2 de enero de 2012

Quehaceres de un escritor (1). Roland Barthes

El ensayista, crítico literario y semiólogo francés Roland Barthes (1915-1980) estudió en la Universidad de la Sorbona donde se licenció en Lenguas Clásicas en 1939 y en Gramática y Filología en 1943. Fuertemente influido por las lecturas de Karl Marx, Jules Michelet y Jean Paul Sartre, a partir de 1946 comenzó a colaborar en "Combat", un periódico de izquierdas. Aquellos primeros artículos se recopilarían en "Le degré zéro de l'écriture" (El grado cero de la escritura) en 1953. Más adelante trabajó como lector en las universidades de Bucarest y Alejandría, como investigador en Lexicología y Sociología en el Centre National de la Recherche Scientifique de París, como director de estudios de Semiótica de la Ecole Pratique des Hautes Etudes y como profesor de Semiología Literaria del Collège de France. Barthes elaboró un método crítico novedoso a partir de elementos tomados del marxismo, del psicoanálisis y especialmente de la lingüística estructural y, además de crítica literaria, escribió sobre música, arte, cine y fotografía. Su cambiante trayectoria intelectual lo llevó del neomarxismo de los comienzos de su carrera a la crítica existencialista en la década del '60 para, posteriormente, convertirse en uno de los primeros teóricos que estudió los límites del estructuralismo, lo que significó, desde el punto de vista teórico, el nacimiento de la "nouveau roman" que cultivarían, entre otros, Alain Robbe-Grillet, Claude Simon y Nathalie Sarraute. Entre sus obras se destacan: "Eléments de sémiologie" (Elementos de semiología), "Critique et vérité" (Crítica y verdad), "Essais critiques" (Ensayos críticos), "L'empire des signes" (El imperio de los signos), "Le plaisir du texte" (El placer del texto), "La chambre claire" (La cámara lúcida) y "L'aventure sémiologique" (La aventura semiológica).

Si leo con placer una frase, una historia o una palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero, ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector, que lo "rastree", sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de goce. No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía. Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que se forma bajo el efecto de una simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto, el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto: son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre); no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto–murmullo es un texto frígido como lo es toda demanda antes que se forme en ella el deseo, la neurosis. La neurosis es un mal menor: no en relación a la "salud" sino en relación a ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible"); pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille -o de otros- que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos coquetos. Todo escritor dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico. El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).
Sade: el placer de la lectura proviene indirectamente de ciertas rupturas (o de ciertos choques): códigos antipáticos (lo noble y lo trivial, por ejemplo) entran en contacto; se crean neologismos pomposos e irrisorios; mensajes pornográficos se moldean en frases tan puras que se las tomaría por ejemplos gramaticales. Como dice la teoría del texto: la lengua es redistribuida. Pero esta redistribución se hace siempre por ruptura. Se trazan dos límites: un límite prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la lengua en su estado canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la literatura, la cultura), y otro limite, móvil, vacío (apto para tomar no importa qué contornos) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde se entrevé la muerte del lenguaje. Esos dos límites -el compromiso que ponen en escena- son necesarios. Ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre una y otra la que se vuelve erótica. El placer del texto es similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el libertino gusta al término de una ardua maquinación haciendo cortar la cuerda que lo tiene suspendido en el momento mismo del goce. Tal vez haya aquí un medio para evaluar las obras de la modernidad: su valor provendría de su duplicidad, entendiendo por esto que estas obras poseen siempre dos límites. El límite subversivo puede parecer privilegiado porque es el de la violencia, pero no es la violencia la que impresiona al placer, la destrucción no le interesa, lo que quiere es el lugar de una pérdida, es la fisura, la ruptura, la deflación, la decoloración que se apodera del sujeto en el centro del goce. La cultura vuelve entonces bajo cualquier forma, pero como límite.
Flaubert: una manera de cortar, de agujerear el discurso sin volverlo insensato. Es verdad que la retórica conoce las rupturas de construcción y las rupturas de subordinación, pero por primera vez con Flaubert la ruptura deja de ser excepcional, esporádica, brillante, engastada en la vil materia de un enunciado corriente: no hay lengua más acá de esas figuras (lo que quiere decir, en otro sentido: no existe sino la lengua); un asíndeton (omisión de conjunciones entre palabras) generalizado se apodera de toda la enunciación de manera que ese discurso tan legible es, clandestinamente, uno de los más enloquecidos que se pueda imaginar: la pequeña moneda lógica está en los intersticios. He aquí un estado muy sutil, casi insostenible del discurso: la narratividad está descontruida y sin embargo la historia sigue siendo legible: nunca los dos bordes de la fisura han sido sostenidos más netamente, nunca el placer ha sido mejor ofrecido al lector -en tanto existe el gusto de las rupturas vigiladas, de los conformismos enmascarados y de las destrucciones indirectas- y aunque aquí el logro pueda ser remitido a un autor, se añade un placer de “performance”: la proeza es mantener la mimesis del lenguaje (el lenguaje imitándose a sí mismo), fuente de grandes placeres, de una manera tan radicalmente ambigua (ambigua hasta la raíz) que el texto no cae nunca bajo la buena conciencia (y la mala fe) de la parodia (de la risa castradora, de lo "cómico que hace reír").
Si acepto juzgar un texto según el placer no puedo permitirme decir: este es bueno, este otro es malo. Son imposibles entonces los premios, la crítica, pues ésta implica siempre un punto de vista táctico, un uso social y a menudo una garantía imaginaria. No puedo dosificar, imaginar que el texto sea perfectible, dispuesto a entrar en un juego de predicados normativos: es demasiado esto, no es suficientemente esto otro; el texto (ocurre lo mismo con la voz que canta) no puede arrancarme sino un juicio no adjetivo: ¡es esto! Y todavía más: ¡es esto para mi! Este para mi no es subjetivo ni existencial sino nietszcheano ("En el fondo es siempre la misma cuestión: ¿ Que significa esto para mí?). El brio del texto (sin el cual en suma no hay texto) sería su voluntad de goce: allí mismo donde excede la demanda, sobrepasa el murmullo y trata de desbordar, de forzar la liberación de los adjetivos, que son las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas.
Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura, no rompe con ella y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la consistencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje. Aquel que mantiene los dos textos en su campo y en su mano las riendas del placer y del goce es un sujeto anacrónico pues participa al mismo tiempo y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura (que penetra en él apaciblemente bajo la forma de un arte de vivir del que forman parte los libros antiguos) y en la destrucción de esa cultura: goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso.


Por otra parte, proveniente del psicoanálisis, tenemos un medio indirecto de fundar la oposición entre texto de placer y texto de goce: el placer es decible, el goce no lo es. El goce es indecible, interdicto. Remito a Lacan ("Lo que hay que reconocer es que el goce como tal está interdicto a quien habla, o más aún que no puede ser dicho sino entre líneas") y a Leclaire ("El que dice, por lo que dice se prohíbe el goce, o correlativamente, el que goza desvanece toda letra -y todo dicho posible- en lo absoluto de la anulación que celebra"). El escritor de placer (y su lector) acepta la letra, renunciando al goce tiene el derecho y el poder de decirlo: la letra es su placer, está obsesionado por ella, como lo están todos los que aman el lenguaje (no la palabra): los logófilos, escritores, corresponsales, lingüistas; es por lo tanto posible hablar de los textos de placer (aquellos que no ofrecen ningún debate con la anulación del goce): la critica se ejerce siempre sobre textos de placer, nunca sobre textos de goce: Flaubert, Proust, Stendhal son comentados inagotablemente; la crítica dice entonces el goce vano del texto tutor, el goce pasado o futuro: tienen que leer, yo he leído: la crítica es siempre histórica o prospectiva: el presente constativo, la presentación del goce le está prohibida, su materia predilecta es la cultura que es todo en nosotros salvo nuestro presente. Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible. Ese texto está fuera del placer, fuera de la crítica, salvo que sea alcanzado por otro texto de goce: no se puede hablar "del" texto, sólo se puede hablar "en" él a su manera, entrar en un plagio desenfrenado, afirmar histéricamente el vacío del goce (y no repetir obsesivamente la letra del placer).
Nada que hacer: el aburrimiento no es simple. No se sale del aburrimiento (delante de una obra, o de un texto) con un gesto de fastidio o de prescindencia. De la misma manera que el placer del texto supone toda una producción indirecta, el aburrimiento no puede otorgarse la prerrogativa de ninguna espontaneidad: no hay aburrimiento sincero: si personalmente el texto–murmullo me aburre es porque en realidad no amo la demanda. ¿Pero si yo la amase, si tuviese algún apetito maternal? El aburrimiento no está lejos del goce: es el goce visto desde las costas del placer. Cuanto más una historia está contada de una manera decorosa, sin dobles sentidos, sin malicia, edulcorada, es mucho más fácil revertida, ennegrecerla, leerla invertida. Esta reversión, siendo pura producción, desarrolla soberbiamente el placer del texto. El placer del texto no tiene acepción ideológica. Sin embargo, esta impertinencia no aparece por liberalismo sino por perversión: el texto. su lectura, están escindidos. Lo que está desbordado, quebrado, es la unidad moral que la sociedad exige de todo producto humano. Leemos un texto (de placer) como una mosca vuela en el volumen de una pieza, por vueltas bruscas, falsamente definitivas, apresuradas e inútiles: la ideología pasa sobre el texto y su lectura como el enrojecimiento sobre un rostro (en el amor algunos gustan eróticamente este rubor); todo escritor de placer tiene esos rubores imbéciles (Balzac, Zola, Flaubert, Proust; salvo tal vez Mallarmé, dueño de sí mismo). En el texto de placer las fuerzas contrarias no están en estado de represión sino en devenir: nada es verdaderamente antagonista, todo es plural. Atravieso sutilmente la noche reaccionaria. Por ejemplo, en "Fécondité" (Fecundidad) de Zola la ideología es flagrante, particularmente pegajosa: naturalismo, familiarismo, colonialismo; eso no impide que continúe leyendo el libro. ¿Esta distorsión es banal? Es posible encontrar asombrosa la habilidad económica con la que el sujeto se escinde, dividiendo la lectura, resistiendo al contagio del juicio, a la metonimia de la satisfacción: ¿será que el placer vuelve objetivo?
Sobre el placer del texto no es posible ninguna "tesis"; apenas una inspección (una introspección) abreviada. Como criatura de lenguaje, el escritor está siempre atrapado en la guerra de las ficciones en la que solamente es un juguete puesto que el lenguaje que lo constituye está siempre fuera de lugar. Por el simple efecto de la polisemia (estado rudimentario de la escritura) el compromiso combativo de una palabra literaria es, desde su origen, dudoso. El escritor está siempre sobre el trabajo ciego de los sistemas, a la deriva; es un comodín, un maná, un grado cero, el muerto del bridge: necesario para el sentido (para el combate) pero en sí mismo privado de sentido fijo; su lugar, su valor (de cambio) varía según los movimientos de la historia, de los golpes tácticos de la lucha: se le exige todo y/o nada. Está fuera del intercambio, sumergido en el no beneficio, sin deseo de tomar nada si no el goce perverso de las palabras (pero el goce no es nunca un tomar: nada lo separa de la pérdida). Paradoja: esta gratuidad de la escritura (que se vincula por el goce con la gratuidad de la muerte) es silenciada por el escritor: se contracta, se musculiza, niega la deriva, reprime el goce: hay muy pocos que combaten a la vez la represión ideológica y la represión libidinal (aquella que el intelectual hace pesar sobre sí mismo: sobre su propio lenguaje).
Cada vez que intento "analizar" un texto que me ha dado placer no es mi "subjetividad" la que reencuentro, es mi "individuo", el dato básico que separa mi cuerpo de los otros cuerpos y hace suyo su propio sufrimiento, su propio placer: es mi cuerpo de goce el que reencuentro. Y ese cuerpo de goce es también mi sujeto histórico, pues es al término de una combinatoria muy fina de elementos biográficos, históricos, sociológicos, neuróticos (educación, clase social, configuración infantil, etcétera) que regulo el juego contradictorio del placer (cultural) y del goce (no-cultural) y que me escribo como un sujeto actualmente mal ubicado, llegado demasiado tarde o demasiado temprano (este "demasiado" no designa una pena, ni una falta ni una desgracia sino solamente convoca un lugar nulo): sujeto anacrónico, a la deriva.