14 de enero de 2012

Paz Monserrat Revillo. Crónicas desenfocadas (2): Apuntes naturalistas

Los científicos han subrayado, desde la más alta antigüedad, los rasgos distintivos que separan al hombre del resto de los animales, señalando que el hombre sabe lo que hace y por qué lo hace, marcando así la diferencia entre el instinto del animal y la inteligencia de los humanos. Indudablemente el lenguaje articulado constituye una de las claves que separan al hombre de los animales. Estos últimos expresan y comunican sus sensaciones por medios instintivos, pero no hablan, a diferencia de los seres dotados de conciencia. Descartes decía que no hay hombre que, por incapacitado que esté, no sea capaz de razonar y hacerse entender por sus semejantes. Mucho antes, en la antigua Grecia, Protágoras afirmaba que lo que separa al hombre de los animales no es solamente el lenguaje y el dominio de la técnica, sino su capacidad de convivir políticamente. Lo que no dijo el sofista griego es que el hombre parece carecer en grado sumo de la capacidad de convivir con el resto de los animales. Tampoco ha dicho nada acerca de su incapacidad para convivir entre sí mismos, aquello que Nietzsche llamaba "la peligrosidad de la convivencia entre imbéciles y mediocres". Tal vez porque, como pensaba Schopenhauer, "ni el hecho de enriquecerse ni el de adquirir honores y conocimientos pueden sacar al individuo del disgusto que le causa la falta de valor de su propia vida".
Una ligera clasificación permitiría distinguir los testimonios de viajeros (como crónicas) de las ficciones (que tanto pueden referirse a lugares reales como al entretejido de urdimbres fantásticas y a la creación de lugares imaginarios). En cualquier caso, los relatos de viajes apelan necesariamente a la inventiva, aun cuando el narrador se propone dejar constancia de su experiencia. Una sobrada muestra de equilibrio entre ingenio y erudición, entre la sabiduría de la errancia y la formación académica se da en los "Apuntes naturalistas", basados en hechos, escenas y situaciones reales. Es curioso cómo el conocimiento sobre los animales microscópicos, por ejemplo, separa a los hombres más que cualquier frontera física. Casi parece haber dos mundos: el que toca lo que ve y el que al tocar lo que ve sabe que toca un montón de otras cosas que, en verdad, no ve. Estas diferencias desnudan lo diferente y es un mérito de la biología el haberlas descubierto.
En sus "Apuntes naturalistas", Paz Monserrat Revillo pone de manifiesto su pasión por la naturaleza, ensimismándose en cosas tales como saber qué pasa dentro de una célula, intentando ver las cosas desde la perspectiva de un animal, maravillándose con la diversidad de lo vivo y reflexionando sobre el abismo del tiempo geológico. La autora reconoce que, el hacerlo, constituye "un ejercicio muy efectivo para salirme de mi misma y situarme en un lugar más aproximado al real dentro del esquema general de la vida, lo cual me quita ansiedad por las cuitas egocéntricas y la auto-importancia que solemos darnos los humanos". Ese sumergirse en los ritos exploratorios propios de un viaje -similares a los que, cuando niños, utilizábamos para la búsqueda de un tesoro escondido-, lleva a la autora a darse cuenta de que incluso en territorios familiares puede uno lograr experiencias sorprendentes, de esas que duelen y dejan marcas.

DE LO VULGAR Y LO EXOTICO

¿Alguien podría considerar a un funcionario de correos como un espécimen exótico? Probablemente la respuesta sería positiva si ese alguien fuera un zíngaro trotamundos o la trapecista de un circo ambulante, aunque no estoy muy segura de que estos personajes existan en la actualidad. ¿Puede un perro ser en algún caso un animal exótico? A nosotros no nos lo parece, pero seguramente para el último Dodo sí lo fue, y quizás la fascinación que le provocó ese exotismo fue su perdición.
Lo único que queda en la actualidad del Dodo es un esqueleto completo y unos pocos huesos repartidos por diferentes museos de Historia Natural del mundo. Estos restos, algunos dibujos que hicieron los navegantes que llegaron a la isla Mauricio antes de 1662, y las descripciones escritas en los diarios de los naturalistas que consiguieron verlo son las fuentes que han servido para hacer unas cuantas reconstrucciones en plastelina de cómo debía ser ese pájaro tan especial. Lewis Carroll lo "resucitó" en un entrañable personaje que le da consejos a Alicia de cómo secarse, y los hemos podido ver en la delirante "Ice Age", depeñándose en masa por un acantilado.


El Dodo era un pájaro de unos 20 kg., supuestamente torpe y calmoso, al que la selección natural no creyó oportuno dotarle de una habilidad tan común entre sus congéneres: volar. En la remota isla donde habitaba nadie le perseguía. El problema surgió a partir de 1638. La isla fue colonizada por primera vez por europeos. Las colonizaciones rara vez auguran nada bueno para la tranquilidad de los lugareños. Tampoco para los habitantes de esta isla del océano Indico. Los navegantes que iban llegando a la isla encontraron en ese ave, tan extravagante y que se mostraba tan confiada ante la presencia humana, motivo de diversión y un alimento fácil y abundante. Pero además de su insaciable apetito, los europeos llevaron consigo a sus mascotas y otros acompañantes: gatos, perros y ratas. Estas especies, voraces y con una enorme tasa reproductiva, irrumpieron en el ecosistema en el que había reinado el Dodo anteriormente, para apartarlo a codazos y situarse ellos en la cima de la pirámide trófica. Atacaron los nidos de estos cándidos pájaros y los exterminaron sin piedad.
En la biografía de la extinción existe un caso aún más espectacular: un paseriforme incapaz de volar, el chochín de la Isla de Stephen, en Nueva Zelanda, fue exterminado por Tibbles, el gato del farero que se instaló en la isla en 1895. La nueva especie se describió (a partir de muestras en formol de los pájaros que el gato le llevaba al farero) y se extinguió al mismo tiempo. Quizás los perros y los gatos que habitan ahora la Isla Mauricio y la Isla de Stephen, unos tristes carroñeros descendientes de aquellos predadores europeos, tengan la pesadilla recurrente de que persiguen a una paloma gigante y absurda, pero siempre justo en el momento en que están a punto de cazarla se despiertan.
Si a su aspecto de pájaro rarísimo se le añade el plus romántico de su extinción, el Dodo podría erigirse como el símbolo de lo exótico, por lejano en el espacio y ya inalcanzable en el tiempo. Pero no quiero ni pensar en lo exóticos que le debieron parecer a este pacífico animal el desembarco de un desfile de seres sin plumas y armados con colmillos, trabucos, sables, garras y bigotes, que destruyeron su confortable y exótico universo para instaurar otro grotesco, desequilibrado y vulgar.


EN EL MUSEO DE HISTORIA NATURAL

En una esquina de la última planta está el descomunal rinoceronte negro. El primer impulso que siento al ver semejante exageración es pensar que se trata de un monstruo de cartón-piedra diseñado para asustar a los niños. Ningún ser vivo debería ser tan grande y tan oscuro, me digo. Una vez he abarcado toda su presencia dando un pequeño rodeo y he comprobado al trasluz que tiene pelos sobre su piel cuarteada, vuelvo a situarme delante del cuerno y leo la placa. En ella se explica que perteneció a la Ménagerie de Louis XV y que tras su muerte fue objeto de numerosos estudios anatómicos destinados a desmentir las creencias míticas -como la que acabo de tener yo- de que los animales exóticos eran monstruos que no se podían incluir en la clasificación de los seres vivos ni pertenecían al orden de la naturaleza.
El museo de Historia Natural de París, situado en el Jardin des Plantes, es uno de esos lugares en los que se percibe, nada más entrar, que pertenece irremisiblemente a otro tiempo. Una ligera sensación de vértigo se apodera de ti cuando atraviesas la puerta y te trasportas a la época de las grandes expediciones naturalistas, de los jardines de aclimatación, de la teorías evolucionistas, del auge de la taxonomía y de la taxidermia. No es fácil recuperar el equilibrio al salir de una máquina del tiempo. A mí me ha costado varios años decidirme a volver para averiguar cual es la causa de la fascinación que me produjo la primera visita a este museo decadente y anacrónico.
Una secuela añadida es que, en cuanto entro, noto como mis piernas se vuelven más torpes y pesadas, como si llevase plantillas de plomo. Aunque también es posible que se deba a que he venido caminando por la orilla del Sena desde la Ile de la Cité. Bordeando el parque he podido entrever una parte del zoológico adyacente al edificio de las exposiciones. El impacto que supone la visión de tres avestruces encerradas en un pequeño recinto en el mismísimo centro de París ha sido un buen acicate para empezar a deshacerme de los esquemas racionales y prepararme para lo que me espera en el museo. He estado tentada de entrar a ver el Zoo, pero finalmente he decidido no hacerlo para evitarme la inexplicable tristeza que siempre me producen los zoológicos y los circos. Lo más interesante es que, por alguna extraña asociación de ideas, la banda sonora de una de las melodías de Nino Rota me acompaña mentalmente durante toda la visita a partir del momento en que veo el primer elefante disecado. Con el peso extra en los zapatos y la música de circo en mi cabeza entro en el museo decidida a encontrar esta vez alguna explicación a mi inquietud.


Lo primero que me llama la atención al entrar es el contraste entre la luminosa mañana de otoño que dejo a mis espaldas y la oscuridad del interior, entre el aspecto de pastel de nata que ofrece el edificio desde fuera y la estructura interna tapizada de vigas negras y madera de caoba. Las luces son escasas y están enfocadas hacia las vitrinas. Mis sentidos necesitan unos segundos para acostumbrarse a la penumbra. Cuando finalmente las pupilas se dilatan, se te viene encima el esqueleto de ballena que hay colgando entre la los dos primeros niveles. Si consigues recuperarte de la desmesura de sus vértebras, aparece algo que solo podrías imaginar en un desvarío o en una pesadilla: el gran desfile. Una alucinante procesión de elefantes, antílopes, cebras, búfalos, rinocerontes y jabalíes con sus crías, una "big parade" del orgullo herbívoro. Todos disecados. Todos caminando inmóviles hacia el final de la planta sin acabar de llegar nunca. Me acerco a los animales y los observo de cerca tratando de sacar alguna conclusión. Sólo soy capaz de ver los ojos de cristal, las lenguas hechas de algo parecido a la plastilina, algunos pelajes tienen calvas, otros necesitan un buen cepillado, la piel del elefante casi mineral… Me los imagino rellenos de papel de periódico o de porexpan, pero, ¿dónde están los agujeros por los que han sido vaciados? y ¿adonde van? ¿Qué se supone que hemos de sentir cuando nos situamos a su lado? Y lo más importante: ¿dónde están los depredadores, musculosos y esquivos? Las presas tienen los ojos tan brillantes que parecería que por fin se han librado de ellos o que ahora sean ellos los que mandan y los leones estén escondidos en alguna vitrina del segundo piso, como más tarde comprobaré.
Eso me lleva a recordar las clases de ecología con el Dr. Margalef, en las que para definir la diversidad de un ecosistema usábamos una fórmula matemática en la cual se introducían el número de especies distintas y las frecuencias relativas de cada una. Largos sumatorios que daban, en los ecosistemas naturales, un número máximo (en los más complejos como las selvas tropicales o los arrecifes de coral). Por encima de ese número la diversidad no se podía aumentar de manera sostenible, solamente a expensas de un gasto extra de energía como el que supone tener a los animales aislados (como en el zoo) o muertos (como en los museos de historia natural) ¿En que ecosistema hay tantas mariposas o tantos escarabajos como en los museos de zoología? ¿Qué pasaría si abriésemos las jaulas del zoológico?
¿Y si se "despertasen" de su letargo todos los caparazones embalsamados que hay en este museo, quién se comería a quien? ¿Cuántos depredadores se podrían sustentar con los herbívoros que hay? Puestos a soltar la imaginación como quien se suelta la melena, me imagino que algo así ocurre cada tarde al cerrarse las puertas -como ocurría en el cuento del soldadito de plomo con los juguetes- y cuando amanece al día siguiente los fantasmas de los animales que una vez existieron se retiran de su escenificación de la lucha por la vida y vuelven a colocar las cáscaras de piel, que tanto impresionan a los visitantes diurnos, en sus sitios.
Tal vez la legítima misión de cualquier museo de historia natural sea ordenar el aparente caos de la naturaleza. Este lo hace a la perfección. Tenemos paneles con el catálogo de las maneras de cubrirse: caparazón, pluma, pelo o escama… Otros con árboles genealógicos que se bifurcan en ramas y ofrecen frutos tan diversos como un paramecio, un helecho, un molusco, un lagarto o una vaca. Vitrinas con escarabajos y mariposas de colores imposibles atravesados por alfileres, algunas setas y líquenes deshidratados, esponjas y corales como grandes cuencos decorativos, gusanos en botes y anguilas barnizadas, pero sobre todo los ubicuos animales disecados. La gran paradoja de intentar simular la diversidad y la riqueza de la vida en el más grande cementerio de animales. Los únicos seres vivos que hay son unos pobres helechos que rellenan una vitrina y parecen pedir auxilio ante tanta luz artificial.
Y ya puesta a hacerme preguntas, ¿de dónde han salido todos estos animales? ¿Qué historias tendrán detrás? Cuando ya estoy casi resignada a tener que imaginarme sus procedencias me encuentro con Siam, un elefante disecado bajo el cual no hay una placa con el nombre de su especie sino un video en el que se le ve con vida, en el zoo. Se trata de un elefante indio nacido en 1945 que, según se explica, fue llevado a un circo después de haber trabajado como animal de carga en una explotación y finalmente vendido al zoológico de París. Estaba tan bien amaestrado que incluso trabajó para una película de cine. Lo mas cinematográfico del asunto es que murió el mismo día que lo hizo su cuidador, en 1997. Después de esto no sé si reconciliarme con el hecho de que esté allí o quedarme aún más estupefacta.
Al salir vuelvo a husmear lo que se puede ver desde los setos que rodean el zoológico. Apesta a cacas de antílope y puedo observar a un grupo de marsupiales del tamaño de un conejo dentro de una zona vallada. Mientras los miro, un gorrión se para fuera de la jaula. Me dirijo a la calle atravesando el Jardin des Plantes, grandes parterres dedicados al cultivo de especies vegetales autóctonas y exóticas. Enseguida tengo una revelación: allí es donde está la vida. Entre las campanillas, los castaños de indias y las plantas medicinales cultivadas con esmero por los alumnos de la escuela de jardinería. Las plantas, siempre las plantas, silenciosas y discretas. Antiguas y sabias. Cimbreándose ante la brisa templada, a disposición de las abejas, mariposas y gorriones que las fecundan y las sirven. Y a salvo de la amenaza de cualquier herbívoro, que en varios kilómetros a la redonda permanecen enjaulados o disecados. Ya sé para que sirven los museos de historia natural. Y los zoológicos. Me queda investigar sobre los circos.


AMORES RAROS

El famoso etólogo Konrad Lorenz crió, entre otros muchos animales de los que observaba su conducta, a una grajilla macho a la que le puso el nombre de Choc.
Choc seguía a su amo allá donde fuera, de pequeño creyendo que era su madre y de mayor pensando que era su pareja sexual. Estaba profundamente enamorado de Konrad. Siempre le fue fiel, a pesar de las bandadas de grajillas que sobrevolaban el cielo de la granja en primavera. Choc empleaba horas en tratar de convencer a Konrad para que se introdujera reptando en la pequeña cavidad que había elegido como nido, y aunque nunca consiguió llevarlo a su casa, le cebaba en el nido grande de Konrad, donde éste se dejaba dócilmente introducir los mejores gusanos en la boca.


Choc notaba que a Konrad le encantaba tenerle siempre cerca y disfrutaba al ver cómo su pareja lo contemplaba embelesado. La suya fue una historia de amor sólida y sin fisuras. La única cosa que nunca le quedó clara al pájaro, auque no le quitaba el sueño, fue saber si eran un matrimonio de humanos y él era el raro, o si por el contrario eran una pareja de grajillas y su amorcito era, además de preciosa, desproporcionadamente grande.