Suele decirse que los viajes, en realidad, comienzan antes de partir. Al itinerario se lo sueña, se le da nombres, se lo arma con la imaginación. Borges, por ejemplo, casi ciego, no necesitó de sus ojos para descubrir el universo del Aleph en un oscuro sótano de Buenos Aires que lo transportó a través del espacio y del tiempo. García Márquez, por su parte, se mofó de la geografía para describir Macondo, logrando así la mejor imagen de los mundos olvidados. Y Cervantes dio vida al más testarudo de los caballeros, Don Quijote, un errante hidalgo que convirtió la árida planicie de Castilla en el lugar de todas las utopías y de todas las decepciones. Estos tres escritores, en algún sentido, definieron el acto de viajar: "Primero se abre la mente, después basta con intuir lo desconocido, y luego se echa a andar".
Viajar. "No pido otra cosa -dijo alguna vez Robert L. Stevenson- que el cielo sobre mi cabeza y el camino bajo mis pies", encumbrando a este acto a la categoría de primordial para la existencia. Es que al aire se lo respira aunque no se quiera, se lo incorpora mecánicamente, pero al viajar, se lo degusta, se saborean sus cualidades y las de esa nueva atmósfera que imponen los lugares visitados. Es sabido que todo viaje, incluso a los lugares más frecuentados y más conocidos, es una exploración. Tal vez por eso el naturalista alemán Alexander von Humboldt aconsejaba hacerlo "conservando siempre una visión rigurosa y a la vez exaltada del mundo".
Zygmunt Bauman ha realizado una curiosa clasificación del viajero según sus intenciones y su comportamiento durante sus desplazamientos: el peregrino, el vagabundo, el turista y el andariego. El peregrino es el que anda siempre a la búsqueda de algo que se encuentra en otro lugar; el vagabundo es un nómada que se traslada constantemente, impulsado por sus necesidades que le señalan el rumbo; el turista tiene un lugar al cual retornar después de sus empresas viajeras, y su trayecto lleva una intención; y el andariego es el que sale a descubrir escenas: los países y los paisajes son para él pinturas en las que se entremezclan el parecer con el ser y las describe así como las ve, como superficies o láminas de un libro.
Una singular amalgama entre estas cuatro categorías se ha dado en Paz Monserrat Revillo, bióloga y escritora de microrrelatos nacida en Tortosa, España, en 1962. Licenciada en Biología por la Universidad Central de Barcelona, posee además un Master en Educación Ambiental por la Universidad Nacional de Educación a Distancia y ha asistido a cursos de narrativa breve en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonés. Paz Monserrat Revillo es profesora de Biología de secundaria y bachillerato desde hace veinticinco años y forma parte del equipo de coordinación de las PAU (Pruebas de Acceso a la Universidad) de Biología de Cataluña, siendo coautora de los libros de texto "Biocontext 1", "Biocontext 2" y "Conceptes bàsics". Como escritora de ficciones ha participado en numerosos concursos literarios, siendo premiada en múltiples ocasiones. Varios de sus cuentos han sido publicados en ediciones colectivas mientras se encuentra en preparación la edición de su libro de microrrelatos "Biología no autorizada", en el que aúna su idoneidad científica con su vocación de escritora.
En su "Beleuchtung" (Iluminaciones), el filósofo alemán Walter Benjamín decía que "cuando alguien hace un viaje, tiene después algo que contar; puede hablar sobre lo que es desconocido para la mayoría: lo exótico, lo extraño. A esta 'tribu' (la de los viajeros) pertenece la mayoría de los creadores valiosos". Entre ellos, claro está, figura Paz Monserat Revillo, para quien el viajar es una vocación colateral a la vocación literaria. Prueba de ello son estas "Crónicas desenfocadas", cuya primera parte -"Vagabundeos"- se reproduce a continuación. En ella narra algunas impresiones recogidas en sendos viajes al Cuerno de Oro en Estambul (Turquía), al puerto de Cobh en la Bahía de Cork (Irlanda) y a la vieja -y a la vez tan nueva- ciudad de París (Francia).
EL CUERNO DE ORO
Nunca se puede estar seguro de cual es la verdadera función de una obra de ingeniería. Un ejemplo podría ser el puente Gálata, que cruza la entrada del Cuerno de Oro, en Estambul. Al piloto de un avión le puede parecer el peldaño de una escalera que une dos pedazos de tierra. Para los turistas es el puente más largo y transitado que jamás hayan cruzado; también una manera de asomarse al abismo de un mar que se bifurca. Para los trabajadores de la otra orilla -cualquiera que sea ésta- el camino de vuelta a casa. Las decenas de pescadores cetrinos e indolentes que, apoyados en la baranda, aguardan con paciencia la tensión de la caña, lo consideran un estado del alma. Para los camareros que trabajan en los barcos-restaurante anclados en la orilla es una sombra sobre las aguas tornasoladas recién llegadas del Bósforo.
Si queremos profundizar en el asunto, tendremos que tomar una perspectiva más atrevida, entrar en un medio más denso. Hay que sumergirse en esas aguas de plomo y tratar de imaginar el puente desde abajo, visto con los ojos gelatinosos de un pez. El agua se desliza por entre las hendiduras de las escamas y provoca ligeras turbulencias a contracorriente que impulsan y sostienen. A contraluz de los arcos iris de aceite se recorta una línea de pequeños espejos metálicos que seducen y atraen como imanes. La trayectoria se desvía hacia la luz y se dirige hacia esos garfios metálicos de los que penden trozos de carne que serpentea. En el efímero instante en el que el arpón atraviesa el paladar, justo antes de que el estallido del aire golpee las branquias -y el pez se convierta en pescado- es cuando se descubre que el puente Gálata no es más que la entrada a una trampa mortal.
Como ocurre muchas veces, el conocimiento llega un segundo después de la necesidad. Y aparte de que ya no sirve, no se puede transmitir.
SIN MALETAS
Visitando una exposición en Queenstown, el puerto de Cobh, me quedé clavada ante una de las fotografías que ilustraban la historia de esta ciudad que ha sido testigo de tantas migraciones y desarraigos. Se trata de una pequeña ciudad irlandesa orientada al mar, un amasijo de calles que descienden empinadas desde la catedral hacia el puerto. Actualmente las antiguas casitas de pescadores se han pintado de colores marineros para los turistas y las antiguas tabernas son pintorescos restaurantes que se codean con las tiendas de "souvenirs". Situado en el sur de la isla, fue un puerto estratégico y muy importante durante mucho tiempo. De allí salieron los miles de irlandeses que, huyendo del hambre, embarcaron hacia América y Australia. Da fe de ello la estatua que hay en una plaza cercana al puerto. Representa la figura de una joven, Annie Moore, que viajando desde ese puerto irlandés fue la primera persona registrada entre los inmigrantes que llegaron a la isla de Ellis Island, en Nueva York. También fue el puerto que despidió al Titanic y frente al cual se hundió el Lusitania.
La fotografía ante la que me quedé plantada más tiempo del habitual -que después pude recuperar en un libro- muestra en diferentes tonos de marrón y sepia a un grupo de supervivientes del Lusitania, el transatlántico que fue torpedeado por un submarino en 1915 frente al puerto de Cobh. El hundimiento del transatlántico ocurrió ante la mirada atónita de los habitantes de ese concurrido puerto de mar. En la exposición se lee que la población dio una respuesta rápida y contundente: salieron en cientos de improvisados botes salvavidas y consiguieron rescatar a mas de 700 pasajeros de los casi 2.000 que viajaban de Nueva York a Liverpool, una ruta que se había mantenido de forma regular a pesar del peligro que suponía la Gran Guerra. Aunque la fotografía no destaca ni por su nitidez ni por el dramatismo de lo que muestra (un simple grupo de personas esperando en una estación), algo me retuvo en estado de trance ante ella, seguramente mucho más tiempo del permitido por el flujo de turistas que seguían el itinerario de la exposición a ritmo ligero y superficial, a los que -al final me di cuenta- molestaba mi parada absurda y entregada a esa foto, como molesta una piedra en el zapato o un accidente ajeno en la carretera que enlentece el ritmo de los coches de la autopista.
Un torpe codazo sin disculpa me hizo salir de mi ensimismamiento. En ese momento todavía no era consciente de qué era lo que me fascinaba de la fotografía. En ella se ve a un extenso grupo de personas de pie en el hall de la estación de ferrocarriles de Cobh. Con bastante probabilidad son americanos. Han sido salvados del hundimiento del Lusitania unos días antes. Van bien vestidos, con sombreros y abrigos seguramente prestados por sus inesperados anfitriones irlandeses que, tras la tragedia, les han acogido en sus hogares, les han alimentado y se han compadecido de ellos desde su confort y su generosidad. Aunque los semblantes son serios, nada en la fotografía hace pensar en algo parecido a un zarpazo implacable del destino. Algunos de ellos miran a la cámara, pero la inclinación de la luz, casi vertical, hace que esas miradas parezcan vacías y sin expresión, profundas cuencas huecas que les dan un aire de espectros que por un mero azar aún conservan la carne pero cuyo espíritu se diluye ya a través del tiempo en el momento de hacer la fotografía.
Pero, lo que creo que es la clave para entender mi encantamiento ante la fotografía es que nadie lleva equipaje. Esperan el tren pero no llevan maletas. Una ligera inquietud en las manos. Dos mujeres las juntan sobre la cinturilla de su chaqueta, un hombre sujeta un periódico, otro las introduce en los bolsillos de su pantalón… La orfandad de objetos se añade como un gran peso a la pérdida de los familiares y conocidos que viajaban con ellos y a la extrañeza de estar varados en un pueblo irlandés cuando deberían estar disfrutando de su viaje de placer. Están mucho más cansados y más perdidos que si cargasen a sus espaldas un baúl con sus pertenencias. No tienen nada, empiezan de nuevo, se sienten desnudos a pesar de los abrigos y los sombreros.
Me pregunto porque me conmueve tanto la imagen de personas que apenas tienen objetos a los que aferrarse, y enseguida se agolpan en mi mente escenas venidas del pasado: unas jóvenes gitanas sucias y libres bailando en la Plaza del Rastro de Tortosa, los feriantes que regentaban los puestos de caballitos que cada primavera llegaban a mi ciudad cuando era niña, a los que yo espiaba tras las cortinas de sus caravanas destartaladas imaginando una vida estimulante y llena de peligros, el olor penetrante y agrio de la habitación donde vivía la familia de la chica que nos limpiaba en casa, los colchones llenos de manchas que se apilaban en un rincón para que a la noche durmieran todos sus sobrinos enjutos y oscuros como ratones, o la súplica en la mirada de los niños que nos observan desde las fotografías de los campos de refugiados. Me recreo en estas imágenes e inmediatamente las asocio con otras aparentemente contrarias pero que me inspiran lo mismo: las imágenes de objetos sin dueño. Objetos melancólicos y orgullosos tantas veces vistos en exposiciones, museos y anticuarios. Las joyas que confiscaron en los campos de concentración, los zapatos que salen disparados en un accidente y quedan desamparados para siempre, las colecciones de maletas y de relojes que se acumulan en Ellis Island, las fotografías y las postales que se muestran impúdicas en los encantes, los veladores que acumulan polvo -como si les creciera una costra de tristeza- en las esquinas oscuras de los anticuarios. Objetos que ya no encuentran sentido a su existencia, que sobreviven a sus dueños con un asombro mudo y obstinado, casi desafiante, y que quedan tan desvalidos como las personas que se tienen que despojar a la fuerza de esos objetos en cualquier migración, desarraigo, exilio o venta.
¿Qué tipo de estrecha relación es la que se establece entre los objetos y sus dueños? ¿Qué nos hace sentir más inermes que perder un paraguas o dejarnos una chaqueta en el asiento de un tren? ¿Será que los objetos que usamos se incorporan definitivamente a nuestra alma y cuando los abandonamos penan nuestro desamor para siempre, como si fueran fantasmas? Quizás los objetos antiguos son los auténticos fantasmas de las personas que los poseyeron, y por eso nos sentimos tan inexplicablemente tristes cuando nos acercamos a las librerías de viejo o a los museos de historia.
EN PARIS
En París, cuando las máquinas expendedoras de billletes no tienen cambio te dicen -en su adorable español con acento francés- que están "desoladas".
Al otro lado del río, como ocurre en casi todas las capitales europeas, se encuentra el barrio de los anticuarios y las galerías de arte, en el cual se puede saborear por fin la auténtica atmósfera, indolente y orgullosa, de la ciudad. Hay que llegar a ese barrio como sea. De esta manera te convences a ti mismo de que has conseguido escaparte por un momento de la gran estafa del circuito turístico que te succiona hacia su centro como un tornado.
Al desplazarse desde el cerebro hacia mi boca, el francés que estudié en el instituto se tropieza con el inglés que aprendí en la universidad y con las trazas de italiano que he ido absorbiendo por ósmosis de las canciones de amor. Cuando intento hacerme entender en París acabo diciendo cosas como: "Excuse-moi, je voudrais une... comment s'apelle? une spoon" o "c'est tout, please the bill. Merci". Los franceses, por su parte, cuando se enteran de mi nacionalidad se despiden con un efusivo "arrivederci", actualizando así una torre de babel internacional de camareros y turistas que compartimos una inquietante facilidad para la promiscuidad de las lenguas.
Si Pissarro levantara la cabeza apenas podría reconocer la Rue de Saint Honoré que pintó en su cuadro. Los carruajes de caballos han sido sustituidos por autobuses turísticos de dos pisos con colores estridentes. Los bajos de los soportales ya no alojan pequeños comercios artesanales, en la actualidad vomitan su avalancha de camisetas, pañuelos y posavasos con fotografías del Moulin Rouge y de la Tour Eiffel. No más colores pastel, ahora domina el negro y el gris metálico. Ya no hay perfiles sugeridos por pinceladas aparentemente descuidadas, hoy todo está perfectamente definido. Nada de siluetas o atmósferas, sólo objetos y contaminación. Se necesita mucha imaginación para volver a entrar en la Rue de Saint Honoré que Pizarro pintó.