cargo de Zaninski, que no hubiese desdeñado el caballero Dupin; pero la vuelta de tuerca final -el mero exceso de coincidencias que cuestionaría a la lógica triunfante- brinda al cuento un toque de originalidad, lo cierra con una nota de desolado escepticismo. Por su parte, Vicente Rossi -escritor insólito e injustamente olvidado- publicó en una revista porteña y recogió luego en un libro cordobés una serie de "casos" policiales que le permitieron desplegar un amplio abanico de recursos y estrategias del género. El carácter lúdico de "Los vestigios de un crimen" no impide advertir su verosímil localización y su ceñida factura.
En las dos décadas que van del Centenario al golpe militar de 1930 podemos señalar un doble fenómeno convergente en el desarrollo del policial: la aparición esporádica de textos de autores nacionales que incursionan en el género o lo cruzan con el relato de aventuras en publicaciones periódicas de kiosco: "El Cuento Ilustrado", "La Novela Semanal", "Bambalinas" y similares (de ese variado espectro se incluye "El botón del calzoncillo", parodia de los métodos holmesianos debida a Eustaquio Pellicer), junto con la formación de un público lector que ha de frecuentar obras del género, primero en colecciones generales (como la valiosa Biblioteca de La Nación) y luego en colecciones específicas de amplia difusión (las series de Tor, de Molino, entre otras).
Cumplido entonces lo que en este libro llamo "Período formativo", el género comienza a tomar forma, a conjugar sus elementos dispersos y/o esporádicos en un cierto orden, durante los años treinta, cuando se multiplican las colecciones específicas y sus consecuentes lectores; cuando se editan un par de novelas policiales: "El enigma de la calle Arcos" (1932) y "El crimen de la noche de bodas" (1933) y cuando se publican en diarios y revistas los cuentos policiales de Enrique Anderson Imbert, Manuel Peyrou, Roberto Arlt y Leonardo Castellani, para sólo mencionar autores incluidos en esta antología. Estos fenómenos son el fermento o las raíces de esa gran eclosión que tiene lugar a principio de los cuarenta con la aparición de los libros de Abel Mateo y de Castellani: "Con la guadaña al hombro" (1940) y "Las nueve muertes del padre Metri" (1942), respectivamente; con los cuentos paradigmáticos de Borges: "El jardín de senderos que se bifurcan" (1941) y "La muerte y la brújula" (1942), y con los "Seis problemas para don Isidro Parodi" (1942) del binomio Bioy-Borges que firma H. Bustos Domecq, entre otros cuantos textos. Conviene recordar que el impulso consolidatorio que tales libros revelan se sustenta en el notable crecimiento de la industria editorial en el país durante esos años, fenómeno que también ha de permitir la fundación y el desarrollo de colecciones del género hoy legendarias: El Séptimo Círculo, cuyos primeros títulos publica Emecé a comienzos de 1945, la Serie Naranja y Evasión, ambas de Hachette, las populares Rastros y Pistas y tantas otras (esta feliz conjunción de hechos ha llevado a muchos estudiosos a situar en ese venturoso momento el inicio del relato policial en la Argentina. No cabe discutir ahora esa falacia o equívoco, cuya invalidez de todos modos prueba la breve reseña precedente).
Los siete relatos que integran la segunda parte de esta antología, el llamado "Período clásico", dan buena cuenta de la notable riqueza y profundidad lograda por nuestros escritores en esa etapa de neto predominio de la novela-problema. Las reglas fijadas por los maestros de la vertiente inglesa, la tradicional novela de enigma, la novela detectivesca con su "fair play", están sin duda presentes en nuestros clásicos. Así, por ejemplo, la apuesta al juego de la "pura inteligencia" (para el personaje de Groussac su deseo por descubrir la verdad está "hecho de curiosidad desinteresada"; al de Arlt, el presunto suicidio le "preocupaba no policialmente, sino deportivamente"; a Erik Lonnrot "las meras circunstancias... apenas le interesaban"). O, por ejemplo, la sombra de Chesterton, mejor del padre Brown, que cobija al estentóreo padre Metri (Eduardo Romano lo ha visto muy bien); que sobrevuela las conductas o, mejor, las reflexiones de Jorge Vane, el detective del primer Peyrou; que hasta aparece "disfrazado" en la banda descubierta por don Isidro Parodi; ese Chesterton a quien Nalé dedica un "a la manera de..." y acerca del cual Borges ha escrito en los treinta un par de agudas inquisiciones en "Sur" (ese Chesterton que, junto con Poe y Conan Doyle, integra la tríada más mentada por nuestros maestros del policial). De este modo, el ejercicio de apuntar elementos de filiación entre la corriente inglesa y los escritores argentinos podría no tener término... Sin embargo, si prestamos a estas adaptaciones nacionales una atención menos discipular advertiremos pronto que no todo es pleitesía; más, no pocas veces la ironía, el humor o la articulación paródica instauran una ruptura no aleatoria. Quiero decir, bajo su aparente acatamiento estos textos llegan a romper o poner en cuestión las reglas del juego, aquellas del "fair play"; en algún caso, quedan abiertas hacia inéditos horizontes: o qué si no significa el tiro de gracia de Red Scharlach a ese tenaz detective que ha seguido razonadamente las señales del laberinto; sin duda, mucho más que una simple inversión.
El radical cuestionamiento de "La muerte y la brújula" no es la única perplejidad a la que Borges nos somete. Más llevadera y risueña resulta la serie pergeñada con Adolfo Bioy Casares: aquellos seis casos que el peluquero recluido en una celda de la Penitenciaría Nacional va resolviendo entre mate y mate. Parodi(a) tensa con calma criolla la secuencia Dupin/el Viejo del Rincón/la Máquina Pensante/Max Carradós/lógicos puros, agregándole, mediante la hipérbole, una cuota crítica sobre los usos del lenguaje a cargo (involuntario) de su interlocutor.Aunque menos arriesgados que los borgeanos, otros atajos serán practicados por nuestros escritores para evadirse del mero epigonismo. El más socorrido ha de ser el trabajo sobre la arquetípica figura del detective, cuyo símil nacional ellos irán dibujando a través de esos comisarios llenos de sentido común, bonachones y algo escépticos, como el Leoni de Pérez Zelaschi, el Laurenzi de Walsh o el Baliari de Firpo (Elena Braceras y Cristina Leytour han sabido estudiar la emergencia de estos personajes). Un ejemplo claro de esa búsqueda es el desplazamiento del investigador Jorge Vane por el padrino don Pablo Laborde en los relatos de Peyrou; el más notable quizá sea don Frutos Gómez, protagonista de los cuentos de Ayala Gauna, comisario de un polvoriento pueblo correntino, secundado por el oficial sumariante Luis Arzásola -contrafigura de las clásicas parejas, desde Sherlock Holmes y el Dr. Watson- que cumple los mandatos del buen razonar pero tomando en solfa sus oropeles y excesos.
Estamos ya a mediados de los cincuenta: Walsh acaba de publicar la primera antología del género, "Diez cuentos policiales argentinos" (1953); revistas de gran circulación, como "Leoplán" y "Vea y Lea", acogen y estimulan la producción cuentística de nuestros narradores; a las colecciones antes mencionadas se suman otras, obviamente dada la buena aceptación del público; las realizaciones cinematográficas que incursionan en el género se vuelven frecuentes. Estos y otros elementos contribuyen a perfilar un momento clave, pues la concurrencia de escritores, medios y público permite una continuidad productiva que sustenta uno de los picos más altos en la historia del género a orillas del Plata. Pero, sin embargo, hablamos de un "Período de transición". Fundamentalmente porque los cánones del policial clásico tienden a ser abandonados por la subversión o por la sustitución. En el primer caso mentaría "Operación Masacre" (1957), una investigación periodística de Walsh donde las técnicas narrativas y la organización misma del relato son deudoras del policial (para decirlo de otra manera: el policial se instala en la historia en cuanto ésta provee la base testimonial que su saber organiza; por eso el manifiesto propósito político -que se haga justicia- no borra el placer de la lectura, más allá de que el "compromiso" desplace al "entretenimiento"). Con respecto a la sustitución del paradigma de la novela-problema, el ejemplo posible es Eduardo Goligorsky, cuyas traducciones alimentan las colecciones populares, como Rastros, a la vez que escribe bajo seudónimo una treintena de novelas; tanto en esta producción como en sus traducciones de Hadley Chase, Williams o Goodis queda claro que los modelos yanquis han desplazado a los ingleses. Esta tendencia irá creciendo irrefrenablemente a lo largo de los sesenta, pero más al nivel de las publicaciones (la consagración llega en 1969 con la Serie Negra dirigida por Ricardo Piglia) y sus consecuentes lectores que en la propia escritura de los autores nacionales. Aún se escribe bajo la órbita de la tradición clásica, aceptando sus reglas, modificando sus ingredientes en un variado proceso de adaptación nacional e incluso incorporando algunos elementos del "hard-boiled", como sucede con una carga fuerte en los relatos de Goligorsky (releer hoy los muchos textos publicados a lo largo de esos años en "Vea y Lea" -con sus tres célebres concursos- permite apreciar estas tendencias no siempre compatibles).En 1961, el segundo concurso de cuentos policiales realizado por "Vea y Lea", con un jurado integrado por Borges, Bioy Casares y Peyrou, tuvo un desenlace insólito. El primer premio lo ganó "Las señales", texto de tenso clima que se reproduce en esta antología; el segundo recayó en "El banquero, la muerte y la luna", más técnico e intelectual; pues bien, al abrirse los sobres con los datos identificatorios, ambos revelaron el mismo nombre: Adolfo L. Pérez Zelaschi. Seguramente este escritor ha sido uno de los representantes más notables de ese amplio y heterogéneo grupo de profesionales al que acabo de aludir, donde se advierten muchos matices modificatorios de las reglas del policial clásico (incluso el propio Pérez Zelaschi no ha desdeñado en algunos casos incorporar elementos "duros", como por ejemplo en su cuento "El piola" de 1976). Cabe también incluir en ese grupo a Isaac Aisemberg, que publicó varias novelas en Rastros y un cuento en la antología de Walsh del 53, "Jaque mate en dos jugadas", que ha tenido larga difusión (he preferido "Los tiempos de Ramón Acuña", de factura más abierta); y a Norberto Firpo, hombre clave en la redacción de "Vea y Lea", donde promovió la publicación de relatos del género, incluyendo una veintena de su propia autoría (en 1964 armó con otros cuatro escritores una antología que llevaba por título el de su cuento "Tiempo de puñales", buena muestra de resolución de un "misterio de cuarto cerrado"; he preferido incluir, sin embargo, un texto de Firpo más moderno y casi secreto: "Zorro viejo").
Por esta época comienzan a incursionar en el género varias mujeres: María Angélica Bosco (que publicó en El Séptimo Círculo), Syria Poletti, Olga Pinasco, Ana O'Neill y Angélica Gorodischer, entre otras (esta presencia femenina en el policial argentino constituye un tema de investigación aún no abordado); de ese conjunto escogí a la escritora rosarina, quien propuso "El beguén", cuento inédito que se ha preferido a sus textos de antaño.
El pasaje de la novela-problema a los relatos duros, deudores de los modelos forjados por Hammett y su descendencia (los jóvenes leyeron entonces a McCoy, a Cain, a Burnett, a Goodis, pero sobre todo leyeron a Chandler), se produce de manera gradual y mezclada durante esos años (fines de los cincuenta y década del sesenta), pero es ya contundente en los setenta. Justamente el enroque que realizo entre Castillo y Cortázar mostraría la no linealidad de ese pasaje: el autor de Rayuela en nada apreciaba a los "enanos" seguidores de Hemingway, mientras que a Abelardo Castillo, por edad y otras cercanías, bien podría vinculárselo con los duros. Sin embargo, "La cuestión de la dama en el Max Lange" es una apuesta al razonamiento inteligente, a la cual, por si algo faltase, el ajedrez le sirve de coartada...; mientras que "La noche de Mantequilla" tiene referentes históricos y un clima que lo relacionan con la etapa posterior.Tentativamente consignemos para ésta un punto de partida: 1973, año en que asume la presidencia de la Nación el Dr. Héctor Cámpora. Ese año se dan a conocer por lo menos cuatro textos fundantes de la nueva narrativa policial argentina: "Triste, solitario y final", de Osvaldo Soriano; "The Buenos Aires affair", de Manuel Puig; "El agua en los pulmones", de Juan Martini; "Los tigres de la memoria", de Juan Carlos Martelli. Muy pronto otros nombres se agregan a esa lista: Rubén Tizziani, Sergio Sinay, Mempo Giardinelli, Jorge Manzur, José Pablo Feinmann, Guillermo Saccomanno... (la mayoría de los nombrados ha incursionado preferentemente en la novela).
Dos grandes escritores abren el fuego en el "Período negro": Ricardo Piglia y Juan Martini. "La loca y el relato del crimen" fue uno de los textos ganadores del concurso organizado por la revista "Siete Días" en 1975, con un jurado integrado por Borges, Marco Denevi y Augusto Roa Bastos; el mismo año está datado "Obelisco", que luego formará parte de "Las brigadas celestes".
El Café de los Angelitos o los cabarets mistongos de 25 de Mayo y sus aledaños -escenarios porteños hoy desaparecidos- dan pie a la construcción de atmósferas densas, de bajos fondos, con personajes marginales, con venganzas sangrientas y resoluciones no justas (aunque el saber lingüístico, en un caso, y el peculiar intertexto con Carroll, en el otro, permitirían vislumbrar la evasiva justicia...). Son textos que, como los de Borges, juegan dentro del género, a la vez que rompen sus convenciones.
"El náufrago de las sombras" de Carlos Dámaso Martínez, así como el clásico de Anderson Imbert "Al rompecabezas le falta una pieza", constituyen ejemplos de un atajo genérico poco practicado entre nosotros: un relato histórico construido sobre una trama policial. La muerte en alta mar de Moreno, por causas no muy claras, y el asesinato de Monteagudo, tal vez por encargo, dan pie a dos cuentos que trabajan con la ambigüedad y la conjetura a través de una tensa narración.
Por último, los tres textos seleccionados para cerrar esta antología: "Un error de Ludueña", de Elvio E. Gandolfo; "Frente de tormenta", de Vicente Battista; "Versión de un relato de Hammett", de Juan Sasturain, más allá de sus notorias diferencias de escritura, apuntan a un mismo referente histórico, como también el cuento de Cortázar: los años de plomo, 1976-1983. Porque si he llamado "Período negro" a la última etapa que cubre esta antología no ha sido sólo por razones literarias -la inscripción de estos escritores en la corriente dura o negra- sino porque en nuestro país esa etapa sufrió un corte violento, un tajo oscuro y trágico, negro, muchas de cuyas heridas no han cicatrizado aún y no es fácil que cicatricen. El cuento de Sasturain expresa de manera impecable lo que yo meramente insinúo.Dos o tres puntualizaciones que sin duda habría que desarrollar: a) En estos últimos años se han publicado varias novelas policiales que, a mi entender, están configurando un período distinto, nuevo, pero sobre el cual no tengo elementos suficientes como para incorporarlo al precedente esquema histórico; b) He señalado el papel central cumplido por la figura del "detective" en los dos primeros períodos -el formativo y el clásico- así como el arduo trabajo de su adaptación posterior al ámbito local; ahora habría que agregar que la lectura de los textos de esta antología nos muestra su gradual pero rápido borramiento, hasta su total desaparición (Piglia escribió en algún lugar que "la evolución del género está basada en el desplazamiento y las transformaciones de la figura que lo funda"); c) Esto nos llevaría a preguntarnos por los límites del género, por la posibilidad de que existan elementos básicos configuradores e inamovibles; o, por el contrario y desde otra perspectiva, nos llevaría al cuestionamíento de la noción misma de género, o a interrogarnos por su práctica en este continente.
Acotemos entonces: el policial en relatos no policiales. Me explico: por estas latitudes no hay escritores que escriban en y sólo en el género, pero sí hay muchos -Borges, Walsh, Piglia, Martini, Feinmann- en que las voces del policial, sus énfasis y sus tretas, se dejan oír más allá de sus textos estrictamente policiales; y hay otros -Roberto Arlt, Adolfo Bioy Casares, Antonio Di Benedetto, Bernardo Kordon, Juan José Saer- en cuyos textos pueden detectarse elementos ciertos del género, aunque lo hayan practicado muy ocasionalmente.