De gran formación académica, Eric Hobsbawm (1917) comenzó su carrera como historiador en 1947 y, tras algo más de medio siglo de profesión, sus obras se ha convertido en clásicos de la historiografía. El admirable alcance de su erudición abarca notables investigaciones sobre la revolución industrial inglesa y las revoluciones burguesas, el imperialismo y la evolución de los movimientos obreros, y, especialmente, los vertiginosos cambios acaecidos en la turbulenta Europa de los siglos XIX y XX. Partiendo de una tradición socialista respaldada por un fuerte componente de realismo político, Hobsbawm critica a quienes consideran que no sólo es más sencillo sino también mejor "mantener ondeante la bandera roja, mientras los cobardes retroceden y los traidores adoptan una actitud despectiva", porque a ellos "les acecha el grave riesgo de confundir la convicción con la prosecución de un proyecto político, el activismo militante con la transformación social y el gesto con la acción". "Yo no creo que haya que dejar a los niños en la bañera con el agua sucia" dice Hobsbawm, mientras advierte que se equivocan aquellos que, partiendo del realismo, "piensan que hay que tirar el agua con el niño dentro". Propone entonces repensar el análisis y el proyecto socialista aunque esto conlleve aceptar la realización de serias modificaciones a ciertos puntos de vista mantenidos durante mucho tiempo; por ejemplo, "acerca de la relación entre el análisis marxiano de la dinámica del capitalismo y sus predicciones sobre el papel del proletariado como agente de la transformación; o sobre la justificación histórica de la escisión entre la socialdemocracia y el comunismo, o sobre los efectos de la Revolución de Octubre". "Pero ello no debe -asegura el historiador británico- socavar la clásica acusación socialista contra el capitalismo; la comprensión clásica del proyecto socialista, o la convicción marxista de que el capitalismo está destinado a ser una fase pasajera del largo avance histórico de la humanidad". La crisis global del capitalismo en las décadas de los '70 y los '80 ha producido dos resultados igualmente paradójicos: ha llevado a una revitalización de la creencia en una empresa privada y un mercado irrestrictos y a que la burguesía haya recuperado su confianza militante en sí misma hasta un nivel que no poseía desde finales del siglo XIX y, simultáneamente, a un sentimiento de fracaso y una aguda crisis de confianza entre los socialistas. Mientras los políticos de la derecha, probablemente por vez primera, se vanagloriaban del término "capitalismo" -que solían evitar o parafrasear debido a que esta palabra se asociaba con rapacidad y explotación-, los políticos socialistas se sentían intimidados a la hora de emplear o reivindicar el término "socialismo". Pero lo cierto es que el capitalismo crea cada vez más desigualdades y el socialismo sigue siendo necesario. Como asegura Hobsbawm, "el capitalismo sigue siendo rapaz y explotador y el socialismo sigue siendo bueno". Y concluye: "Si no creemos que la búsqueda incontrolada de las ventajas privadas a través del mercado produce resultados antisociales y concebiblemente catastróficos; si no creemos que el mundo actual exige un control público y una administración, gestión y planificación también públicas de los asuntos económicos, no podemos llamarnos socialistas. Pero, ¿por qué no deberíamos creer tales cosas, si son obviamente ciertas? Seguramente, si Marx hubiese vivido lo suficiente como para ver el mundo de finales del siglo XX habría modificado algunas de sus ideas. Pero, con igual seguridad, si viviese en la época en la que la producción no planificada e incontrolada de valores de cambio, sobre todo en unos pocos países capitalistas desarrollados, pone al propio entorno físico del planeta -y con él a la vida humana en su totalidad- en un peligro inmediato, consideraría que todo ello reforzaba los argumentos a favor de la necesaria superación del sistema, bien mediante otro sistema, o mediante un retroceso a las épocas oscuras". Con la actual crisis global, el pensamiento de Eric Hobsbawm ha vuelto a estar en boga. En la siguiente entrevista, concedida a Tristram Hunt para el diario "The Guardian" y reproducida por la revista "Ñ" nº 387 del 26 de febrero de 2011, el autor de "Interesting times. A twentieth century life" (Tiempos interesantes. Una vida en el siglo XX) habla sobre el interés de los financistas por las ideas de Marx, opina sobre el comunismo en China y comenta detalles de su nuevo libro, "How to change the world" (Cómo cambiar el mundo), de reciente aparición.
¿En el núcleo de este libro hay una idea de reivindicación? ¿De que aun cuando las ideas propuestas en su momento por Karl Marx no sean ya relevantes, él hacía las preguntas correctas sobre la naturaleza del capitalismo y que el capitalismo que surgió en los últimos veinte años se parecía mucho a lo que Marx pensaba allá por el año 1840?
Sí, sin duda. El redescubrimiento de Marx en esta época de crisis capitalista se debe a que en 1848 predijo más que ningún otro el mundo moderno. Es, creo, lo que ha atraído hacia su obra la atención de una serie de nuevos observadores, paradójicamente, en primer lugar gente de negocios y comentaristas de negocios más que de la izquierda. Recuerdo haberlo observado justamente en la época del 150° aniversario de la publicación de "Das kommunistische manifest" (El manifiesto comunista), cuando en la izquierda no se estaban haciendo muchos planes para celebrar. Descubrí para mi gran asombro que los editores de la revista que daban en el avión de United Airlines decían que querían publicar algo sobre el manifiesto. Al poco tiempo estuve almorzando con el financista George Soros que me preguntó: "¿Qué piensa usted de Marx?". Aunque no coincidíamos en muchas cosas, me dijo: "Ese tipo definitivamente algo tenía".
¿Tiene la sensación de que lo que le gusta, en parte, de Marx a gente como Soros es cómo describe de manera brillante la energía, el carácter iconoclasta y el potencial del capitalismo? ¿Era esa la parte que atraía a los altos ejecutivos que volaban por United Airlines?
Creo que es la globalización, los impresionaba el hecho de que predijera la globalización, como quien dice, una globalización universal, que incluye la globalización de los gustos y todo lo que trae aparejado. Pero pienso que los más inteligentes también veían una teoría que permitía una especie de desarrollo recortado de la crisis. Porque la teoría oficial en esa época (fines de los años 1990) teóricamente rechazaba la posibilidad de una crisis.
¿Y ese discurso de "un fin de la expansión y contracción" y salir del ciclo económico?
Exactamente. Lo que pasó a partir de los años '70, primero en las universidades, en Chicago y el resto, y finalmente, desde 1980 con Thatcher y Reagan fue, supongo, una deformación patológica del principio de libre mercado que propicia el capitalismo: la economía de mercado pura y el rechazo del Estado y de la acción pública que no creo que ninguna economía del siglo XIX haya puesto en práctica realmente, ni siquiera los Estados Unidos. Y estaba en conflicto, entre otras cosas, con la forma en que el capitalismo había funcionado en su época más exitosa, entre 1945 y comienzos de los '70.
Cuando dice "exitosa", ¿es en cuanto a elevar los niveles de vida en los años de la posguerra?
Exitosa porque dio ganancias y aseguró algo como una población políticamente estable y relativamente satisfecha a nivel social. No era ideal pero era, digamos, un capitalismo con rostro humano.
Y usted considera que el renovado interés por Marx también se debió al fin de los Estados marxistas/leninistas. ¿La sombra leninista desapareció y usted pudo volver a la naturaleza original de la escritura de Marx?
Con la caída de la Unión Soviética, los capitalistas dejaron de tener miedo y en ese sentido tanto ellos como nosotros pudimos analizar el problema de una manera mucho más equilibrada, menos distorsionada por la pasión que antes. No obstante, yo creo que fue más la inestabilidad de esta economía neoliberal globalizada la que empezó a ser muy notable al final del siglo. Mire, en cierto modo, la economía globalizada fue dirigida en forma efectiva por lo que podríamos llamar el Noroeste (Europa occidental y Norteamérica) global y ellos impulsaron ese fundamentalismo de mercado ultra-extremo. Al principio, pareció funcionar muy bien -al menos en el viejo noroeste- aunque desde el comienzo se podía ver en la periferia de la economía global que creaba terremotos, grandes terremotos. En América Latina hubo una enorme crisis financiera a comienzos de los '80. A comienzos de los '90, en Rusia hubo una catástrofe económica. Y después hacia finales del siglo, se produjo ese colapso enorme, casi global, que fue de Rusia a Corea del Sur, Indonesia y Argentina. Esto hizo que la gente empezara a pensar, me parece, que había en el sistema una inestabilidad de base que antes se había pasado por alto.
Se ha llegado a sugerir que la crisis que vemos desde 2008 en relación con Estados Unidos, Europa y Gran Bretaña no es tanto una crisis del capitalismo en sí, sino del capitalismo financiero moderno de Occidente. Mientras tanto, Brasil, Rusia, India y China (BRIC) están desarrollando sus economías al mismo tiempo sobre modelos cada vez más capitalistas. ¿O es simplemente que ahora nos toca sufrir a nosotros las crisis que ellos tuvieron hace diez años?
El verdadero avance de los países BRIC es algo que se produjo en los últimos diez años,
quince como máximo. O sea que, en ese sentido, se puede decir que fue una crisis del capitalismo. Por otro lado, creo que es riesgoso asumir, como hacen los neoliberales y los defensores del libre mercado, que hay un solo tipo de capitalismo. El capitalismo es, si se quiere, una familia, con una variedad de posibilidades, desde el capitalismo dirigido por el Estado de Francia hasta el libre mercado de Estados Unidos. Por lo tanto es un error creer que el avance de los países BRIC es simplemente lo mismo, como la generalización del capitalismo occidental. No lo es: la única vez que se intentó importar el fundamentalismo del libre mercado al por mayor fue en Rusia y resultó un fracaso absolutamente trágico.
Usted planteó el tema de las consecuencias políticas del colapso. En su libro, habla de una insistencia en analizar los textos clásicos de Marx como si aportaran un programa político coherente para hoy. Pero, ¿adónde cree que va en la actualidad el marxismo como proyecto político?
No creo que Marx haya tenido nunca un proyecto político, por así decirlo. Políticamente hablando, el programa específico de Marx era que la clase trabajadora se formara como un cuerpo consciente de clase y actuara políticamente para adquirir poder. Fuera de eso, Marx de manera muy deliberada fue vago en razón de su aversión hacia las cosas utópicas. Paradójicamente, yo diría incluso que a los nuevos partidos se les permitía improvisar, hacer lo que pudieran sin instrucciones efectivas. Lo que Marx había escrito equivalía apenas un poco más que a las ideas estilo Cláusula IV (de la constitución laborista de 1918) sobre la propiedad privada, en ninguna parte cercano siquiera a brindar una orientación a los partidos o ministerios. Mi opinión es que el principal modelo que los socialistas y los comunistas del siglo XX tuvieron en mente fueron las economías de guerra dirigidas por el Estado de la Primera Guerra Mundial, que no eran particularmente socialistas pero que sí aportaban alguna suerte de orientación acerca de cómo podía llegar a funcionar la socialización.
¿No le sorprende la incapacidad, ya sea de la izquierda marxista o socialdemócrata, de aprovechar la crisis de estos últimos años políticamente? Aquí estamos sentados a veinte años de la muerte de uno de los partidos que usted más admira, el Partido Comunista de Italia. ¿Lo deprime el estado de la izquierda en este momento en Europa y en otras partes?
Sí, por supuesto. De hecho, una de las cosas que estoy tratando de mostrar en el libro es que la crisis del marxismo no es sólo la crisis de la rama revolucionaria del marxismo sino de la rama socialdemócrata también. La nueva situación en la nueva economía globalizada finalmente aniquiló no sólo al leninismo marxista sino también al reformismo social demócrata, que fue esencialmente la clase trabajadora ejerciendo presión sobre sus Estados-Nación. Con la globalización, no obstante, la capacidad de los Estados para responder a esta presión disminuyó efectivamente. Y entonces la izquierda retrocedió dando a entender: "Miren, los capitalistas están haciendo las cosas bien, lo único que debemos hacer es dejarlos ganar y asegurarnos de recibir nuestra parte". Eso funcionó mientras esa parte se tradujo en crear Estados de Bienestar, pero a partir de los años '70 dejó de funcionar y entonces hubo que hacer, efectivamente, lo que hicieron Blair y Brown: dejarlos ganar todo el dinero posible y tener la esperanza de que se derramara la cantidad suficiente como para que nuestro pueblo estuviera mejor.
Entonces, ¿hubo un pacto faustiano para que en los buenos tiempos, en tanto las ganancias fueran saludables y se pudiera garantizar la inversión en educación y salud, no hiciéramos demasiadas preguntas?
Sí, mientras mejoró el nivel de vida.
Y ahora, al caer las ganancias, ¿luchamos por encontrar respuestas?
Ahora que con los países occidentales estamos yendo para el otro lado, con el crecimiento económico relativamente estático, declinando incluso, la cuestión de las reformas vuelve a tornarse urgente una vez más.
¿Usted ve como parte del problema, en lo que a la izquierda se refiere, el final de una clase trabajadora masiva consciente e identificable, algo que fue tradicionalmente esencial para la política socialdemócrata?
Históricamente es cierto. Los gobiernos socialdemócratas y las reformas cristalizaron en torno de partidos de clase obrera. Estos partidos nunca fueron, o sólo rara vez, totalmente de clase trabajadora. Siempre fueron hasta cierto punto alianzas: alianzas con ciertos tipos de intelectuales progresistas y de izquierda, con minorías, minorías religiosas y culturales, posiblemente muchos países con distintos tipos de pobres trabajadores, obreros. Con la excepción de los Estados Unidos, la clase trabajadora fue un bloque masivo reconocible durante mucho tiempo, ciertamente hasta bien entrada la década del '70. Creo que la rapidez de la desindustrialización en este país alteró muchísimo no sólo la magnitud sino también, si se quiere, la conciencia de la clase trabajadora. Y no hay ningún país en la actualidad donde la clase trabajadora industrial pura en sí sea suficientemente fuerte. Lo que todavía es posible es que la clase trabajadora forme, por así decirlo, el esqueleto de movimientos más amplios de cambio social. Un buen ejemplo de esto, en la izquierda, es Brasil, que presenta un caso clásico de partido laborista de fines del siglo XIX basado en una alianza de sindicatos, trabajadores, los pobres en general, intelectuales, ideólogos y distintos tipos de izquierdistas, que ha producido una coalición gobernante asombrosa. Y no se puede decir que no sea exitosa después de ocho años de gobierno con un presidente saliente que cuenta con niveles de aprobación del 80%. En este momento, ideológicamente, me siento más en casa en América Latina porque sigue siendo el lugar en el mundo donde la gente todavía habla y dirige la política con el viejo lenguaje, el lenguaje del siglo XIX y el XX de socialismo, comunismo y marxismo.
En términos de partidos marxistas, algo que se desprende con mucha fuerza de su trabajo es el rol de los intelectuales. Hoy vemos un entusiasmo enorme en universidades como la suya en Birkbeck, con reuniones y actos. Y si miramos los trabajos de Naomi Klein o David Harvey o las presentaciones de Slavoj Zizek, hay un verdadero entusiasmo. ¿Lo entusiasman estos intelectuales públicos del marxismo en este momento?
No sé si ha habido un gran cambio pero es indudable: con los actuales recortes del gobierno habrá una radicalización de los estudiantes. Eso es algo del lado positivo. Del lado negativo... si analizamos la última oportunidad de una radicalización masiva de estudiantes en el '68, no significó demasiado. No obstante, como pensaba entonces y sigo pensando aún hoy, es preferible que los jóvenes -hombres y mujeres- piensen que están en la izquierda a que los jóvenes -hombres y mujeres- sientan que lo único por hacer es conseguir un trabajo en la bolsa.
¿Y cree que hombres como Harvey y Zizek desempeñan un papel útil en eso?
Supongo que la descripción de presentador se ajusta a Zizek. Tiene ese elemento de provocación que es muy característico y que ayuda a generar el interés de la gente, pero no estoy seguro de que quienes leen a Zizek se sientan mucho más cerca de repensar los problemas de la izquierda.
Permítame pasar de Occidente a Oriente. Uno de los interrogantes más urgentes que usted se plantea en el libro es si el Partido Comunista chino puede desarrollar su nuevo lugar en la escena global y responder a ésta.
Es un gran misterio. El comunismo desapareció pero subsiste un elemento importante del comunismo, ciertamente en Asia, que es el Partido Comunista estatal que dirige a la sociedad. ¿Cómo trabaja? En China me parece que hay un grado más alto de conciencia de la inestabilidad potencial de la situación. Probablemente haya una tendencia a crear más espacio de maniobra para una clase media intelectual creciente y para sectores educados de la población que, después de todo, se medirán en decenas, posiblemente cientos de millones. También es cierto que el Partido Comunista en China parece estar reclutando un liderazgo tecnocrático. Cómo se une todo eso, no lo sé. Lo que sí me parece posible con esta rápida industrialización es el crecimiento de movimientos laboristas, y no queda claro hasta qué punto el Partido Comunista chino puede encontrar lugar para las organizaciones del trabajo o si las consideraría inaceptables, a la manera en que consideró inaceptables las protestas de la Plaza Tianannmen.
Permítame hacerle algunas preguntas sobre la política aquí en Gran Bretaña, para conocer su idea sobre la coalición. Me parece que tiene cierto aire de 1930 en lo relacionado con su ortodoxia fiscal, recortes del gasto, desigualdades del ingreso, con David Cameron como una figura muy similar a Stanley Baldwin. ¿Cuál es la lectura que usted hace?
Detrás de los distintos recortes que se sugieren en este momento y que tienen la justificación de librarse del déficit, claramente parece haber una demanda ideológica sistemática de deconstruir, semiprivatizar los viejos acuerdos, ya se trate del sistema de pensiones, la asistencia social, el sistema escolar o incluso el de salud. Estas cosas en la mayoría de los casos no se tuvieron en cuenta ni en el manifiesto conservador ni en el liberal y sin embargo, viéndolo desde afuera, éste es un gobierno mucho más radicalmente derechista de lo que parecía a primera vista.
¿Y cuál le parece que debería ser la respuesta del Partido Laborista?
El Partido Laborista, en líneas generales, no ha sido una oposición muy eficaz desde la elección, en parte porque pasó meses y meses eligiendo a su nuevo líder. Pienso que el Partido Laborista debería, en primer lugar, hacer mucho más hincapié en que para la mayoría de la gente en los últimos trece años, la época no fue del colapso al caos sino en realidad una época en que la situación mejoró, y particularmente en áreas como las escuelas, los hospitales y toda una serie de otros logros culturales. O sea que la idea de que de alguna manera todo debe ser desmantelado y sepultado no es válida. Creo que debemos defender lo que la mayoría de la gente cree que debe básicamente ser defendido y que es la provisión de alguna forma de bienestar desde la cuna hasta la tumba.
El título de su nuevo libro es "Cómo cambiar el mundo". Usted escribe, en el último párrafo, "todavía sigue pareciéndome plausible el reemplazo del capitalismo". ¿Es una esperanza intacta y es lo que lo mantiene trabajando, escribiendo y pensando en este momento?
No existe ninguna esperanza intacta en esta época. "Cómo cambiar el mundo" es un relato de lo que hizo fundamentalmente el marxismo en el siglo XX, en parte a través de los partidos socialdemócratas que no derivaron directamente de Marx y de otros partidos -los partidos laboristas, los partidos de los trabajadores, etcétera- que subsisten como gobierno y como partidos potenciales en el gobierno en todas partes. Y segundo, a través de la Revolución Rusa y todas sus consecuencias. El precedente de Karl Marx, un profeta sin armas, inspirador de grandes cambios, es innegable. De manera muy deliberada no digo que haya perspectivas equivalentes en este momento. Lo que digo ahora es que los problemas básicos del siglo XXI requerirían soluciones que ni el mercado puro, ni la democracia progresista pura pueden resolver adecuadamente. Y en ese sentido, habría que pensar una combinación diferente, una mezcla diferente de público y privado, de acción y control del Estado y libertad. Cómo se llamará eso, no lo sé. Pero podría perfectamente no ser capitalismo, ciertamente no en el sentido en el que lo hemos conocido en este país y en los Estados Unidos.