Edgar Allan Poe (1809-1849), escritor, poeta y crítico literario estadounidense, es considerado como el primer maestro del relato corto, en especial de terror y misterio. En 1827 publicó anónimamente en Boston, su ciudad natal, su primer libro de poesía, "Tamerlane and other poems" (Tamerlán y otros poemas), al que siguieron "Al Aaraaf" en 1829 y "Poems" (Poemas) en 1831. Dos años después, su cuento "MS. found in a bottle" (Manuscrito encontrado en una botella) ganó un concurso patrocinado por el "Baltimore Saturday Visitor". De 1835 a 1837 fue redactor del "Southern Literary Messenger" de Richmond y durante los años siguientes lo hizo en varias otras publicaciones como "Burton's Gentleman's Magazine", "Southern Literary Messenger" y "Graham's Magazine", de Filadelfia, y "Evening Mirror" y "Broadway Journal", de Nueva York. Entre la producción poética de Poe destacan una docena de poemas por su impecable construcción literaria y por sus ritmos y temas obsesivos. Utilizando un lenguaje romántico para expresar sus angustias más dolorosas escribió, entre otros, "The raven" (El cuervo), "The bells" (Las campanas) y "Annabel Lee", en los que reflejó su interés por lo oculto y lo diabólico. En el género de la prosa su talento no fue menor. Relatos como "The gold bug" (El escarabajo de oro), "The murders in the Rue Morgue" (Los crímenes de la calle Morgue) y "The purloined letter" (La carta robada) están considerados como los predecesores de la moderna novela de misterio o policíaca. Además de su soberbia construcción argumental, la mayoría de sus cuentos sobresalen por la morbidez de su inventiva. Así sobresalen, por ejemplo, "The fall of the house of Usher" (La caída de la casa Usher), "The pit and the pendulum" (El pozo y el péndulo), "The tell tale heart" (El corazón delator) y "The cask of amontillado" (El barril del amontillado). Su trabajo como redactor consistió mayormente en reseñar libros, escribiendo un significativo número de críticas. Sus ensayos se hicieron famosos por su sarcasmo, ingenio y exposición de pretensiones literarias. Las teorías sobre la naturaleza de la ficción y sobre el cuento, volcadas en "The philosophy of composition" (La filosofía de la composición) y "The poetic principle" (El principio poético), han tenido una influencia duradera en escritores de todo el mundo.
"La fantasía combina y la imaginación crea" dice Samuel Taylor Coleridge en su 'Biografía literaria', y este parecer fue propuesto y acogido como una distinción. Pero, si en efecto existe, no pasa de ser insignificante y ni siquiera establece un grado de diferencia. La fantasía crea casi tanto como la imaginación, y ninguna de las dos crea casi nada. Todas las nuevas concepciones son simples combinaciones. La mente humana no puede imaginar nada que no haya existido realmente, y éste es un punto susceptible de la más rigurosa demostración. Se dirá acaso que podemos imaginar un grifo y que el grifo no exista. En realidad no existe como grifo, pero si existen sus partes componentes. Es un simple compendio de miembros y de características conocidas, de cualidades conocidas. Eso ocurre con todo lo que parece ser nuevo y aparece como una creación de la inteligencia. Todo se puede refundir en lo viejo. El más exaltado y vigoroso esfuerzo intelectual no puede soportar la prueba de este análisis. Podemos establecer una distinción de grado entre la fantasía y la imaginación diciendo que esta última se emplea con fines más elevados. Pero la experiencia prueba que tal distinción es insatisfactoria. Lo que conocemos y sentimos como fantasía será sólo fantasía, cualquiera que sea el tema al cual se aplique. En toda ocasión detendrá su idiosincrasia. Ningún tema podría elevarlo al plano de lo ideal.
La verdad es que la distinción precisa entre la fantasía y la imaginación (que todavía no es sino una distinción de grados) está implicada en la consideración de lo místico. Damos esta idea como una simple opinión personal. Sabemos que no tenemos autoridad para apoyar tal opinión, pero no por eso dejaremos de afirmarla. El término "místico" se emplea aquí para designar a esa clase de composiciones en las cuales, bajo la corriente superficial de significado, se oculta otra profunda o sugestiva. Lo que nosotros vagamente designamos la moral de cualquier sentimiento es su expresión mística o secundaria, que posee la enorme fuerza del acompañamiento en la música. Eso que vivifica el aire, que espiritualiza la concepción fantaseadora y se eleva hacia el ideal. Pienso que esta teoría ha de sufrir el examen más riguroso que aplicarse pueda, y será admitida como defendible por todos los que por sí mismos son imaginativos. Examinando cuidadosamente ciertos poemas o fragmentos de poemas, o esos romances en prosa que todo el mundo se ha acostumbrado a designar como imaginativos (pues un sentimiento instintivo nos mueve a emplear con exactitud el término cuyo sentido hasta ahora nunca hemos sido capaces de definir), se verá que lo designado de ese modo obedece notablemente al carácter "sugestivo” que acabamos de tratar.
Si fuera necesario, tal vez no me sería muy difícil defender cierto aparente dogmatismo al cual me siento propenso en materia de versificación. ¿Qué es poesía? Esta pregunta puede que sea respondida de forma que satisfaga en parte a algunos intelectos analíticos, pero siempre con gran cuidado y poniéndose deliberadamente de acuerdo sobre el valor exacto de ciertas palabras principales. Ocurre, sin embargo, que en el estado actual de la metafísica, dicha pregunta jamás podrá ser contestada para satisfacción de la mayoría. La cuestión es puramente metafísica, y toda esta ciencia se halla actualmente en un completo caos, debido a la imposibilidad de fijar el significado de las palabras que su naturaleza misma obliga a emplear. Pero en cuanto a la versificación, la dificultad es sólo parcial, pues aunque un tercio del tema puede considerarse como metafísico y discutido conforme al parecer de esta o de aquella persona, aún quedan dos tercios restantes que pertenecen innegablemente a las matemáticas. Las cuestiones que por lo regular se discuten con tanta gravedad, en cuanto al ritmo, metro, etcétera, son susceptibles de un ajuste práctico. Sus leyes son simplemente una parte de las leyes medias de la forma y cantidad de la relación. Por lo tanto, frente a cualquiera de esas preguntas ordinarias, de esos puntos neciamente discutidos que con tanta frecuencia aparecen en los artículos críticos, el escritor no debería caer en la debilidad de decir que "esta o aquella proposición es probablemente esto o aquello, o posiblemente de este u otro modo", pues sería lo mismo que si un matemático admitiera que en su humilde opinión, y suponiendo que no estuviera equivocado, la suma de dos ángulos de un triángulo es mayor que el tercero.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización. Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolaciones. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario. Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace. Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera. En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones.
Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático. Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico. Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención. La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y le reporta a uno una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como "Robinson Crusoe", no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere. Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía. En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Este había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto es, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo. Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla. Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida. Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo. En el cuento propiamente dicho -donde no hay espacio para desarrollar caracteres o para una gran profusión y variedad incidental-, la mera construcción se requiere mucho más imperiosamente que en la novela. En esta última, una trama defectuosa puede escapar a la observación, cosa que jamás ocurrirá en un cuento. Empero, la mayoría de nuestros cuentistas desdeñan la distinción. Parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por lo general, sus finales parecen haber olvidado sus comienzos.
"El artista pertenece a su obra, no la obra al artista" (Novalis). En nueve casos sobre diez, tratar de extraer sentido de un apotegma alemán es perder el tiempo; a decir verdad, se puede extraer cualquiera y todos los sentidos. Si en la frase citada se intenta afirmar que el artista es esclavo de su tema y debe conformarlo a sus pensamientos, no me atrae la idea, que en mi opinión nace de un intelecto esencialmente prosaico. En manos del artista auténtico, el tema, la "obra" no es sino una masa de arcilla, con la cual -según el tamaño de la masa y la calidad de la arcilla- puede de hacerse cualquier cosa a voluntad o de acuerdo con la habilidad del artesano. La arcilla, pues, es el esclavo del artista. Le pertenece. Claro está que el genio de éste se manifiesta claramente en la elección de la arcilla. No debe ser ni fina ni gruesa, en teoría, sino lo bastante fina o gruesa, lo bastante plástica o rígida, como para servir mejor a los fines de la cosa a crear, de la idea a realizar o, más exactamente, de la impresión a producir. Hay artistas, empero, a quienes sólo agrada el material más fino, y que por tanto sólo producen los vasos más finos. Por lo regular son muy transparentes y excesivamente frágiles.