5 de octubre de 2009

György Lukács: "La democracia socialista debe consistir en una democracia materialista, no idealista"

El filósofo, político y crítico literario húngaro György Lukács (1885-1971) cursó sus estudios secundarios en el Instituto Protestante de Enseñanza Media de Budapest. Por entonces publicó sus primeros artículos en algunas revistas mientras intentaba abocarse a la escritura de obras de teatro. Luego estudió Derecho y Economía Política y, más adelante, en la Facultad de Filosofía de Budapest, Literatura, Historia del Arte y Filosofía. En 1904 trabajó como director y dramaturgo en el Teatro de Budapest y, dos años más tarde, obtuvo el doctorado en Ciencias Políticas en Kolozsvár. Tras conocer al filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel (1858-1918), se convirtió en su discípulo personal y comenzó a colaborar en la revista "Nyugat", valiosa en la renovación literaria de Hungría. Luego de profundizar los estudios sobre Georg W.F. Hegel (1770-1831) se dedicó al análisis de la obra de Karl Marx (1818-1883), especialmente de los escritos políticos de su juventud. En 1918, ya identificado con el marxismo, se afilió al Partido Comunista Húngaro y en 1919 participó en la República Húngara de los Consejos. Tras el derrocamiento de este gobierno fue perseguido, por lo que se instaló en Viena donde escribió "Történelem és osztálytudat" (Historia y conciencia de clase), una obra de enorme influencia en la que reflexionó sobre la alienación. Entre 1930 y 1945 vivió en Moscú, donde fue editor del diario "Literaturnyi kritik", para luego regresar a su país natal y ejercer el profesorado de Estética y Filosofía de la Cultura en la Universidad de Budapest hasta 1958. Fue también parlamentario de 1949 a 1956 y ministro en el gobierno reformista durante la Revolución Húngara de 1956. Otras obras suyas de gran importancia y repercusión posterior son "A regény elmélete" (Teoría de la novela), "Az ész trónfosztása" (El asalto a la razón), "A különösség mint esztétikai kategória" (La peculiaridad de lo estético), "A müvelödési munka kérdéséhez" (La cuestión de la labor cultural) y "A társadalmi lét ontológiája" (Ontología del ser social). La siguiente entrevista le fue realizada por Perry Anderson (1938), historiador inglés y director de la "New Left Review", la principal publicación teórica marxista europea en cuyo nº 68 de julio/agosto de 1971 apareció publicada.Una serie de acontecimientos recientes en Europa han planteado de nuevo el problema de la relación entre el socialismo y la democracia. ¿Cuáles son, en su opinión, las diferencias fundamentales entre la democracia burguesa y la democracia revolucionaria socialista?



La democracia burguesa data de la Constitución francesa de 1793, que era su más alta y radical expresión. Su principio constituyente es la división del hombre en ciudadano de la vida pública, por una parte, y en burgués de la vida privada, por otra, el primero dotado de derechos políticos universales, el segundo expresión de intereses económicos particulares y desiguales. Esta división es fundamental para la democracia burguesa en tanto que fenómeno históricamente determinado. Su reflejo filosófico se encuentra en Sade. Es interesante observar que autores como Adorno se han ocupado mucho de Sade porque veían en él el equivalente filosófico de la Constitución de 1793. La idea central, tanto de ésta como de aquél, es que el hombre es un objeto para el hombre, que el egoísmo racional es la esencia de la sociedad humana. Ahora es evidente que toda tentativa de recrear en el socialismo esta forma históricamente superada de la democracia es una regresión y un anacronismo. Pero ello no significa que las aspiraciones a la democracia socialista deban ser tratadas con métodos administrativos. El problema de la democracia socialista es un problema real que todavía no ha sido resuelto, pues debe consistir en una democracia materialista, no idealista. Permítame que le ponga un ejemplo: un hombre como Guevara era un representante heroico del ideal jacobino; sus ideas impregnaron su vida y la modelaron totalmente. No fue el primero en el movimiento revolucionario. Eugen Léviné, dirigente comunista de la República de los consejos obreros de Baviera, fusilado en 1919 por la derecha en Alemania y Otto Korvin, dirigente comunista de la República húngara de los Consejos Obreros, ejecutado por el gobierno del almirante Horthy en 1919 en Hungría, hicieron lo mismo que él. Respeto profundamente la nobleza de este tipo de hombres. Pero su idealismo no es el del socialismo de la vida cotidiana, que ha de tener una base material, basarse en la construcción de una nueva economía. Quiero aclarar inmediatamente que, por sí mismo, el desarrollo económico no puede producir el socialismo. La doctrina de Krutschev según la cual el socialismo triunfaría en el mundo cuando el nivel de vida de la Unión Soviética superase al de los Estados Unidos era absolutamente errónea. El problema debe plantearse de otra manera. Se podría formular del siguiente modo: el socialismo es la primera formación económica de la historia que no produce espontáneamente el "hombre económico" que le corresponde. Y ello porque es una formación transitoria, precisamente, propia de una época intermedia en el proceso de transición del capitalismo al comunismo. Y como la economía socialista no produce ni reproduce espontáneamente el tipo de hombre que necesita, al revés que la sociedad capitalista clásica, que engendra naturalmente su "homo oeconomicus", la división ciudadano/burgués de 1793 y de Sade, la función de la democracia socialista es precisamente la educación de sus miembros con vistas al socialismo. Esta función no tiene precedentes ni analogía posible en la democracia burguesa. Es evidente que lo que hoy haría falta es el renacimiento de los soviets, el sistema de democracia socialista que aparece cada vez que hay una revolución proletaria: la Comuna de París en 1871, la Revolución Rusa de 1905 y la propia Revolución de Octubre. Pero esto no va a producirse de la noche a la mañana. El problema es que los obreros están desanimados: al principio no se lo creerían. En relación con esto me gustaría referirme al problema de la presentación histórica de los cambios necesarios. En una serie de debates filosóficos recientes se ha discutido mucho sobre la continuidad y la discontinuidad en la historia. Yo me he pronunciado decididamente en favor de la discontinuidad. Ya conoce usted la tesis clásica de Alexis de Tocqueville y de Hippolyte Taine según la cual la Revolución Francesa no fue en absoluto un cambio fundamental en la historia de Francia, que ya era muy fuerte durante el "Ancien Régime" con Luis XIV, y que posteriormente aún se acentuó más con Napoleón y, más tarde, con el Segundo Imperio. Esta perspectiva, fue claramente rechazada por Lenin en el interior del movimiento revolucionario. Lenin nunca presentó los cambios fundamentales y los nuevos puntos de partida como la simple continuación y progreso de tendencias anteriores. Por ejemplo, al proclamar la Nueva Política Económica (NEP), no afirmó en ningún momento que se trataba de un "desarrollo" o de un "perfeccionamiento" del comunismo de guerra. Siempre tuvo la franqueza de reconocer que el comunismo de guerra había sido un error, explicable por las circunstancias, y que la NEP representaba una rectificación de este error y un cambio total de orientación. Este método leninista fue abandonado por el estalinismo que siempre trató de presentar los cambios políticos -incluso los más importantes- como la consecuencia lógica y el perfeccionamiento de la línea anterior. El estalinismo presentó toda la historia socialista como un desarrollo continuo y corrector; nunca admitió la discontinuidad. Hoy, esta cuestión es más vital que nunca, precisamente en el problema de las supervivencias del estalinismo. ¿Es preciso subrayar la continuidad con el pasado en una perspectiva de progreso o, por el contrario, la vía del progreso ha de consistir en una ruptura profunda con el estalinismo? Creo que la ruptura completa es necesaria. Por ello la cuestión de la discontinuidad en la historia me parece tan importante.



¿Se puede aplicar también este punto de vista a su propio desarrollo filosófico? ¿Cómo juzga usted hoy sus escritos de los años '20? ¿Qué relación tienen con su obra actual?



En los años '20, Karl Korsch, Gramsci y yo mismo intentamos, cada uno a su modo, enfrentarnos con el problema de la necesidad social y con su interpretación mecanicista, herencia de la II Internacional. Heredamos el problema pero ninguno de nosotros -ni siquiera Gramsci que quizás era el mejor dotado de los tres- supo resolverlo. Nos equivocamos y sería un error tratar de revivir las obras de aquel período como si fuesen válidas en nuestros días. En Occidente hay una tendencia a erigirlas en "clásicos de la herejía", pero hoy no tenemos necesidad de ellas. Los años '20 ya han pasado y lo que debe preocupamos son los problemas filosóficos de los años '60. Estoy trabajando actualmente en una obra, "Ontología del ser social", que espero resuelva los problemas que planteé de un modo totalmente erróneo en mis primeras obras, particularmente en "Historia y conciencia de clase". Mi nueva obra se centra en la cuestión de las relaciones entre necesidad y libertad, o, para emplear otra expresión, teleología y causalidad. Tradicionalmente los filósofos han construido sus sistemas sobre uno a otro de estos dos polos: o han negado la necesidad o han negado la libertad humana. Mi objetivo es mostrar la interrelación ontológica entre ambos y rechazar los puntos de vista del "o bien..., o bien" según los cuales la filosofía ha representado tradicionalmente al hombre. El concepto de trabajo es el pivote de mi análisis pues el trabajo no está biológicamente determinado. Cuando un león ataca a un antílope, su comportamiento está determinado por una necesidad biológica y sólo por ella. Pero cuando el hombre primitivo se encuentra ante un montón de piedras, debe elegir una de ellas, valorar la que le parezca más adecuada para convertirse en un instrumento, elige entre varias alternativas. La noción de alternativa es fundamental para la significación del trabajo humano, que siempre es por consiguiente, teleológico: fija un objetivo que resulta de una decisión. Así se expresa la libertad humana. Pero esta libertad sólo existe en la puesta en movimiento de una serie de fuerzas físicas objetivas que obedecen a las leyes causales del universo material. La teleología está siempre coordinada, pues, con la causalidad física y, de hecho, el resultado del trabajo de cada individuo es un momento de la causalidad física para la orientación teleológica de los otros individuos. La fe en una teleología de la naturaleza es algo propio de la teología. Y la fe en una teleología inmanente a la historia carece de fundamento. Pero existe una teleología en cada trabajo humano, íntimamente inserta en la causalidad del mundo físico. Esta posición, que es el núcleo a partir del cual desarrollo mi obra actual, supera la clásica antinomia de la necesidad y la libertad. Pero quisiera subrayar que no estoy tratando de construir un sistema exhaustivo. El título de mi obra -que ya está terminada, pero de la que estoy rehaciendo los primeros capítulos- es "Hacia una ontología del ser social". Fíjese en la diferencia. La tarea a la que estoy consagrado necesitará el trabajo colectivo de muchos pensadores para poderse desarrollar. Pero espero que mostrará la base ontológica de este socialismo de la vida cotidiana al que antes me refería.



Durante diez años de su vida, desde 1919 a 1929, usted se dedicó activamente a la política, y luego abandonó completamente toda actividad política inmediata. Debió ser un gran cambio para un marxista convencido como usted. ¿Se sintió usted limitado o, al contrario, quizás liberado por este brusco cambio en su carrera producido en 1930? ¿Cómo se relaciona esta fase de su vida con su juventud y su adolescencia? ¿Qué influencias fueron las que recibió entonces?



No lamenté en absoluto el final de mi carrera política. Fíjese, yo estaba convencido de tener razón en las discusiones internas del Partido en 1928 y 1929, y nunca nada me incitó a cambiar de opinión sobre este punto; sin embargo, como había fracasado completamente en mi tentativa de convencer al partido de la justeza de mis ideas, me dije: ya que tengo razón y sin embargo he resultado totalmente vencido, ello significa que no tengo ninguna capacidad política. Renuncié, pues, sin ninguna dificultad, al trabajo político práctico. Decidí que no estaba dotado para ello. Mi exclusión del comité central del Partido húngaro no modificó lo más mínimo mi convicción de que, con la desastrosa política sectaria del Tercer Período, sólo se podía luchar eficazmente contra el fascismo desde las filas del movimiento comunista. Sigo pensando lo mismo. Siempre he creído que la peor forma de socialismo es preferible a la mejor forma de capitalismo. Me ha preguntado usted cuáles fueron mis impresiones personales cuando renuncié a mi carrera política. Debo decir que yo quizás no soy un hombre muy contemporáneo. Puedo asegurar que nunca he sentido frustración ni ningún otro complejo en mi vida. Naturalmente, sé muy bien lo que esto significa, porque conozco la literatura del siglo XX y porque he leído a Freud. Pero nunca lo he experimentado personalmente. Siempre que me he dado cuenta de mis errores o de que tomaba un camino equivocado, lo he reconocido. Nunca me ha costado actuar de este modo y ocuparme de otra cosa. Hacia los quince o los dieciséis años escribía obras modernas, al estilo de Ibsen o de Hauptmann. A los dieciocho, las releí y las consideré irremediablemente malas. Decidí entonces que nunca sería un buen escritor y las quemé. Nunca lo he lamentado. Esta experiencia precoz me fue muy útil más tarde en mi labor como crítico literario, porque cada vez que podía decir de un texto que lo hubiese podido escribir yo mismo sabía que ello era una evidencia infalible de que aquel texto era malo: era un criterio seguro. Esta fue mi primera experiencia literaria. Mis primeras influencias políticas me vinieron con la lectura de Marx cuando era estudiante y después -la más importante de todas- con la lectura del gran poeta húngaro Endre Ady. Yo era un adolescente que se sentía aislado entre sus contemporáneos y Ady me causó una gran impresión. Era un revolucionario entusiasmado por Hegel, aunque no aceptaba este aspecto de Hegel que yo mismo rechacé desde un principio: su "versohnung mit der wirklichkcit", su reconciliación con la realidad establecida. Nunca he dejado de admirar a este pensador, y pienso que el trabajo emprendido por Marx -la materialización de la filosofía de Hegel- debe ser proseguido incluso más allá de Marx. Yo mismo he intentado hacerlo en varios pasajes de mi "Ontología", que está a punto de aparecer. Pienso que, ahora que ya está todo dicho, sólo tres grandes pensadores occidentales resultan incomparables a todos los demás: Aristóteles, Hegel y Marx.