Nacido en Buenos Aires, Edgardo Cozarinsky (1939) es cineasta además de escritor y dramaturgo. De su obra literaria destacan los ensayos "Museo del chisme" y "El pase del testigo" y los volúmenes de relatos "Vudú urbano", "La novia de Odessa" y "Tres fronteras", así como las novelas "El rufián moldavo" y "Maniobras nocturnas". A fines de 2009 publicó su novela "Lejos de dónde", en la que narra las peripecias de una mujer que, a finales de la Segunda Guerra Mundial, huye por diversos territorios de Europa Central hasta llegar a Buenos Aires, donde intenta construir una nueva identidad y olvidar quién ha sido al otro lado del Atlántico. Patricio Zunini, de la librería y editorial Eterna Cadencia, lo entrevistó el 10 de noviembre de ese año dentro del habitual ciclo de entrevistas públicas que esa casa realiza todos los días martes. Allí Cozarinsky habló de su obra literaria, en especial de su nuevo libro.
Has editado dos libros este año: uno de cuentos -"¡Burundanga!"- y una novela -"Lejos de dónde"-. Los temas de los libros son diferentes, los géneros son diferentes, parecería incluso que se tratara de autores diferentes. Pero hay ciertas características que los hermana: veladas referencias literarias, la presencia del cine, el cuidado de la palabra, el respeto por la escucha. Me gustaría preguntarte por esta relación que tenés con la escucha y la mirada, por esa atención con la que percibís lo que te rodea.
Para empezar, a mí me interesa la gente. Me interesa sobre todo la gente ajena a mi medio. Los que no son los que yo encontraría en mi medio social, entre mis amistades. Me interesa mucho escuchar. Escucho con simpatía, no como un sociólogo que hace un relevamiento. Me divierte mucho, me apasiona escuchar con atención, sobre todo a la gente que no conozco, que no son los que yo frecuento.
"Lejos de dónde" es una novela extraordinaria. ¿Es una novela pesimista, además?
No sabría decírtelo. No creo que una novela pueda ser pesimista u optimista. Creo que uno puede serlo en algunos momentos de su vida. Yo por ejemplo soy optimista y pesimista, no sé qué etiqueta ponerme. Soy pesimista porque no le veo futuro al horror económico y social que estamos viviendo. Futuro que mejore, quiero decir. Por otro lado soy optimista porque hace diez años que vivo con un cáncer y lo llevo muy bien. Entonces soy optimista por un lado y pesimista por otro. No entiendo a un texto literario que uno lo pueda leer como… Al final, en las últimas páginas, hay un personaje que habla de una canción que dice: "Hoy estoy peor que ayer, pero mejor que mañana". Me parece que dentro de la gracia de la frase creo que hay un poquito de la actitud que pueden tener los personajes de la novela. Pero rehúso decir que la novela sea ni pesimista ni optimista.
Cada capítulo comienza con un acápite, con una frase. Incluso hay una cita de "El rufián moldavo". ¿Cómo funcionan esas citas?
Las citas al principio de un capítulo, al principio de una novela o de un texto, para mí son notas de música. No tienen que indicar cómo hay que leer lo que sigue, sino más bien dar un tono. Es como un acorde cuando los instrumentos afinan antes de tocar. Pienso que el sentido de esas citas uno lo percibe cuando termina la lectura, pero que te dan un tono en el cual se va a leer lo que viene. La cita que saqué de mi propia novela es: "Los cuentos no se inventan, se heredan". Tiene que ver con la cuestión de la filiación, las historias de padres y madres e hijos, la cuestión de lo que uno hereda sin querer de su familia, que uno cree que ha vivido toda una vida para cambiar el mandato que heredó y después, cuando llegás a cierta edad, te das cuenta que lo has cumplido totalmente. Es una cosa que me persigue mucho. Creo que está más o menos implícita o no en muchas de las cosas que escribo. Cuando escribí "El rufián moldavo" -salió en 2004, debo haberlo escrito en 2003- esa frase me quedó. Es una frase de la novela, creo que incluso es lo primero. La novela empieza en el geriátrico cuando el narrador va a visitar a un viejo para pedirle informaciones sobre el teatro de los años '20 y el viejo se rehúsa a contar muchas cosas. Me parece recordar la primera frase de la novela. "Los cuentos no se inventan, se heredan". En el caso de "El rufián moldavo" era muy claro que en la novela, los hijos cambian de continente, se alejan de los padres, reniegan de ellos, y terminan haciendo exactamente otra versión de la vida que lo que hicieron los padres.
También en "Vudú urbano" cada postal comienza con una cita.
Eso era una manera de crear un ritmo, un hiato entre los textos con citas. Me acordaba que Borges siempre decía que buenos escritores hay muchos, pero buenos lectores hay pocos. Borges es alguien que se pasó toda la vida reescribiendo textos ajenos, por eso tenía esa noción tan agresiva contra la idea de plagio. Decía que plagio es una palabra de uso meramente policial, que entre la gente de cultura hay comunicación y que tradicionalmente, ya sabemos, todos los argumentos de Shakespeare están tomados de otro lado. "Historia universal de la infamia" está todo sacado de fuentes que él mismo cita en el libro. "Vudú urbano" es, de alguna manera, el primer libro serio que escribí. Antes había escrito otras cosas que eran producto de la timidez, cosas un poco académicas cuando era estudiante; hoy me quiero distanciar de todo eso. En "Vudú urbano" me dije por qué no alternar los textos míos con textos de otros. Citas muy breves. Ahora que lo mencionás, hace tiempo que no pensaba en eso -es un libro del año '85, pero está escrito a finales de los '70, principios de los '80-; ahí hay citas que son de fuentes llamémoslas cultas y otras que vienen de la música popular. Es algo que también tenía en "Maniobras nocturnas", que al principio tiene dos citas: una de Marcuse y la otra de Rickie Lee Jones.
En "Lejos de dónde" hay, también, dos referencias destacadas a "A tale of two cities" (Historia de dos ciudades) y "Under Western eyes" (Bajo la mirada de Occidente). ¿"Lejos de dónde" podría pensarse como una reinterpretación de "Historia de dos ciudades"?
No, no lo veo. "Historia de dos ciudades" la he leído hace muchos años, debo decir. Pero me acordaba del principio, me parecía tan extraño con esa serie de contradicciones. Me pareció que ahí podía hallar la esencia de la literatura por oposición a lo científico. Lo que es contradicción y posibilidad. El libro de Dickens lo leí hace muchos años y tengo un recuerdo bastante vago. Pero este principio me había golpeado y me pareció que cuando necesitaba que el personaje entrara a dudar de su fácil comprensión de los hechos que lo rodeaba o de lo que se metía, era interesante confrontarlo con el principio de esa novela.
¿Y la de Conrad?
Conrad es un autor que leo mucho. "Bajo la mirada de Occidente" es una novela muy interesante por el tratamiento que tiene. Es muy interesante leerla hoy, pero es una novela escrita hace cien años -un poco menos- sobre la seducción del terrorismo, de la reivindicación de la violencia como manera de derrotar a un estado injusto y el peligro, la trampa que encierra la violencia como arma política. Es un libro muy molesto, muy interesante. Cuando digo molesto quiero decir muy bueno. Me parece que los libros buenos son los que inquietan, no los que pasan, que siguen de largo.
Hablando sobre esta forma de enfrentarse al poder, ¿cómo es hoy tu relación con la guerrilla y con la militancia de los '70?
Es una relación totalmente negativa. Tengo el mayor respeto por la gente que fue matada luchando por algo en lo que creía, aunque su lucha no haya sido la mía ni creo que podía tener un resultado positivo. Pero tengo el mayor desprecio por aquellos que sobrevivieron y se crearon un fondo de comercio para sus negocios políticos con la memoria de las víctimas.
En la novela distinguís los soñadores de los realistas, los que tienen los pies en la tierra.
Sí. La mayoría de los soñadores fueron matados por sus propios sueños. Los que tenían los pies en la tierra hicieron negociados, sobrevivieron.
En aquellos años estabas en Francia. Pero te habías ido en el '74.
Me fui en el '74, no soy un exiliado. Soy, si querés llamarlo de alguna manera, un expatriado. Me fui porque el aire era irrespirable para mí. En esa época con la Triple A, con López Rega, con Isabel Perón, la atmósfera era realmente una cosa muy envenenada. Se vivía un clima de violencia e incertidumbre que se definió después con el golpe militar del '76, pero que estaba en ciernes en ese momento.
¿Volvés en el '89?
En 1985. Desde el '74 volví por primera vez en el '85. Dos semanas. Llegué con un simbolismo un poco facilongo debo decir: llegué el 25 de mayo. Tuve grandes sorpresas, no sé si lo conté alguna vez. Mi primera gran sorpresa fue que sentí que no me había ido nunca. Era muy raro, esperaba todo tipo de cambios impresionantes, desorientaciones de mi parte. Llegué y fui al hotel que me habían reservado. El hecho de estar en un hotel en la ciudad donde nací, viví mi infancia y mi juventud, me ponía en una situación rara. Me acuerdo que la llamé por teléfono a mi madre y la invité a almorzar. Cuando salí al mediodía tomé un taxi, le di la dirección de mi madre y tomó una dirección que no era la buena. Evidentemente me vio salir de un hotel, creyó que era un turista y me hacía hacer un camino raro con mucho desvío. Entonces le dije: "No. Tome Córdoba derecho, doble en Anchorena…". Le di indicaciones muy precisas. Entonces pensé dónde, en qué rincón de mi cabeza estaban estos datos que no necesité durante doce años y que de pronto salían con una precisión extraordinaria. Esa misma noche estaba en el hotel sobre la 9 de julio, no me iba a dormir. Me quedé en la ventana mirando el Obelisco iluminado. Cuando hice el servicio militar -soy de la época en que se hacía, hice un año y dos meses en los servicios del Estado Mayor-, el chiste que se hacía entre todos los conscriptos era que el Obelisco era el símbolo fálico del porteño y que todo el mundo deseaba tener esa erección perpetua del Obelisco. Me hacía gracia porque no había pensado durante años esa pavada del servicio militar. Y lo miraba a la noche y pensaba "la erección continúa".
Hay un personaje en la novela, un histórico, que es el fotógrafo Khaldei. ¿Cómo funciona en la novela?
Como un hilo de color metido en una trama. Quiero decir: está la trama de la novela que es la historia de esa madre y después de ese hijo que desanda el camino hecho por la madre. La historia de Khaldei me interesó como contraste. En esa historia de nómades, este tipo que nunca se movió de la Unión Soviética salvo cuando seguía al ejército en la Segunda Guerra Mundial, y que pasó de merecer todos los honores a ser un proscripto, a volver a trabajar modestamente casi en la oscuridad y luego a convertirse en una estrella de la fotografía internacional cotizadísima hoy en todas las galerías especializadas. Es un destino individual que me pareció muy irónico, sobre todo por la relación entre verdad y mentira que hay en la novela. Pasaportes falsos que tienen tanto la madre como el hijo, identidades falsas. Khaldei es el que tomó la famosa foto de la bandera soviética sobre el techo de Reichstag en mayo del '45. Esa foto que circuló por todo el mundo fue el símbolo del final del Tercer Reich. Encontré la fuente en donde él cuenta cómo la foto fue puesta en escena, lo cual no significa que sea inauténtica. Soldados rusos pusieron la bandera en el techo de Reichstag el día que ocuparon Berlín. Sin embargo, nadie estaba ahí para tomar la foto. Khaldei tres días más tarde puso a tres soldados con la bandera, el mástil: la puso en escena. Además, para que diera la impresión de que la batalla seguía -aunque ya había terminado- ennegreció con humo el negativo para que parecieran disparos, explosiones a lo lejos. Es muy interesante esa noción de qué es verdad, qué es mentira, con la que a mí me gusta mucho trabajar.
También mencionás la foto de Iwojima.
Sí, porque se supone que fue la inspiración de Khaldei. La de la bandera norteamericana puesta en la playa de Iwojima que también es una puesta en escena. No había nadie sacando la fotografía en el momento en que el soldado plantó la bandera.
El relato de la novela se da de tal manera que el narrador y el lector saben mucho más que los protagonistas. La madre vive con la ciudad de Buenos Aires una relación completamente extranjera. Incluso cuando va a la Plaza de Mayo, que parecería ser un 17 de octubre, ella no sabe qué está viviendo y nosotros sí.
Exactamente. Eso es lo que me interesa. Los personajes inteligentes no me interesan: gente que sabe, que se interpreta a sí mismo, que se conoce. Me interesa trabajar siempre con personajes que están en la oscuridad, que avanzan tanteando, que no saben. Ese párrafo me costó mucho donde se mezcla con la multitud que avanza hacia Plaza de Mayo.
Un extrañamiento que hace que hasta mire los choripanes si entender qué son, "unas salchichas de carne picada".
Ese personaje podía ignorar qué son los choripanes. Cómo podía describir ese tipo de pan, ese tipo de salchicha distinta a las que conocía, el olor que impregna el aire. Hay que darle al lector todas las claves para que entienda lo que pasa y que, sobre todo, entienda la ignorancia del personaje, que es lo interesante.
Alguien me señaló que era difícil que Eva Perón haya estado en la Casa Rosada, en el caso de que esa rubia que está dando el discurso sea Eva Perón. Más allá de que Evita haya estado o no en la Casa Rosada, para los lectores es ella. Entonces, ¿cómo es tu relación con la memoria?
Yo recuerdo que generalmente hablaba Eva primero y Perón después. Tenían muy bien distribuidos los papeles. Eva era la revolucionaria, la que instaba a la violencia, la que defendía con palabras muy fuertes todo lo que era rebeldía, reivindicación social, etcétera. Después venía Perón que aplacaba los ánimos. Perón sólo tuvo discursos violentos después del bombardeo de Plaza de Mayo el 16 de junio, cuando dijo "caerán cinco de los de ellos por cada uno de los nuestros". Esa noche fue el incendio de las iglesias y el saqueo. Pero en general, Perón la aplacaba a Eva, había una relación de papeles bien definidos.
La protagonista sufre una violación y queda embarazada. Y decide tener el hijo porque "ese amor va a ser la expiación de su pasado".
Porque ella ha abandonado a una hija durante la Segunda Guerra Mundial en Polonia. Ella ha trabajado como empleada en Auschwitz. No ha participado; es lo que a mí me interesa: no ha participado en ninguno de los actos de exterminio pero llevaba la contabilidad de gente que entraba y que era exterminada. Una cosa puramente administrativa. Ahí, ella abandona la hija con unos campesinos. La deja a su cuidado y no la va a buscar nunca más. Está la ironía de que ella tiene ideológicamente la cuestión de la superioridad racial, alemana y aria. La hija que abandonó era una niña rubia y de ojos claros, y este chico es un morochito al que en el barrio cuando crece lo llaman "chinito". Me pareció interesante que ella se aferre al amor y a ese chico que contradice todo lo que ideológicamente fue su pasado.
Hay un abismo entre la madre y el hijo.
Y sí. El hijo no sabe nada de dónde viene la madre y la madre no quiere que se entere. Por eso la torturan las preguntas del hijo que va a ver películas donde aparece la Segunda Guerra Mundial, que le dice por qué esto, por qué aquello, quiénes eran estos… Ella no puede contestar. Podría: no puede contestar de manera que sea aceptable para el hijo.
Me parece que todos los que tenemos un familiar que atravesó por esa guerra en un punto experimentamos una cierta incomunicación. ¿Ese abismo qué significa: protección, incomprensión?
No sé, yo no tengo ningún familiar que haya atravesado por la Segunda Guerra Mundial. Lo entiendo, porque he tenido primos desaparecidos durante la dictadura militar, y alguno de ellos, sobreviviente, nunca pudo hablar de lo que había sido su paso por la ESMA. Hay experiencias que son, supongo, demasiado fuertes para decirlas en palabras. O que son como una herida abierta. De ahí viene la potencia de la Iglesia Católica y del psicoanálisis: los dos se basan en la confesión. Lo que uno dice es una forma de purga, te vas sacando de adentro cosas. Yo como escritor soy partidario de no decir. Lo sagrado de todas las religiones es lo no dicho. Es como dicen, de los cien nombres de Alá en el Corán, noventinueve nombres están dichos y hay uno secreto que no se puede decir. Creo que los escritores trabajamos mucho con lo no dicho, con esa cosa oscura, ese barro que hay adentro y que cuando uno lo dice, deja de ser material de ficción. Pasa a ser confesión, algo que puede llevarte a una idea de la salud, una terapia. Pero creo que la idea de la salud para un artista es algo no demasiado conveniente. Creo que hay que serle fiel a la propia enfermedad.