Fue curioso cómo surgió. En su fiesta de cumpleaños de 1983, Beatriz de Moura, la fundadora de la editorial, me preguntó entre copa y copa qué era la entropía. Y, de repente, cuando se lo explicaba en la cocina, me vi rodeado por seis o siete personas que me escuchaban atentamente. ¿Por qué no ampliar el círculo de nuestras amistades con una colección?, pensamos. Y así publicamos "¿Qué es la vida?" de Erwin Schrödinger, uno de lo fundadores de la física cuántica a principios del siglo XX y para mí uno de los grandes divulgadores de la ciencia.
¿Costó mantenerse todos estos años en el mercado editorial?
Esa fue la sorpresa: la verdad que no. Es un gran error pensar que no hay personas interesadas en las ciencias y las reflexiones de los científicos. Hay muchos mitos, como ese de que cuantas más fórmulas un autor ponga en un libro menos lectores tiene. El libro más vendido en Metatemas es "Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle" de Douglas R. Hofstadter que está repleto de ecuaciones. Metatemas es sobre todo una colección de ideas en la que científicos proponen puntos de vista de sus disciplinas para ser usados en otros campos. Es la condición de la interdisciplinariedad tan propia de nuestros días. Y a la vez, es una colección bastante personal: publico lo que me parece interesante. Nuestros principales lectores son sociólogos, arquitectos, biólogos, físicos... Es una gran coctelera.
Pero no es sólo una colección de divulgación de científicos para científicos.
No, claro. Es accesible a todo el mundo, como debería ser la ciencia. En eso yo hago una distinción: hay una diferencia entre divulgar y vulgarizar. Divulgar es comunicar la ciencia y vulgarizar consiste en sacrificar el fundamento de un conocimiento para hacerlo comprensible. Yo soy de la idea de que no hace falta extraer rigor para explicar algo.
¿Le sorprenden ciertos vestigios de irracionalidad en las sociedades?
La verdad que no. Que se siga hablando con tanta liviandad en los medios de "milagros" podría considerarse algo atávico. La religión es una manera de controlar la incertidumbre. La ciencia no puede ni demostrar la existencia o la inexistencia de Dios. Lo raro en el caso de los mineros chilenos rescatados, en el que los medios hablaron tanto de milagros, es que nadie se haya preguntado por qué Dios los puso en primer lugar en esa situación. Más que un milagro su rescate fue una hazaña de la ingeniería.
Usted afirma que las ciencias y la literatura tienen más puntos en común de los que los escritores y los científicos suponen. ¿A qué se refiere?
La ciencia y la literatura son dos maneras diferentes de comprender la realidad. Ambas narran historias. Como el escritor, el científico es un creador. La diferencia está en que la ciencia es una forma de conocimiento que se elabora con la menor ideología posible. La literatura, en cambio, es la forma de conocimiento que más ideología permite. La ciencia intenta barrer de sus contenidos todo lo que huele a creencia, sentimiento y emoción. La ciencia expulsa el yo del creador científico para conseguir la máxima universalidad del conocimiento.
Los científicos no publican sus emociones en sus artículos o "papers".
Para desgracia de los historiadores de la ciencia, no. En la mecánica clásica escrita por Newton o en la teoría de la relatividad de Einstein no quedan rastros de las complejas personalidades de los autores. Hay que buscarlas en las cartas. O sea, la ciencia trata de eliminar al narrador, sacrifica al científico; no asoma su nariz entre las leyes y ecuaciones fundamentales de la naturaleza. Por eso, el científico es un creador marginado. La literatura, en cambio, pone al narrador por delante de todo. Lo que digo es que se puede comprender la ciencia desde la literatura y la literatura desde la ciencia. Hay una frontera común. Ambas esferas tienen la capacidad de fecundación mutua. La literatura permite entrar en territorios vedados a la ciencia.
Los matemáticos no se cansan de leer a Borges y los neurocientíficos últimamente reivindican a Proust por su exploración pionera de la memoria y los recuerdos disparados por una madalena.
Eso expone la buena relación que hay entre ciencia y arte. La grandeza de la ciencia está en que puede comprender sin la necesidad de intuir. Nadie intuye la física cuántica porque no se ven directamente los átomos y no hay observadores cuánticos y nadie intuye la relatividad por que no corremos a la velocidad de la luz. En cambio, el arte es al revés: su grandeza está en que puede intuir sin necesidad de comprender. Así, los científicos dan comprensión a los artistas y los artistas dan intuición a los científicos. Dalí, por ejemplo, anticipó los fractales y la cuarta dimensión.
Otro caso es el del escritor Arthur C. Clarke que anticipó la red de satélites.
Exacto. Ciencia y literatura, además, provocan y alimentan el gozo intelectual. Es decir, aquel gozo ocurre en el momento exacto en el que uno empieza a comprender. El "eureka" de Arquímedes, el "cogito ergo sum" de Descartes, el "¡gotcha!" de Martin Gardner. El gozo intelectual es lo que provoca adicción al conocimiento. Es lo que los científicos, divulgadores y maestros deberían transmitir más que cualquier cosa. Un científico nunca está seguro de si está comprendiendo o cree estar comprendiendo. En cambio, sí distingue cuando está gozando y cuando cree que se está gozando. Un día le pregunté al físico estadounidense Leon Lederman si había sentido este tipo de gozo en sus investigaciones y me contestó: "¡Es mejor que el sexo!".
O sea, reintroduce el principio de placer. ¿Cómo es ese gozo? ¿Qué se siente?
Son tres. El gozo por estímulo, el gozo por comprender algo nuevo y el gozo por la conversación. Un buen profesor es un buen estimulador y los seres humanos estamos hechos para gozar cuando nos estimulan. El científico goza cuando encuentra una contradicción. Es un error de la enseñanza esconder las contradicciones y castigar el error. En ciencias, el error no es una vergüenza sino la herramienta fundamental. Un científico se equivoca todo el día. Es la manera que tiene de avanzar para comprender la realidad.
¿Y el gozo por la conversación?
Es un ciclo virtuoso. Conversar en ciencia es observar la naturaleza, conversar con los colegas, reflexionar con uno mismo. Uno de los lugares más importante de los institutos científicos es y debe ser la cafetería. Un científico que no converse con otro científico está perdido. El intercambio de ideas es estimulante. En la escuela se conversa poco. El profesor prefiere que el niño esté callado. Los diarios, los museos, los libros deben estar orientados a crear conversación. Uno saca algo de una película cuando sale del cine y conversa de lo que ha visto con los amigos. El éxito de un museo se mide por los "kilos de conversación" y no por el número de visitantes.
A los dueños de cafeterías les debe gustar lo que está diciendo.
Mire, los momentos más creativos de la humanidad han sido aquellos en los que se dieron las condiciones y los espacios para conversar, comprender, estimular. Por ejemplo, la Florencia del Renacimiento. En la Piazza della Signoria del siglo XVII Galileo inventó la ciencia. Allí grandes genios se cruzaron: Miguel Angel, Leonardo Da Vinci, Botticelli, Maquiavelo. Ese es el secreto: espacios que aumenten la conversación y el estímulo, que la gente se vea y converse. Otro caso es el de la Viena de 1920. Con la conversación uno aprende a mirar de otra manera y hacerse preguntas. Mire lo que pasó con Internet: aumentó la masa de la conversación a nivel global. Y eso obliga a comportarse de otra manera y a desarrollar nuevas aptitudes: por ejemplo, la de distinguir lo bueno de lo malo.
Lleva muchos años dando clase en la universidad de Física de Barcelona, concretamente de algo que suena tan raro como Teoría de los Procesos Irreversibles. ¿Cómo es eso?
Estar a diario discutiendo y contrastando ideas con gente mucho más joven me impregna de su frescura. Me encanta interaccionar con ellos. En el actual sistema de enseñanza los alumnos están siempre encerrados en el aula y se limitan a escuchar lo que dice el profesor y a memorizar lo que está en los libros. Luego, a la hora del examen, confiesan que todo eso se ha aprendido. Hay que salir a la realidad, buscar estímulos y trabajar sobre ellos. En la Antigua Grecia se seguía la enseñanza peripatética, grupos pequeños de alumnos paseaban junto al profesor en continuo diálogo. Esa sería la fórmula válida, lo que implicaría una renovación profunda del actual sistema. El profesor ha de ser un buen proveedor de estímulos y participar del hecho de compartir el gozo intelectual.
¿Cuándo comenzó a disfrutar de la ciencia?
Cuando acabé mi doctorado en Ciencias Físicas. Fue entonces cuando de verdad comprendí lo que es la Ciencia, la manera de comprender la realidad con la mínima ideología y sin ninguna idea preconcebida. Ser un buen científico pasa inevitablemente por ser un gran observador, porque eso significa ser un gran preguntón, y además tener una curiosidad universal por todas las cosas y sus detalles.
Pero un buen día decidió no quedarse encerrado en el laboratorio sino ejercer una actividad profesional de lo más amplia, que va desde el ejercicio de la museología hasta la escritura de libros científicos.
No sé si existe la vocación. Podríamos decir que se trata de un cruce entre lo que verdaderamente se disfruta y las oportunidades para dedicarse a ello. Yo, sin darme cuenta, me he convertido en un experto en museología.
Usted creó y dirigió entre 1991 y 2005 el Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa de Barcelona. ¿Qué hace a los museos tan especiales?
Un libro, una película, una conferencia no dejan de ser representaciones de la realidad. El museo es la realidad misma. Me apasiona construir museos nuevos. Un museo bien hecho lo pone a uno al instante en conversación con la realidad. Es complementario a los libros. El museo provoca adicción al conocimiento. Y yo me considero un adicto.
Desde entonces le llueven las ofertas para implicarse de lleno en la concepción de nuevos museos desperdigados por el mundo.
Si. En Argentina voy a ayudar con uno en el Centro Atómico de Bariloche, y en Italia estoy diseñando el programa arquitectónico y museográfico del Museo de Arquímedes que se inaugurará en Siracusa. Estoy totalmente fascinado por el personaje. Es el matemático más grande de la historia porque intuyó el paso al infinito y el cálculo infinitesimal; calculó el numero pi con noventa y pico dígitos y muchas más cosas. Lo verdaderamente difícil va a ser transcribir su alma científica, saber expresar su mérito y mostrar todo lo que todavía hoy está basado en sus obras. Habrá una planta dedicada a las matemáticas, otra a la física y la tercera a la ingeniería. Paralelamente estoy creando también el Museo del Tiempo en Montevideo, Uruguay, en el que se expondrá sobre la evolución biológica y la hominización de América.