El novelista, guionista y crítico literario Graham Greene (1904-1991) nació en Inglaterra en el seno de una influyente familia conformada por banqueros y hombres de negocios. Estudió en la universidad de Oxford y, tras una breve militancia en Partido Comunista de Gran Bretaña, se convirtió al catolicismo romano en 1927. Esta doctrina sería una constante en la mayoría de sus novelas al reflejar los conflictos espirituales de un mundo en decadencia y los problemas de la salvación, aunque siempre pareció estar más cerca del pecador que de aquel que evitaba el pecado. Entre 1926 y 1929 trabajó para "The Times", y a partir de entonces lo hizo como periodista independiente escribiendo críticas de libros y películas en "The Spectator" y co-editando la revista "Night and Day". Desde 1942 hasta 1943 trabajó para el Ministerio de Asuntos Exteriores británico en Africa Occidental y, tras la Segunda Guerra Mundial, viajó por todo el mundo. Sus primeras novelas fueron "The man within" (Historia de una cobardía), "The name of action" (El nombre de la acción) y "Rumour at nightfall" (Rumor al caer la noche), pero la fama le llegó con "Stamboul train" (El tren de Estambul), novela de espionaje que luego se publicó bajo el nombre de "Orient Express". Greene consideró esta novela y las siguientes, "England made me" (Inglaterra me ha hecho así) y "The ministry of fear" (El ministerio del miedo) como meros entretenimientos. "A gun for sale" (Una pistola en venta), en cambio, tuvo como argumento central el conflicto humano entre el bien y el mal, y puede considerarse como precursora del tipo de libro que Greene calificaría como "novelas serias", libros que mostraban una honda preocupación por los problemas morales, sociales y religiosos de la época. Sus trabajos posteriores, entre obras de "entretenimiento" y "novelas serias", fueron "The confidential agent" (El agente confidencial), "The power and the glory" (El poder y la gloria), "The heart of the matter" (El revés de la trama), "The third man" (El tercer hombre), "The end of the affair" (El fin de la aventura), "The quiet american" (El americano impasible), "Our man in Havana" (Nuestro hombre en La Habana), "The honorary consul" (El cónsul honorario) y "The human factor" (El factor humano). Varias de ellas fueron adaptadas al cine. Escribió también relatos para niños, obras de teatro, guiones cinematográficos, libros de cuentos y de viajes. Como ensayista publicó, entre otros, "The lost childhood and other essays" (La infancia perdida y otros ensayos), "Why do I write?" (¿Por qué escribo?) y "Collected essays" (Ensayos completos). Las obras de Greene -con el mal siempre omnipresente- se caracterizan por la intensidad de sus detalles y los lugares exóticos donde transcurren (Africa, Haití, México, Vietnam), así como por el retrato preciso y objetivo de sus personajes inmersos en todo tipo de situaciones de tensión social, política o psicológica. En sus últimas novelas acentuó su visión pesimista sobre la condición humana.
Mi verdadera ambición siempre fue escribir. Comencé muy pronto. Mis padres me alentaban. Estaban persuadidos de que me convertiría en escritor, pero hay toda una mezcla de motivaciones. A los catorce años o antes ya escribía. Era muy joven. Produje mediocres fantasías, una especie de cuentos. Esta tendencia a lo fantástico, a la fantasía, ha permanecido como una discreta subdominante de mi obra y se la encuentra en mi libro de cuentos titulado "Sentido de la realidad", y sin duda en mi última novela, "El doctor Fischer de Ginebra". Recuerdo la felicidad, la excitación de esa época, provocadas por la aparición de uno de mis cuentos, "El tictac del reloj", en la revista de la escuela. Luego lo envié a un diario que lo publicó. A cambio recibí un cheque casi milagroso de cinco libras. ¡Era la primera vez que ganaba dinero con mi pluma! Ya no recuerdo cuál era el tema de esa historia. Más tarde escribí otras fantasías para la "Westminster Gazette", un diario vespertino. Recuerdo también en forma vaga una novela corta en la que Dios se pelea con Pan y este último gana. La escuela me había otorgado un premio por ese texto. En otro relato que me valió figurar en una antología de las escuelas ponía a Dios en escena (otra vez) y al Diablo, disputando un partido de ajedrez. En esa época no era católico, ni siquiera era creyente. Pero, a pesar del cheque y de los "honores" para un debutante, iba en una mala dirección.
Las obras que me gustaron en mi infancia, las que me influenciaron en forma profunda (no hablo del aspecto técnico), no fueron las de Turgueniev o las de Dostoyevski, esas grandes figuras que se descubren en la edad adulta, sino los libros leídos cuando era un niño. Adoraba las novelas de capa y espada, las novelas de aventuras, y creo que, en cierto modo, escribo novelas de aventuras. Mi excesiva inclinación por el melodrama está ligada a mis lecturas de la adolescencia. No escapé del melodrama sino en uno o dos libros. Entiendo por melodrama una cierta violencia en la acción. Esta violencia proviene de las novelas de aventuras, y debo además confesar mis preferencias por autores considerados menores: Stanley Weyman, John Buchan, Rider Haggard. Quisiera rendirles homenaje en forma permanente. Al publicar los "Ensayos", donde les consagro varios capítulos, he pagado una deuda, pues fueron ellos quienes me transmitieron esta obsesión para escribir.
Mi primera novela la escribí en Oxford. He olvidado el título. La envié a un agente literario que más tarde fue muy célebre. Me contestó que no tendría ninguna dificultad en hacerla publicar. Por fortuna, no pudo ubicarla en ningún lado, pues creo que era un libro muy malo. Este fracaso no me impidió escribir una segunda novela que tampoco tuvo éxito con los editores. Es probable que la haya escrito entre Oxford y Nottingham, donde me había establecido para trabajar. Es un gran alivio que haya corrido la misma suerte que la anterior. En realidad, habría querido que mis cinco primeros libros no hubieran sido publicados; en verdad me dan vergüenza. Mientras tanto, me ejercité con varias piezas de teatro. Una de ellas fue aceptada pero nunca vio la luz. En Oxford hice publicar también un libro de poemas. Me habían rechazado mi primera novela, y tampoco era un poeta. Me estaba extraviando en la literatura.
Al comienzo hice una distinción entre "divertimentos" y "novelas". Había establecido esa distinción para escapar del "melodrama". Luego me di cuenta de que el melodrama no era tan nocivo. Me dije entonces -en eso estaba equivocado- que si de tiempo en tiempo escribía lo que en Inglaterra llaman un "thriller", a la manera de "Los treinta y nueve escalones" de John Buchan, al que admiraba mucho, la novela que le siguiera estaría quizás exenta de melodrama. Comencé a marcar esa diferencia con "Una pistola en venta". Pensé incluso firmarla con otro nombre, pero mi editor me previno: "No podemos darle más de cincuenta libras de anticipo pues en ese caso usted es nuevo en el mercado". Renuncié entonces a eso y ubiqué esa novela en los "divertimentos". El último libro concebido en esta categoría fue "El ministerio del miedo" porque después las "novelas" y los "divertimentos" tendieron a unificarse cada vez más. De este modo, "Brighton, parque de diversiones" arrancó como un "thriller". Desde la primera frase, ya tenía la intención de hacer una novela policial, pero finalmente tomó un rumbo muy distinto. Sin embargo, el caso más absurdo me parece que es el de "El americano impasible". Una vez, en la oficina de mis editores, encontré un manuscrito que estaba en la caja fuerte. La primera página se titula "Novela número 13 - Divertimento". En verdad, no comprendo cómo pude ver en ese libro un simple "thriller". Abandoné definitivamente esa dicotomía con "Viajes con mi tía", porque ya no tenía razón de ser.
En la época en que trabajaba en el "Times" era secretario de redacción y no hacía reportajes. Cuando me hice conocido como escritor comencé a ser enviado a los lugares que me interesaban: Indochina, Malasia y demás. Supongo que el periodista aficionado está más cerca del escritor que el periodista profesional, pues tiene entera libertad en sus movimientos y en sus opiniones. Mi experiencia como periodista no ha sido importante en calidad de tal. Sin embargo, muchas veces me ayudó a comprender lo que, para mí (algo muy relativo) cuenta más, es decir, mis novelas. Mi público europeo se ha ampliado en forma bastante curiosa en relación con el de otros autores ingleses, creo. He viajado mucho y me he interesado en acontecimientos, situaciones muy variadas. Supongo, por ejemplo, que los franceses se sintieron sensibilizados por "El americano impasible", y que los españoles pudieron haberse sentido más atraídos por novelas como "El cónsul honorario", que trataba de América Latina. Pero entre el escritor y el periodista profesional hay una gran diferencia: un reportaje escrito o televisado sólo se lee o se vé una vez, luego desaparece en los archivos, mientras que una novela sigue estando al alcance del público años después. Las posibilidades de dar testimonio de la realidad que ofrece una novela me parecen muy superiores.
Como cronista nunca me perdí en la acción. Siempre me estaba diciendo: "Cómo voy a describir esto, cómo puedo hacerlo de manera que el lector vea lo que yo veo". Esta preocupación me permitió soportar espectáculos a veces bastante horribles, de un modo atenuado. Cuando efectuaba un reportaje, mi acción consistía en describir el acontecimiento, entonces ya no me conmovía. Cuando se es reportero o incluso un escritor que busca describir lo vivido, por horrible que sea, se actúa. Esta acción establece una distancia entre el acontecimiento y uno, de modo que el impacto directo queda atenuado. Es menos penoso de soportar. Un periodista bastante estúpido afirmó que yo había pasado mi vida construyendo el infierno con la ayuda de mis novelas, a falta de haberlo hallado en el curso de mis viajes. La realidad es ya demasiado dramática como para que la literatura sea el único campo de ese infierno. En el que, por otra parte, no creo. Prefiero creer, por el contrario, que el horror de la realidad impregna la ficción y nuestro inconsciente. Se incrusta hasta en nuestros sueños.
Los riesgos del oficio de escritor son numerosos y sutiles. Partir para un reportaje equivale para mí a tomarme unas pequeñas vacaciones. El escritor es un ser sin escrúpulos, y eso es cansador. Con esto quiero decir que el escritor describe, a veces, no la realidad tal como la ve sino como debería ser, o tal como sabe que no es. Asume todos sus aspectos. Los papeles están muchas veces invertidos en una novela: puede que los buenos de la trama sean malos en la realidad, y los malos de la ficción buenos en la vida. El escritor se sitúa entonces en la ambigua frontera entre lo justo y lo injusto, la duda y la claridad. No obstante, debe carecer de escrúpulos, ya lo he dicho, y he sido mal entendido. Me horroriza, por ejemplo, que se hagan resaltar los lazos evidentes entre mis novelas y mi vida. Hasta Shakespeare se repite, pues se refiere siempre a su propia vida: esos lazos son inevitables y necesarios, pero deberían quedar disimulados en el inconsciente. Mis primeras novelas eran malas porque en los personajes se reconocía demasiado al joven autor romántico que era en esa época. Un escritor debe asumir dos obligaciones contradictorias: implicarse con la novela y al mismo tiempo desprenderse de él mismo. Uno llega a desprenderse perdiéndose en los personajes de las novelas. No se piensa: "¿Haré esto o aquello?", se constata que "Smith lo ha hecho". Uno no se dice siquiera: "¿Cómo actuaría Smith en tal o cual circunstancia?", porque Smith actúa solo. Se pierde de vista la propia existencia con toda naturalidad. Pero, más que vacaciones de uno mismo, son vacaciones del consciente de uno. Se experimenta una sensación idéntica al contar todos los días los sueños a un psicoanalista; aunque los sueños forman parte de uno mismo, mientras se los cuenta se tiene la sensación de no develarse por entero. Supongo que los libros y los sueños tienen eso en común. Yo intento desprenderme mis personajes. Cuando siento que el libro está a punto de despegar, que no estoy contando una historia sino que todo toma vida, entonces sé que los personajes se han vuelto autónomos. De todos modos debo ser un mal padre, porque en general los abandono.
Un libro se construye poco a poco, de manera laboriosa y lúcida, mientras en forma paralela opera el trabajo del inconsciente. Por eso empiezo a trabajar temprano a la mañana, y sólo continúo por la noche, después de un aperitivo y una media botella de vino. Comienzo entonces las correcciones, luchando con el sueño para no terminarlas al día siguiente. Releo el trabajo de la mañana justo antes de dormirme para estimular mi inconsciente -o mi subconsciente- esperando que "él" se encargue de resolver los problemas. En efecto, puesto frente a dificultades secundarias (de estilo, de estructura de tal o cual capítulo), el inconsciente cumple su tarea con bastante decoro, como un buen padre, puesto que ha inspirado el libro en un principio y lo sigue hasta el fin. No obstante, elijo el título desde el comienzo, antes de ponerme a escribir. Eso quiere decir que tengo una idea precisa de lo que será el libro, con excepción de "Viajes con mi tía" y "El agente confidencial", escritos bajo los efectos de la benzedrina. Mi fin consiste en estar satisfecho con lo que produzco. Nunca lo consigo pero, reinicio cien veces mi trabajo para estar lo menos insatisfecho posible. No escribo para ser leído, sino por placer. Tengo presentes diversas teorías que llegaron con la experiencia, así como ejemplos de lo que hallo satisfactorios o poco satisfactorios en los otros escritores, esto desde un punto de vista puramente técnico. Por otra parte, soy mi único público. Los que escriben para sus lectores son, a mi entender, malos novelistas; han descubierto quiénes leen sus libros y hacen en cierto modo una literatura lucrativa sometiéndose al juicio de ellos.
En lo que concierne a la escritura, soy muy maniático, ya que es una cuestión de vida o muerte. Escribir debe convertirse en una rutina en sí. Cuando trabajo seriamente en un libro, comienzo muy temprano por la mañana, alrededor de las 7 u 8, antes de haberme afeitado, tomado un baño, leído la correspondencia o cualquier otra cosa, porque si tuviera que esperar lo que la gente llama "inspiración" no escribiría una palabra. Si se quiere escribir, es absolutamente necesario establecer una cantidad de pequeños hábitos. En mi caso cuento las palabras, siempre lo hago. Las cuento una por una con el índice. Cuando trabajo de verdad, trato de fijarme un mínimo de palabras por día. Ocupan un renglón del libro. Cada capítulo contiene tal número de palabras, y se debe saber con exactitud cómo se equilibra con otro por su peso en palabras. Es también un medio para obligarme a trabajar: antes me imponía por lo menos quinientas palabras por día, lo cual no significaba que no escribiera más. Ahora he bajado el límite a trescientas. Cuando llego a esa cifra, hago una marca en el margen. En mis manuscritos se pueden ver pequeñas cruces por todas partes, seguidas del número seiscientos, novecientos, mil doscientos, etcétera. Siempre sé el largo del libro cuando lo termino, pero también lo sé cuando lo comienzo. Con "El factor humano", por ejemplo, había calculado que "pesaría" ciento diez mil palabras, y llegué a ciento diez mil trescientas. Tengo la impresión de que hay en mi cabeza una especie de computadora que se encarga de equilibrar las diferentes escenas para que sean respetadas las proporciones. Las palabras son importantes. Con ellas se hacen los libros. De todos modos, algunos de mis libros son más largos que otros, porque toman tal o cual rumbo sin que yo controle en verdad la longitud.
He adquirido cierta popularidad que merecerían tener muchos otros autores. Eso responde en parte al hecho de que soy un narrador, por oposición a los escritores de la generación precedente, como Virginia Woolf y E. M. Forster. Este último, en una obra crítica acerca de la novela decía: "Ah, una historia, supongo que nos hace falta una historia...". Pues bien, siempre me gustó contar historias, y tengo la impresión de que los lectores prefieren eso al "nouveau roman", por ejemplo. Por otra parte, la esperanza de vida que éste ha evidenciado es limitada. Me gusta mucho Robbe-Grillet, pero creo que en la escritura hay experiencias que no se pueden prolongar más allá de una cantidad de años bastante restringida. La escritura es una suerte de terapia; el modo en que se escribe, pero también las experiencias, los acontecimientos de la vida que conforman el soporte, aun lejano, de la escritura. La gran ventaja de ser escritor consiste en que uno puede espiar a la gente. Uno está allí, escuchando cada palabra, pero parte de uno está observando. Como puede apreciarse, todo es útil para un escritor, cada trozo, incluso el más largo y aburrido de los almuerzos. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana.
Un escritor debe ser su propio juez, porque en las novelas hay fallas que sólo él puede descubrir. Las críticas más severas deberían provenir de él mismo. No he pedido la opinión de amigos sino en una o dos oportunidades. Envié "El fin de la aventura" a un escritor, Edward Sackville-West, quien me contestó que no le había gustado mucho, pero que debía, como los autores victorianos, tener el coraje de hacerlo publicar sin preocuparme si lo juzgaban mejor o peor que los precedentes, entonces seguí su consejo. Otro caso fue el de "El factor humano". No sabía qué pensar en absoluto, ya que la había dejado de lado durante tantos años que me sentía incómodo. No estaba seguro de haber dado verdaderamente a luz. Lo mostré entonces a mi antiguo editor, ahora retirado, que había sido amigo de D.H. Lawrence y de muchas otras figuras del pasado. Estaba seguro de que emitiría un juicio honesto. Le expliqué que me daba lo mismo guardar el libro en un cajón, y dejar a mis hijos el cuidado de publicarlo después de mi muerte, si lo deseaban. Me escribió que prefería hablarme de él personalmente y, ya que planeaba un viaje por el sur de Francia, proponía visitarme en Antibes. Lo llevé a almorzar al puerto. Mientras conversábamos pensaba que en cualquier momento inclinaría su pulgar hacia abajo. Por fin, me atreví a preguntarle con temor: "¿Entonces, cuál es su veredicto?" Me contestó: "¡Publíquelo, por supuesto, es uno de sus mejores libros!" Mi sorpresa fue total. Sin embargo, en general soy lúcido. Se cuando es bueno o malo lo que escribo. Sé, por ejemplo, que tengo dificultad en reflejar la acción. Es lo más difícil para un novelista. Hemingway lo conseguía (escribió cincuenta veces "Fiesta"). Una pelea en la calle es más difícil de transmitir que una conversación, lo mismo que la noción de tiempo.
Todo escritor se hace con la ayuda de lo que no puede hacer. Una deficiencia es con frecuencia un don. No podemos volar, sólo podemos caminar. Caminar se convierte en un triunfo. El personaje de "El cónsul honorario", a pesar de sus carencias, consigue amar. Lo consigue gracias a sus carencias. También se puede conocer la existencia de un defecto sin por ello poder localizarlo. Es muy angustiante. La escritura no es enteramente mágica, pero a veces la magia interviene con pequeños toques; de pronto aparece el elemento justo que hace que las demás piezas se conserven unidas. Ese elemento halla su lugar sin que se sepa y en el momento deseado. Uno debe permitirse cierta fe en el propio inconsciente y mantener buenas relaciones con él. Se entra en contacto con el inconsciente gracias a los sueños o a esos elementos inesperados que se deslizan en las novelas, y uno se da cuenta del papel que juega el inconsciente sólo en el instante en que se materializa así, en forma subrepticia. El aspecto "artesanal" del trabajo es muy consciente. Presto mucha atención al "punto de vista", también me releo en voz alta y efectúo un gran número de correcciones por razones de eufonía. Estoy contento de tener en mis novelas grandes espacios vacíos que no sé cómo llenar. Así los personajes pueden seguir más libremente su camino. Por eso la novela me parece más interesante que el cuento, pues en la novela el autor se reserva sorpresas que no puede permitirse con una historia muy corta y casi toda concebida aún antes de iniciada. Cuando comencé a escribir "Viajes con mi tía", no pensé que podría terminarla. Me había lanzado a esa aventura para divertirme, ignorando lo que pasaría al día siguiente. Pero acumulé una variedad de temas que pensaba utilizar para cuentos. Estaba sorprendido de que todo eso se encadenara en una sucesión lógica y que la novela se convirtiera en un producto terminado, ya que lo consideraba más bien un ejercicio que descansaba sobre asociaciones de ideas absolutamente libres, aun observando que se trataba de un libro extraño sobre la vejez y la muerte.
Cuando escribo no obedezco a reglas particulares. Hay por supuesto principios básicos que deben ser respetados: evitar los adjetivos cuando no son estrictamente necesarios, pero más importante todavía es evitar los adverbios. Cuando abro un libro y leo que tal o cual persona ha "contestado vivamente" o "hablado tiernamente", vuelvo a cerrar el libro, porque es el mismo diálogo el que debería expresar la vivacidad o la ternura, sin que sea necesario subrayarlo con adverbios. Otro principio es el del "punto de vista". Creo que hay que ubicarse siempre, durante una serie de secuencias, desde el "punto de vista" de un solo personaje, lo que no excluye por completo al autor, ya que éste puede aparecer a través de una metáfora, de una comparación, etcétera, pero si uno tiene una escena con varios personajes y la describe a través de la visión de un primer personaje, de un segundo, y así sucesivamente, toda la estructura de la escena se vuelve pesada, pierde en intensidad. Esto ocurre a veces con los escritores que calificaría de "medianos", y siempre con los malos escritores. Henry James conseguía mantener el mismo punto de vista durante todo un libro, con el riesgo, por otra parte, de volverse artificial. Proust hacía trampa. Eligió presentar sus libros en primera persona y su "yo" describía escenas y diálogos en los cuales no había podido participar materialmente. Es un gran defecto en Proust -a la medida del autor- pues de tiempo en tiempo el relato carece de credibilidad. Sólo Dios y el escritor son omniscientes y, por cierto, no la primera persona del singular.
Cuando se manifiesta un "estancamiento" del escritor, uno no puede conocer su amplitud. Se lo conoce sólo cuando la máquina ha vuelto a funcionar, pero al comienzo uno se dice "Esta vez es el golpe de gracia. Es el fin." Hace unos años, el escritor húngaro Tibor Dery me confesó que hacía poco se había estancado. "¿Durante cuánto tiempo?", le pregunté. Me confesó (tenía entonces ochenta y dos años) que fue durante "diez días". Los míos duraban varios meses. Cuando lo acompañaba a la puerta le sugerí que rezara por mí (era un comunista convencido). Me contestó que bastaba con beber tres vasos de whisky, instalarse delante de una hoja de papel y comenzar a escribir... Nunca lo intenté, porque creo que en mi caso necesitaría más de tres vasos. Sólo los sueños me permiten luchar contra esos penosos bloqueos. Se sueña cuatro o cinco veces por noche. Me entrené para recordarlos. Tengo un cuaderno al lado de mi cama. Cuando me despierto durante la noche, los anoto de inmediato. He descubierto que los sueños se parecen a folletines cuyos episodios se suceden durante varias semanas. Al final, forman un todo que corresponde, no obstante, a un trabajo de creación. He deslizado algunos en mis cuentos y otros en las novelas. Colaboro mucho con mi inconsciente, pero sigo ignorando cómo funciona -de dónde viene lo que escribo, cómo llega- aunque sepa poco más o menos lo que va a ocurrir.
Por otra parte, he constatado que un escritor es inestable por temperamento, ya que jamás el individuo que termina una novela se parece al que la ha comenzado. Uno vive tanto tiempo con los personajes que éstos consiguen influenciarlo. A fin de cuentas, uno es transformado por sus propios libros. El escritor interpreta el papel de Dios hasta que su criatura se le escapa y a su vez lo moldea. Yo no podría dejar de escribir. Me mueve la necesidad de realizar una tarea que valga la pena, "un deseo en pos de un deseo", quizás. Una neurosis donde interviene el hábito de la desesperación. Un deseo irresistible de apretar el forúnculo que aparece periódicamente para extraer todo el pus...