30 de mayo de 2011

Jürgen Habermas: "Para formar democráticamente a la opinión pública, el espacio político de un país debe lograr integrar las voces marginales"

Nacido en Düsseldorf, Alemania, Jürgen Habermas (1929) realizó estudios de filosofía, historia, psicología, literatura alemana y economía en las universidades de Gotinga, Zürich y Bonn. Asistente de Theodor Adorno (1903-1969) en Frankfurt desde 1956 y sucesor de Max Horkheimer (1895-1973) en la cátedra de filosofía en 1964, encarna la "segunda generación" de la Escuela de Frankfurt y se distingue del conjunto de sus maestros por el rechazo al pesimismo y por su voluntad de inscribir en los hechos la renovación de la democracia. No ha dejado de ejercer, a la par, un trabajo de investigación y una actividad periodística que le ha llevado a múltiples tomas de posición públicas como su simpatía crítica por el movimiento estudiantil de finales de los años '60, su oposición vigorosa a los historiadores conservadores alemanes que pretendían reducir el nazismo a una especie de respuesta defensiva ante el comunismo y su intervención de forma crítica a propósito de la reunificación de Alemania y del papel de la Constitución. Su carrera universitaria le ha llevado a dar clases en Marburgo y Heidelberg, así como en Evanston y Nueva York. Dirigió entre 1971 y 1982 el Instituto Max Planck de Ciencias Sociales, para luego retornar a su puesto en la Universidad de Frankfurt que no abandonó hasta su jubilación en 1994. Autor de una obra considerable, sus investigaciones, en el curso de los últimos años, se han dirigido especialmente al tema de los fundamentos de la democracia contemporánea y a la relación entre el universalismo de los derechos humanos y el mundo actual, marcado por la globalización y el multiculturalismo. Jacques Poulain lo entrevistó para el nº 22 de la revista "L'Agora", editada en el invierno de 1997.


Una primera pregunta se dirige al autor de "Recht und Demokratie" (Derecho y Democracia) ¿Por qué volver sobre la idea de democracia? ¿No se trata de una noción suficientemente clara y bien establecida?

Por el contrario. Importa extraordinariamente saber como se puede conseguir que una sociedad, todavía hoy, actúe sobre sí misma de forma democrática. Sin duda, el núcleo de la idea democrática está perfectamente claro. Rousseau lo expresó nítidamente: la vida política común debe ser organizada de tal manera que los destinatarios del derecho en vigor puedan considerarse ellos mismos como sus autores. Exactamente sobre esa noción se funda el Estado constitucional moderno. Ese Estado se define a sus propios ojos como una asociación voluntaria de ciudadanos libres e iguales que quieren regular su vida en común de manera legítima y que recurren para hacerlo al derecho positivo. La cuestión que se impone hoy es la de saber si una idea tal no ha fracasado necesariamente ante la complejidad de nuestras sociedades, pues la idea democrática debe, evidentemente, permanecer en contacto con la realidad si quiere continuar inspirando la práctica de los ciudadanos y de los políticos, la de los jueces o de los funcionarios. Si esa idea ya no tuviese ninguna vinculación con la realidad, como muchos piensan hoy, existirían sólo individuos privados, o socios, pero, propiamente hablando, ya no habría ciudadanos. En tal caso ya no habría en la vida común, sino opciones individuales y no libertades de ciudadanos sometidos a una práctica común. Veríamos reconstruirse, bajo una nueva forma, el fatalismo que reinaba antaño en las viejas monarquías, con la diferencia de que ya no serían los dioses quienes regirían el destino. Serían los mercados quienes indicarían las posibilidades entre las que deberíamos decidirnos, cada cual por su lado, plegándose a la lógica empresarial de la economía y a sus exigencias de adaptabilidad.

¿Dónde encontrar otra manera de comprender la democracia, que de cuenta de la complejidad de las sociedades actuales?

La solución reside en buscar una nueva elaboración de la autodeterminación política. Debería corresponder a la realidad de la comunicación en el mundo contemporáneo, preservando la existencia efectiva de los ciudadanos y su papel activo. Por ello conviene pensar positivamente el papel de los medios de comunicación masivos en la era electrónica. Si estos medios ejercen un nuevo tipo de poder, que evidentemente exige ser controlado, tienen, al mismo tiempo, la ventaja de hacer posible la comunicación simultánea de un número infinito de personas que no se conocen entre ellas y que están muy alejadas unas de otras. Un espacio público de ese tipo es un ámbito de fronteras fluidas, en que algunos actores lanzan palabras clave, desarrollan temas y aportan su contribución, en tanto que un público disperso, compuesto de múltiples voces, puede instantáneamente tomar posición a favor o en contra de algo. Hoy el espacio público de un país se descompone en numerosos espacios públicos diferentes, en función de los medios de comunicación masivos, de los temas, de las personas y de los lugares. Para formar democráticamente a la opinión pública, este espacio político debe lograr integrar las voces marginales. Debe poder constituirse como una caja de resonancia de los problemas sociales globales, siendo receptiva a los impulsos que emanan de los mundos privados vividos. Porque nosotros, los ciudadanos medios, extraemos el balance de los problemas sociales en la moneda de nuestras experiencias vividas, sea como miembros de una comunidad, como clientes, como usuarios o como consumidores. La regulación del espacio político público no debe limitarse al cuadro clásicamente delimitado de los parlamentos, de los tribunales y de las administraciones. Se trata, en suma, de imaginar una apertura del espacio político a nuevas formas de expresión de las libertades cívicas. La influencia de opiniones públicas que se han constituido de manera informal debe poder transformarse en poder comunicacional y, a partir de ahí, en poder administrativo. Esa nueva versión de la autodeterminación democrática no es dependiente, como en la tradición republicana, de la orientación hacia el bien común adoptada por ciudadanos virtuosos, y tampoco se alinea con el modelo del mercado, como una agregación de decisiones adoptadas por consumidores.

De la misma manera que los mercados ya no se detienen ante las fronteras nacionales, las nuevas formas de ciudadanía han de extenderse y ejercerse más allá del cuadro de los Estados-Nación. Esta ciudadanía universal, concretamente puesta en práctica, ¿no es para el filósofo un elemento determinante, pues sin ella las fracturas entre países, y en el seno mismo de las sociedades nacionales, se multiplicarían imparablemente?

La ciudadanía democrática es el único cemento que puede mantener la cohesión entre sociedades que se alejan unas de otras. Y eso vale tanto entre sociedades como en el interior de ellas mismas. En efecto, como todo el mundo sabe, hoy tenemos experiencia, en el seno de las sociedades europeas, de una nueva escisión económica. Por un lado, sólidas elites se apoyan en una mayoría cada vez más estrecha que se siente amenazada por su propio declive. Por otra parte no dejan de crecer las minorías compuestas por desocupados, pobres, sin techo, inmigrantes y todos quienes socialmente no tienen suficiente fuerza como para cambiar de alguna manera su destino. En esas condiciones, las relaciones informales, que constituyen habitualmente una buena parte de los lazos sociales, acaban por disgregarse inevitablemente. Ya no subsiste la solidaridad entre los ciudadanos, como una especie de aseguramiento mutuo, que se había logrado construir por primera vez en los Estados-Nación de los siglos XIX y XX.

La forma histórica del Estado-Nación, ¿se encuentra hoy superada?

Su espacio de acción se ve restringido por los imperativos de los mercados financieros mundiales, por la aceleración de los movimientos de capitales, por la internacionalización de los mercados de trabajo, incluso por la dramatización de todas esas tendencias suscitadas por la ideología de la concurrencia vinculada a la implantación de las empresas. Los euroescépticos de derecha y de izquierda reaccionan ante esa situación pretendiendo volver a cerrar las puertas que la construcción de Europa ya ha abierto. Esa actitud defensiva constituye, a mi parecer, un error. Deberíamos, por el contrario, desarrollar enérgicamente las capacidades de acción política a nivel supranacional. Sólo así la política podrá crecer al mismo tiempo que los mercados y aprovisionar una economía globalizada, de manera que se salve el Estado social a escala europea ante un liberalismo que ha dimitido de la política, y un euroescepticismo que considero por mi parte perfectamente equivocado.

¿Cuál es el sentido de la legitimación de una nueva política democrática supranacional a través de existencia universal de los derechos del hombre?

El escrito de Kant "Zum ewigen frieden" (Sobre la paz perpetua) y su idea de una "condición cosmopolita" vuelve de nuevo hoy a llamar la atención, porque los Estados soberanos han perdido desde hace mucho esa especie de "inocencia" que les atribuye el derecho de gentes. Los crímenes más monstruosos cometidos en el siglo XX han sido perpetrados por gobiernos y por sus funcionarios. Cada gobierno que atenta contra los derechos humanos se encuentra, de hecho, en guerra con su propia población. Por eso los Estados que se reúnen en una organización mundial han de lograr un acuerdo acerca de la manera como quieren comprender eso que ellos han decidido en común que son los derechos del hombre.

Todo el mundo sabe que un acuerdo tal no es sencillo. ¿Se ha vuelto hoy indispensable y difícil a la vez por las discusiones que han puesto en cuestión el modelo universalista occidental?

Se ha abierto un animado debate intercultural a propósito de las diversas versiones de esos derechos que se hallan en concurrencia. Se ha llegado a reprochar a los derechos humanos no ser más que una expresión ideológica de la dominación occidental y un instrumento puesto a su servicio. Nosotros, los europeos, no deberíamos, sin embargo, negarnos a considerar cuanto pertenece a otras culturas y encerrarnos en la representación de un individualismo posesivo. Me parece que una versión "intersubjetiva" de los derechos del hombre, que me gustaría por mi parte proponer, está mejor preparada para evitar la sospecha de eurocentrismo.