La novelista, dramaturga, guionista y directora cinematográfica y teatral francesa Marguerite Duras (1914-1996) nació en Gia Dinh, Vietnam, una aldea cercana a Saigón, la antigua capital de la Indochina Francesa, donde pasó su infancia y adolescencia. En 1932 se radicó en París para estudiar Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas, y, durante la Segunda Guerra Mundial, participó en la Resistencia militando en el Partido Comunista, del que sería expulsada en 1955. Terminada la contienda inició su intensa actividad cultural que abarcó el periodismo, la novela, el teatro y el cine. Sus primeras novelas se enmarcan dentro del modernismo sajón, evolucionó después hacia el neorrealismo existencialista, para acercarse luego al incipiente movimiento del "nouveau roman" pero sin limitarse al mero experimentalismo característico de éste. Su obra comprende unas cuarenta novelas, una veintena de films y una docena de piezas teatrales. De su producción narrativa se destacan "Moderato cantabile", "Les petits chevaux de Tarquinia" (Los caballitos de Tarquinia), "Le vice-consul" (El vicecónsul), "La pute de la côte normande" (La puta de la costa normanda), "La douleur" (El dolor), "L'homme assis dans le couloir" (El hombre sentado en el pasillo), "La maladie de la mort" (El mal de la muerte) y "L'amant" (El amante). Su labor como ensayista ha sido recogida en volúmenes como "Écrire" (Escribir) y "Les yeux verts" (Los ojos verdes), colección de artículos aparecidos en la revista "Cahiers du Cinéma". A la cabeza del cine experimental francés de la década de 1970, dirigió "India song" (Canción de la India), "Le camion" (El camión) y "Aurelia Steiner", entre otras. Duras es la autora del guión de la célebre película "Hiroshima, mon amour" dirigida por Alain Resnais en 1958.
Escribir es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa; con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado. Un libro abierto también es la noche. Escribir se escribe, a pesar de todo, con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Hay una locura de escribir furiosa, que existe en sí misma. Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. Todo esto es algo que mueve a los escritores.
Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro. La escritura es lo desconocido. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, volver a encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada. Delante de algo así como una escritura viva y desnuda, como terrible, terrible de superar. Creo que la persona que escribe no tiene idea respecto al libro, que tiene las manos vacías, la cabeza vacía, y que, de esa aventura del libro, sólo conoce la escritura seca y desnuda, sin futuro, sin eco, lejana, con sus reglas de oro, elementales: la ortografía, el sentido. Nunca he podido empezar un libro sin terminarlo. Nunca he hecho un libro que no fuera ya una razón de ser mientras se escribía, y eso, sea el libro que sea. Y en todas partes. En todas las estaciones. Cuando un libro está acabado -un libro que se ha escrito, claro-, al leerlo, ya no podemos decir que ese libro es un libro que ha escrito uno, ni qué se ha escrito en él, ni en qué desesperación o en qué estado de felicidad, el de un hallazgo o de un fallo de todo tu ser. Porque, al fin y al cabo, en un libro, no se puede ver nada semejante. La escritura es uniforme en cierto modo, atemperada.
En la vida llega un momento, y creo que es fatal, al que no se puede escapar, en que todo se pone en duda: el matrimonio, los amigos, sobre todo los amigos de la pareja. El hijo, no. El hijo nunca se pone en duda. Y esa duda crece alrededor de uno. Esa duda está sola, es la de la soledad. Ha nacido de ella, de la soledad. Ya podemos nombrar la palabra. La duda, la duda es escribir. Por lo tanto, es el escritor también. Ya antes de que esté completamente escrito; es decir: solo y libre de ti, que lo has escrito. Es tan insoportable como un crimen. No creo a la gente que dice: "He roto mi manuscrito, lo he tirado". No lo creo. O bien lo que estaba escrito no existía para los demás, o no era un libro. Y uno siempre sabe lo que no es un libro. No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía. Creo también, que sin esa duda primera del gesto hacia la escritura, no hay soledad. Nadie ha escrito nunca a dúo. Se ha podido cantar a dúo, también componer música y jugar al tenis; pero escribir, no. Nunca.
Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. Alrededor de la persona que escribe libros siempre ha de haber una separación de los demás, es una soledad. Es la soledad del autor, la de escribir. Los escritores son gente solitaria. En todas partes y siempre lo han sido. La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Me encerré en casa porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. También tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir. Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué. Ese extravío de uno mismo por la casa no es nada voluntario. No decía: "Estoy encerrada aquí todos los días de año". No lo estaba, decirlo hubiera sido falso. Iba a hacer compras, iba al café. Pero, al mismo tiempo, estaba aquí. El pueblo y la casa es lo mismo. Y la mesa frente al estanque. Y la tinta negra. Y el papel blanco es lo mismo. Y en lo que a los libros refiere, no, de pronto, nunca es lo mismo.
En aquel período de mi primera soledad ya había descubierto que lo que tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond era este: "Escribe, no hagas nada más". Escribir: era lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. La escritura nunca me ha abandonado. Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo. Escribir, el espanto de escribir. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo. La soledad siempre está acompañada de la locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente. No creo que pueda ser de otro modo. La soledad de la escritura es una soledad sin la cual el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en el particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada. Uno debe leer solo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.
En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en que todos los días podemos matarnos. Eso es la escritura del libro, no es la soledad. Hablo de la soledad pero no estaba sola, ya que tenía ese trabajo que sacar adelante, hasta la luz, ese trabajo de condenados: escribir. La escritura es uniforme en cierto modo, atemperada. La escritura ha existido siempre sin referencia alguna. Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente, las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro, el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar. La soledad, la soledad también significa: o la muerte o el libro.
Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles, para mí, sí, diez años quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí: me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba. Eso hace salvaje la escritura. Se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma. Uno se encarniza. No puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe. No es sólo la escritura, lo escrito; también los gritos de las bestias de la noche, los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la vulgaridad masificada, desesperante, de la sociedad. El dolor. Me dije que uno escribe siempre sobre el cuerpo muerto del mundo, y también sobre el cuerpo muerto del amor. Que es en los estados de ausencia donde se hunde el escrito, no para reemplazar nada de lo que ha sido vivido o supuestamente ha sido, sino para consignar el desierto dejado por ello.
Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe, la mosca, la mosca escribe, en las paredes, la mosca escribió mucho a la luz de la sala, reflejada por el estanque. La escritura de la mosca podría llenar una página entera. Entonces sería una escritura. Desde el momento en que podría ser una escritura, ya lo es. Un día, quizás, a lo largo de los siglos venideros, se leería esa escritura, también sería descifrada, traducida. Y la inmensidad de un poema legible se desplegaría en el cielo. Pero, pese a todo, en algún lugar del mundo se escriben libros. Todo el mundo los escribe. Lo creo. Estoy segura de que así es. Que para Blanchot, por ejemplo, así es. La locura da vueltas a su alrededor. La locura también es la muerte. La liberación se produce cuando la noche empieza a aposentarse. Cuando fuera cesa el trabajo. Queda ese lujo nuestro, que nos pertenece, de poder escribirlo por la noche. Podemos escribir a cualquier hora. No sufrimos sanciones de reglas, horarios, jefes, armas, multas, insultos, policías, jefes y más jefes.
Creo que lo que reprocho a los libros, en general, es que no son libres. Se ve a través de la escritura: están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una función de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte, se convierte en su propio policía. Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma correcta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento.
Escribir. No puedo. Nadie puede. Hay que decirlo: no se puede. Y se escribe. Lo desconocido que uno lleva en sí mismo: escribir, eso es lo que se consigue. Eso o nada. Se puede hablar de un mal del escribir. Hay una locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa, pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario. La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir. Y con total lucidez. Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su cuerpo. Escribir no es ni siquiera una reflexión, es una especie de facultad que se posee junto a su persona, paralelamente a ella, de otra persona que aparece y avanza, invisible, dotada de pensamiento, de cólera, y que a veces, por propio quehacer, está en peligro de perder la vida. Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena. Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos antes -sólo lo sabemos después-, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos. La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.