15 de enero de 2012

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (3): Pinceladas

La palabra viaje tiene una aureola casi mágica: de inmediato estimula toda clase de ensueños, o despierta recuerdos que incitan a la narración. "En el hombre, al igual que en el pájaro -opinaba Marguerite Yourcenar- parece haber una necesidad de emigración, una vital necesidad de sentirse en otra parte". Hay momentos en que uno es aguijoneado por las ansias de degustar lo desconocido, de alzar la cabeza más allá del horizonte que le tocó en suerte. Moverse a través del mundo obliga a darse cuenta de lo estrecho que resulta lo cotidiano: existe un espacio donde las palabras, las costumbres, las creencias, presentan significados diferentes a los que uno conoce y está habituado. Es entonces cuando comunicarse con lo que está lejos (o cerca) pero es distinto, ese ir en busca de situaciones humanas reales, se convierte en una necesidad vital. Para eso existen los viajes.
"Los viajes me permeabilizan la mente -señala Paz Monserrat Revillo-, entro en una especie de estado de trance, como si emitiera otro tipo de ondas cerebrales, en el que soy perceptiva a cualquier estímulo de una manera mucho más 'creativa' que en la vida ordenada, aburrida y llena de responsabilidades que llevo el resto del tiempo". "Viajar y pasear -añade- es mi actividad favorita para escribir; no hace falta hacer yoga, ni terapia, ni siquiera comer o dormir bien, sólo cansar el cuerpo y dejar la mente porosa y ávida como una esponja. Y no hace falta ir muy lejos: puede servir un viaje en tren de cercanías o un paseo con mi galga. Entonces todo fluye y se entreteje: causas y consecuencias se confunden de forma muy divertida".
El viaje propone siempre lo maravilloso, a veces en forma exagerada, otras, bajo el diseño de una fotografía deformada por la sensibilidad de quien la ve. Harto conocidas son las crónicas de Ulrico Schmidl, maravillado en lo más profundo de la selva paraguaya; o las de Cristóbal Colón, eufórico a su llegada a la Isla de Martinica; o las de Marco Polo, asombrado ante la magnitud de los ríos chinos. Más alucinante fue la experiencia del novelista francés Stendhal quien, tras recorrer la iglesia de la Santa Croce en Florencia salió de allí virtualmente conmocionado. "Absorto en la contemplación de la belleza sublime -escribió luego-, sentí que la veía de cerca, casi la tocaba. Alcancé ese estado de emoción en el que las sensaciones deliciosas que procura el arte se asemejan a sentimientos apasionados. Al dejar la Santa Croce se aceleraron los latidos de mi corazón; sentí que perdía la vida y, al caminar, tuve miedo de desplomarme". Esa profunda alteración espiritual provocada por la contemplación excesiva de obras de arte llevó a la psiquiatría moderna a englobar, tipificar y bautizar a este trastorno psicológico como Síndrome de Stendhal.
El único remedio para este mal es el reposo y alejarse por un tiempo de las expresiones artísticas, algo que, afortunadamente, nuestra cronista no ha necesitado hacer para componer sus "Pinceladas", ya que no se vio afectada por la contemplación del célebre cuadro de Leonardo da Vinci "Leda col cigno" que se expone en la galería Uffizi de Florencia, ciudad cuyas callejuelas recorrió de noche, imaginando cómo sus habitantes echaban desde las ventanas las "aguas sucias" a la calle en la época del Renacimiento. De su viaje a la ciudad de Albi, en el sur de Francia, y su visita al Palacio de la Berbie -antigua sede episcopal y actual sede del Museo Toulouse-Lautrec-, son las "mini-impresiones" sobre cuatro obras inmortales del genial pintor francés: "Femme enfilant son bas", "Yvette Guilbert", "Sescau Photographe" y "Au lit", símbolos de ese universo decadente de cabarets y noches parisinas que Toulouse-Lautrec supo pintar como ninguno. Por último, el artículo referido a "Portrait d'Adele Bloch-Bauer I" de Gustav Klimt, es el único que no fue producto de un viaje sino que surgió de la lectura en los periódicos de la noticia que hablaba sobre una descendiente apergaminada y despechada que reclamó el cuadro expoliado por Hitler cuando la ocupación de Austria durante la Segunda Guerra Mundial, para luego venderlo por una millonada. Aquí, acaso sin saberlo, la autora emuló a José Martí, quien no siempre estuvo presente en el escenario de los hechos sobre los cuales escribió extraordinarias crónicas para periódicos hispanoamericanos de su época.

LAS FLORES DE LEDA

Con las flores que hay en la base se podría hacer un estudio completo de pintura, piensa Pilar, plantada ante la obra de Leonardo da Vinci. Es como otro cuadro dentro del cuadro, que probablemente pase desapercibido para el observador tras lo vistoso del tema mitológico, "Leda con el cisne", y por lo extraño que resulta ver a esos cuatro bebés con caras de adulto saliendo de los caparazones de cuatro huevos. Pilar observa de cerca el trabajo minucioso que hizo el maestro para resaltar los pétalos blancos de las flores silvestres, los frutos en cápsula y las campanillas situadas bajo los pies desnudos de Leda. Admira cómo la luz y la sombra se alternan sin aparente esfuerzo en el prado que sirve de soporte para el absurdo abrazo entre una mujer y un cisne. Pilar detiene un momento más la mirada en los detalles de las flores e inicia un recorrido ascendente con los ojos y con la actitud de su cuerpo. El escorzo de los pies, las piernas, redondeadas por el contraste de la luz, la sombra huidiza del pubis, el ala suave del cisne rodeando la cintura de la protagonista, los senos maduros, el pelo trenzado, y la sonrisa de Leda. Una sonrisa menos enigmática que la de la Mona Lisa, pero construida desde la misma profundidad. Mostrando, con la técnica del "sfumato", una emoción que resulta difícil de precisar. Algo a medio camino entre lo maternal y lo audaz.


Mientras Pilar se pregunta en qué ocuparía sus pensamientos la modelo cuando posaba para Leonardo, un grupo de turistas entra en la sala. Pilar se desplaza hacia la derecha y por un momento su mirada queda suspendida a través de una ventana de la Galería de los Uffizi. Al fondo, los tejados desenfocados de las casas de Florencia forman un paisaje casi irreal.
De una de las casas sale, como cada mañana, Cecilia. Intenta esquivar, levantándose la falda, los charcos hediondos que han dejado los vaciados nocturnos bajo las ventanas. Se dirige a la casa del pintor altiva y con una punzada de excitación en el estómago, que no ha disminuido a lo largo de los meses que lleva posando para el cuadro.
Hoy por fin podrá ver el resultado. No conoce el tema de la pintura. No sabe por qué ha tenido que posar en una postura tan forzada, abrazando lánguidamente el cuello de una gran ánfora, con un ramo de flores blancas en una mano, y mirando hacia el suelo. Hoy averiguará qué significado tiene lo que el maestro le decía constantemente: que pensara en el tacto de las plumas de un ángel, que sintiera en las plantas de sus pies desnudos el cosquilleo de flores silvestres y gotas de rocío, que imaginara al hijo que querría tener con su amado y que lo acunara con la mirada, que lo imaginara una y otra vez, multiplicándose a su alrededor sobre el suelo alfombrado. La voz profunda con que el pintor le decía estas cosas conseguía transportarla a un estado de ingravidez en el que desaparecía todo lo que sentía antes de que el maestro comenzara a hablarle: el pudor por estar desnuda, el frío que desprendían las gruesas paredes de la estancia, y todos sus cansancios y preocupaciones. Mientras la pintaba, el tiempo transcurría envolvente, vibrando en su interior como un diapasón.
Cecilia abre la puerta. Es recibida con la calidez que siempre le transmite el pintor. El sol se filtra en tenues fajos de luz a través de los portillones entreabiertos de las ventanas. Las motas de polvo bailan desacompasadas sobre esos rayos de claridad. Los pinceles y las pinturas están recogidos, la habitación más ordenada que habitualmente, y la gran tela enmarcada, que siempre había visto del revés, se muestra hoy orgullosa frente a sus ojos. Cecilia se aproxima a la pintura con los ojos brillantes y el pulso acelerado. Ante el asombro de Leonardo, no pregunta nada sobre el gran cisne que aparece a su lado, ni sobre los niños ovíparos, sino que, con ademanes lentos, se arrodilla delante del cuadro y acerca la cara a las pequeñas flores silvestres, los frutos en cápsula y las campanillas que rodean sus pálidos pies.


UN CUADRO DEL AGRADO DE HITLER

La sobrina de Adele Bloch-Bauer, María Altman, tiene los mismos ojos tristes que su tía en el retrato que en 1907 le pintó Gustav Klimt, en el que posa con ese vestido incongruente y dorado como una cúpula otomana. La heredera es en la actualidad una aristocrática anciana con la cara cincelada y los ojos vencidos.
María Altman consiguió, después de un largo litigio, recuperar el cuadro expoliado por los nazis a sus antepasados. Una vez lo tuvo en sus manos no se le ocurrió un gesto más noble que subastarlo por mas de 100 millones de dólares.


El nuevo propietario, un magnate neoyorquino dedicado a la industria de los cosméticos, quedó muy satisfecho con la transacción, y la octogenaria "muy emocionada", según confesó en la rueda de prensa posterior a la subasta.
A partir de entonces, la dorada Adele Bloch-Bauer posa en alguna importante pared rodeada de cosméticos, siempre joven, siempre triste y amarilla, mientras su sobrina acumula toda la humillación de sus antepasados en una caja fuerte, mostrando una avaricia casi a la altura de la que sintió Hitler al pretender erigir, con los cuadros robados, el museo más deslumbrante del mundo.


COMO PONERSE UNAS MEDIAS

En un burdel de París
Mientras esa mujer siga, frente a Monsieur Lautrec, deslizando la media negra en su interminable ascenso con la misma calma y precisión con la que se ajustaría una horquilla en su peinado, nuestra ignorancia sobre lo que es la intimidad seguirá intacta.

Yvette
Al pintor le entusiasmaban las bailarinas, el alcohol, el fulgor mortecino de los burdeles y la enigmática anatomía de los caballos. No tuvo más que dejar envejecer a Yvette Guilbert para encontrar el objeto más perfecto que la naturaleza le pudiera ofrecer a su obsesivo pincel.


Dans le lit
El punto de vista es difícil, como si la escena estuviera dibujada desde la perspectiva de un perro -quizás el de la chica- que quisiera subirse a la cama y avisarles del peligro. La colcha grita con sus pigmentos imposibles y la luz de la ventana acaba de romperse en mil pedazos, mientras los durmientes reposan totalmente ajenos a la pasión de esta pintura aparentemente tan desapasionada.

La mirada del otro
Jane Avril solo fue Jane Avril mientras vivió el hombre de piernas cortas que le sacó todo el brillo a su figura. El resto de su vida lo entregó a un hombre que la dejó sin dinero y sin identidad. Murió paupérrima en un asilo de ancianos llamándose Jeanne Boudon, como se llamaba antes de conocer a Toulouse.